EL "NO" Y EL LIBERALISMO
Que es muy difícil buscar una única motivación al “no” francés del pasado domingo y al holandés de anteayer es indudable. Es también muy probable que, entre esa multitud de motivos, haya muchos desdeñables. Lo que no es admisible es pretender, como parece que se está haciendo, que el voto negativo es en sí mismo irracional, una especie de patada a la urna, un simple desahogo o, en el mejor de los casos, una crítica desenfocada al gobierno, una patada en culo ajeno, en definitiva (bien es verdad que lo de Holanda ha habido que recibirlo con más cautela, porque a los holandeses no les cuadran los argumentos al uso).
No, a menos que quien está dispuesto a emplear esos argumentos admita que otros puedan pensar que el votar “sí” es una muestra de borreguismo irreflexivo, de incapacidad para contestar al poder establecido. Tanto más cuanto ese “sí” se otorga a un texto que ni se ha leído ni, posiblemente, se ha comprendido en todas sus consecuencias.
El mero hecho de convocar un referéndum debería darnos indicios de que existen dos alternativas abiertas. Se pregunta al pueblo sobre la base de que puede elegir, se supone. Entonces, ¿a qué viene esta lectura maniquea de buenos y malos? Si el gobierno de turno está convencido de que sólo una de las alternativas es válida, ¿a santo de qué tiende la trampa saducea de proponer la otra? ¿Es esto un referéndum o una especie de “test de europeidad” que los ciudadanos deben aprobar? (algunos lo conciben así y, como muestra, están dispuestos a poner exámenes de recuperación en forma de segundo referéndum).
Los miedos de la gente pueden estar más o menos fundados, tener más o menos razón de ser. Pero lo importante es que existen. Y quizá es mejor tenerlos en cuenta ahora, que no tener que enfrentarse a ellos más tarde. Lo importante de todo este asunto, más allá de las concretas cláusulas de la Constitución, es que las consultas electorales, sea en forma de referendos, sea en elecciones al Parlamento, sea como sea, deberían permitir intuir a la clase política que su aventurerismo no está respaldado por una mayoría de ciudadanos. Que el proceso que pretenden llevar adelante acusa un elevado déficit democrático, en suma.
Así pues, hay múltiples razones para decir no, muchas de ellas legítimas. Me preocupan, en particular, algunas cosas que he oído y leído de gente muy respetable (André Gluksmann entre ellos, al que citaba el otro día en su bitácora Josep Mª Fàbregas), concretamente que el “no” no podía sostenerse desde posiciones liberales. Que la alternativa a la constitución es más dirigismo. Discrepo radicalmente de esta idea. No afirmo que no podamos caer en más dirigismo, pero sostengo que ello no será, en absoluto, consecuencia necesaria del rechazo al tratado.
Obviando cuestiones colaterales, muy dignas de ser tenidas en cuenta, y centrándonos en el tratado mismo, daré a continuación algunas razones por las que creo que, desde una postura liberal, es perfectamente sostenible una negativa.
En primer lugar, como bien se ha dicho, el tratado aporta muy poco de novedoso. Es, más bien, un texto refundido de tratados ya en vigor. En este sentido, no es precisa ninguna consulta popular, desde luego, porque no se requiere la intervención del pueblo para realizar una operación técnica como es una refundición de textos legislativos. Pero esto es un asunto formal.
Lo que sí cambia en la Constitución es el reparto de poder en las instituciones. Reparto que tiende a reforzar el peso del eje francoalemán, en detrimento de otras alternativas. Es un reparto, desde luego, perjudicial para España que, como país mediano, queda en una posición complicada. Pero, con todo, no es eso lo más grave.
El problema fundamental estriba en que la Constitución contribuye a reforzar el liderazgo de dos países que han demostrado no estar en condiciones de liderar nada. La idea de Europa que se potenciaba desde la Francia del tratado –y convengo que, desde cierto punto de vista, los franceses puedan haberse disparado en el pie, haciéndonos un favor a los demás- es completamente inaceptable. Una Europa que aspira en erigirse en competidor de los Estados Unidos, paraíso del “modelo alternativo”, una Europa que aspira a hacer del no liberalismo su seña de identidad. Y una Europa donde el derecho es papel mojado ante el empuje de los grandes. Donde cumple Portugal, pero no Alemania, ¿para eso necesitan un mayor peso específico?
