LECCIONES DESDE EL REINO UNIDO
El ministro para la igualdad racial del Reino Unido –por cierto, debo recordar que el ministro, además de laborista, es negro, detalles que tienen su importancia- ha propuesto que ciertos jóvenes negros, sólo chicos, básicamente segundas generaciones de emigración y, sobre todo, caribeños, sean educados aparte del resto. Al parecer, su nivel de fracaso escolar es muy superior a la media británica.
El principal mérito de la propuesta es, precisamente, eso, ser una propuesta. Audaz, discutible, quizá errónea, pero una propuesta. Parece ser que los comentarios contrarios van por la línea de que no hay que limitar esa segregación a los chicos negros, sino que debería extenderse a todos los alumnos con dificultades. En otras palabras, que es hora de mandar la idiotez de la comprehensive school, antes intocable, al cubo de la basura donde deben estar los grandes errores y fracasos. Porque los errores hay que enmendarlos y no sostenerlos.
Decía que me parece meritorio que, ante un problema muy real, alguien haga una propuesta de solución porque, al menos en España, no es la regla. Tiempo hubiera faltado, aquí, para ahogar al ministro –sin faltarle al respeto, eso sí, porque es negro- en la sarta habitual de imbecilidades, naderías y bobadas políticamente correctas... que aseguran que el problema vaya creciendo bien a gusto. Maticé antes la obviedad de que el ministro era laborista porque, insisto, es relevante. La izquierda considera que la educación es, por tradición, su patrimonio (ellos sí que saben de esto), así pues, otra de las grandes virtudes de la osadía del ministro es que, al venir de la propia izquierda, no puede ser descalificada a priori.
El problema no es otro que el de que los jóvenes de origen caribeño, además de tener todas las dificultades que, normalmente, han de arrostrar quienes, por lo común, no disfrutan de una posición social acomodada, vienen de familias altamente desestructuradas, en buena medida por motivos históricos. Parece ser que, de los hogares en que se crían, sólo un porcentaje bajo cuenta con una figura de padre. O sea, que estos hogares, desde el punto de vista progre, son fetenes, porque, en su inmensa mayoría, se trata de madres solteras (o abandonadas). El ministro no piensa lo mismo y, de hecho, cree que es muy importante que les den clase profesores, varones, de su misma raza, para que tengan un modelo masculino en que mirarse que no sea un cantante de rap. Imagino que la militancia progre se habrá abierto ya las venas pero, insisto, me limito a transcribir las propuestas del ministro británico que, insisto también, han sido criticadas en su país, básicamente por parciales.
Y es que, claro, no es lo mismo un hogar monoparental en el que la madre es catedrática de latín, blanca y con mucho dinero que otro en un arrabal de Londres, en el que tu padre ni está ni se le espera y el entorno digamos que no es idílico. Es el problema de los modelos educativos que conciben quienes sólo han conocido los patios del colegio del Pilar y las universidades privadas, rasgo común a muchos de nuestros progres.
No sé si el ministro acierta en sus propuestas. Sí sé que acierta en el diagnóstico, aunque ello implique poner en solfa gran parte de los tabúes de la corrección política. Es innegable que hay jóvenes que tienen problemas especiales y es muy hipócrita pretender que el sistema educativo no tiene por qué darles una solución especial. Como apunta Jean François Revel, el dogmatismo progre impidió que segundas generaciones de inmigrantes en Francia recibieran una formación apropiada en lengua francesa, “para no perjudicar su identidad cultural”. El resultado es un montón de chicos –menos, de chicas- analfabetos en francés y, por supuesto, en árabe (sus padres no suelen ser capaces de enseñarlo, porque no disfrutaron de una educación en sus países de origen), agitados por una justísima indignación frente a un estado que les niega la herramienta básica de la integración, que es una educación digna de tal nombre. Los que tanto gustan de buscar las “causas” de ciertas cosas como el auge del islamismo en los barrios periféricos de París o Marsella, por ejemplo, deberían empezar por pensar que ello es así, en parte, porque el estado abdica de muchas de sus obligaciones –a riesgo de concluir que la culpa puede no ser sólo de Bush-.
Volvemos a lo de siempre: lo del Reino Unido exige una cierta dosis de honestidad intelectual. Exige admitir, siquiera tácitamente, que durante más de treinta años se han venido pensando y poniendo en práctica –siempre a costa de los que no tienen otra alternativa que la escuela pública- estupideces inconmensurables. Exige admitir que, quizá, sólo quizá, la familia tradicional comporta ciertas ventajas que, seguro, no son imposibles de conseguir en otros modelos, pero sí es más difícil. Exige admitir que los chicos necesitan modelos masculinos dignos de emulación -porque sí, sí, los niños y los adolescentes siguen comportándose como toda la vida: imitan lo que ven-, que les enseñen que son dueños de sus vidas y que tener un determinado color o pertenecer a un estrato social determinado no tiene por qué abocarles a nada, necesariamente (también pueden enseñarles que deben respetar a sus madres, y a sus hermanas, por cierto...). Exige admitir que el profesor no es un simple funcionario a las órdenes del comisario político de turno (encarnado en la legión de tipos que, sin ser docentes ni discentes, pululan por nuestros centros), sino alguien que establece –o está en disposición de establecer, si su autoridad es respetada- con los alumnos una de las relaciones más intensas, sublimes, fructíferas e importantes que pueden concebirse entre dos seres humanos: la relación maestro-discípulo (me viene a la cabeza el ensayo de Steiner sobre el particular o, ¿por qué no?, el gran Fernando Fernán-Gómez en la bellísima “la lengua de las mariposas”).
