Y MÁS MEMORIA HISTÓRICA...
Interesante este artículo (¿Adiós al Franquismo?) aparecido hoy en El País Digital, y que firma Julián Casanova, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza. Al menos, el señor Casanova se molesta en hablar a las claras y con cierta intención de explicarse, lo que es de agradecer.
La tesis central del artículo es que el arrinconamiento definitivo del Franquismo pasa inexcusablemente, no por una exigencia de responsabilidades anacrónica y fuera de lugar, pero sí por un reconocimiento de las víctimas. Nos vemos, de nuevo, frente a la famosa “memoria histórica”. Esta tesis es perfectamente respetable, por supuesto, y el artículo sería aún mejor si estuviera exento de ciertas descalificaciones que no cuadran con el resto.
Habla el catedrático de “apologistas del Franquismo” que, a su juicio, pueblan los medios de comunicación. No dudo que algunos habrá, pero yo, desde luego, no detecto una potente corriente revisionista, negacionista o similar. Tampoco, en general, apología. Cita como ejemplo, el caso de Fraga que, al parecer, habría declarado al Corriere della Sera que el Franquismo no fue “ni fascista ni totalitario”.
Es muy curioso que la gente que se rasga las vestiduras con esta cuestión reclame por ejemplo, y con toda justicia, su derecho a analizar fenómenos como el terrorismo internacional sin que la intención de comprender se confunda con la justificación y la defensa. Estudiar el Franquismo no es justificarlo –hasta donde yo conozco, casi nadie niega que el régimen español durante esa época fue una dictadura, pero es que eso, per se, informa poco-. Como tampoco creo que sea un pecado intentar explorar las concausas que concurrieron con la sublevación militar –causa eficiente incuestionable- y contribuyeron, no poco, al desastre del 36. No deja de ser llamativo, por ejemplo, que la apología de la República esté, por el contrario, plenamente legitimada.
Me atrevería a decir que es esto último lo que está cambiando. Muchos autores serios nunca han dejado de reconocer la naturaleza del Franquismo, pero han comenzado, al tiempo, a cuestionarse muchas más cosas. No existe, o no debería existir, compensación de culpas en la historia. Cada palo ha de aguantar su vela. Sobre todo ahora que, por tirios y troyanos, se nos repite una y otra vez que el mundo es multi- todo o, en suma, que la condena de unos no suele implicar, a poco complejo que sea un fenómeno histórico, la plena exculpación de otros. En un país donde se acepta casi sin rechistar que las víctimas presentes lo son de supuestos conflictos del que, en última instancia, formaban parte, ¿por qué esa renuencia a aceptar cuando menos un análisis con igual amplitud de miras en situaciones donde sí hubo un conflicto real (extremo este que una parte proclama pero que la otra jamás ha negado)?
Comprendo que el autor encuentre poco grato que se niegue el carácter fascista o totalitario al régimen español del estado del 37. Pero su espíritu científico debería llevarle a no confundir los términos. Es posible que, en la calle, “totalitario” sea el superlativo político de “abyecto” y “fascista” sea sinónimo de “execrable”. Pero todos sabemos que en términos histórico-políticos –mejor, politológicos-, ambos vocablos designan regímenes y situaciones muy precisos. Y, no, mal que pese a alguno, el régimen de Franco no fue totalitario. Anna Harendt ya nos ilustró sobre el tema. Y espero que sólo quien crea que lo que no es totalitario es, por omisión, beatífico pueda entender que estoy haciendo apología del Franquismo.
E.H. Carr ya nos explicó que hacer historia con objetividad es, de por sí, imposible. El mero hecho de la selección de los hechos historiables, antes de entrar en la valoración que implica, necesariamente, su relato cabal, conlleva de por sí grandes dosis de sesgo. Nadie puede pedir al historiador, pues, que sea neutral. Pero sí le es exigible, por el contrario –mientras quiera seguir llamándose historiador y no propagandista- que lo intente. Que, al menos, no ceda a los sesgos de los que es plenamente consciente. Así, no es lícito pretender la revisión de un período histórico cual si el mundo se hubiese fundado ese día o pretender etiquetar con simpleza. No.
Si lo anterior es así, en general, mucho más exigible es ese cuidado cuando hablamos de un período que, sobre todo por su proyección en el presente, pero también por su incardinación en un siglo complejo, y aun por su mera entidad cronológica, está necesitado de un estudio especialmente meticuloso –aunque solo sea por ver si somos capaces de no repetirlo jamás-. Y, en todo caso, lo menos que puede esperarse es que la discrepancia sobre hechos con hechos se desmienta. Los denominados “apologistas” se quejan, con frecuencia, de que sólo reciben insultos. Con independencia de la opinión que se pueda tener sobre la labor de cada uno, parece que el material fáctico merecería ser oportunamente atendido.
