EN MEMORIA DE LODARES
La actualidad da muchos temas de los que hablar en esta bitácora, pero no quiero dejar pasar la ocasión de tributar un homenaje a Juan Ramón Lodares, trágicamente desaparecido esta semana, en la cúspide de su creatividad y en plena juventud, en un accidente de tráfico.
Discípulo predilecto del gran Gregorio Salvador –uno de nuestros mejores lingüistas y vicedirector de la Academia-, Lodares era un brillante profesor de lengua española de la Universidad Autónoma. Naturalmente, lego como soy en su materia, su trabajo científico me es desconocido por inasequible, pero sí estoy familiarizado con su labor divulgativa, que creo de enorme interés.
Lodares dedicó varios de sus libros, en un lenguaje llano y exento por completo de tecnicismos pero sin merma alguna del rigor científico, a desmontar multitud de ideas preconcebidas sobre el español, su pasado, su presente y su futuro.
La lengua, como la bandera, como muchos otros símbolos, fue víctima inocente de la más descarada de las manipulaciones durante la Dictadura y es, hoy, víctima de una contramanipulación igualmente descarada por poderes que se dicen democráticos. Lodares nos ayudó a ver lo absurdo, por absolutamente irreal, de frases como que “siempre fue la lengua compañera del Imperio” –al menos si de nuestro Imperio se habla, que nunca, nunca fue una unidad lingüística completa-.
También contribuyó a aclarar cuánto debe el euskera a fuerzas reaccionarias, que potenciaron su conocimiento con el indisimulado objetivo de lograr aislar a la población vasca de ese indeseable virus liberal, urbano y que se expresaba en español (dicho sea de paso, a la vista está el notable éxito, ya que la robusta raza euskalduna está libre totalmente de ese virus, qué duda cabe). O cuál ha sido la relación de los catalanes con el español, mucho menos forzada de lo que se cree, porque la gente es inteligente y los catalanes lo son mucho –el hecho de que algunos de ellos se empeñen en demostrar lo contrario no obsta a lo anterior, es sólo que encuentran micrófonos con más facilidad que el común de los mortales- y sabe muy bien qué idioma ha de hablar en según qué contextos.
Nos mostró Lodares que una política lingüística como la atribuida durante muchos años al estado español en sus sucesivas formas estaba a una distancia estratosférica de sus medios reales. Carlos III no tenía los medios de los que hoy disponen gobiernos como el vasco, pongamos por caso, y tampoco se le pasaba por la cabeza que lo de enseñar español a todo el mundo entrara dentro de sus competencias.
Sin apasionamiento alguno, Lodares ilustró la evidente conclusión de que, siendo el español el activo cultural más importante que tiene España, con mucha diferencia –además de la herramienta de comunicación que tenemos más a mano- la política que se practica en España, sea por los órganos centrales del Estado, sea por las Comunidades Autónomas, es un esperpento. Un absurdo de enormes proporciones. Apuntaba Lodares en su último libro que, no obstante la evidente pujanza de nuestra lengua, su validez como gran idioma internacional depende en buena medida de lo que ocurra con ella en el país que, aún, le sirve de referente –lamentablemente, la comunidad iberoamericana no es una potencia económica, todavía. Poco va a importar que el español esté respaldado por una muy importante potencia demográfica si no sirve para ir de Murcia a la Coruña.
Lodares cumplió, a mi juicio, con la labor exigible del intelectual contemporáneo –del intelectual en todo tiempo, cabe decir-: denunciar, con las armas de la razón y el buen juicio, la mentira y el absurdo allá donde se encuentren. Era, en este sentido, un espejo en el que mirarse y, desde luego, un soplo de aire fresco entre tanto pseudocientífico, tanto cobista, tanto acomodaticio y tanto lameculos.
Bueno, ahora podrá comprobar Juan Ramón si es cierto lo que dicen los ingleses, que hay que rezar en su lengua porque es la única que entienden en el Cielo. Ahí va alguien que, si rezaba, seguro que lo hacía en español... con los acentos en su sitio.
Discípulo predilecto del gran Gregorio Salvador –uno de nuestros mejores lingüistas y vicedirector de la Academia-, Lodares era un brillante profesor de lengua española de la Universidad Autónoma. Naturalmente, lego como soy en su materia, su trabajo científico me es desconocido por inasequible, pero sí estoy familiarizado con su labor divulgativa, que creo de enorme interés.
Lodares dedicó varios de sus libros, en un lenguaje llano y exento por completo de tecnicismos pero sin merma alguna del rigor científico, a desmontar multitud de ideas preconcebidas sobre el español, su pasado, su presente y su futuro.
