A VUELTAS CON LA EDUCACIÓN
He repetido en múltiples ocasiones que, en mi opinión, si en algo se ha mostrado nefasto el Partido Socialista en los años de la democracia ha sido en materia de educación y, en particular, con la malhadada Logse. Hay dos cosas que estoy, no obstante, dispuesto a conceder. Una, que el deterioro de la calidad del sistema educativo comenzó, desde cierto punto de vista, con la reforma de 1970 –nada que ver, desde luego, con la hecatombe posterior- y, por tanto, la Logse representa la caída en picado en un proceso con varios jalones. Y, dos, que la propuesta de Sansegundo contiene avances respecto a la Logse, pero estos avances son mucho menores que los que habría traído consigo la Ley de Calidad y, desde luego, no van a solucionar el problema, porque en absoluto atacan su núcleo. Estoy, también, por supuesto, dispuesto a conceder que hay en la izquierda mucha gente preocupada, de buena fe, por el problema educativo, lo cual demuestra que conservan algo de sentido común incluso en la era Zapatero –porque este es, sin lugar a dudas, el primer problema nacional.
Admitido por casi todos, por evidente, que la situación de la educación española es incluso más desastrosa que la de la media de los países desarrollados, la izquierda sostiene que, en realidad, la culpa es del PP, que durante 7 años negó los medios precisos, favoreció descaradamente los intereses de la Iglesia –titular de la mayoría de los centros concertados- y, con sus propuestas de reforma, intentó llevar el clasismo a los centros educativos. A fortiori, se dice que la tan traída y llevada insistencia en “la excelencia” es un lugar común de imposible definición, que a nada conduce. A mi entender, hay aquí multitud de errores.
En primer lugar, como han puesto de manifiesto muchos especialistas, no estamos ante un problema de medios. Medios hay más que nunca, en todos los centros: públicos, concertados y exclusivamente privados. Por supuesto, todo es mejorable –en general, todo bien gratuito tiene demanda infinita y, por definición, nunca la dotación de medios se considerará satisfactoria. Pero, en todo caso, la equipación de los centros docentes es infinitamente mejor de lo que era. Los habrá mejores, los habrá peores, pero no creo que sea posible defender que el fracaso escolar obedece a que no se pone dinero suficiente. No, al menos, en los niveles en que se produce.
En el tan traído y llevado asunto de la concertada –sinónimo, para la Izquierda, de centros de la Iglesia-, casi nadie parece hacerse, como es de esperar en ese campo, la pregunta más elemental: ¿por qué los padres españoles, creyentes o no, escogen esos centros para sus hijos? Se dice que porque no hay en ellos inmigrantes, pero se soslaya que eso era así también antes de que la inmigración fuese significativa en nuestro país. Por supuesto, al ingeniero social del ministerio, ni se le pasa por la cabeza que los padres, dejados a sus propias fuerzas, sean capaces de decidir que esa educación es mejor: porque la enseñanza es de más calidad, porque hay más disciplina en los centros y, por qué no, porque un ideario cristiano (con ideas tan inaceptables como que toda persona tiene una dignidad inalienable y demás) puede no ser una mala base para una vida posterior –muchos de los que en España somos hoy mayores de edad recibimos la educación primaria y secundaria en centros religiosos, y hoy somos católicos practicantes, no practicantes, agnósticos, ateos o profesamos cualquier otra religión; por otra parte, la proporción de abusados sexualmente es, creo, más moderada que lo que se deduciría de la filmografía de Almodóvar-. Es decir, que puede que no se trate de una conspiración de la derecha, sino que, quizá, los padres perciben en los centros públicos una absoluta falta de voluntad de competir (sé que esta palabra resulta por completo aberrante a ciertos oídos en relación con la educación, pero así es).