Quien pretenda, pues, hacer una revisión de parte no terminará la historia, sino que, todo lo más, escribirá otro capítulo. Y no deja de ser llamativo que todo esto que digo sea moneda de curso corriente y una verdadera colección de obviedades cuando nos referimos a otros temas, sea en éste o en otro lugar.
Por otra parte, y esto ya es pura política, me permito dudar que, como el catedrático apunta, un acto de reivindicación y reconocimiento fuera suficiente para echar, definitivamente, el cierre al Franquismo. El Franquismo estaba razonablemente cerrado. No es un tema abierto, sino reabierto. Y, en general, quienes lo han reabierto carecen del más mínimo interés en que se cierre. Hay, en esta cuestión de las víctimas, en esta petición de catarsis definitiva, similar engaño al de otras falacias comunes en la vida española, como la de que puede haber un marco aceptable de integración para los nacionalismos.
El Franquismo no puede morir porque es un leit motiv de la izquierda, como la “falta de acomodo en España” jamás podrá dejar de existir porque es consustancial al nacionalismo. El recuerdo de esa supuesta legitimidad de origen –porque parece que la sangre de las víctimas hubiera expiado las culpas, no ya del bando por el que cayeron, sino de los hijos de estos, y de los hijos de sus hijos, y de los hijos de alguno que nada tuvo que ver con el bando original, también- es tanto más recurrente cuanto más falta la legitimidad de ejercicio. Felipe González se mostró cauto, prudente y dispuesto al olvido... quizá porque no tuvo necesidad alguna de recordar nada. En la cresta de la ola, no tuvo adversario alguno al que hacer frente –y, cuando lo tuvo, ya era tarde, ni agarrado al caballo de Espartero podía salir del lodazal-. Sus herederos políticos (bueno, herederos al modo visigodo, quizá) no tienen tanta suerte. Tienen quien les contradiga.
Ojalá fuese cierto que el nombre de las víctimas tuviera el mágico poder de conjurar todos nuestros demonios. Me temo que no es cierto, porque no es verdad que nuestros demonios sean históricos. Nuestros demonios son muy, pero que muy presentes.
La tesis central del artículo es que el arrinconamiento definitivo del Franquismo pasa inexcusablemente, no por una exigencia de responsabilidades anacrónica y fuera de lugar, pero sí por un reconocimiento de las víctimas. Nos vemos, de nuevo, frente a la famosa “memoria histórica”. Esta tesis es perfectamente respetable, por supuesto, y el artículo sería aún mejor si estuviera exento de ciertas descalificaciones que no cuadran con el resto.
Habla el catedrático de “apologistas del Franquismo” que, a su juicio, pueblan los medios de comunicación. No dudo que algunos habrá, pero yo, desde luego, no detecto una potente corriente revisionista, negacionista o similar. Tampoco, en general, apología. Cita como ejemplo, el caso de Fraga que, al parecer, habría declarado al Corriere della Sera que el Franquismo no fue “ni fascista ni totalitario”.
Es muy curioso que la gente que se rasga las vestiduras con esta cuestión reclame por ejemplo, y con toda justicia, su derecho a analizar fenómenos como el terrorismo internacional sin que la intención de comprender se confunda con la justificación y la defensa. Estudiar el Franquismo no es justificarlo –hasta donde yo conozco, casi nadie niega que el régimen español durante esa época fue una dictadura, pero es que eso, per se, informa poco-. Como tampoco creo que sea un pecado intentar explorar las concausas que concurrieron con la sublevación militar –causa eficiente incuestionable- y contribuyeron, no poco, al desastre del 36. No deja de ser llamativo, por ejemplo, que la apología de la República esté, por el contrario, plenamente legitimada.
Me atrevería a decir que es esto último lo que está cambiando. Muchos autores serios nunca han dejado de reconocer la naturaleza del Franquismo, pero han comenzado, al tiempo, a cuestionarse muchas más cosas. No existe, o no debería existir, compensación de culpas en la historia. Cada palo ha de aguantar su vela. Sobre todo ahora que, por tirios y troyanos, se nos repite una y otra vez que el mundo es multi- todo o, en suma, que la condena de unos no suele implicar, a poco complejo que sea un fenómeno histórico, la plena exculpación de otros. En un país donde se acepta casi sin rechistar que las víctimas presentes lo son de supuestos conflictos del que, en última instancia, formaban parte, ¿por qué esa renuencia a aceptar cuando menos un análisis con igual amplitud de miras en situaciones donde sí hubo un conflicto real (extremo este que una parte proclama pero que la otra jamás ha negado)?
