EXÁMENES PARA CIUDADANO
Tengo entendido que ayer entró en vigor la nueva normativa británica en materia de extranjería, que establece como requisito de acceso a la nacionalidad un examen previo acerca del país, sus costumbres y las bases fundamentales de su ordenamiento jurídico. Andando el tiempo, es posible que se incluya también una prueba de lengua inglesa. Al parecer, algo parecido existe ya en los Estados Unidos.
Es posible que, si nuestro presidente del Gobierno fuera un político normal y, por tanto, no anduviéramos preocupados por nuestra propia supervivencia como país –por razones obvias, los debates sobre la nacionalización requieren un ente previo en el que nacionalizarse- también nosotros estuviéramos planteándonos parejas cuestiones, que no son sino otro capítulo del que es, sin duda, el gran tema de nuestro tiempo o, mejor dicho, del tiempo de los que viven en la Europa real y no en la imbecilandia zapateril: el acomodo de una realidad social multicultural en los patrones históricos de la moral pública occidental o, si se prefiere, la validez del dogma de la libertad de creencias en toda su amplitud. Ahí es nada.
Vaya por delante que me parece juiciosa la medida británica. Al fin y al cabo –salvo futbolistas cuyo único fin es no ocupar plaza de comunitario- la solicitud de la nacionalidad debería implicar ciertas cosas, entre otras, la capacidad de formarse un juicio cabal sobre qué se está solicitando. La nacionalidad es un vínculo, una relación jurídica que liga persona a estado. La adquisición de la nacionalidad no es, pues, algo que se pueda tomar a la ligera, porque es evidente que no es lo mismo ser nacional de un país que serlo de otro; los deberes y derechos pueden cambiar, y mucho. No veo, pues, qué hay de malo en que se acredite de alguna manera que se sabe lo que se está haciendo. Pueden, no obstante, hacerse objeciones.
La primera, claro, es que los nacionales de origen no tienen que pasar prueba alguna, y es más que probable que muchos de ellos suspendieran un examen, quizá no sobre las costumbres, pero sí sobre cuestiones jurídicas, económicas o sociales elementales que afectan a su país. ¿Conocen los españoles, por ejemplo, sus derechos y deberes constitucionales? Apuesto a que no, con carácter general. Todo lo más, serán capaces de enunciarlos, pero no creo que hayan reflexionado mucho sobre ellos, y me imagino que a los nacionales de otros estados les sucederá, más o menos, lo mismo. No obstante, no hay aquí más remedio que recurrir a presunciones, so pena de poner en solfa la vigencia de otros preceptos. Y es que hay que reconocer que pretender que los españoles puedan no conocer los fundamentos de su sociedad, o el idioma español en un país con educación gratuita y obligatoria –además de, por ley, congruente con los valores y principios constitucionales- es tanto como solicitar de Hacienda una estimación oficial del fraude fiscal; algo que no existe, por hipótesis. Otra cosa, claro, es que se constate una realidad y se hagan cosas por corregirla
No hay, pues, discriminación alguna. Antes al contrario, al menos en teoría, se trata de verificar que todos están en las mismas condiciones de ejercer su ciudadanía.
La segunda objeción es, por supuesto, la conciliación de esta medida con la libertad de conciencia consagrada en todos los ordenamientos occidentales. ¿Cuáles son, por ejemplo “las costumbres” del pueblo británico?, ¿cuáles son sus “usos”? Se puede determinar, a ciencia cierta, cuáles son sus leyes, sí, pero ¿sus “costumbres”? Alguien podría argüir, no sin fundamento, que estos exámenes pueden emplearse como mecanismo para consagrar la vigencia de unas formas de ver la vida que, siendo mayoritarias, ya no son únicas –y téngase presente que en el Reino Unido, el país más multicultural de Europa, las minorías culturales no son irrelevantes-. Esto es, la prueba de acceso podría convertirse en una herramienta de asimilación.