Por otra parte, el argumento, al pasar a la educación superior, choca con un problema. ¿Si la derecha favorece sistemáticamente la educación privada, por qué las universidades públicas no han padecido esa política desleal? Por la sencilla razón de que, con muy honrosas excepciones, muchos padres –incluso padres pudientes- perciben que las universidades privadas son coladeros para niños ricos incapaces de acceder al sistema público. Es decir, los padres –o ya los estudiantes mismos, en este caso- aplican el mismo patrón, pero con resultados diferentes. El mismo argumento vale para el conjunto de las universidades públicas mismas. ¿Por qué las familias se siguen imponiendo el esfuerzo de enviar a sus hijos a las universidades de toda la vida –las de las grandes capitales o las acrisoladas y vetustas universidades de Salamanca, Santiago...- en lugar de ir a las magníficas nuevas instalaciones que tienen al lado de casa? ¿Puede ser porque consideran que están llenas de nulidades académicas dando clase en espera de que la endogamia de los departamentos les permita volver a sus lugares de origen...?
Sobre la capacitación del profesorado en secundaria y primaria no caben dudas. Asimismo sin dudas, esa capacitación desaparecerá tan pronto como la marea llegue a la enseñanza superior del todo. Un bachiller semianalfabeto se convertirá, en su día, en un licenciado ágrafo, incapaz, lógicamente, de enseñar nada.
No creo que haya problemas de medios ni sesgos políticos significativos –mucho me temo que los padres, simplemente, se defienden de lo que se les impone-. El problema es profundamente ideológico y estriba, desde luego, en la renuncia total a la excelencia como motor del sistema.
¿Qué es la búsqueda de la excelencia? Ni más ni menos que el afán de continua superación, personal y, desde luego, académica. Es negarse a aceptar que la mediocridad está bien. Es, sí, aceptar que no todos somos iguales. Es no autoengañarse mediante “adaptaciones” que permitan confluir en un único título rendimientos académicos muy diferentes. Es aceptar que no todos los niveles de esfuerzo merecen la misma recompensa y que aquel que estudia y trabaja merece que se le reconozca.
De hecho, como bien decía el catedrático de derecho administrativo de la Universidad a Distancia Ramón Parada, en el marco educativo, la más genuinamente pública de las funciones es la emisión de títulos. Incluso más importante que el derecho a ser instruido –lo que no tiene, ni mucho menos, por qué traducirse en una red de centros públicos de enseñanza, menos aún con carácter monopólico, como se pretendió en su día- es el derecho a ser examinado. El derecho a que la Autoridad certifique erga omnes, la aptitud adquirida y, por tanto, a obtener patente para que la sociedad reconozca esa formación sin más trámite.
Mediante la glorificación de la mediocridad que la Izquierda promovió al prostituir y desnaturalizar el principio –ser examinado objetivamente no sólo no es un derecho, antes bien, es una traumatizante experiencia encaminada a dividir el mundo en clases- logró hacer el máximo daño posible a la igualdad de oportunidades. Igual que cuando niega la posibilidad de vías alternativas en función de las capacidades de las personas.
Como nadie es más que nadie, toda autoridad impuesta es ilegítima. De ahí llegamos –por aplicación de la ley, y no porque lo diga la derecha- a extremos tan aberrantes como que la expulsión del aula de un alumno sea prácticamente imposible o que el castigo a un vándalo de once años requiera, prácticamente, las garantías procesales de un reo de malversación de fondos. El profesor (¿se sigue llamando así o es una “unidad docente mínima”?) es prisionero de un sistema delirante en la que, además de tener que aplicar medios democráticos para enfrentarse, a veces, a turbas que lo único que saben de memoria es su tabla de derechos, es vigilado de cerca por todo tipo de comisarios –orientadores, pedagogos, asesores...- dedicados a hacer experimentos con él, que pueden concluir que carece de las adecuadas capacidades. No es de extrañar que haya tal nivel de incidencia de patologías hasta hace algunos años poco comunes entre los maestros. Lo último que necesitas cuando un animalito de diez años acaba de insultarte, imagino, es una pedagoga recordándote que “haces poco por potenciar los elementos actitudinales”. No es un chiste, es el pan nuestro de cada día de nuestros profesores en primaria y secundaria, y la anécdota que acabo de transcribir es real y no infrecuente.
