DERECHO SÓLO A LA DISCREPANCIA SILENCIOSA
Los que gustan de afirmar que la derecha se recrea en un victimismo injustificado y que, sin lugar a dudas, la competencia con la izquierda se desarrolla, en nuestro país, en el más deportivo de los ambientes, tienen en el desarrollo del debate de la semana pasada un argumento para la reflexión.
Es, en efecto, digno de observar que, amén de autoexcusarse del engorroso deber de justificar su posición favorable al texto presentado por el Parlamento de Cataluña citando, siquiera de pasada, algo de su contenido, los ponentes de la oposición a la oposición –en la Carrera de San Jerónimo no existe una dialéctica corriente entre gobierno y oposición-, esto es, todos excepto el señor Rajoy, insisto, sin excepción, incidieron en la manida costumbre de negar legitimidad política y moral a la derecha española, en algún caso con argumentos de corte histórico (la derecha –primera falacia porque, en rigor, habría que decir “cierta” derecha- no apoyó la Constitución y, por tanto, no es quién para arrogarse un derecho a defenderla), pero en otras ocasiones, a radice, esto es, la derecha es no democrática por hipótesis y, por tanto, debería darse por contenta con que se le haga la merced de compartir asiento con quienes forman el auténtico bloque de lo aceptable.
Así pues, no se puede negar que el debate está escorado por dos razones:
La primera es que, claramente, sólo la derecha ha de apoyar su discurso con razones, ya que no le es lícito apelar a sentimientos, lugares comunes o vaguedades. Se sigue, por tanto, que si a Rajoy no le gusta el estatuto, ha de explicar cumplidamente por qué –y se supone que habría de hacer lo mismo en caso de que pretendiera defender la postura contraria-. Por el contrario, la izquierda o el nacionalismo están exentas de semejante onerosidad probatoria, ya que les basta con recurrir a imágenes, a la poesía o, lisa y llanamente, al porque sí.
Pero es que, además, y por si lo anterior no bastara, el socialnacionalismo tiene, por legitimidad de origen, la facultad de dar por terminada la discusión, en cualquier punto en el que ésta se encuentre, retirando al interlocutor su derecho a discrepar. Sólo tiene que recordarle que es un cuerpo extraño entre fuerzas políticas de acrisolada solvencia democrática, incluidas, por lo que se ve, las de pasado estalinista o las sospechosas de connivencia, pasada o presente, con grupos antisistema o, directamente, terroristas. Así, no haber votado a favor del Título VIII –postura que cada día se evidencia más como razonable, con independencia de cuáles fueran las razones de cada uno para justificarla en su día- es un baldón que, al estilo de las antiguas penas infamantes, es susceptible de ser transmitido a los herederos –no se mancha sólo el nombre, sino la entera estirpe-, pero la vinculación a la alegre muchachada de Terra Lliure, por ejemplo, es un pecadillo de juventud, tan venial como cualquier exceso de entusiasmo a edades tempranas, que en nada menoscaba capacidades presentes como, por otra parte, es muy razonable.
Al parecer, a la derecha española, como al estado de Israel, sólo le cabe la aspiración de que sus oponentes le reconozcan la posibilidad de existencia. Tan pronto como sus voces suenan más alto de lo debido, esa capacidad de interlocución condicional se les retira.
Este es un vicio viejo, ya se sabe, pero parecía que el consenso del 78 –hijo, por cierto, de las malas experiencias del pasado- había ubicado a la izquierda española (al nacionalismo, directamente, es imposible ubicarlo en ningún sitio) en la aceptación del otro como premisa básica de cualquier régimen que aspirara a durar. En resumidas cuentas, parecía que la izquierda había aprendido que para estar en democracia, había que ser demócrata. Y uno no puede ser demócrata solo con los que piensan como uno, qué le vamos a hacer.
El hecho de que Rajoy tuviera que subir a la tribuna a reclamar su derecho a pensar como tenga por conveniente es, si bien se mira, un drama. Sobre todo porque Rajoy representa en esa tribuna a cerca de diez millones de españoles y porque, en suma, quien se sienta en el banco azul no cree, realmente, que tenga ese derecho y, por extensión, tampoco cree que lo tengan los representados.
Pero es que, en una democracia que mereciera tal nombre, amén del derecho a existir, pensar como quiera y, por supuesto, a expresarlo, Rajoy también tendría derecho a que se debatiera con él de buena fe. Tendría derecho a ser contestado con argumentos racionales. Al negársele ese derecho, se nos niega a los españoles el de confrontar ideas a través de nuestros representantes.
Es verdad que el Parlamento es una institución que no tiene, hoy, las funciones que históricamente le han correspondido. La Cámara es hoy un escenario y, en este sentido, lo que en ella sucede tiene mucho de teatral. Pero no es cierto que el contenido de la obra haya pasado a ser irrelevante. La circunstancia de que el desenlace de los debates esté más que previsto merced a la férrea dinámica de las mayorías no permite a los partícipes excusar la polémica o tratarla como un mero trámite. No, al menos, cuando se discuten asuntos del máximo interés para la ciudadanía.
El hecho de que el presidente del Gobierno suba a la tribuna y se autoexima de dar razones, optando por negar al oponente toda legitimidad como vía para resolver el expediente es, en consecuencia, además de un desprecio a los electores representados por ese oponente –algo que puede parecer más grave en cuanto hablamos de cerca de la mitad del electorado, pero esto es irrelevante, lo mismo hubiese dado que fueran pocos- un verdadero insulto a la política como actividad noble del ser humano. Zapatero se niega a debatir, en parte porque desprecia a su interlocutor y en parte porque, por simples cuestiones de cálculo, lo considera innecesario.
