EL DISPUTADO VOTO DEL SEÑOR MUSTAFÁ
La penúltima polémica que nos ocupa –hay quien dice que la penúltima cortina de humo que se ha extendido para evitar dar cuentas por las responsabilidades de alguno- es la del voto de los inmigrantes. Es inevitable detectar un tufo de oportunismo, cercana como está la reciente regularización masiva, que contamina de raíz el debate. Supongo que también es inevitable la nota que el engendro decimonónico de turno ya se ha ocupado de poner, a saber, la de que dicho derecho de voto debería limitarse a quienes presenten un nivel suficiente de integración de acuerdo con la ortodoxia nacionalista imperante en según qué sitios.
Y es una lástima, porque es este un asunto del que merece la pena hablar. Con verdadera trascendencia política y social. ¿Es razonable que disfruten del derecho al sufragio, activo y pasivo, quienes no ostentan la nacionalidad? En rigor, deberíamos matizar que no se trata tanto de crear semejante derecho como de extenderlo, porque los oriundos de otros países de la Unión Europea ya lo disfrutan –es un componente básico de la denominada “ciudadanía europea”-. Es más, llamando a las cosas por su nombre, apostaría a que el meollo del asunto no está tanto en la extensión del derecho al extranjero cuanto al extranjero que procede de un sustrato cultural distinto.
De entrada, hay que decir que, hablando siempre de las elecciones municipales, es perfectamente posible extender el sufragio a los no españoles, siempre que exista reciprocidad en sus países de origen. Cierto es que la redacción del artículo 13 de nuestra Constitución –reformada con ocasión de la ratificación por España del Tratado de Maastricht- se pensó para ciudadanos comunitarios, pero nada impide su aplicación a nacionales de terceros países siempre que, como queda dicho, exista reciprocidad.
A mi juicio, al menos en términos puramente abstractos, no debería existir problema alguno en conceder a los residentes de terceros países que vivan en nuestros municipios la posibilidad de ser electores y elegibles en los comicios locales.
Parece obvio que toda persona debería tener voz en los asuntos que directamente le conciernen. Esto es, más bien, un derecho humano, completamente independiente de donde haya querido la suerte que uno nazca o del pasaporte que ostente. En este sentido, todos los sistemas que permiten a los extranjeros ser titulares de propiedades suelen capacitarlos también para la defensa de las mismas, su protección, etc. ¿Alguien en su sano juicio pretendería impedir el acceso de un extranjero a una junta de vecinos, por ejemplo, si es propietario de un piso?
A partir de esta evidencia, la cuestión estriba en saber hasta dónde llega el ámbito de los asuntos que directamente conciernen a uno y en los que uno debería tener voz y voto sin necesidad de mayores condicionantes, es decir, por el mero hecho de tener un interés legítimo. La respuesta está, creo, en que el ámbito de nuestros intereses y de nuestros derechos está íntimamente correlacionado con el de nuestros deberes y nuestros compromisos.
Para tener derecho a voz y voto en la formación de la voluntad de una comunidad política, parece razonable que, previa o simultáneamente, se hayan adquirido ciertos compromisos para con ella. Jurídicamente, esos compromisos se concentran en la nacionalidad, que es un vínculo entre persona y Estado por el cual el nacional queda sujeto a un determinado ordenamiento de modo pleno y, en contrapartida, obtiene la posibilidad de contribuir a conformarlo.
Pues bien, el quid de la cuestión estriba en saber de qué está más cerca la problemática municipal, si de la gestión doméstica de asuntos del día a día o de las cuestiones políticas cuya solución marca el rumbo de la comunidad. Es decir, un municipio ¿se parece más a una comunidad de vecinos o a un Estado? La respuesta, al menos en el ordenamiento español es, sin duda, que se parece más a una comunidad de vecinos.
A diferencia de las comunidades autónomas, las administraciones locales no son instancias políticas sino, estrictamente, eso, administraciones. Por más que se parezca y que, funcionalmente, se pueda asimilar, el Pleno de una Corporación no es un Parlamento ni participa de ningún tipo de soberanía. Es, simplemente, un ente destinado a la gestión de una serie de cosas puestas en común (dicho sea sin ánimo alguno de minimizar la extrema importancia que para nuestra vida diaria revisten nuestros pueblos y ciudades, sin duda la única instancia del poder que puede merecer, a veces, el calificativo de “entrañable”). No tiene, pues, excesivo sentido exigir de nadie unos vínculos especiales, más allá de la simple residencia.
El razonamiento, hasta aquí, nos lleva a constatar que no tiene por qué ser irrazonable, ni mucho menos contraria a derecho, la concesión del sufragio a quienes no ostenten la nacionalidad española o de otros países de la UE. Que el alcalde haya nacido en Senegal nada dice sobre su mayor o menor competencia, ni los asuntos de los que deberá ocuparse le enfrentarán a dilemas irresolubles. Otra cosa es, claro, la cuestión de oportunidad. El mero hecho de que una cosa sea posible no la convierte en deseable. Ya sabemos que podemos hacerlo, ¿por qué deberíamos hacerlo?
