LA VÍA VALENCIANA
Todo el mundo se felicita de lo bien que hacen las cosas los valencianos. Paradójicamente, no me refiero a la multitud de cosas que hacen bien –la Comunidad Valenciana es otro de estos lugares donde la gente no pretende “hacer país” y, por tanto, el nivel de vida sube- sino al asunto del estatuto.
Los comentaristas ponen la “vía valenciana” como fórmula apropiada para llevar adelante la tan cacareada “profundización en el estado autonómico” sin arrojarlo todo por la borda ni montar un guirigay espantoso. El propio Rajoy lo ofrece como alternativa y como muestra de que el diálogo PSOE-PP puede ser muy fructífero y dar resultados sustanciales en cuanto a la mejora del autogobierno.
No seré yo quien niegue, desde luego, que es fundamental que la arquitectura constitucional del estado (unas pocas leyes, que tampoco es necesario más) esté convenientemente pactada entre los dos partidos que tienen posibilidades de gobernar. Tampoco voy a entrar en las bondades o maldades del estatuto que presentan los valencianos que, desde luego, tiene la nada desdeñable virtud de ser compatible con la Constitución lo cual, visto lo que se estila por estos pagos, es digno del mayor encomio. No son tan agradables, desde luego, esas cláusulas-escoba que, por lo visto, permiten a la Comunidad Valenciana reclamar ipso facto cuantas mejoras sean concedidas a cualquier otra comunidad autónoma, entre otros preceptos “por si acaso”. Estas cláusulas “por si acaso” pueden acabar resultando como los convenios con revisión salarial en función de la inflación pasada: generadoras de espirales inacabables.
Lo que me sorprende, verdaderamente, es cómo han terminado por ser las cosas en este país de nuestros pecados. Atentos a la jugada, que dirían nuestros cronistas deportivos: el gobierno y la oposición de aquella Comunidad –no por próspera falta de problemas- se han pasado, intuyo, lo que llevamos de legislatura, que es la mitad, discutiendo el dichoso estatuto que, como es natural, nadie les ha pedido. Cuando por fin el estatuto se hace público, el personal, en lugar de mosquearse... ¡se pone contentísimo porque resulta que no es manifiestamente ilegal, que es lo que se lleva en estos últimos tiempos!
En resumidas cuentas, empezamos a parecernos a toda esta gente que sale de los grandes almacenes, en rebajas, cargada de muchas cosas que no necesita, pero que ha encontrado muy baratas.
Todavía nadie nos ha explicado qué demonios vamos a salir ganando con este desaforado proceso de revisión estatutaria –más allá de la manida frase de “mejor cuanto más autogobierno” que hasta algún nacionalista de pro empieza a reconocer que es un apriorismo que no tiene mayor fundamento-, pero tenemos a las legislaturas autonómicas ocupadísimas produciendo proyectos, mirándose de reojo unas a otras, a ver cual es más audaz y, sobre todo, no vaya a ser que el vecino acabe teniendo algún privilegio más.
Insisto, hay que agradecer a los valencianos que hayan hecho las cosas con ese sentido común del que tanto presumen sus vecinos del norte, y que tan poco practican. Pero cabe recordar que el mero hecho de ser legal no convierte a una iniciativa en conveniente. Tan preocupamos andamos con el juicio de legalidad que olvidamos ya el juicio de oportunidad.
El asunto no pasaría de la anécdota de no ser porque está convirtiéndose, en muchos terrenos, en un regla de funcionamiento. Se entra directamente a discutir, sin más preámbulo, las premisas menores, dando las mayores por aceptadas. El caso autonómico es paradigmático pero, insisto, hay más.
Un ejemplo banal: nuestro cine. Se discute si se le debe aplicar, o no, “excepción cultural”, es decir, si la cuantía de su protección pasa de meras subvenciones a castrar a la competencia. Pero ya nadie discute que deban existir ayudas, en absoluto. Otro ejemplo, éste menos banal: el Senado. Debe ser reformado “para adecuar su naturaleza a la de una cámara de representación territorial”. Pero nadie discute ya que deba existir, y eso que el estado autonómico, bien o mal, ha funcionado hasta ahora sin su concurso efectivo.
