LA REFORMA ELECTORAL
Últimamente, al hilo de las elecciones gallegas, pero ya antes –probablemente en previsión de lo que pudiera suceder- he oído voces a favor de la reforma del sistema electoral, a las que aludí no hace mucho. Convengo en que sería muy conveniente proceder a una reforma, pero insisto en que no es posible sin saber antes qué tipo de España queremos. Espero que nadie me diga que eso es algo que está claro a estas alturas. Quienes crean que una abrumadora mayoría de los españoles tenemos más o menos claras unas cuantas ideas no deberían soslayar que cerca de la mitad de esos españoles votan a un partido cuya dirigencia no tiene una sola idea clara, en el mejor de los casos –probablemente no tenga una sola idea en sentido estricto- y, en el peor, si las tiene no van a ser coincidentes con la de las supuestas bases.
Pero mi intención no es tanto, con este artículo, valorar la conveniencia o inconveniencia de meterse en semejante berenjenal como plantear las dificultades técnicas de la reforma, que serían muchas, y no sé si conocidas por todos. No es que uno sea un experto en la materia pero, por afición, algo ha leído sobre el tema. Si alguien piensa que la cosa se ciñe a optar entre sistema mayoritario y proporcional, se confunde. Eso es sólo la punta del iceberg. Hay muchos aspectos que deben tenerse en cuenta, tanto más cuanto que están desperdigados legislativamente. El sistema electoral está prefigurado en el Título III de nuestra Constitución y completado en la Ley Orgánica del Régimen Electoral General (LOREG). Nótese, pues, que es materia bastante protegida, que requiere de amplio consenso. Repasemos las cosas que hay que considerar:
En primer lugar, claro, si el sistema será mayoritario o proporcional, en líneas generales. Ya se sabe que, en España, son proporcionales todos los escrutinios, salvo el del Senado (que es mayoritario “con representación de la primera minoría”, porque el elector vota menos senadores que escaños).
Es muy importante el tamaño de la cámara o ente que se elige. En los sistemas proporcionales, la proporcionalidad alcanzada es mayor cuanto mayor el número de escaños. El Congreso español es relativamente pequeño -350 asientos, frente a más de 600 de los Comunes, por ejemplo-, y las cámaras autonómicas varían significativamente. Una cámara pequeña corrige a la baja la posibilidad de que las fuerzas minoritarias obtengan representación.
Tan importante, o más, que los factores anteriores, es el tamaño y número de los distritos electorales, que en nuestro caso son, invariablemente, las provincias, salvo en las elecciones al Parlamento Europeo, que funcionan con distrito único. Todos los demás factores de configuración –número mínimo de escaños, límite mínimo de votos para entrar en el conteo- se superponen a este factor básico. En España se da la circunstancia de que: existe un número mínimo de escaños por provincia, con independencia de la población, que es muy dispar, y el límite del 3 % de los sufragios válidos para entrar en el reparto es también a nivel provincial. Todo ello implica fuertes distorsiones sobre la proporcionalidad y sobre la razón entre votos populares y escaños. Esta distorsión es máxima en casos como el vasco, en el que las tres provincias tienen idéntica representación en el Parlamento, y es la razón de que el Sr. Maragall haya perdido en dos ocasiones, incluida esta, las elecciones catalanas en escaños, pese a haberlas ganado en votos computados en el conjunto de Cataluña.
Queda, por supuesto, la cuestión de la fórmula de recuento, que en nuestro país es la afamada de D’Hondt, aunque esto es, a mi juicio, un tema menor (hay otras secuencias de divisores que se emplean en otros lugares del mundo).
Nuestro sistema desconoce por completo, por último, fórmulas como la doble vuelta, generalizada en Francia para todo tipo de comicios.
Todos esos aspectos serían susceptibles de modificación y, en función de la mezcla de criterios por la que se opte, se podrían alcanzar unos u otros resultados. Eso sin descartar, claro, que las modificaciones de la realidad social conduzcan a situaciones imprevistas –véase, si no, el propio sistema diseñado en la legislación actual, que da resultados no previstos al operar sobre una realidad asimismo no prevista-.
Ciertamente, la modificación del sistema electoral es una asignatura pendiente, pero tampoco es sensato fiarlo todo a las leyes. En España no tenemos, en esencia, un problema de leyes, sino de lealtades. La perfección técnica de un ordenamiento es siempre insuficiente cuando quienes están llamados a protegerlo no ven en él más que un instrumento. Löwenstein llamó “nominales” a las constituciones que, realmente, no rigen la vida de un país, sino que son algo desconectado de su realidad social. Pues bien, incluso una constitución plenamente normativa, como es la española, puede terminar por devenir nominal. Y eso no se arregla con más cambios de la propia constitución –que pueden ser necesarios y muy convenientes, por lo demás- sino con un verdadero compromiso para conservar su vigencia.
El debate sobre el sistema electoral, por su carácter de regla del juego fundamental, es un debate que sólo puede tenerse entre gente seria. Algo fuera de nuestro alcance, por tanto.
Pero mi intención no es tanto, con este artículo, valorar la conveniencia o inconveniencia de meterse en semejante berenjenal como plantear las dificultades técnicas de la reforma, que serían muchas, y no sé si conocidas por todos. No es que uno sea un experto en la materia pero, por afición, algo ha leído sobre el tema. Si alguien piensa que la cosa se ciñe a optar entre sistema mayoritario y proporcional, se confunde. Eso es sólo la punta del iceberg. Hay muchos aspectos que deben tenerse en cuenta, tanto más cuanto que están desperdigados legislativamente. El sistema electoral está prefigurado en el Título III de nuestra Constitución y completado en la Ley Orgánica del Régimen Electoral General (LOREG). Nótese, pues, que es materia bastante protegida, que requiere de amplio consenso. Repasemos las cosas que hay que considerar:
En primer lugar, claro, si el sistema será mayoritario o proporcional, en líneas generales. Ya se sabe que, en España, son proporcionales todos los escrutinios, salvo el del Senado (que es mayoritario “con representación de la primera minoría”, porque el elector vota menos senadores que escaños).
