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martes, noviembre 22, 2005

HERNANDO NO SERÁ OPORTUNO... PERO TIENE RAZÓN

En nuestro sistema, no puede decirse, como hacía el juez Holmes hablando del derecho en los Estados Unidos, que éste consista en las profecías que los abogados son capaces de hacer acerca de las sentencias que en su día dictarán los jueces, pero tampoco, desde luego, que el juez sea, conforme al rígido adagio de los entusiastas de la división de poderes de la primera hora –cuando la fe en la ley rebasó todos los límites razonables para cualquier obra humana- “la boca que pronuncia las palabras de la ley”. Dejémoslo en que, al fin y al cabo, según afortunada expresión de algún autor cuyo nombre lamento no recordar: las leyes dicen lo que los jueces dicen que dicen.

Incluso un sistema como el español, eminentemente legalista, trufado de normas y donde la jurisprudencia no es stricto sensu, fuente de derecho requiere de la labor interpretativa del juez. Las más veces, claro, para suplir las lagunas que todo ordenamiento, aun el más perfectamente construido, tiene. Eso sucede en todo texto legal, salvo raras excepciones, cuanto más en los textos producidos por el legislador de una época caracterizada por una escasa higiene mental y un desprecio patente por el idioma. Las palabras son ambiguas, pueden tener varios sentidos y, es más, sus sentidos cambian con el tiempo. Huérfana del auxilio del juez, la ley es letra muerta a los pocos años de su publicación –eso las que no nacen ya con vocación de cadáver, según es regla frecuente en nuestro tiempo.

Pero es que, aparte de eso, la jurisprudencia –entiéndase como actividad de los jueces y tribunales en sentido amplio- no sólo fija conceptos, sino que los acuña. Los denominados “conceptos jurídicos indeterminados” (buena fe, enriquecimiento injusto, abuso de derecho...) toman cuerpo en forma de construcciones jurisprudenciales que, diga la ley lo que diga, adquieren carta de derecho, sencillamente por ser el único derecho existente.

La mayoría de los conceptos jurídicos que estamos acostumbrados a manejar, desde “propiedad” hasta “asesinato” son, en la práctica, el resultado de la obra conjunta del legislador y el intérprete. Y ni que decir tiene que legisladores e intérpretes distintos terminan por acuñar conceptos distintos, de forma tal que, al menos técnicamente, el asesinato en Francia y en España no son la misma cosa –esto, que puede parecer baladí, se traduce en un buen número de años de cárcel para el reo que vea su crimen calificado de manera más severa. La unicidad del concepto exige también, siquiera en última instancia, la unicidad del intérprete –dando por hecho que nos refiramos siempre al mismo legislador.

Se verá fácilmente que, con este largo prólogo, quiero expresar mi pleno acuerdo con la afirmación del juez Hernando, cuando dijo que normas jurídicas como el estatuto catalán, que tienden a fragmentar la unidad del poder judicial y, sobre todo, amenazan la función casacional del Tribunal Supremo, sea anulándola, sea reduciéndola más de lo razonable, pueden resultar en que un mismo concepto teórico derive en diferentes conceptos prácticos. Y los delitos no son una excepción. Nótese que Hernando no dijo, porque no es cierto, que el estatuto catalán vaya a otorgar a esa comunidad autónoma competencia en materia penal. No. Y ni falta que hace. Es más que suficiente que los jueces carezcan de una instancia superior que reduzca las interpretaciones a una única.

El delito de injurias presupone, por ejemplo, una ofensa “grave”, del mismo modo que la violación sólo lo será cuando la víctima haya opuesto “cierta” resistencia. Parece claro que si hubiera que aplicar el estándar de lo que considera “grave” un concursante de Gran Hermano, la injuria desaparecería del código penal, por falta de contenido, y que, sin llegar a la heroicidad, “cierta” resistencia puede significar desde un rechazo levemente vehemente a defenderse con uñas y dientes. Y creo que no hacen falta más ejemplos.

Todo esto, por supuesto, no es un secreto para Pepiño Blanco, que de tonto tiene lo justo. Pero es que los socialistas parecen verse víctimas de una conspiración, y jamás se les ocurre pensar que el clima de “crispación” –de tal calibre que hasta el Presidente del Supremo parece tomar cartas en el asunto- pueda deberse, quizá, a la enjundia de la salvajada jurídica que pretenden perpetrar. No es crispación, sino alarma, don Pepiño.

Es verdad que, desde cierto punto de vista, puede ser reprobable que Hernando haya concedido esa entrevista. Ciertamente, no es estético, y a la vista está que él, que siempre parece haber actuado como Presidente de un tribunal al que, por muy alto que sea, no compete más que juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, no se ha prodigado mucho en los medios en el pasado. Pero hay dos razones básicas por las que Hernando puede haber hecho la excepción.

La primera es que, además de juez, es Presidente de un órgano constitucional de naturaleza gubernativa. Un órgano que se ha visto increíblemente privado de la oportunidad de emitir un dictamen conforme viene siendo habitual en un tema tan trascendente. Es cierto que el CGPJ tiene, últimamente, tendencia al exceso, pero quizá andaría más comedido si no se le cerraran sus cauces naturales de expresión, como también se ha hecho con el Consejo de Estado.

La segunda que, tanto en una función como en otra, Hernando tiene el deber de guardar y hacer guardar la Constitución. Es verdad que su condición le impone limitaciones severas, pero no puede permanecer impasible ante lo que tiene trazas de auténtica andanada contra el cuerpo de la Carta Magna. Se da la circunstancia, además, de que contrariamente a lo que ha ocurrido en otras ocasiones, Hernando carece de funciones jurisdiccionales en el asunto que se discute –que en todo caso será competencia del Constitucional. Puede, por tanto, hacer uso de su libertad de expresión con moderación, ya que su imparcialidad no se ve comprometida –mejor dicho, tiene ocasión de dar testimonio de su absolutamente exigible parcialidad a favor de la ley.

Quizá el ministro Montilla podría tomar clases. Primero se examinan las competencias de uno y si, y sólo sí, la Autoridad no se solapa con el ciudadano, éste tiene derecho a hablar. Es fácil, pero hay que tener costumbre... y sensibilidad jurídica.