SOLUCIONES HABITACIONALES
La ministra Trujillo ha sido, sin duda, una de las grandes protagonistas de la semana, con su ingeniosa ocurrencia de crear viviendas de protección oficial de treinta metros cuadrados. Vaya por delante que, si la idea se le hubiera ocurrido a Esperanza Aguirre, habría que oír al personal...
Al parecer, Trujillo había estado unos días atrás en Finlandia, donde, también al parecer, tal tipo de miniviviendas son algo corriente, sobre todo para estudiantes. Un amigo me comentaba que ese tipo de vivienda está muy en boga en Barcelona y, desde luego, no es raro en Madrid.
En realidad, nada hay que objetar a las viviendas en sí mismas, que pueden ser una buena solución, sobre todo coyuntural, para ciertos segmentos de población, especialmente jóvenes. A lo que hay que objetar, y mucho, es a Trujillo y a la política de vivienda de este y de la mayoría de los anteriores gobiernos. Dicho sea de paso, como acertadamente se ha señalado, el ministerio de la vivienda –dirección general hasta hace poco, mucho más en línea con las menguadas competencias que ostenta- supone la resurrección de uno de los ministerios más notables del franquismo. Cosas veredes.
Lo de que el estado, es decir, todos los ciudadanos, tengan que proporcionar viviendas en propiedad a otros es, de entrada, algo aberrante. Cuando la Constitución habla del “derecho a la vivienda” hay que entender que se está refiriendo al “derecho a la habitación” esto es, al uso, y no a que todos los españoles tengan derecho a la propiedad inmobiliaria, y menos pagada por otro. El que, además, los jóvenes –el segmento más capaz de trabajar en una población- sean objeto de atención preferente, en detrimento de los ancianos o las familias con hijos, pongamos por caso, no hace sino agravar la perspectiva. La ministra podría haber tomado nota de que en la avanzada Finlandia, cuando la administración es la que construye, las viviendas son siempre en régimen de alquiler. O sea, que los sufridos finlandeses están dispuestos –siempre que se coopere mediante una renta, aunque sea módica- a aportar parte de su renta para que otros conciudadanos tengan un techo, no a regalarles bienes que sus hijos puedan heredar.
Por lo demás, como en tantos otros aspectos, la mejor política de vivienda es la que no existe, es decir, una política de abstención activa –como debería suceder en todos los casos en los que el mercado, libre de interferencias, es perfectamente capaz de proveer el bien en cuestión-. Para facilitar el acceso a la vivienda, el estado –o las comunidades autónomas, que son quienes realmente cortan el bacalao en la materia- más que hacer cosas tendría que dejar de hacerlas.
En primer lugar, tendría que abstenerse de seguir interviniendo en el mercado de suelo. Es curioso cómo en España nos hemos acostumbrado a oír que las administraciones “crean suelo”. Tan absurda expresión no podía sino esconder lo que realmente subyace ahí: un auténtico latrocinio en forma de un sistema encarecedor, racionador de bienes no escasos naturalmente y promotor de la corrupción de personas y partidos. En buena lógica, el régimen del suelo tendría que ser el inverso del que es hoy: todo él tendría que ser edificable salvo que se diga lo contrario, sin mediar permiso administrativo alguno –sin perjuicio de que la construcción tuviera que atenerse a ciertas normas-. Si eso fuese así, podríamos empezar a creer que alguna fortuna española se ha hecho trabajando.
La segunda cuestión es, naturalmente, fiscal. De una parte, el estado incentiva la política que dice no querer favorecer –la compra- y, de otro lado, encarece el producto mediante todo tipo de impuestos. En España, para adquirir una vivienda, hay que pagar: un impuesto al estado por la transmisión, un impuesto al ayuntamiento por la plusvalía (diferencia entre lo que valía en la transmisión anterior y en la nueva), tasas arancelarias de registrador y notario y, por supuesto, nuevo impuesto, esta vez para la comunidad autónoma, asociado a la escritura. Tan sólo los coches tienen un nivel de gravamen tan insensato.
