LA ESCLEROSIS EUROPEA
Las cifras del paro en Alemania han hecho a más de uno echarse las manos a la cabeza. Es cierto que caben algunos matices, como que el número, más de cinco millones, debe ser objeto de ajustes estacionales o que hay “efectos estadísticos” derivados de cambios en la metodología aplicada por el organismo federal correspondiente. Bálsamos poco eficaces, en todo caso, porque tras todos los ajustes siguen quedando unas cifras desbocadas. Este es el estado de la otrora locomotora de Europa – en realidad de la todavía locomotora, con el consiguiente efecto sobre la velocidad del tren en su conjunto.
En los años ochenta, en promedio, la tasa de crecimiento del producto en la Unión parecía tender al tres por ciento. En los noventa, pasó al dos. Hoy, todo apunta a que nos dirigimos cada vez más al uno. La zona euro muestra peor crecimiento y más paro que los países que optaron por no incorporarse, y Estados Unidos sigue alejándose. En estos momentos, es más realista pensar que Europa podría ocupar un discreto tercer puesto entre las grandes áreas económicas del mundo, tras Estados Unidos y Asia, que pretender que pueda llegar a ser la primera.
Pues bien, lo que se les ocurre a los dirigentes europeos ante tal situación es... demoler el Pacto de Estabilidad. Ese pacto es técnicamente muy importante, porque es uno de los presupuestos necesarios para que el euro no se convierta en algo inmanejable. Pero es que, además, representa un compromiso con cierto tipo de políticas y es, por tanto, un activo político y psicológico de primer orden. El mensaje de Europa a los mercados no puede ser peor. No sólo no entendemos lo que sucede sino que queremos perseverar en los errores.
Europa es, desde hace mucho, rehén de los socialistas de todos los partidos. Desde la socialdemocracia hasta la derecha estatalista francesa –es difícil imaginarse un ambiente político más asfixiante que el francés-. Europa no cree en los mercados. Prácticamente todos los aspectos de la vida son objeto de regulaciones agobiantes, de forma que es difícil encontrar alguna relación no distorsionada, en la que los precios puedan cumplir eficazmente su función de transmisores de información. Y, encima, la Unión parece avergonzarse del que es el único y más relevante de sus logros reales: una caída de fronteras que hace que, al menos, la regulación sea pareja en todos los estados (sí, ya sé que la finalidad de la Unión era y es evitar para siempre la guerra, pero la guerra se evita así, y no mediante apelaciones retóricas a la “alianza de las civilizaciones”).
La esclerosis afecta a los mecanismos de reacción de los europeos hasta niveles preocupantes. Del mismo modo que no son capaces de darse cuenta de que, a veces, no es posible obtener la paz, simplemente, no agrediendo o no provocando (método ZP para combatir el terrorismo internacional) –porque se da la no soslayable circunstancia de que, a veces, podemos ser atacados sin mediar provocación- tampoco parecen caer en que no por repetir mil y una veces que el “modelo social” debe pervivir, éste aguantará una sola hora más.
Quizá sería más sensato aceptar algún sacrificio para poder salvar los muebles. Cuentan que, una vez, cuando le dijeron a Franco que los precios subían mucho –que la inflación era preocupante- el de Ferrol decretó: “pues que no suban”. Y se quedó tan ancho. El caso es que la anécdota se cuenta como ejemplo de lo que es no entender nada de política económica, pero habrá que reconvertirla con el fin de presentar a Franco como precursor del pensamiento europeo contemporáneo.
En los años ochenta, en promedio, la tasa de crecimiento del producto en la Unión parecía tender al tres por ciento. En los noventa, pasó al dos. Hoy, todo apunta a que nos dirigimos cada vez más al uno. La zona euro muestra peor crecimiento y más paro que los países que optaron por no incorporarse, y Estados Unidos sigue alejándose. En estos momentos, es más realista pensar que Europa podría ocupar un discreto tercer puesto entre las grandes áreas económicas del mundo, tras Estados Unidos y Asia, que pretender que pueda llegar a ser la primera.
Pues bien, lo que se les ocurre a los dirigentes europeos ante tal situación es... demoler el Pacto de Estabilidad. Ese pacto es técnicamente muy importante, porque es uno de los presupuestos necesarios para que el euro no se convierta en algo inmanejable. Pero es que, además, representa un compromiso con cierto tipo de políticas y es, por tanto, un activo político y psicológico de primer orden. El mensaje de Europa a los mercados no puede ser peor. No sólo no entendemos lo que sucede sino que queremos perseverar en los errores.
Europa es, desde hace mucho, rehén de los socialistas de todos los partidos. Desde la socialdemocracia hasta la derecha estatalista francesa –es difícil imaginarse un ambiente político más asfixiante que el francés-. Europa no cree en los mercados. Prácticamente todos los aspectos de la vida son objeto de regulaciones agobiantes, de forma que es difícil encontrar alguna relación no distorsionada, en la que los precios puedan cumplir eficazmente su función de transmisores de información. Y, encima, la Unión parece avergonzarse del que es el único y más relevante de sus logros reales: una caída de fronteras que hace que, al menos, la regulación sea pareja en todos los estados (sí, ya sé que la finalidad de la Unión era y es evitar para siempre la guerra, pero la guerra se evita así, y no mediante apelaciones retóricas a la “alianza de las civilizaciones”).
La esclerosis afecta a los mecanismos de reacción de los europeos hasta niveles preocupantes. Del mismo modo que no son capaces de darse cuenta de que, a veces, no es posible obtener la paz, simplemente, no agrediendo o no provocando (método ZP para combatir el terrorismo internacional) –porque se da la no soslayable circunstancia de que, a veces, podemos ser atacados sin mediar provocación- tampoco parecen caer en que no por repetir mil y una veces que el “modelo social” debe pervivir, éste aguantará una sola hora más.
Quizá sería más sensato aceptar algún sacrificio para poder salvar los muebles. Cuentan que, una vez, cuando le dijeron a Franco que los precios subían mucho –que la inflación era preocupante- el de Ferrol decretó: “pues que no suban”. Y se quedó tan ancho. El caso es que la anécdota se cuenta como ejemplo de lo que es no entender nada de política económica, pero habrá que reconvertirla con el fin de presentar a Franco como precursor del pensamiento europeo contemporáneo.
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