A primera vista, por una cuestión de favor libertatis, que debería ser razón suficiente. Como liberal, creo que una sociedad es tanto mejor cuanto menos relevantes sean las características accidentales de un individuo de cara al ejercicio de derechos y facultades. Y la nacionalidad es algo accidental, sin duda. Algo cuyos efectos deben ser minimizados, no al contrario. En otras palabras, personalmente creo –y entiendo que ese es el espíritu de nuestra Constitución- que el ámbito de los derechos de los extranjeros, en España, debe ser el más amplio posible. Les deben ser concedidas cuantas facultades y oportunidades se correspondan con los deberes que asuman.
Dicho todo lo anterior, las conclusiones en abstracto deben ser puestas en relación con el contexto, bien concreto, antes de tomar decisiones precipitadas. En particular, el asunto que nos ocupa tiene evidentes relaciones con la política de inmigración en su conjunto. En este sentido, no parece muy oportuno que, sin haber digerido el efecto llamada de la penúltima salida de pata de banco en la materia –del último “papeles para todos”, por ahora- se proceda a aumentar la onda expansiva. Convendría reflexionar acerca de si, además de incrementar el contingente de votantes presumiblemente socialistas, la concesión del derecho puede tener algún impacto sobre los flujos migratorios. A primera vista, parece evidente que no resultará nada desincentivador para los ilegales, sino todo lo contrario.
Cuando los intentos de llegada al territorio nacional por medios cada vez más inverosímiles están desembocando en situaciones que bien pueden calificarse de catástrofe, es muy aconsejable tener cuidado con la política de gestos. Enviar señales equívocas adquiere, en determinados contextos, tintes de verdadero crimen. Convendría tener presente, antes de lanzar globos sonda o abordar debates en momento inoportuno, que hay quien se tira al mar en cayuco en función de los ecos de los mismos.
La buena medida política tiene que ser jurídicamente válida, socialmente deseable y, desde luego, oportuna. Este asunto es un buen ejemplo de la dificultad de conciliar las tres cosas. O de que la política es complicada.
Y es una lástima, porque es este un asunto del que merece la pena hablar. Con verdadera trascendencia política y social. ¿Es razonable que disfruten del derecho al sufragio, activo y pasivo, quienes no ostentan la nacionalidad? En rigor, deberíamos matizar que no se trata tanto de crear semejante derecho como de extenderlo, porque los oriundos de otros países de la Unión Europea ya lo disfrutan –es un componente básico de la denominada “ciudadanía europea”-. Es más, llamando a las cosas por su nombre, apostaría a que el meollo del asunto no está tanto en la extensión del derecho al extranjero cuanto al extranjero que procede de un sustrato cultural distinto.
De entrada, hay que decir que, hablando siempre de las elecciones municipales, es perfectamente posible extender el sufragio a los no españoles, siempre que exista reciprocidad en sus países de origen. Cierto es que la redacción del artículo 13 de nuestra Constitución –reformada con ocasión de la ratificación por España del Tratado de Maastricht- se pensó para ciudadanos comunitarios, pero nada impide su aplicación a nacionales de terceros países siempre que, como queda dicho, exista reciprocidad.
A mi juicio, al menos en términos puramente abstractos, no debería existir problema alguno en conceder a los residentes de terceros países que vivan en nuestros municipios la posibilidad de ser electores y elegibles en los comicios locales.
Parece obvio que toda persona debería tener voz en los asuntos que directamente le conciernen. Esto es, más bien, un derecho humano, completamente independiente de donde haya querido la suerte que uno nazca o del pasaporte que ostente. En este sentido, todos los sistemas que permiten a los extranjeros ser titulares de propiedades suelen capacitarlos también para la defensa de las mismas, su protección, etc. ¿Alguien en su sano juicio pretendería impedir el acceso de un extranjero a una junta de vecinos, por ejemplo, si es propietario de un piso?
A partir de esta evidencia, la cuestión estriba en saber hasta dónde llega el ámbito de los asuntos que directamente conciernen a uno y en los que uno debería tener voz y voto sin necesidad de mayores condicionantes, es decir, por el mero hecho de tener un interés legítimo. La respuesta está, creo, en que el ámbito de nuestros intereses y de nuestros derechos está íntimamente correlacionado con el de nuestros deberes y nuestros compromisos.
Para tener derecho a voz y voto en la formación de la voluntad de una comunidad política, parece razonable que, previa o simultáneamente, se hayan adquirido ciertos compromisos para con ella. Jurídicamente, esos compromisos se concentran en la nacionalidad, que es un vínculo entre persona y Estado por el cual el nacional queda sujeto a un determinado ordenamiento de modo pleno y, en contrapartida, obtiene la posibilidad de contribuir a conformarlo.
