IMÁGENES ESPAÑOLAS EN PORTUGAL
Quien haya visitado algún rincón de Portugal distinto del Algarve –donde son siempre más probables las aglomeraciones- estos días habrá podido comprobar varias cosas. Una, que el país vecino es una maravilla cercana, lleno de cosas que ver y disfrutar, en un ambiente de relativa tranquilidad, perdido, por desgracia, en casi todos los rincones de Europa. Dos, las innegables mejoras de las infraestructuras, que facilitan enormemente los desplazamientos, pudiendo acceder sin problemas a verdaderos tesoros artísticos del interior del país. Y, tres, la superabundancia de conciudadanos españoles, algunos de los cuales no pierden nunca la oportunidad de hacer enrojecer de vergüenza ajena. Recuerdo, en particular, dos escenas.
Una, a la hora del almuerzo en la afamada Pastelería Suiza de Lisboa, en plena plaza del Rossío. Un muy educado camarero portugués, entrado en años, atiende a una pareja de españoles, también en edad de saber comportarse. El tipo se dirige al camarero en el mismo español de nivel ínfimo que emplearía en un bar de Madrid, Cuenca, Tarragona o Sevilla, o donde quiera que viva el fulano. Es de todos conocido que los portugueses entienden muy bien el español –al fin y al cabo, son dos lenguas muy próximas- y, por lo común, se puede uno dirigir a ellos en nuestro idioma sin mayores dificultades. Como quiera que, al revés, no ocurre igual –la fonética lusa es intratable para los hispanohablantes- es innecesario decir que esa habilidad de nuestros vecinos es de suma utilidad. Pero de ahí a hablarles como si, necesariamente, tuvieran que entenderle a uno media un amplio trecho. Al dirigirnos a un extranjero, en su casa, en nuestra propia lengua, debemos hacerlo desde la humilde impotencia de quien es incapaz de decir siquiera alguna palabra en el idioma del otro, no desde la altanería del señorito. Esa misma altanería empleaba este connacional con el camarero portugués. Insisto, el problema no está en la incapacidad de hablar portugués (¿ni siquiera unos mínimos saludos?), sino en la actitud, por desgracia frecuente entre los turistas españoles –en Portugal, claro, no en otras partes del mundo cuyo nivel económico y la actitud de sus habitantes impiden sacudirse complejos-.
Otra escena, esta vez en el maravilloso palacio de la Bolsa de Oporto, una joya del XIX que los mercaderes de la ciudad erigieron a mayor gloria de su pujanza económica (inciso: los mercaderes y la Iglesia han sido las instituciones que han dejado más patrimonio para admirar en los países europeos - ¿alguna reflexión al respecto?). La guía, una joven portuense, se afanaba en contar a un grupo de españoles la historia del edificio. Lo hacía en un español ¡por cuya falta de perfección se excusaba!, esforzándose por lograr una pronunciación adecuada (a mi juicio, desde luego, hablaba un español de mucha más calidad que buena parte de la gente que engrosa las estadísticas de hispanohablantes, vaya usted a saber por qué) y con un vocabulario preciso. En el seno de la manada de turistas había un par de familias cuyos niños habían considerado innecesario quedarse en el parque. Los niños no eran pequeños y, desde luego, tenían edad más que de sobra para aguantar media hora. Pues bien, se sentaron en todos los lugares que pudieron, tocaron todo lo que estaba a su alcance y procuraban poner las manazas en todo aquello que la guía citaba como especialmente valioso, antiguo, delicado o precioso. El resto del tiempo, lo miraban todo con displicencia y una media sonrisa imbécil. No pude dejar de preguntarme qué demonios hacían allí, en lugar de estar en la calle, comprando toallas o cosa por el estilo.
No pude, tampoco, evitar acordarme de otros españoles en otras latitudes. Me acordé, por ejemplo, de un niño en Nueva York que, de vuelta al aeropuerto, comentaba con su madre todo lo que había comprado y lo que no había comprado todavía, pero compraría la vez siguiente. Nada más. Eso es todo lo que el engendrito encontraba digno de comentario en la capital del mundo. Eso dio de sí su capacidad de pasmo.
A buen seguro, los comportamientos extremos son excepcionales. También sé, claro, que esos comportamientos no son exclusivos de los españoles, sino comunes a otras nacionalidades –al cabo, lo que se ve es el comportamiento del hombre masa orteguiano, llevado a su máxima expresión-. Sé, en fin, que soy injusto. Pero es que esos comportamientos duelen. Lo decía antes, dan vergüenza ajena.
Estamos criando una nueva clase de paleto, un paleto urbano. Un ignorante ensoberbecido, henchido de conciencia de derechos inalienables –sin deber alguno para con los demás-, que no cree tener nada que aprender de nadie. En resumidas cuentas, hemos avanzado poco. Hasta aquí llegó nuestro lamentable sistema educativo y nuestro decadente sistema de valores: hasta la producción industrial de hombres-masa, que hacen turismo, como hacen otras cosas, sin saber por qué y pasean su estulticia por medio mundo, sólo porque tienen medios económicos para ello. Un amigo inglés me decía que España es el país del “jódete”. Y no puedo dejar de darle la razón, la verdad. Un país en el que la autoafirmación parece ser siempre contra el otro, o a pesar de él. En el que nadie parece tener conciencia del límite de los propios derechos –ese límite no es otro que el derecho de los demás-. Nos conducimos en el extranjero igual que en nuestras propias ciudades, y hablamos al camarero portugués con displicencia por la misma razón que aparcamos en segunda fila. Porque le toca joderse a él, igual que le toca joderse al que queda atrapado por nuestro coche.