El modelo de Europa francoalemana, la Europa que quieren los socialistas españoles es una Europa desenfocada. Desenfocada en el diagnóstico, porque los dirigentes europeos parecen no haber entendido que el mundo ya no bascula en torno a un eje Atlántico, porque siguen sin entender que las posibilidades económicas son las que son y no las que quisiéramos que fueran, porque parecen no querer darse cuenta de que los Estados Unidos nos han sacado otros diez puntos de renta en los últimos años y de que el continente va a tener dificultades, en el futuro, no para ser la segunda área económica del mundo, sino para poder ser la tercera. Desenfocada, además, en las aspiraciones, porque, primero, no es realista pretender ir a golpe de decreto, ampliando cada cinco años lo que costó cincuenta llevar hasta un determinado punto –ampliar o profundizar, he ahí el dilema: no pueden hacerse ambas cosas a un tiempo- y, segundo porque, insisto, no es deseable que Europa se asigne a sí misma un rol de contrapeso de los Estados Unidos, en una especie de multilateralidad amoral (basado en la asunción, no demostrada, de que el mundo sea unipolar) por la que el mundo ha de tener distintos polos, por la que hay que encontrar una “vía intermedia” entre Bush y Saddam Hussein.
No me extraña que ese discurso europeísta a la francoalemana sea tan querido de ZP. Al fin y al cabo, es el dichoso discurso de la “centralidad” que él aplica en la política doméstica. Europa sería, pues, el centro entre los extremos representados por el capitalismo bárbaro y salvaje de los Estados Unidos y las dictaduras. El óptimo. Pues bien, este modelo está tan extraviado como el punto medio que el socialismo zapateril quiere representar entre el PP y los antisistema.
Es un discurso, eso sí, en extremo ombliguista. Si el centro del mundo somos nosotros, nos acompaña allí donde vamos. Al fin y al cabo, Francia es el centro de las tierras emergidas, ergo, si Europa son los alrededores de Francia, Europa es el centro del mundo. Lamentablemente, no es cierto.
Con la Constitución no se rechaza a Europa o a la Unión Europea –entiendo que el liberalismo pudiera ser poco compatible con un rechazo a la Unión y todo lo que significa- sino un determinado modelo de construcción de Europa. Europa no es un estado ni necesita ninguna grandeur. Es mucho más que eso.
Xavier Sala dice que, cuando alguien le espeta que, como es liberal, no le preocupa el tercer mundo, él contesta que, precisamente porque le preocupa el tercer mundo, es liberal. Parafraseándole, cuando alguien dice que si estamos por el “no” es que no somos europeístas, habría que contestarle que, precisamente porque somos europeístas, estamos por el “no”.
No, a menos que quien está dispuesto a emplear esos argumentos admita que otros puedan pensar que el votar “sí” es una muestra de borreguismo irreflexivo, de incapacidad para contestar al poder establecido. Tanto más cuanto ese “sí” se otorga a un texto que ni se ha leído ni, posiblemente, se ha comprendido en todas sus consecuencias.
El mero hecho de convocar un referéndum debería darnos indicios de que existen dos alternativas abiertas. Se pregunta al pueblo sobre la base de que puede elegir, se supone. Entonces, ¿a qué viene esta lectura maniquea de buenos y malos? Si el gobierno de turno está convencido de que sólo una de las alternativas es válida, ¿a santo de qué tiende la trampa saducea de proponer la otra? ¿Es esto un referéndum o una especie de “test de europeidad” que los ciudadanos deben aprobar? (algunos lo conciben así y, como muestra, están dispuestos a poner exámenes de recuperación en forma de segundo referéndum).
Los miedos de la gente pueden estar más o menos fundados, tener más o menos razón de ser. Pero lo importante es que existen. Y quizá es mejor tenerlos en cuenta ahora, que no tener que enfrentarse a ellos más tarde. Lo importante de todo este asunto, más allá de las concretas cláusulas de la Constitución, es que las consultas electorales, sea en forma de referendos, sea en elecciones al Parlamento, sea como sea, deberían permitir intuir a la clase política que su aventurerismo no está respaldado por una mayoría de ciudadanos. Que el proceso que pretenden llevar adelante acusa un elevado déficit democrático, en suma.
Así pues, hay múltiples razones para decir no, muchas de ellas legítimas. Me preocupan, en particular, algunas cosas que he oído y leído de gente muy respetable (André Gluksmann entre ellos, al que citaba el otro día en su bitácora Josep Mª Fàbregas), concretamente que el “no” no podía sostenerse desde posiciones liberales. Que la alternativa a la constitución es más dirigismo. Discrepo radicalmente de esta idea. No afirmo que no podamos caer en más dirigismo, pero sostengo que ello no será, en absoluto, consecuencia necesaria del rechazo al tratado.