En suma, el presidente del Gobierno no cree que deba darnos razones a ninguno. A los que le votan, la fe les ha de bastar, y a los que no, no nos reconoce más que el derecho a la discrepancia silenciosa.
Es, en efecto, digno de observar que, amén de autoexcusarse del engorroso deber de justificar su posición favorable al texto presentado por el Parlamento de Cataluña citando, siquiera de pasada, algo de su contenido, los ponentes de la oposición a la oposición –en la Carrera de San Jerónimo no existe una dialéctica corriente entre gobierno y oposición-, esto es, todos excepto el señor Rajoy, insisto, sin excepción, incidieron en la manida costumbre de negar legitimidad política y moral a la derecha española, en algún caso con argumentos de corte histórico (la derecha –primera falacia porque, en rigor, habría que decir “cierta” derecha- no apoyó la Constitución y, por tanto, no es quién para arrogarse un derecho a defenderla), pero en otras ocasiones, a radice, esto es, la derecha es no democrática por hipótesis y, por tanto, debería darse por contenta con que se le haga la merced de compartir asiento con quienes forman el auténtico bloque de lo aceptable.
Así pues, no se puede negar que el debate está escorado por dos razones:
La primera es que, claramente, sólo la derecha ha de apoyar su discurso con razones, ya que no le es lícito apelar a sentimientos, lugares comunes o vaguedades. Se sigue, por tanto, que si a Rajoy no le gusta el estatuto, ha de explicar cumplidamente por qué –y se supone que habría de hacer lo mismo en caso de que pretendiera defender la postura contraria-. Por el contrario, la izquierda o el nacionalismo están exentas de semejante onerosidad probatoria, ya que les basta con recurrir a imágenes, a la poesía o, lisa y llanamente, al porque sí.
Pero es que, además, y por si lo anterior no bastara, el socialnacionalismo tiene, por legitimidad de origen, la facultad de dar por terminada la discusión, en cualquier punto en el que ésta se encuentre, retirando al interlocutor su derecho a discrepar. Sólo tiene que recordarle que es un cuerpo extraño entre fuerzas políticas de acrisolada solvencia democrática, incluidas, por lo que se ve, las de pasado estalinista o las sospechosas de connivencia, pasada o presente, con grupos antisistema o, directamente, terroristas. Así, no haber votado a favor del Título VIII –postura que cada día se evidencia más como razonable, con independencia de cuáles fueran las razones de cada uno para justificarla en su día- es un baldón que, al estilo de las antiguas penas infamantes, es susceptible de ser transmitido a los herederos –no se mancha sólo el nombre, sino la entera estirpe-, pero la vinculación a la alegre muchachada de Terra Lliure, por ejemplo, es un pecadillo de juventud, tan venial como cualquier exceso de entusiasmo a edades tempranas, que en nada menoscaba capacidades presentes como, por otra parte, es muy razonable.
Al parecer, a la derecha española, como al estado de Israel, sólo le cabe la aspiración de que sus oponentes le reconozcan la posibilidad de existencia. Tan pronto como sus voces suenan más alto de lo debido, esa capacidad de interlocución condicional se les retira.
Este es un vicio viejo, ya se sabe, pero parecía que el consenso del 78 –hijo, por cierto, de las malas experiencias del pasado- había ubicado a la izquierda española (al nacionalismo, directamente, es imposible ubicarlo en ningún sitio) en la aceptación del otro como premisa básica de cualquier régimen que aspirara a durar. En resumidas cuentas, parecía que la izquierda había aprendido que para estar en democracia, había que ser demócrata. Y uno no puede ser demócrata solo con los que piensan como uno, qué le vamos a hacer.
El hecho de que Rajoy tuviera que subir a la tribuna a reclamar su derecho a pensar como tenga por conveniente es, si bien se mira, un drama. Sobre todo porque Rajoy representa en esa tribuna a cerca de diez millones de españoles y porque, en suma, quien se sienta en el banco azul no cree, realmente, que tenga ese derecho y, por extensión, tampoco cree que lo tengan los representados.
Pero es que, en una democracia que mereciera tal nombre, amén del derecho a existir, pensar como quiera y, por supuesto, a expresarlo, Rajoy también tendría derecho a que se debatiera con él de buena fe. Tendría derecho a ser contestado con argumentos racionales. Al negársele ese derecho, se nos niega a los españoles el de confrontar ideas a través de nuestros representantes.
Es verdad que el Parlamento es una institución que no tiene, hoy, las funciones que históricamente le han correspondido. La Cámara es hoy un escenario y, en este sentido, lo que en ella sucede tiene mucho de teatral. Pero no es cierto que el contenido de la obra haya pasado a ser irrelevante. La circunstancia de que el desenlace de los debates esté más que previsto merced a la férrea dinámica de las mayorías no permite a los partícipes excusar la polémica o tratarla como un mero trámite. No, al menos, cuando se discuten asuntos del máximo interés para la ciudadanía.
El hecho de que el presidente del Gobierno suba a la tribuna y se autoexima de dar razones, optando por negar al oponente toda legitimidad como vía para resolver el expediente es, en consecuencia, además de un desprecio a los electores representados por ese oponente –algo que puede parecer más grave en cuanto hablamos de cerca de la mitad del electorado, pero esto es irrelevante, lo mismo hubiese dado que fueran pocos- un verdadero insulto a la política como actividad noble del ser humano. Zapatero se niega a debatir, en parte porque desprecia a su interlocutor y en parte porque, por simples cuestiones de cálculo, lo considera innecesario.
En suma, el presidente del Gobierno no cree que deba darnos razones a ninguno. A los que le votan, la fe les ha de bastar, y a los que no, no nos reconoce más que el derecho a la discrepancia silenciosa.
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