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miércoles, marzo 30, 2005

EL EFECTO ZP (II)

Anteayer dejábamos pendiente una duda. Visto que nuestro análisis determinaba que la acción de gobierno es, por ser diplomáticos, manifiestamente mejorable, y que, a tenor de las encuestas, esta opinión es compartida por un número significativo de españoles –con toda probabilidad, más de los que votan a la única oposición existente- ¿cómo es posible que el presidente del Gobierno goce de buena imagen-. El tema tiene detrás mucha sociología, sin duda, pero voy a arriesgar un par de respuestas.

La primera de ellas es, sin duda, el plus eterno de legitimidad moral de la izquierda, con la que la sociedad española es infinitamente más tolerante que la derecha. Naturalmente, ya se encarga la izquierda de seguir alimentando esta situación, aunque sea a costa de incurrir en bajezas morales de imprevisibles consecuencias.

Es cierto, qué duda cabe, que tanto la izquierda como la derecha cuentan con un filón de voto de lealtad inquebrantable, gente que no votaría al partido contrario ni aunque se hunda el mundo, y también es lugar común en sociología electoral –en democracias desarrolladas- que el elemento dirimente en unas elecciones es siempre un núcleo central de votantes, dispuestos a oscilar entre cualesquiera opciones moderadas, del centro-derecha al centro-izquierda (perdón por los lugares comunes, pero valen para entendernos, creo). Pues bien, mi tesis es que en ese núcleo de votantes que, por lo común, corresponderán con clases medias socialmente muy bien integradas existe un desbalance a favor de la izquierda, que sesga claramente el marco a favor del socialismo. Hace falta más que una simple mala gestión para que se produzca una inflexión.

Hablo de estas clases que en cualquier otro país del mundo se orientarían de forma puramente racional pero que, en España, consideran de “buen tono” ser de izquierdas hasta límites rayanos en la creencia, más que en la simple posición política o estética, quizá porque son conscientes de que ese “ser de izquierdas” es algo puramente teórico –para ellos- sin influencia notable en su nivel de vida. Hablo de medianos o altos funcionarios o profesionales acomodados y urbanos (poco inquietos por la tendencia de los partidos de izquierda a crear paro y, en todo caso, algo sensibles a la variable fiscal, pero poco – como suele pasar, por desgracia, en España en general), con nivel cultural medio-alto y capacidad para proveerse de servicios básicos en el mercado (educación, sanidad...), por lo que en absoluto les importa demasiado que se hagan experimentos sociológicos con los hijos de otros. Son, naturalmente, afines a los valores (o la ausencia de ellos) de la izquierda. Son lo que denominamos “la progresía”, una subclase mucho menos anecdótica de lo que parece - sobre todo si de votos hablamos.

En otro orden de cosas, como bien apuntaba Juan Carlos Girauta hace unos días en Libertad Digital, en la izquierda española se ha desarrollado una clase de líder –cuyos arquetipos son el Esdrújulo y, en menor medida, Carod Rovira- que ha llevado la demagogia a su última frontera en Europa. Sólo queda ya franquear el límite del chavismo, pero para eso hace falta la verborrea característica del inquilino de Miraflores. Aquí son estrambóticos, pero tienen menos gracia.

Como apuntaba Girauta, no es ya que el discurso venga compuesto de ideas trufadas de imposturas, no. ZP representa la sublimación de todo eso y ha sido capaz de construir un discurso prescindiendo de las ideas por completo. Sólo hay clichés y gestos efectistas. Hay cierta lógica en ello, la verdad, porque lo de las ideas nunca se les dio bien. Cuando se ponen a pensar con cierta honestidad, terminan asumiendo que el adversario tiene razón –se termina aceptando que quizá no sea bueno tener un déficit público galopante, por ejemplo- y, claro, así no se va a ningún sitio. Lo de las soflamas se les da mejor. Y, si ello se combina con una derecha no muy segura de sí misma, pueden mantenerle a uno en el poder, si no perennemente, sí con breves paréntesis –lo justo para que otro arregle el desaguisado, ponga las cuentas en orden y nos devuelva las llaves-.

Como también dice Girauta, esta forma de conducirse puede ser letal para una oposición que se pretenda seria. Se puede debatir una idea, pero es muy difícil debatir sobre un cliché, sobre un lugar común o sobre una nadería. Es difícil que ZP se equivoque porque, en sentido estricto, no puede equivocarse. ¿Cómo puede equivocarse uno emitiendo juicios vacíos o lugares comunes, no susceptibles de análisis o completamente intrascendentes? El presidente, y no le niego cierto mérito por ello, ha sabido situarse fuera del ámbito más noble, pero también el más peligroso, de la política, que es el del intercambio de ideas o proyectos.

El colofón de todo esto es que el Partido Popular lo tiene complicado. Una de las características de las situaciones irracionales o esperpénticas es que no existe ninguna razón para que cesen, porque, por definición, no obedecen a lógica alguna. Así pues, quizá sentarse y esperar que las cosas caigan por su peso pueda no ser una buena táctica. Pero de eso hablaremos otro día.