EL ÚLTIMO GRAN LÍDER
Con Karol Wojtyla se va el último de los gigantes. Nos deja solos, rodeados de la mediocridad más absoluta, en un mundo en el que el concepto de “liderazgo” se ha devaluado hasta extremos tales que José Luis Rodríguez Zapatero (que no ha dejado pasar, tampoco, este trance, para subrayar de nuevo ante el mundo su profunda insignificancia y su insuperable falta de capacidad para comportarse siquiera como la sombra de un político de raza) puede ser el líder de una de las naciones más antiguas.
Algunos descansarán, ahora que su insultante imagen se ha quitado de en medio. Ya no asomará más a la ventana su patética ruina. Será sustituido por un hombre capaz de estar de pie y de bendecir con mano firme, de lanzar al mundo sus mensajes con voz profunda. Cabe preguntarse si con más autoridad. Ya no habrá, por el momento, más recordatorios de que, a veces, el deber nos obliga más allá de nuestras propias fuerzas, porque tenemos un compromiso que nos trasciende como personas. Ciertamente, no todos hemos de llegar tan lejos, pero es que no todos nos tenemos que enajenar a nosotros mismos en la Cátedra de San Pedro.
Los líderes actuales, especialmente los políticos, han desnaturalizado las cosas hasta tal punto que decir que el poder abruma es, de puro hipócrita, hasta cursi. Pero así es. Abruma, y abruma mucho cuando se ejerce con responsabilidad y con ánimo de servicio.
Es algo que esta sociedad no puede comprender. No puede porque de sus esquemas morales hace tiempo que está ausente la noción de responsabilidad. El diario El País afirmaba, por ejemplo, cínicamente y en un editorial, que Terri Schiavo había muerto hacía quince años. No. No es cierto. Sé que es más cómodo decirlo así, y no digo que sea fácil pechar con semejante carga, pero la verdad es que Terri Schiavo sólo murió hace unos días... de inanición. Mucha gente quería que el Papa renunciara... ¿por el bien de la Iglesia? No. Por feo. Y porque esa aceptación del sufrimiento resulta muy poco llevadera para los demás. El contraste es demoledor.
El pensamiento autodenominado progresista suele llegar al paroxismo de lo vacuo, prescindible y frívolo cuando del hecho religioso se trata, en general, cuando se trata de la Iglesia Católica, en particular, y no digamos cuando se ha tratado de Juan Pablo II. No acierto a entender por qué gente que, en otro orden de cosas, se muestra inteligente, da un rato libre al cerebro tan pronto como entrevé una sotana a lo lejos pero, en fin, así es.
Confieso, no sin cierta vergüenza, que no me he acercado al pensamiento del Papa hasta muy tarde. Y confieso también que lo he hecho, siempre menos de lo que quisiera, en parte ante la evidencia de que mucha gente ajena al mundo cristiano lo hacía, por considerarle un referente moral de primer orden – no hace mucho, el mismo Hugo Thomas, anglicano él, nos invitaba a tomar en cuenta a Wojtyla. No todo es dogmática en ese pensamiento. Hay mucha provocación –en el mejor sentido de la palabra- a cualquier conciencia bienintencionada, con unas mínimas ganas de comprender.
Juan Pablo II, como casi todos sus predecesores, era católico. Esto puede parecer una obviedad, pero resulta oportuno recordarlo, porque me da la sensación de que muchos, no ya los que no presumimos de ser buenos católicos, sino muchos de los que sí presumen –algunos eminentes teólogos incluidos-, lo soslayan. Juan Pablo II ha representado una verdadera revolución, conservadora, quizá, pero revolución en definitiva, porque a veces llevar las cosas a su ser requiere un golpe de timón de gran calado.
