La semana pasada quedé, tras dar una vuelta somera a cómo queda el ganador, en hacer también algún comentario sobre la situación del perdedor tras el 9M. Cosa que, dicho sea de paso, parece interesar bastante más en estos días, a juzgar por la tinta que está corriendo sobre el PP, Mariano y sus tribulaciones. Al período de exasperante silencio del señor Rajoy, han seguido unas decisiones –dedocráticas, por supuesto, conforme es regla en nuestros partidos políticos- muy, muy polémicas. La cosa es, ahora, saber si en el congreso previsto para junio, habrá candidatura alternativa a la de Rajoy, lo que implica, de entrada, dar absolutamente por hecho que el gallego piensa optar a la reelección, cosa que parece no haber motivos para dudar.
El resultado del PP no fue nada malo, esta es la verdad. No tengo los datos a la vista, pero no me consta que ningún partido opositor, nunca antes, haya gozado de semejante número de diputados, lo que, unido a cuotas de poder local y regional más que respetables y a apoyos mediáticos de relevancia, configura un formidable bagaje para una legislatura de oposición. Pero no es menos cierto, además de lo obvio –que la legislatura será de oposición- que, precisamente por su entidad, el resultado no se convierte en un gran incentivo a la renovación. Mi opinión personal es que Rajoy y su equipo deberían hacer mutis, no tanto por la derrota del 9M como por todos los antecedentes –conviene recordar que no son unos aspirantes derrotados, sino los mismos aspirantes que fueron previamente descabalgados siendo gobierno, que es muy diferente- pero entiendo que, en sus números, don Mariano puede encontrar árnica y bálsamos para las heridas. Al menos puede encontrar una línea argumental para sostener que, si algo debe cambiar en el partido, no es, precisamente, él.
Insisto en que discrepo. Creo que él también debería dejar paso a nuevas caras pero, en realidad, no es esto lo más importante. Un cambio de equipo no servirá de mucho si no se realiza un análisis en profundidad de la situación de la Derecha en España y de cuál es la estrategia que podría llevarla al poder en 2012, si es que tal cosa es posible. Y conste que el ejercicio no es nada fácil de hacer, con todo el ruido que hay. Si en algo se están especializando tirios y troyanos es en dar consejos al PP acerca de cómo ordenar sus propios asuntos. Hay dos escuelas que, en esto, descuellan. Ambas, creo, erradas: las de la “línea dura” y las de la adaptación de la Derecha a los gustos de la Izquierda. Ambas conducen al fracaso, porque la primera produce una identidad falsa –una identidad que no se corresponde con la Derecha social que debería aspirar a representar un partido ganador- y la segunda implica una renuncia a toda identidad.
La primera pregunta, claro, debe ser: ¿hay, de verdad, una fórmula viable? ¿Puede el PP ganar las elecciones? Me refiero a si puede ganarlas de veras, algo más que anecdóticamente. ¿Puede una victoria de la Derecha ser algo más que circunstancial? La pregunta parece absurda, toda vez que la historia reciente muestra, claro está, que la Derecha no solo ha ganado antes, sino que lo ha hecho con márgenes muy notables –con mayorías absolutas-. Empero, el historial electoral no termina de despejar esa duda, ¿ocupa la Derecha, cuando lo ocupa, el Poder de modo, diríase, interino? ¿Puede reinar, además de gobernar? La semana pasada hablábamos de esa conexión psicológica privilegiada entre el PSOE y buena parte del electorado que se ha convertido, con mucho, en el mayor tesoro del que goza la Izquierda y que, dicho sea de paso, ésta se aplica diligentemente a cuidar con mimo y notable éxito. Esa misma conexión se erige, claro, en un hándicap para la Derecha, que no parece tener algo similar, o no parece tenerlo en la misma medida.
Y, sin embargo, hay lugar para la esperanza –perdóneseme el juego de palabras-. En el nivel regional es donde el PP demuestra que es posible hacer quebrar ese vínculo. Es posible que España sea “sociológicamente de Izquierdas”, pero es muy dudoso que lo sean Madrid o la Comunidad Valenciana. Ítem más, la situación de Madrid no solo demuestra que es posible hacer quebrar ese “cordón umbilical” entre PSOE y electores sino que, más bien, prueba que es posible invertirlo, dejando a los socialistas en una situación de menesterosidad rayana en lo patético, a solas con sus verdaderos activos electorales, en muchas ocasiones, entre escasos y nulos.