Es muy importante el tamaño de la cámara o ente que se elige. En los sistemas proporcionales, la proporcionalidad alcanzada es mayor cuanto mayor el número de escaños. El Congreso español es relativamente pequeño -350 asientos, frente a más de 600 de los Comunes, por ejemplo-, y las cámaras autonómicas varían significativamente. Una cámara pequeña corrige a la baja la posibilidad de que las fuerzas minoritarias obtengan representación.
Tan importante, o más, que los factores anteriores, es el tamaño y número de los distritos electorales, que en nuestro caso son, invariablemente, las provincias, salvo en las elecciones al Parlamento Europeo, que funcionan con distrito único. Todos los demás factores de configuración –número mínimo de escaños, límite mínimo de votos para entrar en el conteo- se superponen a este factor básico. En España se da la circunstancia de que: existe un número mínimo de escaños por provincia, con independencia de la población, que es muy dispar, y el límite del 3 % de los sufragios válidos para entrar en el reparto es también a nivel provincial. Todo ello implica fuertes distorsiones sobre la proporcionalidad y sobre la razón entre votos populares y escaños. Esta distorsión es máxima en casos como el vasco, en el que las tres provincias tienen idéntica representación en el Parlamento, y es la razón de que el Sr. Maragall haya perdido en dos ocasiones, incluida esta, las elecciones catalanas en escaños, pese a haberlas ganado en votos computados en el conjunto de Cataluña.
Queda, por supuesto, la cuestión de la fórmula de recuento, que en nuestro país es la afamada de D’Hondt, aunque esto es, a mi juicio, un tema menor (hay otras secuencias de divisores que se emplean en otros lugares del mundo).
Nuestro sistema desconoce por completo, por último, fórmulas como la doble vuelta, generalizada en Francia para todo tipo de comicios.
Todos esos aspectos serían susceptibles de modificación y, en función de la mezcla de criterios por la que se opte, se podrían alcanzar unos u otros resultados. Eso sin descartar, claro, que las modificaciones de la realidad social conduzcan a situaciones imprevistas –véase, si no, el propio sistema diseñado en la legislación actual, que da resultados no previstos al operar sobre una realidad asimismo no prevista-.
Ciertamente, la modificación del sistema electoral es una asignatura pendiente, pero tampoco es sensato fiarlo todo a las leyes. En España no tenemos, en esencia, un problema de leyes, sino de lealtades. La perfección técnica de un ordenamiento es siempre insuficiente cuando quienes están llamados a protegerlo no ven en él más que un instrumento. Löwenstein llamó “nominales” a las constituciones que, realmente, no rigen la vida de un país, sino que son algo desconectado de su realidad social. Pues bien, incluso una constitución plenamente normativa, como es la española, puede terminar por devenir nominal. Y eso no se arregla con más cambios de la propia constitución –que pueden ser necesarios y muy convenientes, por lo demás- sino con un verdadero compromiso para conservar su vigencia.
El debate sobre el sistema electoral, por su carácter de regla del juego fundamental, es un debate que sólo puede tenerse entre gente seria. Algo fuera de nuestro alcance, por tanto.
4 Comments:
Con todo respeto y asumiendo que he entendido bien tu comentario, creo que equivocas el tiro. La reforma electoral pendiente en España no es la de un sistema mayoritario por uno proporcional, es la de listas cerradas por listas abiertas.
Ignoro cual es la dificultad técnica de hacer este cambio (que sin duda la habrá) pero conozco la dificultad "institucional" de hacerlo. Esta dificultad estriba en la poca disposición de los partidos a dejarse arrebatar el monopolio del poder via destrucción de la inexistente democracia interna de los mismos.
By Embajador, at 6:49 p. m.
A mi juicio, ambos, FMH y el Embajador, tienen razón. Son dos asignaturas pendientes y en absoluto incompatibles: el establecimiento de las listas abiertas ofrecería al ciudadano y al político una forma más responsable de asumir la cuestión pública; el sistema mayoritario en las votaciones, tarde o temprano se tendrá que inponer. Cada vez que los partidos minoritarios nacionalistas proponen reformas radicales surge en cada ciudadano, de manera casi instintiva, una pregunta que se queda siempre sin responder: ¿por qué una mínima parte de la población marca la pauta a una mayoría? Hablando de responsabilidades, y al hilo de esta pregunta, ZP tiene en sus manos un juego con ERC muy difícil y que no sabe jugar.
By Anónimo, at 8:04 p. m.
En efecto, Embajador, no traté la cuestión de las listas abiertas pero, como dijo el segundo comentarista, es una cuestión perfectamente compatible con todo lo demás.
Por si interesa a alguien mi opinión, a mí el sistema que más me gusta es el británico: distritos uninominales (lo que lleva, de suyo, implícito que el sistema es mayoritario, porque sólo habría un escaño que disputar por circunscripción). Otro día abundaré en el tema.
By FMH, at 9:20 a. m.
Exactamente. Cuando hablo de listas abiertas siempre tengo en mente el sistema británico. Yo no soy liberal, pero entiendo que es el mejor sistema para conseguir que los diputados electos tengan que dar efectiva cuenta de su actuación parlamentaria a sus electores. Poniendo este sistema de listas abiertas en práctica eliminas de un plumazo el problema de los que consiguen representación sin tener efectivo apoyo.
By Embajador, at 1:08 a. m.
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