Comprendo que el autor encuentre poco grato que se niegue el carácter fascista o totalitario al régimen español del estado del 37. Pero su espíritu científico debería llevarle a no confundir los términos. Es posible que, en la calle, “totalitario” sea el superlativo político de “abyecto” y “fascista” sea sinónimo de “execrable”. Pero todos sabemos que en términos histórico-políticos –mejor, politológicos-, ambos vocablos designan regímenes y situaciones muy precisos. Y, no, mal que pese a alguno, el régimen de Franco no fue totalitario. Anna Harendt ya nos ilustró sobre el tema. Y espero que sólo quien crea que lo que no es totalitario es, por omisión, beatífico pueda entender que estoy haciendo apología del Franquismo.
E.H. Carr ya nos explicó que hacer historia con objetividad es, de por sí, imposible. El mero hecho de la selección de los hechos historiables, antes de entrar en la valoración que implica, necesariamente, su relato cabal, conlleva de por sí grandes dosis de sesgo. Nadie puede pedir al historiador, pues, que sea neutral. Pero sí le es exigible, por el contrario –mientras quiera seguir llamándose historiador y no propagandista- que lo intente. Que, al menos, no ceda a los sesgos de los que es plenamente consciente. Así, no es lícito pretender la revisión de un período histórico cual si el mundo se hubiese fundado ese día o pretender etiquetar con simpleza. No.
Si lo anterior es así, en general, mucho más exigible es ese cuidado cuando hablamos de un período que, sobre todo por su proyección en el presente, pero también por su incardinación en un siglo complejo, y aun por su mera entidad cronológica, está necesitado de un estudio especialmente meticuloso –aunque solo sea por ver si somos capaces de no repetirlo jamás-. Y, en todo caso, lo menos que puede esperarse es que la discrepancia sobre hechos con hechos se desmienta. Los denominados “apologistas” se quejan, con frecuencia, de que sólo reciben insultos. Con independencia de la opinión que se pueda tener sobre la labor de cada uno, parece que el material fáctico merecería ser oportunamente atendido.
Quien pretenda, pues, hacer una revisión de parte no terminará la historia, sino que, todo lo más, escribirá otro capítulo. Y no deja de ser llamativo que todo esto que digo sea moneda de curso corriente y una verdadera colección de obviedades cuando nos referimos a otros temas, sea en éste o en otro lugar.
Por otra parte, y esto ya es pura política, me permito dudar que, como el catedrático apunta, un acto de reivindicación y reconocimiento fuera suficiente para echar, definitivamente, el cierre al Franquismo. El Franquismo estaba razonablemente cerrado. No es un tema abierto, sino reabierto. Y, en general, quienes lo han reabierto carecen del más mínimo interés en que se cierre. Hay, en esta cuestión de las víctimas, en esta petición de catarsis definitiva, similar engaño al de otras falacias comunes en la vida española, como la de que puede haber un marco aceptable de integración para los nacionalismos.
El Franquismo no puede morir porque es un leit motiv de la izquierda, como la “falta de acomodo en España” jamás podrá dejar de existir porque es consustancial al nacionalismo. El recuerdo de esa supuesta legitimidad de origen –porque parece que la sangre de las víctimas hubiera expiado las culpas, no ya del bando por el que cayeron, sino de los hijos de estos, y de los hijos de sus hijos, y de los hijos de alguno que nada tuvo que ver con el bando original, también- es tanto más recurrente cuanto más falta la legitimidad de ejercicio. Felipe González se mostró cauto, prudente y dispuesto al olvido... quizá porque no tuvo necesidad alguna de recordar nada. En la cresta de la ola, no tuvo adversario alguno al que hacer frente –y, cuando lo tuvo, ya era tarde, ni agarrado al caballo de Espartero podía salir del lodazal-. Sus herederos políticos (bueno, herederos al modo visigodo, quizá) no tienen tanta suerte. Tienen quien les contradiga.
Ojalá fuese cierto que el nombre de las víctimas tuviera el mágico poder de conjurar todos nuestros demonios. Me temo que no es cierto, porque no es verdad que nuestros demonios sean históricos. Nuestros demonios son muy, pero que muy presentes.
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