FERBLOG

martes, diciembre 06, 2005

MEMORIA Y OLVIDO

Ayer mismo, leyendo a Míkel Azurmendi en la Tercera de ABC (se me olvidó decir en mi artículo anterior que, a menudo, la Tercera es, además, fuente de inspiración), no pude evitar hallar una contradicción profunda entre el proceso de “recuperación de la memoria histórica” –que algunos quieren oficializar por ley- y el supuesto “proceso de paz” en el País Vasco o, por mejor decir, la terminación negociada, y pagando, por supuesto, el necesario precio político –quien diga lo contrario, sencillamente insulta a la inteligencia- de la historia de la banda terrorista ETA.

Y es que, como suele suceder en casi todos estos procesos que terminan de una manera, digamos transaccional, es imprescindible un trasfondo de olvido. Los que ahora parecen encontrar inaceptable que así fuera en la transición española –como por otra parte ha sucedido en otras situaciones similares- son, paradójicamente, los mismos que están dispuestos a hacer gala de “generosidad” para “lograr la paz”. Es decir, insinúan bien a las claras que la paz bien vale una amnesia. Conste que no condeno, sin más, esta afirmación. Lo que me parece inaceptable es promover el más descarnado pragmatismo en unos casos y optar, sin embargo, por el idealismo en otros.

Ya sé que la mayoría de los promotores de la “memoria histórica” están, sencillamente, animados por intereses bastardos. No les importan las víctimas, ni sus familiares, ni las de un bando ni las del otro. Remueven las tumbas hoy porque les viene bien. Pero puede haber quien se sienta sinceramente comprometido con ese proceso, animado por la buena fe y la intención de tributar a cada cual lo que se merece – que no otra cosa es aquello que llamamos “justicia”.

Sólo un gigantesco ejercicio de olvido puede llevar a buen puerto el “proceso de paz” al estilo López-Zapatero. Un proceso que pasa por el reconocimiento, de entrada, de capacidad de interlocución, de legitimación de quien, en rigor, jamás la tuvo. Un proceso, por tanto, que exige, implícitamente, el reconocimiento de la existencia de un “conflicto”, en la medida en que hay “partes enfrentadas”.

Va de suyo que las negociaciones tendrán un efecto en la política penitenciaria –incluso antes de concluirse, como simple gesto de buena voluntad- y, por tanto, los Otegi, “Ternera” y compañía pueden acabar sus días como ciudadanos respetables. Tirios y troyanos han convenido hace tiempo en que las víctimas deberán, en su día, hacer un esfuerzo suplementario de generosidad. Porque, además, el nuevo status pacis no será compatible, claro, con el mantenimiento de un tributo de recuerdo, más allá de la intimidad. Habrá que echar paladas de tierra sobre el sufrimiento de los unos y la incuria de los otros. Sufrimiento e incuria que, a diferencia de otras épocas, no andan, ni mucho menos, repartidos a partes iguales. Si los psicópatas que dirigen la banda se avienen a ser un poco razonables, las madres sufrientes –lo digo sin ápice de ironía- de los presos recibirán en casa a sus hijos, sanos y salvos. Otras madres no tendrán ese consuelo.

El hecho de que gentes miserables digan que “esto es política” no quita valor al argumento. En efecto, esto es política. Así ha sido siempre. Contra toda la retórica militar, los grandes generales han sido siempre, también, muñidores de grandes armisticios. No será esta la primera vez en la historia que víctimas y asesinos se crucen en las calles.

Si es que, algún día, se alcanza una solución como la que acabo de comentar –cosa probable, cada día más, no tanto porque los planes de ZP vayan a tener éxito como por la dinámica de la historia- apuesto a que, veinticinco años más tarde, no habrá ninguna fuerza política que propugne la recuperación de ninguna memoria histórica. Se pondrán siete sellos al acuerdo y comenzará el proceso de olvido acelerado.

Cuanto más “político” sea el pacto, cuanto menos se parezca a unas condiciones de rendición y más a un tratado de paz –esto es lo que el zapaterismo propone en la “doble mesa”- más cantidad de cosas habrá que olvidar.

Bien está, claro, rendir homenaje a las víctimas de un pasado lejano –a condición de que no se hagan distinciones inadmisibles- pero, si no la decencia, quizá sí el sentido de la oportunidad, incluso de la estética, aconsejarían diferir el asunto a un momento en que no se estuviera a punto de exigir a las víctimas del presente la renuncia a la justicia en el ara del dios de la paz.