En general, son multitud los ámbitos en que los debates y las discusiones han de moverse, necesariamente, dentro de unas ideas preconcebidas en torno a las cuales hay acuerdo, a veces, pero otras no. Así, se admite, sin discusión, que garantizar el derecho a la educación implica, por necesidad, que el estado ha de ser titular de empresas de enseñanza (colegios públicos), se admite, sin discusión, que garantizar el derecho a la sanidad implica, por necesidad, que el estado ha de ser titular de los hospitales. Se discute quién ha de ser el titular de los aeropuertos, si el estado o las comunidades autónomas, dando por hecho, claro, que el titular ha de ser siempre el estado en alguna de sus versiones. Y así hasta el infinito.
El sinnúmero de falacias que circulan por ahí y de limitaciones impuestas por el pensamiento único hacen que los políticos puedan colgarse la medalla de resolver problemas... que ellos mismos crean. Es harto probable, volviendo al ejemplo que inicialmente me ocupaba, que los ciudadanos catalanes den por bien empleada la legislatura si, al final, sus políticos “son capaces” de escribir un borrador de estatuto que nadie les ha pedido. Si se respetan convenientemente los tiempos –es decir, si se deja pasar tiempo suficiente entre la aparición del problema y la pretendida solución- poca gente caerá en la cuenta de qué fue lo que verdaderamente sucedió. Incluso, los ciudadanos terminan creyendo que determinadas cosas son algo así como parte del paisaje, que han existido siempre y que, por tanto, el mundo no puede ser de otro modo.
El otro día, escuché una noticia que pone los pelos de punta. Un muchacho tuvo un accidente grave en Castro Urdiales, en la linde entre Cantabria y Vizcaya, pero del lado cántabro. El conductor de la ambulancia le llevó al hospital más cercano, que es, al parecer, el de Basurto, en las afueras de Bilbao... donde fue rechazado por provenir de otra comunidad autónoma. Esta sola noticia es suficiente para plantear, de forma muy seria, bien la renacionalización de la red hospitalaria, bien su completa privatización. Pues bien. No. Se trata de “profundizar en el estado autonómico”... y después establecer los oportunos mecanismos de coordinación que aseguren que el accidentado de Castro pueda ser atendido en Bilbao igual que en los tiempos en que el hospital lo gestionaba el Insalud. El día en que se firme el acuerdo oportuno, los consejeros de sanidad, reunidos solemnemente en Madrid, se felicitarán, sin que nadie caiga en la cuenta de la profunda imbecilidad que representa todo esto.
Bueno, lo dicho. Muy agradecidos a los valencianos por resolver un problema que nadie tenía sin liar el asunto más de lo imprescindible. Óptimo. Y el caso es que ya no recuerdo si fueron los estoicos quienes dijeron eso de que “lo superfluo, aunque cueste un céntimo, es caro”. Y también se dice que la mejor construcción filosófica de todos los tiempos... es la navaja de Ockham.
Los comentaristas ponen la “vía valenciana” como fórmula apropiada para llevar adelante la tan cacareada “profundización en el estado autonómico” sin arrojarlo todo por la borda ni montar un guirigay espantoso. El propio Rajoy lo ofrece como alternativa y como muestra de que el diálogo PSOE-PP puede ser muy fructífero y dar resultados sustanciales en cuanto a la mejora del autogobierno.
No seré yo quien niegue, desde luego, que es fundamental que la arquitectura constitucional del estado (unas pocas leyes, que tampoco es necesario más) esté convenientemente pactada entre los dos partidos que tienen posibilidades de gobernar. Tampoco voy a entrar en las bondades o maldades del estatuto que presentan los valencianos que, desde luego, tiene la nada desdeñable virtud de ser compatible con la Constitución lo cual, visto lo que se estila por estos pagos, es digno del mayor encomio. No son tan agradables, desde luego, esas cláusulas-escoba que, por lo visto, permiten a la Comunidad Valenciana reclamar ipso facto cuantas mejoras sean concedidas a cualquier otra comunidad autónoma, entre otros preceptos “por si acaso”. Estas cláusulas “por si acaso” pueden acabar resultando como los convenios con revisión salarial en función de la inflación pasada: generadoras de espirales inacabables.