Así pues, lo mejor que puede hacer Trujillo es convocar una rueda de prensa y anunciar al mundo no que dimite, sino que decide cerrar el chiringuito. Sólo con eso, el sistema ganaría en eficiencia... eso sí, la prensa vendría mucho más aburrida.
Al parecer, Trujillo había estado unos días atrás en Finlandia, donde, también al parecer, tal tipo de miniviviendas son algo corriente, sobre todo para estudiantes. Un amigo me comentaba que ese tipo de vivienda está muy en boga en Barcelona y, desde luego, no es raro en Madrid.
En realidad, nada hay que objetar a las viviendas en sí mismas, que pueden ser una buena solución, sobre todo coyuntural, para ciertos segmentos de población, especialmente jóvenes. A lo que hay que objetar, y mucho, es a Trujillo y a la política de vivienda de este y de la mayoría de los anteriores gobiernos. Dicho sea de paso, como acertadamente se ha señalado, el ministerio de la vivienda –dirección general hasta hace poco, mucho más en línea con las menguadas competencias que ostenta- supone la resurrección de uno de los ministerios más notables del franquismo. Cosas veredes.
Lo de que el estado, es decir, todos los ciudadanos, tengan que proporcionar viviendas en propiedad a otros es, de entrada, algo aberrante. Cuando la Constitución habla del “derecho a la vivienda” hay que entender que se está refiriendo al “derecho a la habitación” esto es, al uso, y no a que todos los españoles tengan derecho a la propiedad inmobiliaria, y menos pagada por otro. El que, además, los jóvenes –el segmento más capaz de trabajar en una población- sean objeto de atención preferente, en detrimento de los ancianos o las familias con hijos, pongamos por caso, no hace sino agravar la perspectiva. La ministra podría haber tomado nota de que en la avanzada Finlandia, cuando la administración es la que construye, las viviendas son siempre en régimen de alquiler. O sea, que los sufridos finlandeses están dispuestos –siempre que se coopere mediante una renta, aunque sea módica- a aportar parte de su renta para que otros conciudadanos tengan un techo, no a regalarles bienes que sus hijos puedan heredar.
Por lo demás, como en tantos otros aspectos, la mejor política de vivienda es la que no existe, es decir, una política de abstención activa –como debería suceder en todos los casos en los que el mercado, libre de interferencias, es perfectamente capaz de proveer el bien en cuestión-. Para facilitar el acceso a la vivienda, el estado –o las comunidades autónomas, que son quienes realmente cortan el bacalao en la materia- más que hacer cosas tendría que dejar de hacerlas.
En primer lugar, tendría que abstenerse de seguir interviniendo en el mercado de suelo. Es curioso cómo en España nos hemos acostumbrado a oír que las administraciones “crean suelo”. Tan absurda expresión no podía sino esconder lo que realmente subyace ahí: un auténtico latrocinio en forma de un sistema encarecedor, racionador de bienes no escasos naturalmente y promotor de la corrupción de personas y partidos. En buena lógica, el régimen del suelo tendría que ser el inverso del que es hoy: todo él tendría que ser edificable salvo que se diga lo contrario, sin mediar permiso administrativo alguno –sin perjuicio de que la construcción tuviera que atenerse a ciertas normas-. Si eso fuese así, podríamos empezar a creer que alguna fortuna española se ha hecho trabajando.
La segunda cuestión es, naturalmente, fiscal. De una parte, el estado incentiva la política que dice no querer favorecer –la compra- y, de otro lado, encarece el producto mediante todo tipo de impuestos. En España, para adquirir una vivienda, hay que pagar: un impuesto al estado por la transmisión, un impuesto al ayuntamiento por la plusvalía (diferencia entre lo que valía en la transmisión anterior y en la nueva), tasas arancelarias de registrador y notario y, por supuesto, nuevo impuesto, esta vez para la comunidad autónoma, asociado a la escritura. Tan sólo los coches tienen un nivel de gravamen tan insensato.
Así pues, lo mejor que puede hacer Trujillo es convocar una rueda de prensa y anunciar al mundo no que dimite, sino que decide cerrar el chiringuito. Sólo con eso, el sistema ganaría en eficiencia... eso sí, la prensa vendría mucho más aburrida.
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By Anónimo, at 9:19 p. m.
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