FERBLOG

sábado, noviembre 05, 2005

LA ENFERMEDAD FRANCESA

Los aterradores sucesos que están teniendo lugar en Francia, las explosiones de violencia en los alrededores de París y otras grandes ciudades del país vecino, ponen en evidencia la crisis que atraviesa una de las más importantes naciones de Europa y del mundo y, sobre todo, nos invitan a la reflexión. De nuevo, si este fuera un país normal y no anduviéramos enzarzados en cómo hallar atajos jurídicos que nos permitan retroceder hasta épocas preilustradas sin necesidad de cambiar formalmente la Constitución, es posible que estuviéramos prestando la debida atención a lo que ocurre allende el Pirineo, yendo algo más allá del puro y crudo recuento de daños e intentando que, por una vez, los años de retraso puedan tener algo de favorable. Aprendiendo de los errores ajenos, podríamos eludir el transitar de manera inexorable por donde ya pasaron otros antes.

El drama de Francia pone al descubierto una situación, si se quiere paradójica, aunque sólo a primera vista. La paradoja de un estado que, cuanto más interviene en la vida de sus súbditos, cuanto más crece, cuanto más se hace omnipresente, menos atiende a los fines básicos para los que fue creado. Cuanto más garantiza los “derechos de segunda generación”, menos parece capaz de garantizar los más importantes, los derechos de primera.

Un estado que es prisionero de sus cuerpos intermedios, de las porciones de la población que son capaces de organizarse, y que le han tomado perfectamente la medida. Todos saben ya que el estado del bienestar, el estado intervencionista, no remedia las injusticias y las desigualdades sino que, todo lo más, las cambia de lugar. El estado es una inmensa máquina diseñada para redistribuir, no importando de quién hacia quién. En la práctica, se redistribuye de la capa de la clase media y media-alta que forma la espina dorsal del esquema social, del conjunto de “ciudadanos sin apellidos” que no tienen una militancia particular, que se limitan a trabajar, pagar impuestos e intentar resolver sus cuitas diarias con la vida –por añadidura, que consumen, que mantienen funcionando el asfixiado mercado- hacia la clase media-baja y las minorías organizadas, con capacidad de presión.

Un estado que ha dado carta de naturaleza a la violencia, que aplasta las razones pero atiende a los actos de fuerza bruta, incluidos los más salvajes. Episodios como los que vivimos en España en estos días –estimulados por un gobierno que hace de su debilidad timbre de orgullo y no tiene empacho alguno en encender la mecha de espirales insensatas- son moneda corriente en Francia. Huelgas fuera de toda medida, de todo tipo de elementos con capacidad de hacer daño, especialmente de los trabajadores de los servicios públicos, suceden con frecuencia. De nuevo, la gente sabe que unos políticos desquiciados y soberbios no recibirán a quien pretenda ser escuchado por el mecanismo de exponer sus reivindicaciones pacíficamente, pero correrán a sentarse con quien avale sus razones con la brutalidad –a ser posible, mediando el secuestro de terceros ajenos al asunto-, para que pare cuanto antes la sangría de votos.

Un estado que ha destrozado los fundamentos de la justicia, por la vía de anular su independencia y degradarla a la condición de paria entre los tres poderes. Mientras se juzga con severidad a quienes no tienen ala bajo la que cobijarse, los políticos, los bien relacionados, los amigos de los amigos, obtienen sentencias suaves, tras dilatadísimos procesos siempre bajo sospecha. De cuando en cuando, además, se intenta, al más puro estilo inquisitorial, cargar las tintas sobre algún enemigo caído en desgracia, convertido en chivo expiatorio de todos los pecados del sistema, lo que sólo consigue ahondar en la desconfianza y en el desprestigio.

Un estado, en fin, que deseoso de “educar” renunció a enseñar y, además, hace cuanto puede por desplazar de la escena a quienes sí tienen vocación de hacerlo. Probablemente, de todos los grupos de presión de los que antes hablábamos, el más peligroso, el más letal, sea la patulea de falsos pedagogos que, tanto en Francia como en España, ha conseguido que unos políticos irresponsables pusiera en sus manos pretendidamente científicas el sistema de enseñanza. Hoy empiezan a oírse voces en contra, pero aún no hemos escuchado no ya una disculpa, sino ni tan siquiera un reconocimiento de errores. Ya es tarde. El extrarradio de París está lleno de toda una generación de hijos de inmigrantes fracasados en la escuela a quien alguien decidió que no había que enseñar francés para no “violentar su identidad cultural”. Son analfabetos en árabe o en la lengua materna de sus padres, analfabetos en francés, viven en barrios en los que la policía no entra y están encabronados para un país que se pretende “su patria de acogida” pero que los marca a fuego con el sello de la diferencia, del paro y de la falta de esperanza.

Hoy es París. Mañana pueden ser los alrededores de una Barcelona en la que, súbitamente, una generación de hijos de la inmigración –hoy sujetos de experimentos lingüísticos y educativos, entregados al delirio de una patulea de indocumentados que, visto que no les dio para otra cosa, en mala hora decidieron que se iban a dedicar a la educación- tome conciencia de que una legión de señoritos muy bien hablados en catalán y castellano les ha robado el futuro.

Entonces comprobarán que la Constitución y el Estatuto de Cataluña (o el de Murcia, o el de Canarias...) les garantizan píldoras del día después, folletos –en español, catalán, aranés y bereber- sobre autoexploración de sus zonas erógenas (¿se puede considerar gilipollas a una persona hasta el punto de enseñarle a masturbarse en un librito?), el derecho a que una de cada dos películas que ven esté hecha por alguien del barrio y a otorgar un testamento vital en el que digan, muy clarito, que no quieren que les hagan perrerías cuando estén a punto de palmar. También tienen derecho a apuntarse a la cola para que te den un piso de protección oficial (en el que el arquitecto de turno, premio nacional, te puede cascar el váter en mitad del salón, pero eso es otra historia), junto con los que ya tienen tres a nombre de su mujer, su primo y su perro. Hablando del perro, es probable que también tenga derecho a un logopeda si no sabe ladrar.

Pero, al tiempo, comprobarán que quizá no puedan volver a casa muy tarde porque el concepto de “orden público” no es interpretado de forma intolerante por las autoridades y, por tanto, la seguridad de personas y bienes no es una prioridad. Comprobarán que la educación recibida es un monumental fraude porque, además de tener “actitudes y aptitudes” en la vida hay que saber algo de algo. Comprobarán que toda la diligencia que se emplea con algunos por parte de la justicia es lentitud y falta de determinación a la hora de contestar a la difícil pregunta de si se puede autorizar a la Guardia Civil a que eche de casa al okupa que se te ha metido dentro. Comprobarán que, sistemáticamente, el estado se rinde ante quienes protestan, reclaman, gritan... con tal de que lo hagan de manera violenta y aspaventosa, a ser posible perjudicando grandemente a terceros. Comprobarán cómo, en mitad del fraude más descarado, su nómina es, literalmente, sangrada antes de llegar a sus manos...

Ojalá nunca los barrios de Madrid, Barcelona o Valencia sean lugares en los que no entra la policía. No tenemos por qué llegar a eso. Sólo hay que escarmentar a tiempo y en cabeza ajena. Es difícil, pero posible. Quizá la enfermedad francesa no sea contagiosa.