EDUCACIÓN: OTRA VEZ EL SECUESTRO DE LA MAYORÍA
Llevado por el ánimo de ser lo más objetivo posible, y tratando de no confiar únicamente en las opiniones de terceros, por mucho crédito que nos merezcan, me impuse la penitencia de comenzar a leer el anteproyecto de la LOE. Por razones profesionales, uno está bastante hecho a digerir textos legislativos infumables, cosa que es particularmente habitual en la obra del legislador contemporáneo, que no destaca ni por su buena redacción, ni por su estilo elegante.
Pero confieso que no he sido capaz de pasar del artículo tres. Supera todos los límites de lo aceptable. ¿Es concebible un sistema educativo cuyos principios fundamentales van de la “a” a la “j” –o sea que son más de veinte-?
Le lectura de semejante bodrio provoca tristeza, pero al tiempo aclara ideas. Tristeza porque dice mucho de nosotros que un texto tan importante, sencillamente, no esté escrito en un español comprensible, sino en la más genuina versión de “progreñol” (esa especie de pigdin comprensible sólo para iniciados, versión extrema del lenguaje políticamente correcto, que ha terminado por desplazar al añejo léxico jurídico y, lisa y llanamente, al común) concebible. La cruzada contra el plural inclusivo (ciudadanos y ciudadanas, niños y niñas – al menos en no sé qué página web de la Generalitat se proponía el recurso a los abstractos, que es menos cansino, es decir, cuando dicen la estupidez de la “ciudadanía” se refieren a “ciudadanos” pero aburren algo menos), polisílabos estupefacientes, eufemismos por doquier, construcciones imposibles, pretendido cientifismo... un chorreo de baba continuo, vamos. Es muy triste que la norma rectora, la columna vertebral legislativa, del sistema educativo, no incluya entre sus objetivos fundamentales la transmisión de conocimientos o, al menos, no lo incluya mediante una expresión así de simple. ¿Es tan difícil admitir que la función principal de la escuela es enseñar cosas? Parece que sí.
Digo que aclara ideas, porque, una vez que uno cae en la cuenta de que aprender a leer y a escribir se ha convertido en “adquirir destrezas en lectoescritura” lo entiende todo mucho mejor. Ese lenguaje ampuloso, pedante, vacuo, e insufrible tiene un enorme valor como síntoma. Unos niños que aprenden “lectoescritura” están condenados al fracaso, no porque sean incapaces, sino porque es evidente que los contenidos que deben estudiar están siendo fijados por una legión de tullidos mentales.
Ningún padre, ningún maestro, ningún alumno, ningún ser humano corriente se expresa así. Nadie llama “lectoescritura” a la “leer y escribir”. Quien emplea esa terminología se delata, o da el santo y seña, según se mire, como miembro de la secta de pseudopedagogos que, aprovechando el ataque de imbecilidad profunda que en estos últimos tiempos parece aquejar a la izquierda, la impotencia insuperable de la derecha y el cálido cobijo de los nacionalismos identitarios –cuyas prioridades son tales que parece que prefieren que toda la población sea analfabeta en euskera antes que letrada en castellano-, se ha enseñoreado del sistema.
Una vez más, la democracia española padece una clara inversión de términos. La democracia es el gobierno de la mayoría con respeto de la minoría, no el secuestro de la mayoría por parte de la minoría. Aquel jefe de estudios que justificaba la aparición de navajas en el patio de su escuela, en manos de jóvenes inmigrantes como una “manifestación cultural” es, evidentemente, un tarado y, además, un tarado peligroso, que debería estar alejado de toda responsabilidad que remotamente tenga que ver con la formación. En esto estaremos fácilmente de acuerdo muchos, quizá la mayoría. El problema es que es esa clase de tipos la que tiene la sartén por el mango. Es decir, son idiotas, los demás lo sabemos, pero ellos siguen mandando.
Resulta así que nuestra política cultural se encamina a satisfacer los gustos de una minoría pretendidamente selecta y en todo caso pequeña pero que, vaya usted a saber por qué, logra que los presupuestos tengan en cuenta sus preferencias y manías, cuando no vivir con cargo a ellos; nuestro proceso legislativo está controlado por representantes de opciones marginales, muy respetables –las opciones, porque los representantes son esperpénticos, a ratos- pero que no llegan a sumar ni un diez por ciento del voto total; la política social parece encaminada a satisfacer únicamente las reivindicaciones de los menos, aun cuando entren en contradicción con las convicciones de los más... y el sistema educativo está en manos de una ralea pseudocientífica que, por lo demás, parece en las antípodas del común de los mortales.
Se repite, pues, el mismo esquema. De igual modo que, al menos yo, no encuentro a nadie al que le parezca bien que la unidad de mercado se rompa –o que tenga lo que hay que tener para reconocerlo-, pero todo apunta a que puede suceder, incluso contra la voluntad de la mayoría, tampoco me he cruzado con nadie a quien le parezca sensato que se pueda promocionar con cuatro asignaturas suspensas, que el latín haya pasado a ser testimonial o al que le parezca que insultar al profesor es una manifestación del carácter, pongamos por caso. La pregunta es, entonces, ¿por qué sucede?
Basta leer en voz alta el artículo 1 de la LOE para que a unos les dé la risa floja, otros pongan cara de alucinados y otros enrojezcan de vergüenza –normalmente los que apoyan al partido que la promueve-. Sí, a todos nos parece un disparate. Entonces, ¿por qué va a convertirse en ley, con toda probabilidad?