Lo que me sorprende, verdaderamente, es cómo han terminado por ser las cosas en este país de nuestros pecados. Atentos a la jugada, que dirían nuestros cronistas deportivos: el gobierno y la oposición de aquella Comunidad –no por próspera falta de problemas- se han pasado, intuyo, lo que llevamos de legislatura, que es la mitad, discutiendo el dichoso estatuto que, como es natural, nadie les ha pedido. Cuando por fin el estatuto se hace público, el personal, en lugar de mosquearse... ¡se pone contentísimo porque resulta que no es manifiestamente ilegal, que es lo que se lleva en estos últimos tiempos!
En resumidas cuentas, empezamos a parecernos a toda esta gente que sale de los grandes almacenes, en rebajas, cargada de muchas cosas que no necesita, pero que ha encontrado muy baratas.
Todavía nadie nos ha explicado qué demonios vamos a salir ganando con este desaforado proceso de revisión estatutaria –más allá de la manida frase de “mejor cuanto más autogobierno” que hasta algún nacionalista de pro empieza a reconocer que es un apriorismo que no tiene mayor fundamento-, pero tenemos a las legislaturas autonómicas ocupadísimas produciendo proyectos, mirándose de reojo unas a otras, a ver cual es más audaz y, sobre todo, no vaya a ser que el vecino acabe teniendo algún privilegio más.
Insisto, hay que agradecer a los valencianos que hayan hecho las cosas con ese sentido común del que tanto presumen sus vecinos del norte, y que tan poco practican. Pero cabe recordar que el mero hecho de ser legal no convierte a una iniciativa en conveniente. Tan preocupamos andamos con el juicio de legalidad que olvidamos ya el juicio de oportunidad.
El asunto no pasaría de la anécdota de no ser porque está convirtiéndose, en muchos terrenos, en un regla de funcionamiento. Se entra directamente a discutir, sin más preámbulo, las premisas menores, dando las mayores por aceptadas. El caso autonómico es paradigmático pero, insisto, hay más.
Un ejemplo banal: nuestro cine. Se discute si se le debe aplicar, o no, “excepción cultural”, es decir, si la cuantía de su protección pasa de meras subvenciones a castrar a la competencia. Pero ya nadie discute que deban existir ayudas, en absoluto. Otro ejemplo, éste menos banal: el Senado. Debe ser reformado “para adecuar su naturaleza a la de una cámara de representación territorial”. Pero nadie discute ya que deba existir, y eso que el estado autonómico, bien o mal, ha funcionado hasta ahora sin su concurso efectivo.
En general, son multitud los ámbitos en que los debates y las discusiones han de moverse, necesariamente, dentro de unas ideas preconcebidas en torno a las cuales hay acuerdo, a veces, pero otras no. Así, se admite, sin discusión, que garantizar el derecho a la educación implica, por necesidad, que el estado ha de ser titular de empresas de enseñanza (colegios públicos), se admite, sin discusión, que garantizar el derecho a la sanidad implica, por necesidad, que el estado ha de ser titular de los hospitales. Se discute quién ha de ser el titular de los aeropuertos, si el estado o las comunidades autónomas, dando por hecho, claro, que el titular ha de ser siempre el estado en alguna de sus versiones. Y así hasta el infinito.
El sinnúmero de falacias que circulan por ahí y de limitaciones impuestas por el pensamiento único hacen que los políticos puedan colgarse la medalla de resolver problemas... que ellos mismos crean. Es harto probable, volviendo al ejemplo que inicialmente me ocupaba, que los ciudadanos catalanes den por bien empleada la legislatura si, al final, sus políticos “son capaces” de escribir un borrador de estatuto que nadie les ha pedido. Si se respetan convenientemente los tiempos –es decir, si se deja pasar tiempo suficiente entre la aparición del problema y la pretendida solución- poca gente caerá en la cuenta de qué fue lo que verdaderamente sucedió. Incluso, los ciudadanos terminan creyendo que determinadas cosas son algo así como parte del paisaje, que han existido siempre y que, por tanto, el mundo no puede ser de otro modo.