Siempre me gustó su numantina resistencia ante los llamamientos a la “modernización”. Normalmente, esa querencia por la modernización suele encubrir una no aceptación de las cosas como son. Acordémonos de los que quieren modernizar tanto España que, si por ellos fuera, quedaría irreconocible. A lo mejor es que muchos no quieren enfrentarse con lo que puede significar ser cristiano –inciso: siento una profunda admiración por quien, en un mundo como el actual, es capaz de vivir conforme al Evangelio; y nunca he entendido porque mientras otras formas de vida, a cual mas estúpida, merecen ser ensalzadas, ésta sólo se denigra-. Casi todos esos llamamientos a la “puesta al día” tienen, creo, mucho de solicitud de un salvoconducto, de una píldora tranquilizadora de conciencias. Creo que, a la vista de cómo está el mundo, se puede decir del cristianismo que es cualquier cosa, menos una moral para débiles. No se me ocurre casi ninguna forma de vivir más a contracorriente. ¡Paradójico mundo, este, y sus conceptos de “revolución” y “progreso”!
Pero, en fin, lo anterior es cosa de quienes viven o pretenden vivir conforme a las enseñanzas de la Iglesia Romana. Todos los demás podemos, sin embargo, apreciar la enorme dimensión del Papa ido como figura pública –me sorprende que haya quien, como por ejemplo Luis Mateo Díez, se niegue a opinar “por ser agnóstico”. No sé si Karol Wojtyla ocupa ya su lugar entre los santos, pero le espera un puesto destacado en la historia. El puesto de los hombres fuertes y atentos a sus convicciones. Capaces de denunciar. Este hombre “venido de un país lejano” –como el mismo se definió, porque cuando él llegó, la cercana Polonia era otro mundo- recordaba, a veces, al Churchill de las mejores horas.
Los períodos de Sede vacante son siempre períodos de inquietud. Es como si el mundo quedara huérfano por unos días. Cuando la Cátedra de Pedro está vacía, Occidente carece de ápice. El derecho canónico regula con minuciosa precisión estos interregnos, y todos sabemos que será cosa de un mes, más o menos, pero la sensación de vacío es, si cabe, más grande cuando el pontificado ha sido tan largo y tan magno. El Espíritu Santo tendrá que echar una mano extraordinaria, esta vez, porque no se trata de una elección cualquiera. Es cierto que la Iglesia, en su bimilenaria historia, se ha visto muchas veces en el trance de tener que sustituir a un Papa carismático, empezando por el más carismático de todos, pero lo cierto es que ni el propio San Pedro –perdóneseme la irreverencia- alcanzó la tremenda dimensión mediática de Karol Wojtyla. El sacro colegio presenta un número increíblemente alto de hombres que son la pesadilla de un pedagogo progresista, por lo sobresalientes (incluidos prodigios naturales como el cardenal Madariaga, por ejemplo) –políglotas, con un espectacular bagaje científico, jurídico, teológico y filosófico (pardójicamente, insuficiente para que algún cantautor se digne concederles el beneficio de la duda), con larga experiencia pastoral...-, sin duda la mejor nómina de candidatos que es humanamente posible ofrecer. Y, sin embargo, claro está que no es suficiente.
El sucesor, cuando el cardenal protodiácono proclame su nombre en el balcón de la Basílica de San Pedro –actualizando así un ritual que entraña, más que ningún otro, la permanencia de Occidente como unidad esencialmente cultural, uno de cuyos pilares básicos es la Iglesia Latina (lo siento Monsieur Giscard, pero no tiene usted la patente...)- además de la carga habitual del caso, llevará tras de sí, sin duda, la alargada sombra de Juan Pablo II. Y es que la sola aceptación del cargo es ya una muestra de carácter.
Dios tenga en su Gloria a Karol Wojtyla, ... y sea generoso con su sucesor.
Algunos descansarán, ahora que su insultante imagen se ha quitado de en medio. Ya no asomará más a la ventana su patética ruina. Será sustituido por un hombre capaz de estar de pie y de bendecir con mano firme, de lanzar al mundo sus mensajes con voz profunda. Cabe preguntarse si con más autoridad. Ya no habrá, por el momento, más recordatorios de que, a veces, el deber nos obliga más allá de nuestras propias fuerzas, porque tenemos un compromiso que nos trasciende como personas. Ciertamente, no todos hemos de llegar tan lejos, pero es que no todos nos tenemos que enajenar a nosotros mismos en la Cátedra de San Pedro.