Al hacer esto, al trasladar al sistema educativo una visión plana y extremadamente empobrecedora de la enseñanza, la Izquierda no hizo sino transponer el sistema de valores que aplica en todos los ámbitos. Esto es, si cabe, más grave cuando la sociedad va por derroteros muy dudosos. La escuela, la gran contramedida, la gran promotora de ciudadanía, se convierte en una colaboradora impagable del adocenamiento, la estupidez y la anulación de la capacidad crítica.
Entiendo que es legítimo preguntarse quién es, en realidad, clasista.
Eso sí, cuando los educandos vean un cartel que pide el voto “a todos y todas” les parecerá algo normal. Bien pensado, sí es posible que el sistema cumpla una función.
Admitido por casi todos, por evidente, que la situación de la educación española es incluso más desastrosa que la de la media de los países desarrollados, la izquierda sostiene que, en realidad, la culpa es del PP, que durante 7 años negó los medios precisos, favoreció descaradamente los intereses de la Iglesia –titular de la mayoría de los centros concertados- y, con sus propuestas de reforma, intentó llevar el clasismo a los centros educativos. A fortiori, se dice que la tan traída y llevada insistencia en “la excelencia” es un lugar común de imposible definición, que a nada conduce. A mi entender, hay aquí multitud de errores.
En primer lugar, como han puesto de manifiesto muchos especialistas, no estamos ante un problema de medios. Medios hay más que nunca, en todos los centros: públicos, concertados y exclusivamente privados. Por supuesto, todo es mejorable –en general, todo bien gratuito tiene demanda infinita y, por definición, nunca la dotación de medios se considerará satisfactoria. Pero, en todo caso, la equipación de los centros docentes es infinitamente mejor de lo que era. Los habrá mejores, los habrá peores, pero no creo que sea posible defender que el fracaso escolar obedece a que no se pone dinero suficiente. No, al menos, en los niveles en que se produce.
En el tan traído y llevado asunto de la concertada –sinónimo, para la Izquierda, de centros de la Iglesia-, casi nadie parece hacerse, como es de esperar en ese campo, la pregunta más elemental: ¿por qué los padres españoles, creyentes o no, escogen esos centros para sus hijos? Se dice que porque no hay en ellos inmigrantes, pero se soslaya que eso era así también antes de que la inmigración fuese significativa en nuestro país. Por supuesto, al ingeniero social del ministerio, ni se le pasa por la cabeza que los padres, dejados a sus propias fuerzas, sean capaces de decidir que esa educación es mejor: porque la enseñanza es de más calidad, porque hay más disciplina en los centros y, por qué no, porque un ideario cristiano (con ideas tan inaceptables como que toda persona tiene una dignidad inalienable y demás) puede no ser una mala base para una vida posterior –muchos de los que en España somos hoy mayores de edad recibimos la educación primaria y secundaria en centros religiosos, y hoy somos católicos practicantes, no practicantes, agnósticos, ateos o profesamos cualquier otra religión; por otra parte, la proporción de abusados sexualmente es, creo, más moderada que lo que se deduciría de la filmografía de Almodóvar-. Es decir, que puede que no se trate de una conspiración de la derecha, sino que, quizá, los padres perciben en los centros públicos una absoluta falta de voluntad de competir (sé que esta palabra resulta por completo aberrante a ciertos oídos en relación con la educación, pero así es).