Y es que en España están pasando cosas muy raras. Muy raras, de veras. Pero que empiezan a ser habituales.
Pero confieso que no he sido capaz de pasar del artículo tres. Supera todos los límites de lo aceptable. ¿Es concebible un sistema educativo cuyos principios fundamentales van de la “a” a la “j” –o sea que son más de veinte-?
Le lectura de semejante bodrio provoca tristeza, pero al tiempo aclara ideas. Tristeza porque dice mucho de nosotros que un texto tan importante, sencillamente, no esté escrito en un español comprensible, sino en la más genuina versión de “progreñol” (esa especie de pigdin comprensible sólo para iniciados, versión extrema del lenguaje políticamente correcto, que ha terminado por desplazar al añejo léxico jurídico y, lisa y llanamente, al común) concebible. La cruzada contra el plural inclusivo (ciudadanos y ciudadanas, niños y niñas – al menos en no sé qué página web de la Generalitat se proponía el recurso a los abstractos, que es menos cansino, es decir, cuando dicen la estupidez de la “ciudadanía” se refieren a “ciudadanos” pero aburren algo menos), polisílabos estupefacientes, eufemismos por doquier, construcciones imposibles, pretendido cientifismo... un chorreo de baba continuo, vamos. Es muy triste que la norma rectora, la columna vertebral legislativa, del sistema educativo, no incluya entre sus objetivos fundamentales la transmisión de conocimientos o, al menos, no lo incluya mediante una expresión así de simple. ¿Es tan difícil admitir que la función principal de la escuela es enseñar cosas? Parece que sí.
Digo que aclara ideas, porque, una vez que uno cae en la cuenta de que aprender a leer y a escribir se ha convertido en “adquirir destrezas en lectoescritura” lo entiende todo mucho mejor. Ese lenguaje ampuloso, pedante, vacuo, e insufrible tiene un enorme valor como síntoma. Unos niños que aprenden “lectoescritura” están condenados al fracaso, no porque sean incapaces, sino porque es evidente que los contenidos que deben estudiar están siendo fijados por una legión de tullidos mentales.
Ningún padre, ningún maestro, ningún alumno, ningún ser humano corriente se expresa así. Nadie llama “lectoescritura” a la “leer y escribir”. Quien emplea esa terminología se delata, o da el santo y seña, según se mire, como miembro de la secta de pseudopedagogos que, aprovechando el ataque de imbecilidad profunda que en estos últimos tiempos parece aquejar a la izquierda, la impotencia insuperable de la derecha y el cálido cobijo de los nacionalismos identitarios –cuyas prioridades son tales que parece que prefieren que toda la población sea analfabeta en euskera antes que letrada en castellano-, se ha enseñoreado del sistema.
Una vez más, la democracia española padece una clara inversión de términos. La democracia es el gobierno de la mayoría con respeto de la minoría, no el secuestro de la mayoría por parte de la minoría. Aquel jefe de estudios que justificaba la aparición de navajas en el patio de su escuela, en manos de jóvenes inmigrantes como una “manifestación cultural” es, evidentemente, un tarado y, además, un tarado peligroso, que debería estar alejado de toda responsabilidad que remotamente tenga que ver con la formación. En esto estaremos fácilmente de acuerdo muchos, quizá la mayoría. El problema es que es esa clase de tipos la que tiene la sartén por el mango. Es decir, son idiotas, los demás lo sabemos, pero ellos siguen mandando.
Resulta así que nuestra política cultural se encamina a satisfacer los gustos de una minoría pretendidamente selecta y en todo caso pequeña pero que, vaya usted a saber por qué, logra que los presupuestos tengan en cuenta sus preferencias y manías, cuando no vivir con cargo a ellos; nuestro proceso legislativo está controlado por representantes de opciones marginales, muy respetables –las opciones, porque los representantes son esperpénticos, a ratos- pero que no llegan a sumar ni un diez por ciento del voto total; la política social parece encaminada a satisfacer únicamente las reivindicaciones de los menos, aun cuando entren en contradicción con las convicciones de los más... y el sistema educativo está en manos de una ralea pseudocientífica que, por lo demás, parece en las antípodas del común de los mortales.
Se repite, pues, el mismo esquema. De igual modo que, al menos yo, no encuentro a nadie al que le parezca bien que la unidad de mercado se rompa –o que tenga lo que hay que tener para reconocerlo-, pero todo apunta a que puede suceder, incluso contra la voluntad de la mayoría, tampoco me he cruzado con nadie a quien le parezca sensato que se pueda promocionar con cuatro asignaturas suspensas, que el latín haya pasado a ser testimonial o al que le parezca que insultar al profesor es una manifestación del carácter, pongamos por caso. La pregunta es, entonces, ¿por qué sucede?
Basta leer en voz alta el artículo 1 de la LOE para que a unos les dé la risa floja, otros pongan cara de alucinados y otros enrojezcan de vergüenza –normalmente los que apoyan al partido que la promueve-. Sí, a todos nos parece un disparate. Entonces, ¿por qué va a convertirse en ley, con toda probabilidad?
Y es que en España están pasando cosas muy raras. Muy raras, de veras. Pero que empiezan a ser habituales.
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