Obviando cuestiones colaterales, muy dignas de ser tenidas en cuenta, y centrándonos en el tratado mismo, daré a continuación algunas razones por las que creo que, desde una postura liberal, es perfectamente sostenible una negativa.
En primer lugar, como bien se ha dicho, el tratado aporta muy poco de novedoso. Es, más bien, un texto refundido de tratados ya en vigor. En este sentido, no es precisa ninguna consulta popular, desde luego, porque no se requiere la intervención del pueblo para realizar una operación técnica como es una refundición de textos legislativos. Pero esto es un asunto formal.
Lo que sí cambia en la Constitución es el reparto de poder en las instituciones. Reparto que tiende a reforzar el peso del eje francoalemán, en detrimento de otras alternativas. Es un reparto, desde luego, perjudicial para España que, como país mediano, queda en una posición complicada. Pero, con todo, no es eso lo más grave.
El problema fundamental estriba en que la Constitución contribuye a reforzar el liderazgo de dos países que han demostrado no estar en condiciones de liderar nada. La idea de Europa que se potenciaba desde la Francia del tratado –y convengo que, desde cierto punto de vista, los franceses puedan haberse disparado en el pie, haciéndonos un favor a los demás- es completamente inaceptable. Una Europa que aspira en erigirse en competidor de los Estados Unidos, paraíso del “modelo alternativo”, una Europa que aspira a hacer del no liberalismo su seña de identidad. Y una Europa donde el derecho es papel mojado ante el empuje de los grandes. Donde cumple Portugal, pero no Alemania, ¿para eso necesitan un mayor peso específico?
El modelo de Europa francoalemana, la Europa que quieren los socialistas españoles es una Europa desenfocada. Desenfocada en el diagnóstico, porque los dirigentes europeos parecen no haber entendido que el mundo ya no bascula en torno a un eje Atlántico, porque siguen sin entender que las posibilidades económicas son las que son y no las que quisiéramos que fueran, porque parecen no querer darse cuenta de que los Estados Unidos nos han sacado otros diez puntos de renta en los últimos años y de que el continente va a tener dificultades, en el futuro, no para ser la segunda área económica del mundo, sino para poder ser la tercera. Desenfocada, además, en las aspiraciones, porque, primero, no es realista pretender ir a golpe de decreto, ampliando cada cinco años lo que costó cincuenta llevar hasta un determinado punto –ampliar o profundizar, he ahí el dilema: no pueden hacerse ambas cosas a un tiempo- y, segundo porque, insisto, no es deseable que Europa se asigne a sí misma un rol de contrapeso de los Estados Unidos, en una especie de multilateralidad amoral (basado en la asunción, no demostrada, de que el mundo sea unipolar) por la que el mundo ha de tener distintos polos, por la que hay que encontrar una “vía intermedia” entre Bush y Saddam Hussein.
No me extraña que ese discurso europeísta a la francoalemana sea tan querido de ZP. Al fin y al cabo, es el dichoso discurso de la “centralidad” que él aplica en la política doméstica. Europa sería, pues, el centro entre los extremos representados por el capitalismo bárbaro y salvaje de los Estados Unidos y las dictaduras. El óptimo. Pues bien, este modelo está tan extraviado como el punto medio que el socialismo zapateril quiere representar entre el PP y los antisistema.
Es un discurso, eso sí, en extremo ombliguista. Si el centro del mundo somos nosotros, nos acompaña allí donde vamos. Al fin y al cabo, Francia es el centro de las tierras emergidas, ergo, si Europa son los alrededores de Francia, Europa es el centro del mundo. Lamentablemente, no es cierto.
Con la Constitución no se rechaza a Europa o a la Unión Europea –entiendo que el liberalismo pudiera ser poco compatible con un rechazo a la Unión y todo lo que significa- sino un determinado modelo de construcción de Europa. Europa no es un estado ni necesita ninguna grandeur. Es mucho más que eso.
Xavier Sala dice que, cuando alguien le espeta que, como es liberal, no le preocupa el tercer mundo, él contesta que, precisamente porque le preocupa el tercer mundo, es liberal. Parafraseándole, cuando alguien dice que si estamos por el “no” es que no somos europeístas, habría que contestarle que, precisamente porque somos europeístas, estamos por el “no”.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home