Este último debate es, sin lugar a dudas, el nudo gordiano de la cuestión. Ya he expuesto en otra ocasión que es, en realidad, algo que puede poner las convicciones liberales en crisis –al menos las de un servidor-. ¿Puede subsistir la democracia liberal en ausencia de unos mínimos valores compartidos? Parece claro que no. En realidad, este es un debate viejo, y permanentemente inconcluso. Es el debate sobre el límite de los derechos, y la libertad de conciencia –entiéndase como haz de derechos que comprende una variedad de libertades, como la de expresión- no deja de ser uno más de ellos, aunque sea el más importante después del derecho a la vida (y, de hecho, solo en tanto que este es un simple prius lógico de todos los demás).
¿Podría implantarse una medida semejante en España? Creo que no, no tanto porque no fuese posible alcanzar un consenso sobre su conveniencia –me imagino que los políticamente correctos estarán en contra, pero mucha gente podría estar a favor (siempre que existan exámenes simplificados para jugadores de fútbol, que posibiliten que la estrella de turno pueda salir a campo a tiempo para el derbi)- pero su aplicación práctica se imbecilizaría inmediatamente.
Porque el examen, claro, tendría que variar en función de la comunidad autónoma donde uno piense residenciarse, supongo, con lo que existirían 17 exámenes, como las licencias de caza. En realidad, habría un examen nacional básico, al que seguirían los exámenes extraordinarios donde ustedes ya saben, inmediatamente imitados por las otras comunidades. Total, que el desdichado que pretendiera nacionalizarse en Melilla, terminaría teniendo que examinarse de bereber y a la complejidad de la asignatura “pedir un café en España” (solo, cortado, con leche, corto, largo, americano, en taza de desayuno, en mediana, manchado..., más variedades regionales) tendría que añadir la optativa “té moruno”, que debe tener su miga.
O quizá es, simplemente, que un examen sobre nuestros usos y costumbres nos pusiera en el más absoluto de los ridículos, porque evidenciaría algo que nos empeñamos en negar, que es la homogeneidad cultural que caracteriza a España, pareja a las de otros países europeos y, desde luego, infinitamente superior a la de otras naciones del ancho mundo. Es duro de aceptar, pero me temo que si te pasan los apuntes de Euskadi, apruebas el examen de Baleares. Fijo.
Es posible que, si nuestro presidente del Gobierno fuera un político normal y, por tanto, no anduviéramos preocupados por nuestra propia supervivencia como país –por razones obvias, los debates sobre la nacionalización requieren un ente previo en el que nacionalizarse- también nosotros estuviéramos planteándonos parejas cuestiones, que no son sino otro capítulo del que es, sin duda, el gran tema de nuestro tiempo o, mejor dicho, del tiempo de los que viven en la Europa real y no en la imbecilandia zapateril: el acomodo de una realidad social multicultural en los patrones históricos de la moral pública occidental o, si se prefiere, la validez del dogma de la libertad de creencias en toda su amplitud. Ahí es nada.
Vaya por delante que me parece juiciosa la medida británica. Al fin y al cabo –salvo futbolistas cuyo único fin es no ocupar plaza de comunitario- la solicitud de la nacionalidad debería implicar ciertas cosas, entre otras, la capacidad de formarse un juicio cabal sobre qué se está solicitando. La nacionalidad es un vínculo, una relación jurídica que liga persona a estado. La adquisición de la nacionalidad no es, pues, algo que se pueda tomar a la ligera, porque es evidente que no es lo mismo ser nacional de un país que serlo de otro; los deberes y derechos pueden cambiar, y mucho. No veo, pues, qué hay de malo en que se acredite de alguna manera que se sabe lo que se está haciendo. Pueden, no obstante, hacerse objeciones.
