ECOS DEL 32
Uno de los libros de moda en estos día está siendo la reedición de dos famosos discursos pronunciados en las Cortes de la República, allá por 1932, por Manuel Azaña y José Ortega y Gasset, a propósito del estatuto catalán. Viene al pelo este recordatorio, claro, porque nos hallamos en parecido, que no idéntico trance. No idéntico porque ni la España ni la Cataluña de 1932 son las de 2005, entre otras cosas porque el autogobierno catalán ha encontrado en el estado autonómico del 78 cotas inimaginables en la República del 31, pero valen buena parte de las observaciones de uno y otro ponente.
Me interesa, no obstante, traer a colación ese debate no tanto por su contenido como por las personas que lo sostuvieron, exponentes máximos de la “República de profesores” –quizá, ambos, tan grandes intelectuales como mejorables políticos-. Las diferencias entre Azaña y Ortega a propósito de la cuestión catalana son indicativas de sus respectivos modos de pensar, en general, y de sus respectivas formas de afrontar el más genérico “problema de España”. Ambos, Ortega y Azaña, eran conscientes de la necesidad de acometer importantes reformas, de modernizar el país, de incorporar España al progreso, en suma. Sin embargo, la relación de uno y otro con el objeto de su inquietud no puede ser más diversa.
Azaña representa, a mi entender, una suerte de “españolismo culpable”, heredero de una tradición que, de una parte, se desespera ante lo que consideran una especie de atraso insalvable, que requiere hacer tabla rasa de cuanto hay para poder construir encima y, por otra parte, es marcadamente racionalista y, por tanto, concibe países y sociedades, al estilo de la Izquierda, en general, como cuestiones que deben ser resueltas a través de la ingeniería. El renacimiento de España requeriría, pues, un proceso de destrucción, de demolición de cuanto existe para, después, construir encima, de un modo ingenieril. El político, pues, como ingeniero.
Ortega representa, por el contrario, un enfoque mucho más positivo. El enfoque liberal, reformista, que parte de que la sociedad no es, en sí, nunca el problema. Es la sociedad la que progresa. Por eso mismo, un intento reformista que pretenda tener éxito ha de partir, necesariamente, de la realidad existente –ya dijo Winston Churchill que las revoluciones, que son la negación de ese principio, terminan por ser, simplemente, medios violentos de cambiar unas elites por otras-. Ortega es un convencido anglófilo y, por tanto, consciente de lo que una sociedad es capaz de hacer por evolución – mucho más que por revolución. Nuestro gran filósofo sabe, en fin, que el racionalismo cartesiano confunde las cosas; que las colectividades humanas son entes demasiado complejos para actuar sobre ellas como si de un rompecabezas se tratara.
Todo esto que acabo de contar no tendría más interés que el histórico si no fuera porque, a mi juicio, el zapaterismo (corriente que, a estas alturas, no estoy seguro de que contenga más integrantes que el propio fundador) representa una reedición de ese azañismo de los treinta. Entronca con esa tradición intelectual de un cierto odio a España (sí, ¿por qué no decirlo?, quizá inconsciente, pero puede que odio, en definitiva). Esa rabia infinita de levantarse por la mañana, un domingo, y seguir oyendo campanas. Ese levantarse por la mañana y no estar en Francia, que les transtorna. No pretendo, por supuesto, comparar a ZP con Azaña, pero sí creo que ese es el verdadero núcleo de las convicciones del Presidente.
Su nihilismo es, pues, un nihilismo relativo. Está convencido, me temo, de que el progreso de España ha de pasar, por necesidad, por una fase deconstructiva que no ha terminado de culminarse –lo cual es grave, toda vez que, entre el 32 y nuestros días han pasado la friolera de 70 año-. Por eso se le hace tan sencillo entrar en coalición con quienes están “incómodos en España”. Cree que España, tal como es ahora, está tocada por una especie de pecado original que, en tanto no se expíe, legitima a cuantos alcen su voz contra ella. Después, supongo, vendrá el plan reconstructivo de la España a gusto de todos. Por eso resulta tan incomprensible a propios y extraños, a quienes sí son conscientes de la cantidad de tiempo que ha pasado y de las cosas que han ocurrido.
Estamos, pues, ante un adanista que cree, como aquellos, que España es un problema y que él lo va a resolver. Como quien resuelve el puzzle. “Me sentaré con el nacionalismo vasco, y con ETA y, racionales como somos todos, alcanzaremos un acuerdo satisfactorio”. Esta frase que, quizá, podría describir el estado de ánimo, supongamos que bienintencionado, del Presidente, es prueba de lo que vengo diciendo. Ortega podría, pues, reproducir sus discursos sin cambiarlos en exceso. Hay quien sigue creyendo que el mero hecho de tener cuitas con España convierte en racionales las reivindicaciones de algunos. Hay quien sigue creyendo que lo de estar “incómodo en España” es el resultado de algún análisis cabal. Hay quien sigue creyendo, en suma, que ciertos sentimientos, por el mero hecho de ser antiespañoles, son más legítimos y, por tanto, merecen un esfuerzo suplementario de comprensión, estudio y satisfacción.