Por otra parte, el argumento, al pasar a la educación superior, choca con un problema. ¿Si la derecha favorece sistemáticamente la educación privada, por qué las universidades públicas no han padecido esa política desleal? Por la sencilla razón de que, con muy honrosas excepciones, muchos padres –incluso padres pudientes- perciben que las universidades privadas son coladeros para niños ricos incapaces de acceder al sistema público. Es decir, los padres –o ya los estudiantes mismos, en este caso- aplican el mismo patrón, pero con resultados diferentes. El mismo argumento vale para el conjunto de las universidades públicas mismas. ¿Por qué las familias se siguen imponiendo el esfuerzo de enviar a sus hijos a las universidades de toda la vida –las de las grandes capitales o las acrisoladas y vetustas universidades de Salamanca, Santiago...- en lugar de ir a las magníficas nuevas instalaciones que tienen al lado de casa? ¿Puede ser porque consideran que están llenas de nulidades académicas dando clase en espera de que la endogamia de los departamentos les permita volver a sus lugares de origen...?
Sobre la capacitación del profesorado en secundaria y primaria no caben dudas. Asimismo sin dudas, esa capacitación desaparecerá tan pronto como la marea llegue a la enseñanza superior del todo. Un bachiller semianalfabeto se convertirá, en su día, en un licenciado ágrafo, incapaz, lógicamente, de enseñar nada.
No creo que haya problemas de medios ni sesgos políticos significativos –mucho me temo que los padres, simplemente, se defienden de lo que se les impone-. El problema es profundamente ideológico y estriba, desde luego, en la renuncia total a la excelencia como motor del sistema.
¿Qué es la búsqueda de la excelencia? Ni más ni menos que el afán de continua superación, personal y, desde luego, académica. Es negarse a aceptar que la mediocridad está bien. Es, sí, aceptar que no todos somos iguales. Es no autoengañarse mediante “adaptaciones” que permitan confluir en un único título rendimientos académicos muy diferentes. Es aceptar que no todos los niveles de esfuerzo merecen la misma recompensa y que aquel que estudia y trabaja merece que se le reconozca.
De hecho, como bien decía el catedrático de derecho administrativo de la Universidad a Distancia Ramón Parada, en el marco educativo, la más genuinamente pública de las funciones es la emisión de títulos. Incluso más importante que el derecho a ser instruido –lo que no tiene, ni mucho menos, por qué traducirse en una red de centros públicos de enseñanza, menos aún con carácter monopólico, como se pretendió en su día- es el derecho a ser examinado. El derecho a que la Autoridad certifique erga omnes, la aptitud adquirida y, por tanto, a obtener patente para que la sociedad reconozca esa formación sin más trámite.
Mediante la glorificación de la mediocridad que la Izquierda promovió al prostituir y desnaturalizar el principio –ser examinado objetivamente no sólo no es un derecho, antes bien, es una traumatizante experiencia encaminada a dividir el mundo en clases- logró hacer el máximo daño posible a la igualdad de oportunidades. Igual que cuando niega la posibilidad de vías alternativas en función de las capacidades de las personas.
Como nadie es más que nadie, toda autoridad impuesta es ilegítima. De ahí llegamos –por aplicación de la ley, y no porque lo diga la derecha- a extremos tan aberrantes como que la expulsión del aula de un alumno sea prácticamente imposible o que el castigo a un vándalo de once años requiera, prácticamente, las garantías procesales de un reo de malversación de fondos. El profesor (¿se sigue llamando así o es una “unidad docente mínima”?) es prisionero de un sistema delirante en la que, además de tener que aplicar medios democráticos para enfrentarse, a veces, a turbas que lo único que saben de memoria es su tabla de derechos, es vigilado de cerca por todo tipo de comisarios –orientadores, pedagogos, asesores...- dedicados a hacer experimentos con él, que pueden concluir que carece de las adecuadas capacidades. No es de extrañar que haya tal nivel de incidencia de patologías hasta hace algunos años poco comunes entre los maestros. Lo último que necesitas cuando un animalito de diez años acaba de insultarte, imagino, es una pedagoga recordándote que “haces poco por potenciar los elementos actitudinales”. No es un chiste, es el pan nuestro de cada día de nuestros profesores en primaria y secundaria, y la anécdota que acabo de transcribir es real y no infrecuente.