Los líderes actuales, especialmente los políticos, han desnaturalizado las cosas hasta tal punto que decir que el poder abruma es, de puro hipócrita, hasta cursi. Pero así es. Abruma, y abruma mucho cuando se ejerce con responsabilidad y con ánimo de servicio.
Es algo que esta sociedad no puede comprender. No puede porque de sus esquemas morales hace tiempo que está ausente la noción de responsabilidad. El diario El País afirmaba, por ejemplo, cínicamente y en un editorial, que Terri Schiavo había muerto hacía quince años. No. No es cierto. Sé que es más cómodo decirlo así, y no digo que sea fácil pechar con semejante carga, pero la verdad es que Terri Schiavo sólo murió hace unos días... de inanición. Mucha gente quería que el Papa renunciara... ¿por el bien de la Iglesia? No. Por feo. Y porque esa aceptación del sufrimiento resulta muy poco llevadera para los demás. El contraste es demoledor.
El pensamiento autodenominado progresista suele llegar al paroxismo de lo vacuo, prescindible y frívolo cuando del hecho religioso se trata, en general, cuando se trata de la Iglesia Católica, en particular, y no digamos cuando se ha tratado de Juan Pablo II. No acierto a entender por qué gente que, en otro orden de cosas, se muestra inteligente, da un rato libre al cerebro tan pronto como entrevé una sotana a lo lejos pero, en fin, así es.
Confieso, no sin cierta vergüenza, que no me he acercado al pensamiento del Papa hasta muy tarde. Y confieso también que lo he hecho, siempre menos de lo que quisiera, en parte ante la evidencia de que mucha gente ajena al mundo cristiano lo hacía, por considerarle un referente moral de primer orden – no hace mucho, el mismo Hugo Thomas, anglicano él, nos invitaba a tomar en cuenta a Wojtyla. No todo es dogmática en ese pensamiento. Hay mucha provocación –en el mejor sentido de la palabra- a cualquier conciencia bienintencionada, con unas mínimas ganas de comprender.
Juan Pablo II, como casi todos sus predecesores, era católico. Esto puede parecer una obviedad, pero resulta oportuno recordarlo, porque me da la sensación de que muchos, no ya los que no presumimos de ser buenos católicos, sino muchos de los que sí presumen –algunos eminentes teólogos incluidos-, lo soslayan. Juan Pablo II ha representado una verdadera revolución, conservadora, quizá, pero revolución en definitiva, porque a veces llevar las cosas a su ser requiere un golpe de timón de gran calado.
Siempre me gustó su numantina resistencia ante los llamamientos a la “modernización”. Normalmente, esa querencia por la modernización suele encubrir una no aceptación de las cosas como son. Acordémonos de los que quieren modernizar tanto España que, si por ellos fuera, quedaría irreconocible. A lo mejor es que muchos no quieren enfrentarse con lo que puede significar ser cristiano –inciso: siento una profunda admiración por quien, en un mundo como el actual, es capaz de vivir conforme al Evangelio; y nunca he entendido porque mientras otras formas de vida, a cual mas estúpida, merecen ser ensalzadas, ésta sólo se denigra-. Casi todos esos llamamientos a la “puesta al día” tienen, creo, mucho de solicitud de un salvoconducto, de una píldora tranquilizadora de conciencias. Creo que, a la vista de cómo está el mundo, se puede decir del cristianismo que es cualquier cosa, menos una moral para débiles. No se me ocurre casi ninguna forma de vivir más a contracorriente. ¡Paradójico mundo, este, y sus conceptos de “revolución” y “progreso”!
