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domingo, abril 10, 2005

ZP EN EUSKADI

La última visita del presidente del Gobierno a tierras vascas –a insuflar ánimo a unas huestes algo alicaídas ante las perspectivas, quizá no tan halagüeñas como pensaban- deja muchos, muchos motivos para la preocupación.

Preocupación, en primer lugar, por la deriva previsible del “problema vasco” en sí. La intervención del Esdrújulo, por si con Maragall no fuera suficiente, deja muy claro que la posibilidad de reeditar –con los matices que se quiera- la colaboración con el PP no es el objetivo de los socialistas. Antes al contrario y dados los sondeos, cobra fundamento la hipótesis de que su esperanza real estriba en ser “determinantes”, es decir, que el PNV tenga que contar con ellos. Reeditar, en definitiva, no los pactos del 2001 sino la coalición de los ochenta y noventa.

Ese sería, quizá, el mejor de los escenarios, pero no es el más probable. A fecha de hoy, lo más probable es que la “apuesta arriesgada” del presidente acabe en un fracaso sin paliativos para el constitucionalismo. No parece previsible que la “tercera vía” de López convenza a muchos nacionalistas, que seguirán prefiriendo el modelo genuino. Veremos a qué nos lleva todo esto.

Preocupación también porque ya se ve a las claras –salvo para quien no lo quiera ver- que el gobierno socialista no encarna, ni mucho menos, la misma firmeza de Aznar con formas más amables. Buenas noticias para el nacionalismo y malas para todos los demás. El gobierno del PP fue capaz de decir “basta” en la convicción de que, con tiempo y sin fisuras, transmitiendo claramente la idea de que en Madrid había un gobierno sin complejos, el sarpullido nacionalista remitiría. Estoy firmemente convencido de que el análisis era correcto –sin perjuicio de que en esta estrategia cupieran, claro está, matices, y de que, con toda probabilidad, la política de comunicación que la acompañó estuviera trufada de errores-. Naturalmente, había que tener la paciencia de pechar con la frustración de quienes estaban, y están, acostumbrados a que el estado agache las orejas a cada embate; quizá, se debería haber asumido, incluso, un recrudecimiento de la violencia en el País Vasco –tanto más improbable cuanto que la política antiterrorista, complemento necesario de lo anterior, funcionaba muy bien. Pero, al final, ¿quién se puede creer que las clases medias vascas y catalanas, las clientelas de los nacionalismos –esos mismos que, ante la primera caída de ventas de cava, se echaron las manos a la cabeza- iban a aguantar el tirón? A la hora de valorar la fuerza real del nacionalismo, es preciso tener en consideración que, hasta ahora, todo ha salido gratis pero ¿quién apoyaría, a largo plazo, una estrategia destinada inevitablemente a encontrar en Madrid un auténtico muro, sin complejos que explotar? (téngase presente que a fecha de hoy, el principal argumento contra el Plan Ibarretxe, lo que hace que su popularidad no sea tan amplia como cabría esperar, no es que sea insolidario, irracional, jurídicamente impresentable y desleal... es que puede afectar a la prosperidad de una sociedad que puede aguantar bien que el vecino vaya con escolta, pero no que el vino de Rioja se ponga por las nubes).

El Esdrújulo ha mandado esa estrategia al cubo de la basura. Los nacionalistas saben, hoy, que hay algo que rascar. Quizá no, todavía, lo que ellos quisieran –ni siquiera ZP puede permitirse el lujo de volar el estado, sin más- pero, sin duda, algún avance. El presidente ya ha asumido, de entrada, que hacen falta nuevos estatutos, como asumió, de entrada, en la aterradora sesión parlamentaria en la que se debatió la admisión a trámite del Plan Ibarretxe, la existencia de dificultades de convivencia entre Euskadi y España. Ya ha asumido, de entrada, la petición de principio de los nacionalistas. Y al actuar así, hace trampas. No vale, ahora, presentarse como el adalid de la convivencia. Lo difícil era solucionar el problema sin que la mayoría de los españoles tuviera que hacer más concesiones de las que, hasta la fecha, se han hecho.

Se le ha llenado la boca de sus intenciones de hacer España “cómoda” para quienes no están a gusto en ella. La circunstancia de que los “incómodos” sean bastantes menos que los “cómodos” no parece ser óbice: tendrán que ser los cómodos los que, no obstante, renuncien a parte de su bienestar para aplacar a quien, a fin de cuentas, jamás estará bien donde no quiere estar. Y seguimos con este dichoso cuento de nunca acabar que lo único razonable era parar cuanto antes. Hace falta ser muy ingenuo para pensar que puede llegar algún lance del juego que represente una posición de equilibrio.

Dirán los cínicos que, al fin y al cabo, lo que ZP ha hecho es esparcir promesas difusas que, a la postre, se cumplirán, o no, en función de las circunstancias. Quién sabe cuántos barrios del Carmel pueden hundirse y cuántos debates del tres por ciento pueden sacarse a relucir antes de que alguien le pase al presidente uno de los muchos cheques firmados. Pero todo tiene un límite. En algún momento, el Esdrújulo terminará por ser prisionero de sus palabras.

La conclusión es clara: si realmente el presidente piensa lo que dice y cree en su fórmula –pese a quien pese, que pesa incluso a buena parte de sus compañeros de partido- es un tipo extremadamente peligroso, probablemente el dirigente más peligroso del Partido Socialista en toda su historia (que ya es decir). Si no lo piensa y hace sólo tacticismo político, es que es irresponsable hasta un grado que tampoco tiene muchos precedentes.

Porque lo que me niego a admitir es que un político me pida fe. Y me aterra constatar que, en la Izquierda, cada vez son más los que parecen sustituir la razón por la fe como medio de acceso al conocimiento. No le entienden... pero creen en él. Pues eso, que el Cielo les asista.