Al hacer esto, al trasladar al sistema educativo una visión plana y extremadamente empobrecedora de la enseñanza, la Izquierda no hizo sino transponer el sistema de valores que aplica en todos los ámbitos. Esto es, si cabe, más grave cuando la sociedad va por derroteros muy dudosos. La escuela, la gran contramedida, la gran promotora de ciudadanía, se convierte en una colaboradora impagable del adocenamiento, la estupidez y la anulación de la capacidad crítica.
Entiendo que es legítimo preguntarse quién es, en realidad, clasista.
Eso sí, cuando los educandos vean un cartel que pide el voto “a todos y todas” les parecerá algo normal. Bien pensado, sí es posible que el sistema cumpla una función.
4 Comments:
Sín duda, la educación es el primer problema nacional. Pero sigues insistiendo en leyendas urbanas. Concedes una relativa moratoria retroactiva hasta la reforma Villar Palasí. Un servidor pertenece a la última promoción inmediatamente anterior, la del Bachillerato Elemental, el Superior, Reválida y COU, es decir, la Arcadia perdida, según tu discurso. Aún conservo libros de texto que podemos comparar cuando quieras con los currículos vigentes hoy. También recuerdo la Enciclopedia Álvarez con su jovial cancionero fascista entonado a coro todas las tardes antes de la merienda, a algún compañero de 12 años con un diente arrancado de cuajo por la coz (por su bien, desde luego) de una "unidad mínima docente" asilvestrada de las de curso legal en la época, los reglazos en la palma de la mano o en las yemas de los dedos como correctivo sistemático de una respuesta errada al dar la lección, o a don Ildefonso Gutiérrez –cuya memoria y cuyo magisterio aprovecho para honrar aquí–, el mejor profesor de asignaturas humanísticas de mi colegio de dominicos, al que no se permitía impartir Filosofía en 1976 por sospechoso de grave radicalismo político (era un democristiano pastueño que había tenido la osadía de viajar un poco). ¿Es todo eso lo que habría que restaurar en aras de la infatigable persecución de la excelencia? Los países que presentan mejores resultados en el informe Pisa (Finlandia, Noruega, Francia, Alemania) no los han alcanzado precisamente por esas vías, sino sobre la base firme de una red pública bien dotada y de una inversión sostenida que en España no se ha dado. Ya sé que "todo bien gratuito tiene demanda infinita y, por definición, nunca la dotación de medios se considerará satisfactoria", pero en España lo que se ha producido es una regresión del gasto educativo. No es una cuestión de cantidades brutas, sino de prioridades en la distribución del gasto: son datos, no opiniones. Hasta los años ochenta, los colegios religiosos no recibían financiación pública. El aumento de la demanda como consecuencia de la evolución demográfica en los 60 y 70 y la mejora del poder adquisitivo de las clases medias en ese periodo llevó muchos alumnos a estos centros, puesto que la red pública era insuficiente para acogerlos. La calidad de la enseñanza fue siempre notablemente mejor en España en los centros públicos, especialmente en la enseñanza media. Así era aún hace veinte años, cuando para los colegios religiosos la competencia se volvió insostenible sin financiación pública, de ahí la batalla planteada en aquellos tiempos por la CONCAPA de Carmen de Alvear, que acabó con el gobierno socialista de la época de rodillas. Desde entonces, ha habido cada vez menos dinero, más repartido y de manera manifiestamente discriminatoria (insisto en el fraude escandaloso de los criterios de admisión), y los padres, evidentemente, no son idiotas y llevan a sus hijos donde pueden, pero el desnivel de los centros no es fruto en absoluto de una dinámica inocente: no rigen las mismas normas para todos. La Logse no elimina los exámenes, ni desactiva la autoridad de los profesores, ni imposibilita actuar disciplinariamente contra los gamberros. Tampoco pretende que todos los alumnos tengan la misma titulación independientemente de sus capacidades, sólo que todos compartan unos mínimos decentes hasta los 16 años, ¿o es que la "promoción de ciudadanía" debe reservarse a quienes se encaminen a la formación universitaria? A capacidades desiguales (o a lastres sociales y de adaptación peculiares) corresponden estrategias pedagógicas diversas, y la posibilidad de implementarlas es una cuestión de recursos proporcionales a los desafíos planteados. El degradado sistema actual perpetúa las diferencias de origen en lugar de contribuir a superarlas.