Y, al final, ¿qué?... pues todos jodidos, claro.
Una, a la hora del almuerzo en la afamada Pastelería Suiza de Lisboa, en plena plaza del Rossío. Un muy educado camarero portugués, entrado en años, atiende a una pareja de españoles, también en edad de saber comportarse. El tipo se dirige al camarero en el mismo español de nivel ínfimo que emplearía en un bar de Madrid, Cuenca, Tarragona o Sevilla, o donde quiera que viva el fulano. Es de todos conocido que los portugueses entienden muy bien el español –al fin y al cabo, son dos lenguas muy próximas- y, por lo común, se puede uno dirigir a ellos en nuestro idioma sin mayores dificultades. Como quiera que, al revés, no ocurre igual –la fonética lusa es intratable para los hispanohablantes- es innecesario decir que esa habilidad de nuestros vecinos es de suma utilidad. Pero de ahí a hablarles como si, necesariamente, tuvieran que entenderle a uno media un amplio trecho. Al dirigirnos a un extranjero, en su casa, en nuestra propia lengua, debemos hacerlo desde la humilde impotencia de quien es incapaz de decir siquiera alguna palabra en el idioma del otro, no desde la altanería del señorito. Esa misma altanería empleaba este connacional con el camarero portugués. Insisto, el problema no está en la incapacidad de hablar portugués (¿ni siquiera unos mínimos saludos?), sino en la actitud, por desgracia frecuente entre los turistas españoles –en Portugal, claro, no en otras partes del mundo cuyo nivel económico y la actitud de sus habitantes impiden sacudirse complejos-.
Otra escena, esta vez en el maravilloso palacio de la Bolsa de Oporto, una joya del XIX que los mercaderes de la ciudad erigieron a mayor gloria de su pujanza económica (inciso: los mercaderes y la Iglesia han sido las instituciones que han dejado más patrimonio para admirar en los países europeos - ¿alguna reflexión al respecto?). La guía, una joven portuense, se afanaba en contar a un grupo de españoles la historia del edificio. Lo hacía en un español ¡por cuya falta de perfección se excusaba!, esforzándose por lograr una pronunciación adecuada (a mi juicio, desde luego, hablaba un español de mucha más calidad que buena parte de la gente que engrosa las estadísticas de hispanohablantes, vaya usted a saber por qué) y con un vocabulario preciso. En el seno de la manada de turistas había un par de familias cuyos niños habían considerado innecesario quedarse en el parque. Los niños no eran pequeños y, desde luego, tenían edad más que de sobra para aguantar media hora. Pues bien, se sentaron en todos los lugares que pudieron, tocaron todo lo que estaba a su alcance y procuraban poner las manazas en todo aquello que la guía citaba como especialmente valioso, antiguo, delicado o precioso. El resto del tiempo, lo miraban todo con displicencia y una media sonrisa imbécil. No pude dejar de preguntarme qué demonios hacían allí, en lugar de estar en la calle, comprando toallas o cosa por el estilo.
No pude, tampoco, evitar acordarme de otros españoles en otras latitudes. Me acordé, por ejemplo, de un niño en Nueva York que, de vuelta al aeropuerto, comentaba con su madre todo lo que había comprado y lo que no había comprado todavía, pero compraría la vez siguiente. Nada más. Eso es todo lo que el engendrito encontraba digno de comentario en la capital del mundo. Eso dio de sí su capacidad de pasmo.
A buen seguro, los comportamientos extremos son excepcionales. También sé, claro, que esos comportamientos no son exclusivos de los españoles, sino comunes a otras nacionalidades –al cabo, lo que se ve es el comportamiento del hombre masa orteguiano, llevado a su máxima expresión-. Sé, en fin, que soy injusto. Pero es que esos comportamientos duelen. Lo decía antes, dan vergüenza ajena.
Estamos criando una nueva clase de paleto, un paleto urbano. Un ignorante ensoberbecido, henchido de conciencia de derechos inalienables –sin deber alguno para con los demás-, que no cree tener nada que aprender de nadie. En resumidas cuentas, hemos avanzado poco. Hasta aquí llegó nuestro lamentable sistema educativo y nuestro decadente sistema de valores: hasta la producción industrial de hombres-masa, que hacen turismo, como hacen otras cosas, sin saber por qué y pasean su estulticia por medio mundo, sólo porque tienen medios económicos para ello. Un amigo inglés me decía que España es el país del “jódete”. Y no puedo dejar de darle la razón, la verdad. Un país en el que la autoafirmación parece ser siempre contra el otro, o a pesar de él. En el que nadie parece tener conciencia del límite de los propios derechos –ese límite no es otro que el derecho de los demás-. Nos conducimos en el extranjero igual que en nuestras propias ciudades, y hablamos al camarero portugués con displicencia por la misma razón que aparcamos en segunda fila. Porque le toca joderse a él, igual que le toca joderse al que queda atrapado por nuestro coche.
Y, al final, ¿qué?... pues todos jodidos, claro.
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