Ortega decía, en suma, que el problema catalán era un problema que no se podía resolver, sino sólo sobrellevar. Empiezo a pensar que con ciertos sectores de nuestra Izquierda ocurre exactamente lo mismo.
Me interesa, no obstante, traer a colación ese debate no tanto por su contenido como por las personas que lo sostuvieron, exponentes máximos de la “República de profesores” –quizá, ambos, tan grandes intelectuales como mejorables políticos-. Las diferencias entre Azaña y Ortega a propósito de la cuestión catalana son indicativas de sus respectivos modos de pensar, en general, y de sus respectivas formas de afrontar el más genérico “problema de España”. Ambos, Ortega y Azaña, eran conscientes de la necesidad de acometer importantes reformas, de modernizar el país, de incorporar España al progreso, en suma. Sin embargo, la relación de uno y otro con el objeto de su inquietud no puede ser más diversa.
Azaña representa, a mi entender, una suerte de “españolismo culpable”, heredero de una tradición que, de una parte, se desespera ante lo que consideran una especie de atraso insalvable, que requiere hacer tabla rasa de cuanto hay para poder construir encima y, por otra parte, es marcadamente racionalista y, por tanto, concibe países y sociedades, al estilo de la Izquierda, en general, como cuestiones que deben ser resueltas a través de la ingeniería. El renacimiento de España requeriría, pues, un proceso de destrucción, de demolición de cuanto existe para, después, construir encima, de un modo ingenieril. El político, pues, como ingeniero.
Ortega representa, por el contrario, un enfoque mucho más positivo. El enfoque liberal, reformista, que parte de que la sociedad no es, en sí, nunca el problema. Es la sociedad la que progresa. Por eso mismo, un intento reformista que pretenda tener éxito ha de partir, necesariamente, de la realidad existente –ya dijo Winston Churchill que las revoluciones, que son la negación de ese principio, terminan por ser, simplemente, medios violentos de cambiar unas elites por otras-. Ortega es un convencido anglófilo y, por tanto, consciente de lo que una sociedad es capaz de hacer por evolución – mucho más que por revolución. Nuestro gran filósofo sabe, en fin, que el racionalismo cartesiano confunde las cosas; que las colectividades humanas son entes demasiado complejos para actuar sobre ellas como si de un rompecabezas se tratara.
Todo esto que acabo de contar no tendría más interés que el histórico si no fuera porque, a mi juicio, el zapaterismo (corriente que, a estas alturas, no estoy seguro de que contenga más integrantes que el propio fundador) representa una reedición de ese azañismo de los treinta. Entronca con esa tradición intelectual de un cierto odio a España (sí, ¿por qué no decirlo?, quizá inconsciente, pero puede que odio, en definitiva). Esa rabia infinita de levantarse por la mañana, un domingo, y seguir oyendo campanas. Ese levantarse por la mañana y no estar en Francia, que les transtorna. No pretendo, por supuesto, comparar a ZP con Azaña, pero sí creo que ese es el verdadero núcleo de las convicciones del Presidente.
Su nihilismo es, pues, un nihilismo relativo. Está convencido, me temo, de que el progreso de España ha de pasar, por necesidad, por una fase deconstructiva que no ha terminado de culminarse –lo cual es grave, toda vez que, entre el 32 y nuestros días han pasado la friolera de 70 año-. Por eso se le hace tan sencillo entrar en coalición con quienes están “incómodos en España”. Cree que España, tal como es ahora, está tocada por una especie de pecado original que, en tanto no se expíe, legitima a cuantos alcen su voz contra ella. Después, supongo, vendrá el plan reconstructivo de la España a gusto de todos. Por eso resulta tan incomprensible a propios y extraños, a quienes sí son conscientes de la cantidad de tiempo que ha pasado y de las cosas que han ocurrido.
Estamos, pues, ante un adanista que cree, como aquellos, que España es un problema y que él lo va a resolver. Como quien resuelve el puzzle. “Me sentaré con el nacionalismo vasco, y con ETA y, racionales como somos todos, alcanzaremos un acuerdo satisfactorio”. Esta frase que, quizá, podría describir el estado de ánimo, supongamos que bienintencionado, del Presidente, es prueba de lo que vengo diciendo. Ortega podría, pues, reproducir sus discursos sin cambiarlos en exceso. Hay quien sigue creyendo que el mero hecho de tener cuitas con España convierte en racionales las reivindicaciones de algunos. Hay quien sigue creyendo que lo de estar “incómodo en España” es el resultado de algún análisis cabal. Hay quien sigue creyendo, en suma, que ciertos sentimientos, por el mero hecho de ser antiespañoles, son más legítimos y, por tanto, merecen un esfuerzo suplementario de comprensión, estudio y satisfacción.
Ortega decía, en suma, que el problema catalán era un problema que no se podía resolver, sino sólo sobrellevar. Empiezo a pensar que con ciertos sectores de nuestra Izquierda ocurre exactamente lo mismo.
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