FERBLOG

viernes, noviembre 11, 2005

ANTE EL DOCE DE NOVIEMBRE

Mañana se vivirá un nuevo episodio de la polémica en torno a la educación o, más bien, en torno a la enésima ley educativa. No estoy familiarizado con el texto de la propuesta, salvo a través de análisis de otros. Según leo, en unas cosas es mejor que la nonata LOCE, en otras peor, o sea que, en suma, tampoco es claro que represente ningún avance neto. Pero es seguro que será insuficiente, en la medida en que, como le ocurría a la LOCE, no se atreve a acometer la tarea verdaderamente imprescindible: demoler de raíz los nefastos principios inspiradores de la vigente LOGSE.

Porque no nos engañemos, siendo importantísimos, los asuntos relativos a la composición del currículo, los aspectos financieros, los itinerarios o la cantidad de asignaturas suspensas con las que se puede promocionar resultan secundarios con respecto a las cuestiones esenciales, que son los principios inspiradores del modelo educativo. Para que la escuela recupere sus funciones esenciales de enseñar, socializar y servir como “ensayo general con todo” para la vida, a mi entender, es imprescindible reorientar completamente ese modelo.

Es imprescindible recuperar la relación entre esfuerzo y resultado. Terminar con el inmenso fraude del igualitarismo a ultranza, el odio a la excelencia o el ensalce de la mediocridad más absoluta, del acomodo en el regazo acogedor y anestésico de la masa amorfa, y volver a dos ideas elementales –si se prefiere, una, vista desde dos puntos de vista diferentes-: nadie tiene derecho a nada más que la oportunidad de demostrar lo que vale, y nadie está condenado a priori, porque sólo debe depender de sí mismo. El otro día, Moncho Alpuente, en televisión, se refería a la desesperanza de aquellos a los que, tras la escuela, no les espera más que el paro y el piso de protección oficial –si es que no se lo pisa otro con más puntos-. Son las ideas que el propio Alpuente parece defender las que contribuyen a ello. Una buena educación es la mejor herramienta para escapar a un destino que nada tiene de fatal, porque entre el estudiante y el éxito sólo debe mediar su trabajo – y esa es, precisamente, la función básica del sistema. Un sistema igualitarista es, por tanto, un sistema ladrón, así de claro, un sistema que roba lo más precioso, que es la esperanza. Esto incluye la recuperación de aspectos elementales de la higiene mental, completamente perdidos: amor por el trabajo bien hecho y bien presentado, atención a los aspectos formales, conciencia, en fin, de que lo que hacemos es una carta de presentación de nosotros mismos. Autoexigencia, en suma, no conformidad con las propias limitaciones – justifica tus limitaciones y, definitivamente, las tendrás, dijo, creo Richard Bach.

Es necesario, en consonancia con lo anterior, que se recupere el significado de pruebas, exámenes y grados. Quien hizo la tarea, se esforzó y superó los obstáculos tiene el derecho inalienable de que su competencia, acreditada, no pueda ser puesta en cuestión por sospechas de que el mérito alcanzado está devaluado. La aproximación progresiva del nivel de exigencia al diario de la vida adulta es, por añadidura, un elemento esencial de la maduración. La distinción entre niveles educativos: primario, secundario y universitario no es baladí. Tiene su sentido. No puede convertirse la totalidad de la enseñanza en una inmensa primaria, en la que se mantiene, más o menos, un enfoque propio de la edad más temprana. Y lo que vale para alumnos vale, por supuesto, para el profesorado, que tiene también derecho a que se le reconozcan sus esfuerzos académicos y profesionales y, por qué no, se le tributen los honores debidos, no sólo económicos. Del maestro (hermosa palabra demasiado entrañable y demasiado castellana para ser soportable por algunos que, quizá, ahora, desde la poltrona o la tribuna universitaria, recuerdan a los suyos con complejo de medianía y se les hace insufrible) al catedrático (sobre ésta ya sí que no es necesario extenderse), todos ellos merecen una consideración acorde con el rol vital que desempeñan en nuestra sociedad.