Exige, en definitiva, estar dispuestos a admitir que, a lo mejor, nos hemos equivocado. Y esas cosas sólo las tiene que hacer la Iglesia Católica, ¿verdad?
El principal mérito de la propuesta es, precisamente, eso, ser una propuesta. Audaz, discutible, quizá errónea, pero una propuesta. Parece ser que los comentarios contrarios van por la línea de que no hay que limitar esa segregación a los chicos negros, sino que debería extenderse a todos los alumnos con dificultades. En otras palabras, que es hora de mandar la idiotez de la comprehensive school, antes intocable, al cubo de la basura donde deben estar los grandes errores y fracasos. Porque los errores hay que enmendarlos y no sostenerlos.
Decía que me parece meritorio que, ante un problema muy real, alguien haga una propuesta de solución porque, al menos en España, no es la regla. Tiempo hubiera faltado, aquí, para ahogar al ministro –sin faltarle al respeto, eso sí, porque es negro- en la sarta habitual de imbecilidades, naderías y bobadas políticamente correctas... que aseguran que el problema vaya creciendo bien a gusto. Maticé antes la obviedad de que el ministro era laborista porque, insisto, es relevante. La izquierda considera que la educación es, por tradición, su patrimonio (ellos sí que saben de esto), así pues, otra de las grandes virtudes de la osadía del ministro es que, al venir de la propia izquierda, no puede ser descalificada a priori.
El problema no es otro que el de que los jóvenes de origen caribeño, además de tener todas las dificultades que, normalmente, han de arrostrar quienes, por lo común, no disfrutan de una posición social acomodada, vienen de familias altamente desestructuradas, en buena medida por motivos históricos. Parece ser que, de los hogares en que se crían, sólo un porcentaje bajo cuenta con una figura de padre. O sea, que estos hogares, desde el punto de vista progre, son fetenes, porque, en su inmensa mayoría, se trata de madres solteras (o abandonadas). El ministro no piensa lo mismo y, de hecho, cree que es muy importante que les den clase profesores, varones, de su misma raza, para que tengan un modelo masculino en que mirarse que no sea un cantante de rap. Imagino que la militancia progre se habrá abierto ya las venas pero, insisto, me limito a transcribir las propuestas del ministro británico que, insisto también, han sido criticadas en su país, básicamente por parciales.
Y es que, claro, no es lo mismo un hogar monoparental en el que la madre es catedrática de latín, blanca y con mucho dinero que otro en un arrabal de Londres, en el que tu padre ni está ni se le espera y el entorno digamos que no es idílico. Es el problema de los modelos educativos que conciben quienes sólo han conocido los patios del colegio del Pilar y las universidades privadas, rasgo común a muchos de nuestros progres.
No sé si el ministro acierta en sus propuestas. Sí sé que acierta en el diagnóstico, aunque ello implique poner en solfa gran parte de los tabúes de la corrección política. Es innegable que hay jóvenes que tienen problemas especiales y es muy hipócrita pretender que el sistema educativo no tiene por qué darles una solución especial. Como apunta Jean François Revel, el dogmatismo progre impidió que segundas generaciones de inmigrantes en Francia recibieran una formación apropiada en lengua francesa, “para no perjudicar su identidad cultural”. El resultado es un montón de chicos –menos, de chicas- analfabetos en francés y, por supuesto, en árabe (sus padres no suelen ser capaces de enseñarlo, porque no disfrutaron de una educación en sus países de origen), agitados por una justísima indignación frente a un estado que les niega la herramienta básica de la integración, que es una educación digna de tal nombre. Los que tanto gustan de buscar las “causas” de ciertas cosas como el auge del islamismo en los barrios periféricos de París o Marsella, por ejemplo, deberían empezar por pensar que ello es así, en parte, porque el estado abdica de muchas de sus obligaciones –a riesgo de concluir que la culpa puede no ser sólo de Bush-.
Volvemos a lo de siempre: lo del Reino Unido exige una cierta dosis de honestidad intelectual. Exige admitir, siquiera tácitamente, que durante más de treinta años se han venido pensando y poniendo en práctica –siempre a costa de los que no tienen otra alternativa que la escuela pública- estupideces inconmensurables. Exige admitir que, quizá, sólo quizá, la familia tradicional comporta ciertas ventajas que, seguro, no son imposibles de conseguir en otros modelos, pero sí es más difícil. Exige admitir que los chicos necesitan modelos masculinos dignos de emulación -porque sí, sí, los niños y los adolescentes siguen comportándose como toda la vida: imitan lo que ven-, que les enseñen que son dueños de sus vidas y que tener un determinado color o pertenecer a un estrato social determinado no tiene por qué abocarles a nada, necesariamente (también pueden enseñarles que deben respetar a sus madres, y a sus hermanas, por cierto...). Exige admitir que el profesor no es un simple funcionario a las órdenes del comisario político de turno (encarnado en la legión de tipos que, sin ser docentes ni discentes, pululan por nuestros centros), sino alguien que establece –o está en disposición de establecer, si su autoridad es respetada- con los alumnos una de las relaciones más intensas, sublimes, fructíferas e importantes que pueden concebirse entre dos seres humanos: la relación maestro-discípulo (me viene a la cabeza el ensayo de Steiner sobre el particular o, ¿por qué no?, el gran Fernando Fernán-Gómez en la bellísima “la lengua de las mariposas”).
Exige, en definitiva, estar dispuestos a admitir que, a lo mejor, nos hemos equivocado. Y esas cosas sólo las tiene que hacer la Iglesia Católica, ¿verdad?
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