La primera, claro, es que los nacionales de origen no tienen que pasar prueba alguna, y es más que probable que muchos de ellos suspendieran un examen, quizá no sobre las costumbres, pero sí sobre cuestiones jurídicas, económicas o sociales elementales que afectan a su país. ¿Conocen los españoles, por ejemplo, sus derechos y deberes constitucionales? Apuesto a que no, con carácter general. Todo lo más, serán capaces de enunciarlos, pero no creo que hayan reflexionado mucho sobre ellos, y me imagino que a los nacionales de otros estados les sucederá, más o menos, lo mismo. No obstante, no hay aquí más remedio que recurrir a presunciones, so pena de poner en solfa la vigencia de otros preceptos. Y es que hay que reconocer que pretender que los españoles puedan no conocer los fundamentos de su sociedad, o el idioma español en un país con educación gratuita y obligatoria –además de, por ley, congruente con los valores y principios constitucionales- es tanto como solicitar de Hacienda una estimación oficial del fraude fiscal; algo que no existe, por hipótesis. Otra cosa, claro, es que se constate una realidad y se hagan cosas por corregirla
No hay, pues, discriminación alguna. Antes al contrario, al menos en teoría, se trata de verificar que todos están en las mismas condiciones de ejercer su ciudadanía.
La segunda objeción es, por supuesto, la conciliación de esta medida con la libertad de conciencia consagrada en todos los ordenamientos occidentales. ¿Cuáles son, por ejemplo “las costumbres” del pueblo británico?, ¿cuáles son sus “usos”? Se puede determinar, a ciencia cierta, cuáles son sus leyes, sí, pero ¿sus “costumbres”? Alguien podría argüir, no sin fundamento, que estos exámenes pueden emplearse como mecanismo para consagrar la vigencia de unas formas de ver la vida que, siendo mayoritarias, ya no son únicas –y téngase presente que en el Reino Unido, el país más multicultural de Europa, las minorías culturales no son irrelevantes-. Esto es, la prueba de acceso podría convertirse en una herramienta de asimilación.
Este último debate es, sin lugar a dudas, el nudo gordiano de la cuestión. Ya he expuesto en otra ocasión que es, en realidad, algo que puede poner las convicciones liberales en crisis –al menos las de un servidor-. ¿Puede subsistir la democracia liberal en ausencia de unos mínimos valores compartidos? Parece claro que no. En realidad, este es un debate viejo, y permanentemente inconcluso. Es el debate sobre el límite de los derechos, y la libertad de conciencia –entiéndase como haz de derechos que comprende una variedad de libertades, como la de expresión- no deja de ser uno más de ellos, aunque sea el más importante después del derecho a la vida (y, de hecho, solo en tanto que este es un simple prius lógico de todos los demás).
¿Podría implantarse una medida semejante en España? Creo que no, no tanto porque no fuese posible alcanzar un consenso sobre su conveniencia –me imagino que los políticamente correctos estarán en contra, pero mucha gente podría estar a favor (siempre que existan exámenes simplificados para jugadores de fútbol, que posibiliten que la estrella de turno pueda salir a campo a tiempo para el derbi)- pero su aplicación práctica se imbecilizaría inmediatamente.
Porque el examen, claro, tendría que variar en función de la comunidad autónoma donde uno piense residenciarse, supongo, con lo que existirían 17 exámenes, como las licencias de caza. En realidad, habría un examen nacional básico, al que seguirían los exámenes extraordinarios donde ustedes ya saben, inmediatamente imitados por las otras comunidades. Total, que el desdichado que pretendiera nacionalizarse en Melilla, terminaría teniendo que examinarse de bereber y a la complejidad de la asignatura “pedir un café en España” (solo, cortado, con leche, corto, largo, americano, en taza de desayuno, en mediana, manchado..., más variedades regionales) tendría que añadir la optativa “té moruno”, que debe tener su miga.
O quizá es, simplemente, que un examen sobre nuestros usos y costumbres nos pusiera en el más absoluto de los ridículos, porque evidenciaría algo que nos empeñamos en negar, que es la homogeneidad cultural que caracteriza a España, pareja a las de otros países europeos y, desde luego, infinitamente superior a la de otras naciones del ancho mundo. Es duro de aceptar, pero me temo que si te pasan los apuntes de Euskadi, apruebas el examen de Baleares. Fijo.
1 Comments:
Rock On Fernando!!!
By Anónimo, at 12:12 p. m.
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