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jueves, julio 13, 2006

SIEMPRE PIDIENDO MÁS Y MÁS LEYES

El penúltimo numerito liado por los pilotos de Iberia acaba como de costumbre: con llamadas a la introducción de una regulación del derecho de huelga. No digo que no pueda ser conveniente que ese derecho fundamental –que no ha sido, hasta la fecha, objeto de un desarrollo legislativo similar al de otros derechos de igual rango- sea tratado por el legislador, pese a que también es un lugar común eso de que la mejor ley de huelga es la que no existe. Lo que sí digo es que me resulta enormemente llamativa la recurrente solicitud de más regulación... cuando está más que comprobado que no suele aplicarse la existente. Parece que la única regulación aceptable es la regulación prolija.

De entrada, un buen sistema es dejar que las cosas funcionen como deben funcionar. Me explico. La dialéctica entre trabajadores y empleador en una situación de conflicto está siempre modulada por el interés común, que no es otro, en última instancia, que la pervivencia de la empresa. Por eso, en general, las huelgas más devastadoras son las de los empleados de servicios públicos y, en particular, las de funcionarios. Se trata de paros de empleados cuyo empleador no puede quebrar y, por consiguiente, es imposible que el trabajador, llevando al límite sus reivindicaciones, termine por provocar la desaparición de su puesto de trabajo.

Especialmente grave, en este sentido, es el caso de las compañías con “apoyo implícito”, es decir, compañías respecto a las cuales, sin ser públicas, existe una razonable certeza de que los poderes públicos no permitirían su caída. Si un buen día los pilotos de Iberia, o las azafatas, o la incompetencia de sus gestores, llevara a Iberia a la bancarrota, es harto probable que surgiera otra aerolínea que, con diferente logotipo pero con los mismos aviones y los mismos empleados siguiera haciendo la vida imposible a los españoles. En esto, como en tantas otras cosas, nos encontramos con una liberalización que ha dado lugar a un operador dominante, con los efectos consiguientes, entre ellos, el estímulo al abestiamiento de los huelguistas.

En otro orden de cosas, conviene recordar que nuestros legisladores decimonónicos ya dejaron escrito –recogiendo la tradición romana- que nuestras leyes no amparan el abuso de ningún derecho y, sobre todo, que quien causa un daño a otro, que este otro no esté en la obligación de soportar, debe pechar con la oportuna indemnización. En ningún sitio está escrito que el derecho de huelga esté libre de esta constricción, por más que sea difícil hallar los precisos límites en los que ésta ha de situarse.

Si un colectivo determinado va a la huelga con unas reivindicaciones juiciosas, aunque sean muy ambiciosas, y abre un conflicto con su empleador para lograrlas, podrá hacer uso de todas las herramientas que el ordenamiento pone a su disposición. Es probable que ello cause perjuicio a otros, y esto es inevitable, pero nada más ha de suceder si se está obrando con rectitud.

Por el contrario, si las reivindicaciones son demenciales (por ejemplo, si un determinado grupo de trabajadores bien pagados –con músculo financiero para suspender su contrato de trabajo por muchos días- decide pedir la luna y dejar de trabajar hasta que se la bajen), se piden imposibles o cosas claramente irrazonables, las reglas deben aplicarse, y deberán hacerse responsables de los efectos de sus actos. Ciertamente, entraña graves dificultades el determinar qué ha de entenderse por “juicioso” o por “razonable”, pero estas complicaciones no son mayores en este caso que en otros muchos de los que entienden habitualmente, con más o menos fortuna, jueces y tribunales.

Ya digo, resulta muy común que muchas cosas, y muchos comportamientos antisociales se acepten como si fueran desdichas inevitables, en espera de la venturosa ley que, por acierto del legislador inspirado, tipifique precisamente esta o aquella conducta odiosa. Esto no es más que otro de los efectos indeseables de la mentalidad asociada a un estado que por ser hiperreglamentista, es cada vez menos eficaz. Son necesarios años de esfuerzos para que el regulador de turno se digne a atacar un problema que un jurisconsulto romano hubiera resuelto sin pestañear con recurso a una simple regla vigente en todo tiempo y en todo lugar: neminem laedere. No dañar. No molestar a los demás con nuestra conducta o, si lo hacemos, atenernos a las consecuencias.

No sé bien hasta cuándo se seguirá aguantando esta paradoja de que la sensación de impunidad absoluta frente a un huelguista salido de madre, un niño que quema contenedores, un conductor que se comporta como un asesino coexista con unos volúmenes de legislación inabarcables.

Nadie es capaz de conocer, hoy, todo el derecho vigente. Nadie es capaz de saber, a ciencia cierta, cuántas leyes y reglamentos gobiernan nuestra existencia. Pero no es menos cierto que, de todas esas leyes, unas cuantas están avaladas por el sentido común y el buen juicio, y además están más que vigentes. Aplíquense. Y sólo si faltan habrá que hacer leyes nuevas.