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miércoles, diciembre 21, 2005

LA ENFERMEDAD DE LA INDIFERENCIA

Parece que ya está ultimada la ley del Consejo Audiovisual de Cataluña, y parece también que ofrece la posibilidad de sancionar, incluso con el cierre, a aquellos medios que difundan información “no veraz”, a juicio del propio Consejo, se entiende.

Imagino que los juristas de los partidos políticos catalanes habrán afinado la redacción –con mejor fortuna que en el proyecto de estatuto, a poder ser- pero es inevitable detectar un penetrante tufo a inconstitucionalidad.

La Constitución Española dice que los derechos fundamentales –y la libertad de expresión lo es- sólo podrán ser objeto de regulación por ley orgánica, esto es, la cuestión queda ya por sí vedada a ningún parlamento autonómico que, en todo caso, ha de respetar su “contenido esencial”. El contenido esencial es un concepto jurídico indeterminado que el Tribunal Constitucional se ha ocupado de precisar como el haz de facultades que hacen que el derecho siga siendo reconocible.

En realidad, los derechos fundamentales no se regulan, en un sentido positivo, sino que se limitan, y ello solo cuando es imprescindible para evitar conflictos con otros derechos fundamentales. Así, por ejemplo, no existe ninguna ley que diga que podemos manifestarnos –ese derecho, simplemente, “se reconoce”-; la ley se limita a fijar las condiciones de ejercicio del derecho en aquellas situaciones en las que puede derivar en conflictos o interferir con otros derechos –caso prototípico, el de las manifestaciones que invaden la vía pública y, por eso mismo, debe darse aviso a la autoridad gubernativa competente.

En el caso de la libertad de expresión, los límites se encuentran fijados por la legislación orgánica relativa al derecho al honor –que es el derecho que, fundamentalmente, puede lesionarse por un uso irresponsable de dicha libertad- y, por supuesto, por la Ley Orgánica 10/1995, comúnmente conocida como Código Penal. Por añadidura, el Tribunal Constitucional ha analizado repetidas veces la tensión entre libertad de expresión y derechos personales a la intimidad o al honor, determinando cuándo han de prevalecer uno u otros, según casos.

Por supuesto, en ningún texto, absolutamente en ninguno, se prevé que ninguna autoridad administrativa juzgue cuando una información es veraz, y mucho menos que sancione en caso contrario. Si una autoridad entiende que se está haciendo un uso abusivo de los derechos fundamentales, ha de procurarse, o procurar a terceros, la tutela judicial pertinente. No hay otro camino. No, al menos, compatible con la Constitución que, en esta materia, no es sino un trasunto de todas las declaraciones de Derechos Humanos suscritas por España –y que, me imagino, una eventual Cataluña independiente se apresuraría a ratificar-.

Lo que acabo de relatar es una colección de obviedades que no ignora nadie con un mínimo de sentido, y menos los avezados políticos catalanes. Espero que, si la técnica de redacción no ha sido suficientemente respetuosa, haya quien promueva el oportuno recurso de inconstitucionalidad, aunque eso suponga quedar extraparlamentario. Entre otras cosas porque, en determinadas situaciones, un parlamento pinta tan poco que no tiene un sentido excesivo ufanarse por formar parte de él. Si una sociedad no protege los derechos fundamentales, bien puede tener un parlamento tricameral y una judicatura experta, que eso no será nunca un estado de derecho, sino una apisonadora.

Lo verdaderamente preocupante, a mi juicio, es el grado de vasquización que parece estar viviéndose en la política y la sociedad catalanas. Lo más llamativo que se advierte en la sociedad vasca no son los dolorosos padecimientos a que se encuentra sometida, sino la pérdida absoluta de la capacidad de escándalo o, si se prefiere, el haberse acostumbrado a convivir con ellos. Los visitantes de la San Sebastián de otros tiempos mostraban su asombro al ver como, mientras en una acera del bulevar paseaban parejas con cochecitos –en escena muy de época y muy del norte- en la otra se desarrollaba una auténtica batalla campal. Hoy, la pérdida de intensidad aparente de la violencia puede esconder algo esta situación, pero las cosas siguen igual, incluso peor, si se me apura, ya que algunos que sí parecían conservar intacta su capacidad de indignarse parecen haber iniciado una deriva acomodaticia.

Que un parlamento o un gobierno pierdan la chaveta y decidan implantar, qué sé yo, una policía lingüística, es algo que, incluso, hasta podría entenderse, siquiera como un signo de enajenación mental transitoria. Pero que una sociedad acepte mansamente estas cosas es una enfermedad. Una cosa es, por ejemplo, que el político estimule que se denuncie al vecino que rotula en castellano su tienda de ultramarinos, y otra bien distinta que, en efecto, la población se entregue con fruición a la delación. Entre ambas cosas, media un mundo. El mundo que separa una sociedad acosada por una clase política desnortada y una sociedad verdaderamente enferma.

2 Comments:

  • Brava denuncia de la realidad. No por obvia, debiera ser obviada. Saludos.

    By Anonymous Anónimo, at 8:29 p. m.  

  • Totalmente de acuerdo.

    Se promete un 2006 --léase dosmilsenys-- "entretenido".

    By Blogger El Cerrajero, at 9:14 p. m.  

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