Pues bien, el quid de la cuestión estriba en saber de qué está más cerca la problemática municipal, si de la gestión doméstica de asuntos del día a día o de las cuestiones políticas cuya solución marca el rumbo de la comunidad. Es decir, un municipio ¿se parece más a una comunidad de vecinos o a un Estado? La respuesta, al menos en el ordenamiento español es, sin duda, que se parece más a una comunidad de vecinos.
A diferencia de las comunidades autónomas, las administraciones locales no son instancias políticas sino, estrictamente, eso, administraciones. Por más que se parezca y que, funcionalmente, se pueda asimilar, el Pleno de una Corporación no es un Parlamento ni participa de ningún tipo de soberanía. Es, simplemente, un ente destinado a la gestión de una serie de cosas puestas en común (dicho sea sin ánimo alguno de minimizar la extrema importancia que para nuestra vida diaria revisten nuestros pueblos y ciudades, sin duda la única instancia del poder que puede merecer, a veces, el calificativo de “entrañable”). No tiene, pues, excesivo sentido exigir de nadie unos vínculos especiales, más allá de la simple residencia.
El razonamiento, hasta aquí, nos lleva a constatar que no tiene por qué ser irrazonable, ni mucho menos contraria a derecho, la concesión del sufragio a quienes no ostenten la nacionalidad española o de otros países de la UE. Que el alcalde haya nacido en Senegal nada dice sobre su mayor o menor competencia, ni los asuntos de los que deberá ocuparse le enfrentarán a dilemas irresolubles. Otra cosa es, claro, la cuestión de oportunidad. El mero hecho de que una cosa sea posible no la convierte en deseable. Ya sabemos que podemos hacerlo, ¿por qué deberíamos hacerlo?
A primera vista, por una cuestión de favor libertatis, que debería ser razón suficiente. Como liberal, creo que una sociedad es tanto mejor cuanto menos relevantes sean las características accidentales de un individuo de cara al ejercicio de derechos y facultades. Y la nacionalidad es algo accidental, sin duda. Algo cuyos efectos deben ser minimizados, no al contrario. En otras palabras, personalmente creo –y entiendo que ese es el espíritu de nuestra Constitución- que el ámbito de los derechos de los extranjeros, en España, debe ser el más amplio posible. Les deben ser concedidas cuantas facultades y oportunidades se correspondan con los deberes que asuman.
Dicho todo lo anterior, las conclusiones en abstracto deben ser puestas en relación con el contexto, bien concreto, antes de tomar decisiones precipitadas. En particular, el asunto que nos ocupa tiene evidentes relaciones con la política de inmigración en su conjunto. En este sentido, no parece muy oportuno que, sin haber digerido el efecto llamada de la penúltima salida de pata de banco en la materia –del último “papeles para todos”, por ahora- se proceda a aumentar la onda expansiva. Convendría reflexionar acerca de si, además de incrementar el contingente de votantes presumiblemente socialistas, la concesión del derecho puede tener algún impacto sobre los flujos migratorios. A primera vista, parece evidente que no resultará nada desincentivador para los ilegales, sino todo lo contrario.
Cuando los intentos de llegada al territorio nacional por medios cada vez más inverosímiles están desembocando en situaciones que bien pueden calificarse de catástrofe, es muy aconsejable tener cuidado con la política de gestos. Enviar señales equívocas adquiere, en determinados contextos, tintes de verdadero crimen. Convendría tener presente, antes de lanzar globos sonda o abordar debates en momento inoportuno, que hay quien se tira al mar en cayuco en función de los ecos de los mismos.
La buena medida política tiene que ser jurídicamente válida, socialmente deseable y, desde luego, oportuna. Este asunto es un buen ejemplo de la dificultad de conciliar las tres cosas. O de que la política es complicada.
2 Comments:
Esto para mí es una nueva Ley Caldera del voto y no estoy para nada de acuerdo. En cuanto al rollo de la reciprocidad ¿Cuál sería nuestra influencia real en número de inmigrantes en determinados países? Escasísima, mientras que la influencia de ellos no es pareja, su influencia puede ser DETERMINANTE. Otra es que yo no veo ni de medio recibo que en la situación actual con gente que medio deambula por el país, se le pueda dar el voto a los que prácticamente acaban de pisar tierra, que ni tienen claro si se quedarán y que lo único que buscan es que se les den ayudas. Tal como está el patio me opongo terminantemente a que se les dé el voto y es más, como sufra el espectáculo de ver al PP votando en el Congreso al lado del psoe o simplemente absteniéndose ya pueden despedirse de mi voto ¡y también en las generales!
By Anónimo, at 3:36 p. m.
Uf ya no se si votar al partido de Caldera o al de Esperanza Aguirre.
Menos mal que esta Gallardon que ya afirma que esta "colindante" con el Psoe.
Pasen y escojan entre helado de vainilla y helado de vainilla con vainilla.
By Anónimo, at 4:02 p. m.
Publicar un comentario
<< Home