Pero, en fin, lo anterior es cosa de quienes viven o pretenden vivir conforme a las enseñanzas de la Iglesia Romana. Todos los demás podemos, sin embargo, apreciar la enorme dimensión del Papa ido como figura pública –me sorprende que haya quien, como por ejemplo Luis Mateo Díez, se niegue a opinar “por ser agnóstico”. No sé si Karol Wojtyla ocupa ya su lugar entre los santos, pero le espera un puesto destacado en la historia. El puesto de los hombres fuertes y atentos a sus convicciones. Capaces de denunciar. Este hombre “venido de un país lejano” –como el mismo se definió, porque cuando él llegó, la cercana Polonia era otro mundo- recordaba, a veces, al Churchill de las mejores horas.
Los períodos de Sede vacante son siempre períodos de inquietud. Es como si el mundo quedara huérfano por unos días. Cuando la Cátedra de Pedro está vacía, Occidente carece de ápice. El derecho canónico regula con minuciosa precisión estos interregnos, y todos sabemos que será cosa de un mes, más o menos, pero la sensación de vacío es, si cabe, más grande cuando el pontificado ha sido tan largo y tan magno. El Espíritu Santo tendrá que echar una mano extraordinaria, esta vez, porque no se trata de una elección cualquiera. Es cierto que la Iglesia, en su bimilenaria historia, se ha visto muchas veces en el trance de tener que sustituir a un Papa carismático, empezando por el más carismático de todos, pero lo cierto es que ni el propio San Pedro –perdóneseme la irreverencia- alcanzó la tremenda dimensión mediática de Karol Wojtyla. El sacro colegio presenta un número increíblemente alto de hombres que son la pesadilla de un pedagogo progresista, por lo sobresalientes (incluidos prodigios naturales como el cardenal Madariaga, por ejemplo) –políglotas, con un espectacular bagaje científico, jurídico, teológico y filosófico (pardójicamente, insuficiente para que algún cantautor se digne concederles el beneficio de la duda), con larga experiencia pastoral...-, sin duda la mejor nómina de candidatos que es humanamente posible ofrecer. Y, sin embargo, claro está que no es suficiente.
El sucesor, cuando el cardenal protodiácono proclame su nombre en el balcón de la Basílica de San Pedro –actualizando así un ritual que entraña, más que ningún otro, la permanencia de Occidente como unidad esencialmente cultural, uno de cuyos pilares básicos es la Iglesia Latina (lo siento Monsieur Giscard, pero no tiene usted la patente...)- además de la carga habitual del caso, llevará tras de sí, sin duda, la alargada sombra de Juan Pablo II. Y es que la sola aceptación del cargo es ya una muestra de carácter.
Dios tenga en su Gloria a Karol Wojtyla, ... y sea generoso con su sucesor.
2 Comments:
Buen artículo: sincero.
By Luis I. Gómez, at 11:35 a. m.
No creo que sea para tanto. Confieso que no me he acercado demasiado al pensamiento del Papa. Y no lo he hecho porque me resulta antipático. Hasta donde lo conozco, estoy de acuerdo con Fer en el mérito de su esfuerzo y la solidez pétrea de sus convicciones. No creo que su mensaje haya sido especialmente revolucionario, como cree todo el mundo: su mensaje ha sido consistente con la posición secular de la Iglesia, y simplemente la coyuntura de los tiempos ha jugado a su favor. No ha sido el Papa que ha acabado con el comunismo; ha sido el Papa que estaba ahí cuando el comunismo implotó por si solo.
Además, su mensaje sobre la concepción ha sido, a mi juicio, mezquino. Según me parece, la Iglesia sólo admite el empleo del aparato del regocijo con fines estrictamente reproductores, luego si tenemos la voluntad de usarlo sin tal fin estaremos obrando mal. No veo diferencia en ese caso entre los métodos anticonceptivos, supuestamente naturales -¿qué tienen los otros de artificiales?- que la Iglesia admite y el condón, que como sabemos, es de uso prohibido y castigado con las penas del infierno. Negarle a medio mundo la posibilidad de no efermermar de muerte y simultáneamente tener la conciencia tranquila, por una cuestión de forma, me parece de tan poca talla que me reucuerda a Zapatero.
By Anónimo, at 9:14 a. m.
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