La lengua, como la bandera, como muchos otros símbolos, fue víctima inocente de la más descarada de las manipulaciones durante la Dictadura y es, hoy, víctima de una contramanipulación igualmente descarada por poderes que se dicen democráticos. Lodares nos ayudó a ver lo absurdo, por absolutamente irreal, de frases como que “siempre fue la lengua compañera del Imperio” –al menos si de nuestro Imperio se habla, que nunca, nunca fue una unidad lingüística completa-.
También contribuyó a aclarar cuánto debe el euskera a fuerzas reaccionarias, que potenciaron su conocimiento con el indisimulado objetivo de lograr aislar a la población vasca de ese indeseable virus liberal, urbano y que se expresaba en español (dicho sea de paso, a la vista está el notable éxito, ya que la robusta raza euskalduna está libre totalmente de ese virus, qué duda cabe). O cuál ha sido la relación de los catalanes con el español, mucho menos forzada de lo que se cree, porque la gente es inteligente y los catalanes lo son mucho –el hecho de que algunos de ellos se empeñen en demostrar lo contrario no obsta a lo anterior, es sólo que encuentran micrófonos con más facilidad que el común de los mortales- y sabe muy bien qué idioma ha de hablar en según qué contextos.
Nos mostró Lodares que una política lingüística como la atribuida durante muchos años al estado español en sus sucesivas formas estaba a una distancia estratosférica de sus medios reales. Carlos III no tenía los medios de los que hoy disponen gobiernos como el vasco, pongamos por caso, y tampoco se le pasaba por la cabeza que lo de enseñar español a todo el mundo entrara dentro de sus competencias.
Sin apasionamiento alguno, Lodares ilustró la evidente conclusión de que, siendo el español el activo cultural más importante que tiene España, con mucha diferencia –además de la herramienta de comunicación que tenemos más a mano- la política que se practica en España, sea por los órganos centrales del Estado, sea por las Comunidades Autónomas, es un esperpento. Un absurdo de enormes proporciones. Apuntaba Lodares en su último libro que, no obstante la evidente pujanza de nuestra lengua, su validez como gran idioma internacional depende en buena medida de lo que ocurra con ella en el país que, aún, le sirve de referente –lamentablemente, la comunidad iberoamericana no es una potencia económica, todavía. Poco va a importar que el español esté respaldado por una muy importante potencia demográfica si no sirve para ir de Murcia a la Coruña.
Lodares cumplió, a mi juicio, con la labor exigible del intelectual contemporáneo –del intelectual en todo tiempo, cabe decir-: denunciar, con las armas de la razón y el buen juicio, la mentira y el absurdo allá donde se encuentren. Era, en este sentido, un espejo en el que mirarse y, desde luego, un soplo de aire fresco entre tanto pseudocientífico, tanto cobista, tanto acomodaticio y tanto lameculos.
Bueno, ahora podrá comprobar Juan Ramón si es cierto lo que dicen los ingleses, que hay que rezar en su lengua porque es la única que entienden en el Cielo. Ahí va alguien que, si rezaba, seguro que lo hacía en español... con los acentos en su sitio.
2 Comments:
Esta vez estamos de acuerdo. Lodares desmontaba mitos y supersticiones con las armas de la razón, no hacía soflamas. Su pérdida resulta especialmente catastrófica, porque los debates sobre los que acostumbraba a arrojar luz están minados de superchería sembrada por nuestros estomagantes nacionalistas periféricos, pero no sólo por ellos. Me gustaría destacar aquí la sobriedad del discurso de Juan Ramón Lodares, esa circunspección de quien tasa los adjetivos y ahorra trampas retóricas porque confía en la claridad y la arquitectura legítima de aquello que dice, sin subrayados sinfónicos. La carta que publicaba hace pocos días en El País en réplica a un artículo mistificador sobre sus posiciones de Albert Branchadell era todo un ejemplo: ni una imputación, ni un puntazo gratuito, ni una concesión a ese gusto tan nuestro por el pellizco de monja. Qué necesitado está el panorama intelectual español –del político ni hablamos– de esa elegancia ilustrada.
By Anónimo, at 11:33 a. m.
Celebro que en esto convengamos. Hemos sufrido, sin duda, una gran pérdida.
Estoy contigo en que deberían bastar las solas armas del razonamiento para concluir sobre ciertos problemas, al menos los susceptibles de contraste con arreglo a un patrón de verdad/mentira.
Pero la realidad muestra todos los días que esfuerzos como los de Lodares, las más veces, son baldíos en nuestro país. Lamentablemente.
By FMH, at 1:02 p. m.
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