Es evidente que ni el modelo de Madrid ni el de la Comunidad Valenciana son directamente exportables a otras regiones ni elevables regla general sin más. Y también es cierto que el PP ha conseguido consolidar también poder regional en otras zonas a través de esquemas no parangonables. Pero hay que preguntarse dónde puede estar la diferencia, y si pueden hallarse claves para animar una solución más o menos válida para todo el país.
En mi opinión, la lección, especialmente de Madrid, es que el PP debe apostar a las claras por la democracia liberal. Dicho así suena tonto, pero no lo es. El futuro del PP pasa por el retorno del Barón de Montesquieu. Pasa porque la democracia funcione, porque supere esta especie de menor edad en que, desde hace treinta años, se encuentra enquistada en nuestro país. He comentado muchas veces que el mayor error que puede cometer la Derecha española –después, claro está, del de iniciar una regresión a posiciones ultraconservadoras- es el de intentar buscar su sitio en un sistema diseñado para excluirla. Desengáñense don Mariano y los que pudieran aconsejarle ciertas cosas: en la “democracia avanzada” zapateril, el PP no cabe, porque eso es cualquier cosa menos democracia.
Es raro, pero a veces sucede, que la viabilidad de la apuesta de un partido político pase por el desarrollo de la Nación a la que dice servir. Ya digo, a veces, sucede. Podemos estar ante el caso. Es posible, creo, que los intereses del PP y los de los españoles estén bastante alineados, aunque no sé si el PP es consciente de ello. En otras palabras, salvando su propio futuro, el gran partido de la Derecha española podría hacer, de veras, un servicio impagable al país al que dice servir. Ayudando a romper el modelo de democracia fundado en un socialismo hegemónico, el PP se ayudaría a sí mismo.
Frente al enterramiento de Montesquieu, recuperación de una genuina separación de poderes –aunque ello implique renunciar al trocito de poder que siempre toca en las exequias del Barón-. Frente a un sistema electoral adulterado, una reforma electoral de alcance, que haga valer, de una buena vez, el principio de “un hombre, un voto” –aunque ello implique renunciar a la sobreprima que, al igual que el PSOE, disfruta ahora el PP-. Frente a una distribución de competencias caótica, una estructura territorial clara –aunque eso implique dañar la posición de algún líder regional en concreto-. Frente al afán por gobernar lo que no debe ser gobernado, una apuesta limpia por la independencia judicial –aunque ello implique renunciar a poseer candidatos propios y a tener el propio “partido”-. Frente a una presencia gubernamental omnímoda, un respeto escrupuloso por la autonomía de la administración y, especialmente, de los órganos reguladores especializados. Frente al buenismo intervencionista y paternalista, frente a la presunción continua del ciudadano como un inútil que no sabe cuidar de sí mismo, respeto por el individuo y por sus iniciativas, desplazando el énfasis de las normas a la propia responsabilidad (“no podemos conducir por ti, no queremos hacerlo… solo atente a las consecuencias si tu conducta es lesiva para ti mismo y para los demás”).
Y, sobre todo, frente a la hidra progre-pastosa en que se ha transformado el mundo de la educación y la cultura, frente a la peste de los “creadores” que hace tiempo que no crean nada más que saldos en cuenta corriente, en fin, frente al “mierda para todos” en que se ha transformado nuestro mundo del espíritu, recuperación de un sano elitismo. No está en disposición de afirmar que Rodolfo Chikilikuatre es una ofensa al buen gusto, desde luego, quien no tiene del todo clara la diferencia entre Alejandro Sanz y el Arcipreste de Hita o Juan Ramón Jiménez –dicho sea sin desmerecer a ninguno de ellos, Chikilikuatre incluido, cada uno en su respectivo ámbito-.
Es posible, es seguro, que sostener un discurso así conduzca a la confrontación, incluso a la bronca. A veces, será inevitable. Ciertamente, la confrontación debe ser evitada cuando es gratuita y, desde luego, siempre será posible mantener unas formas apropiadas. Pero la batalla es, y debe ser, dura. Sencillamente porque hay mucho en juego. Un discurso verdaderamente liberal, el intento de transformar España no en una democracia avanzada, sino en una democracia a secas –como si la modernidad, de veras, hubiera sucedido y hubiera dejado poso- está destinado a escocer mucho más que cualquier alternativa. Porque es mucho más dañino.
Por resumir en una frase, igual el PP debería probar a hacer un discurso partiendo de la base de que el ciudadano es, primero eso, ciudadano, y después inteligente. A ver qué pasa. Sería lo nunca visto. Igual funciona.