Es vital recuperar la relación docente-discentes como núcleo básico del proceso educativo. Los padres, por supuesto, han de desempeñar un papel, pero desde el respeto más escrupuloso a la labor del profesorado, reforzándola y no poniendo palos en las ruedas. La palabra mágica, mal que pese a más de uno es “disciplina”. Es imprescindible que el español vuelva a ser la lengua en la que se expresen las nociones relativas al mundo educativo –expresiones como “contenidos tranversales” deben ser borradas del mundo-, lo cual implica devolver a la secta de pedagogos y adláteres a la dimensión que realmente les corresponde, que es más bien modesta. La escuela, en especial la pública que pagamos todos, debe dejar de ser un laboratorio de ciencias dudosas. Quien quiera experimentar, no tiene más que fundar un colegio e intentar que los padres soporten sus ocurrencias a sus expensas, empezando por matricular a sus propios hijos.

Es absolutamente imprescindible que se fije un currículo mínimo nacional, en el que la lengua española y disciplinas como historia o geografía, española y mundial, de acuerdo con unos programas comunes, han de tener un papel preeminente. Los materiales y libros de texto han de ser evaluados, no para verificar su corrección ideológica sino, simplemente, para que se ajusten a la realidad o, cuando menos, muestren con la debida separación realidad existente y aspiraciones identitarias (el mapa de la Comunidad Autónoma Vasca, por ejemplo, se compone de las provincias de Álava, Vizcaya y Guipúzcoa –con detalle de los enclaves cántabros y castellanos, por supuesto-, por lo que un mapa que incluya a Navarra y parte de Francia, lamentablemente, pertenece todavía al mundo de las ensoñaciones románticas de algunos y totalitarias de otros; tampoco un mapa de los Països Catalans debería incluirse en un libro de geografía). Los ríos en Canarias no existen, y tampoco los trenes, pero eso no debería implicar que los niños del archipiélago tengan que esperar hasta los dieciocho para saber qué es el Amazonas o el Transiberiano.

Puestos a pedir y aunque, ya digo, esto es secundario si lo comparamos con lo anterior, parece importante que las humanidades recuperen parte del terreno perdido. Un bachiller sin conocimiento alguno de filosofía, lenguas o cultura clásica no es un bachiller, es otra cosa, un ente indefinible, pero no un bachiller, sin duda. Y no, no tiene por qué ser a expensas de las disciplinas científicas o tecnológicas.

Queda, por supuesto, la cuestión de la religión, que también me parece del todo secundaria, dicho sea con todos los respetos. Y aquí, por una vez, estoy con el Gobierno. En virtud de los Acuerdos Iglesia-Estado (inciso: el ver a la Iglesia, una vez más, codo con codo con quienes intentan por todos los medios poner palos en las ruedas de España, y el último es monseñor Martínez Sistach con sus bendiciones al estatut, hace que uno, que no tiene nada de anticlerical, empiece a estar más que harto de tanta reclamación de lealtades por quienes no parecen sentirse concernidos en absoluto por el equilibrio del estado-huésped) –y de los acuerdos con otras confesiones- los centros deben franquear el acceso a los ministros para que ofrezcan a los hijos cuyos padres lo deseen la formación religiosa que quieran. Es su derecho y, como tal, debe ser facilitado. Pero que los contenidos confesionales se mantengan como asignatura de pleno derecho es cuestión muy diferente, y a mi juicio improcedente. El que, sin duda, privada de su posición académica, la enseñanza de doctrina enfrente ciertas dificultades no debe alterar esta conclusión, me temo.

Que el hecho religioso debe ser conocido y puede serlo desde un punto de vista académico, científico y, por tanto, perfectamente homologable a otras disciplinas es algo que, a mi juicio, tampoco admite excesiva discusión, pero no parece ser esto lo que se discute.

Naturalmente, si uno tiene estas opiniones respecto al adoctrinamiento católico, o de cualquier otra confesión, qué decir de la malhadada “educación para la ciudadanía”. A priori, nada hay que objetar, salvo la sorpresa de su entrada en el mundo curricular (¿acaso el conjunto de la escolarización tiene otro fin que el de “educar para la ciudadanía”?), pero a uno se le ponen los pelos como escarpias de pensar en qué puede degenerar eso manos de la fauna psicopedagógica, máxime en sus subespecies autonómicas. Dios nos libre. Si no creemos en la religión verdadera, ¿cómo creernos todas las falsas?