No me extiendo sobre el caso de las universidades privadas, que conozco también de primera mano y sobre las que tu diagnóstico es, en general, certero (no así sobre las públicas de reciente creación, muchas de ellas pujantes), lo que no ha obstado para que los gobiernos del PP las hayan tratado con exquisita deferencia.
Sí, la educación debería ser la prioridad nacional preferente y para ello sería recomendable un debate más sereno y más despojado de apriorismos del que la escena política española ofrece hoy. Pero eso es harina de otro costal.
By Anónimo, at 9:17 p. m.
Queridos: siento tener que rebajar el elevado tono del debate, pero la situación es la siguiente: tengo hijos y la oferta educativa es una mierda. La gratuita, la privada, y la mediopensionista. Me parece muy bien la igualdad de oportunidades, la integración y el progreso, pero tengo al lado de casa un colegio público por cuyas puertas da miedo pasar. Descartado. Un poco más allá hay uno concertado que da un poco menos de miedo -al menos los chicos, a pesar de estar en la puerta fumandose unos canutos que ni Marley con total relajo, tienen menos pendientes en la nariz- pero al que no puedo acceder, salvo acciones ilegales de elevado riesgo fiscal, por ser -supuestamente- excesivamente rico. El caso es que aún pudiendo entrar, no sé si me convencería el someterme a la extorsión calladamente consentida de la aportación a la fundación correspondiente. Descartado, no hay otra. En ambos casos, después de contribuir -no me queda otra- con más de un tercio de mi sueldo al bien común -que no al mío- no tengo ninguna posibilidad de que mis hijos reciban una educación mínimamente decente. Y no es que me importe pagarle la educación (como la sanidad y tantas otras cosas) a media España y a gran parte del extranjero, pero no me parece bien a mi se me expulse del sistema. Y una vez expulsado, en la red privada, amigo mío, o tienes un enchufe de alto voltaje o tampoco entras. Porque los colegios un poco decentes están a tope. Porque no eres el único en la situación que he descrito: todo padre blanco de clase media que quiere para sus hijos lo mismo o algo un poco mejor que lo que él tuvo está igual: no lo hay. Bien. La situación es esa. No son leyendas urbanas. Lamentablemente.
By Anónimo, at 9:51 a. m.
No es a lo que cuenta Alva a lo que yo me refería como "leyendas urbanas". El suyo es un relato bastante sintomático. Se siente expulsada del sistema, y con razón. Ese es el problema y no la presunta perversión ideológica de la Logse. Hay que hablar de dinero y de cómo se distribuye el gasto. El compromiso de la ministra de presentar al parlamento un calendario de financiación de la nueva ley si llega a término es la mejor noticia (casi la única verdaderamente relevante) de su anuncio. Recordemos que la Ley de Calidad evitó cuidadosa y sospechosamente cualquier atisbo de compromiso financiero.
By Anónimo, at 11:06 a. m.
Sólo unas lineas para matizar que, en efecto, me refería en parte a los dineros que se destinan a la educación. Pero sobre todo me refería a disciplina, calidad educativa, formación, valores, seriedad, implicación del profesorado, exigencia y tantas otras cosas de las que todos nos hemos olvidado. Y es que creo que conseguir eso es posible sin llegar a la sangre, sino simplemente poniéndonos serios. Porque la explulsión es doble: el sistema público no me deja participar -por cerdo burgués-, pero lo verdaderamente triste es que yo mismo no quiero para mis hijos lo que me ofrece.
By Anónimo, at 12:59 p. m.
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