El otro día, escuché una noticia que pone los pelos de punta. Un muchacho tuvo un accidente grave en Castro Urdiales, en la linde entre Cantabria y Vizcaya, pero del lado cántabro. El conductor de la ambulancia le llevó al hospital más cercano, que es, al parecer, el de Basurto, en las afueras de Bilbao... donde fue rechazado por provenir de otra comunidad autónoma. Esta sola noticia es suficiente para plantear, de forma muy seria, bien la renacionalización de la red hospitalaria, bien su completa privatización. Pues bien. No. Se trata de “profundizar en el estado autonómico”... y después establecer los oportunos mecanismos de coordinación que aseguren que el accidentado de Castro pueda ser atendido en Bilbao igual que en los tiempos en que el hospital lo gestionaba el Insalud. El día en que se firme el acuerdo oportuno, los consejeros de sanidad, reunidos solemnemente en Madrid, se felicitarán, sin que nadie caiga en la cuenta de la profunda imbecilidad que representa todo esto.
Bueno, lo dicho. Muy agradecidos a los valencianos por resolver un problema que nadie tenía sin liar el asunto más de lo imprescindible. Óptimo. Y el caso es que ya no recuerdo si fueron los estoicos quienes dijeron eso de que “lo superfluo, aunque cueste un céntimo, es caro”. Y también se dice que la mejor construcción filosófica de todos los tiempos... es la navaja de Ockham.
3 Comments:
Topgun:
Ahí quería yo llegar. Fíjate en el razonamiento que tú mismo planteas: todo se solucionaría si el País Vasco pudiera pasarle la factura a Cantabria. Correcto, esa es la premisa inicial... si admites que los hospitales del PV y Cantabria son entes separados y que eso es, en general, una buena idea.
Es decir, en lugar del plantear que el sistema de gestión en 17 partes puede no ser el óptimo para garantizar el derecho a la atención médica, se parte de que, sí, es óptimo y, por tanto, se entra a discutir el "ajuste fino".
Por otra parte, la discusión de un sistema de financiación de las competencias existentes no tiene por qué llevar aparejada la discusión de otras nuevas, ¿o sí?
En resumen, lo que pretendo decir es que no hay por qué admitir sin reflexión estas conexiones que se dan por buenas y que el pensamiento único se las pinta solo para presentar como necesarias e incontrovertibles.
By FMH, at 10:25 a. m.
En efecto, Topgun, estoy a favor de la descentralización y la gerencia autónoma.
Y también estoy de acuerdo en que la falta de correspondencia entre gasto y recaudación es una disfunción importante.
Pero, volvemos a lo mismo: ¿por qué confundimos descentralización-desconcentración con interposición de instancias políticas?
Yo no he dicho, por ejemplo, que el hospital de Basurto tenga que estar gestionado por el Estado (sí que, desde luego, prefiero eso que la gestión por una comunidad autónoma, pero eso es otro asunto). El hospital muy bien puede ser un ente privado que tenga la obligación de atender a todo hijo de vecino -repercutiendo, claro es, la correspondiente factura a la Seguridad Social, al seguro del hijo de vecino o al hijo de vecino, según proceda.
En resumen, que no niego la virtualidad de ninguno de los debates que planteas, sino que me encantaría discutir, si fuera posible, los presupuestos en los que se fundan.
Saludos
By FMH, at 11:54 a. m.
Todo estos problemas se solucionan si eres emigrante ilegal o perteneces a alguna minoría étnica.
¿Tu crees que si el chaval del accidente hubiera sido (sin ánimo de faltar) moro, gitano o negro alguien hubiera tenido cojones de decir que no lo admitía en el hospital?
By Anónimo, at 5:10 p. m.
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