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jueves, junio 09, 2005

REACCIONES ANTE EL FIASCO

He insistido algunas veces en la idea orteguiana de que Gran Bretaña, que no es Europa en según que acepciones, está 25 años por delante de ella (en tiempos de Ortega, eran 50, esperemos que se haya reducido algo). Las diferentes reacciones ante el fiasco del tratado en unos y otros lares no ha podido ser más ilustrativa.

Gran Bretaña. Hay que parar esto. Por si no bastaran los noes de Holanda y Francia –que, en efecto, son sólo dos, pero con enorme peso cualitativo- hay motivos para pensar que el texto suscitaría el rechazo de los electores en la República Checa, en Dinamarca y en el propio Reino Unido. Ítem más, si la decisión alemana no hubiese estado residenciada exclusivamente en el Bundestag, otro tanto hubiera sucedido en aquel país.

En resumidas cuentas, poco importa que se cumplan o no las previsiones del propio tratado, que permiten su entrada en vigor hasta con cinco deserciones (sin duda, otra de estas cláusulas que Francia y Alemania tenían y tienen por costumbre establecer ante países que “no son de fiar” y que, desde luego, jamás prevén tener que aplicar a sí mismos - ¿cómo puede entrar en el universo mental de monsieur Giscard que Francia, de la que él es la misma encarnación, pueda castigarle con su desafecto?). No hay tratado porque hay motivos más que sobrados para suponer que la gente no lo quiere.

Aunque el tratado fuese perfecto, que dista de serlo, la democracia es la democracia, conviene no olvidarlo. Hoy mismo, en una tercera a ABC, Sir Douglas Hurd, que fue secretario del Foreign Office con John Major, dice que es injusto cargar sobre Gran Bretaña el sambenito del euroescepticismo. Hoy hay euroescepticismo, y mucho, por todas partes. Y eso tiene que tener consecuencias. Al menos para una clase política democrática.

El Continente. No ha pasado nada, hay que seguir adelante. Pepiño Blanco, el estadista, propone la repetición del referéndum “cuando las cosas estén más calmadas”, y Pepe Borrell, otro estadista, aprovecha la ocasión para superarse a sí mismo en el nivel de cursilería. El discurso oficial zetapero y de otros grandes estadistas es no darse por enterados y aplicar la democracia procedimental. Una vez que se constata que existe un problema de credibilidad, pues la respuesta es... ser todavía menos creíble, claro. Obvio. Monsieur Chirac, sin embargo, sí ha entendido el mensaje... y se carga al primer ministro (por cierto: contraste con Jean Claude Junker –sin duda, uno de los políticos más capaces en esta menesterosa Europa-, dice que si Luxemburgo rechaza el tratado, será él el que dimita, no asumirá responsabilidades por persona interpuesta; eso es poner toda la carne en el asador, lo demás son mandingas). Asimismo obvio, sin duda. Hay quien le pide a ZP que se erija en nuevo líder del viejo modo de entender el mundo; que persevere en el error. Seguro que acepta encantado.

Insisto, la reacción no puede ser más ilustrativa de dos formas absolutamente diversas de entender el mundo. La de quienes creen, realmente, en la democracia y, por tanto, que hay que someterse a los dictados del único auténtico soberano, que es el pueblo y la de quienes creen que la democracia es, esencialmente, un medio de legitimación de sus propias personas y que el pueblo, convenientemente adoctrinado, termina por querer lo que se quiere que quiera.

Es cierto que esto último funciona muy a menudo, en España en febrero, sin ir más lejos, pero es peligroso mantener esta posición cuando se constata que no, que no funciona, que la gente ya no se lo cree. Es peligroso porque el pueblo termina por perder confianza en el sistema.
Eso es lo que estamos viviendo en Europa, aunque muchos no quieran entenderlo. Una brutal crisis de confianza. La gente está harta de logomaquias y palabrería que no significa nada – el pensamiento fofo, henchido de autosuficiencia y a fuerza de no ser contestado, ha terminado por creer que es la doctrina imperante y compartida por todos, y no es cierto. La brecha entre gobernantes y gobernados empieza a parecer un abismo. Ciertamente, el abismo no tiene por qué ser insalvable, pero la condición necesaria para que se pueda salvar es que los dirigentes lo quieran. Y para ello han de sentir la necesidad, y eso nos lleva, de nuevo, al punto de partida. Los dirigentes de la Europa continental –muchos de ellos, al menos- son profundamente inmorales, en el sentido de que no han asumido, ni mucho menos, la ética y la estética de la democracia real.

Por eso, cuando se encuentran frente a un rechazo popular como los de las semana pasada, su reacción es buscar una vía para sortearlo, como quien, en mitad de una cumbre europea, busca la “posición de consenso”. Es la reacción del burócrata, no la del político. La de quien cree que todos los problemas son, eso, cuestiones de procedimiento. No entienden la diferencia cualitativa insoslayable que existe entre una cuestión procedimental, por importante que sea, y un mensaje del pueblo.

Y es que ya lo decía William Bagehot. La forma inglesa de gobierno, la democracia parlamentaria, es difícilmente exportable, porque está fuertemente relacionada con la mentalidad del pueblo británico y, añado yo, con su moral pública. Moral pública que no ha alcanzado nunca, ni de lejos, el grado de cinismo generalizado que impera en el continente. Incluso en democracias subdesarrolladas, como es la nuestra, que ha pasado del primitivismo de la dictadura a la posmodernidad... sin pasar por la modernidad primero.