FERBLOG

domingo, febrero 27, 2005

ENTRE ROJOS Y PROGRES

Mi amigo Pepe –uno tiene amigos incluso entre quienes se toman la palabra “liberal” como ofensa- me pide que ilustre un poco la diferencia a la que, obiter dicta, aludía hace poco, entre el “rojo” y el “progre”. Dice tener cierta curiosidad por saber adónde nos conduce.

Ciertamente, la distinción no es en absoluto privativa de quien esto escribe. Es cosa bastante común. En general, la cuestión es la siguiente: en el debate político –en el debate sobre cualquier cosa, en realidad- podemos distinguir dos tipos de adversarios, el que es honesto y el que no lo es. Obviamente, estaremos en desacuerdo con ambos, pero no merecerán los dos la misma consideración intelectual.

La izquierda es algo así como el trasunto, en el plano de las ideas políticas, del imperio Bizantino, que nació grande –abarcaba medio orbe en el mismo momento de su creación- y terminó, a base de encogerse, por abarcar Constantinopla y su alfoz, y eso antes de caer definitivamente. En el origen, el pensamiento de izquierdas, básicamente de raíz marxista, contenía un verdadero arsenal de ideas y valores, valores fuertes, de los que son capaces de articular y cambiar una sociedad.

El proceso de prueba y error que fue mostrando cuan equivocadas estaban parte de esas ideas políticas hizo que el pensamiento de izquierdas fuera replegándose o mimetizándose con otras ideologías. Empezó aceptando la democracia como marco y continuó asumiendo parte del liberalismo económico, como única fórmula capaz de garantizar el progreso. En otras palabras, la izquierda se fue diluyendo y desdibujando, hasta el punto de que una de las obsesiones del pensamiento de izquierdas digno de tal nombre –no busquen en la izquierda española, intento vano- viene siendo determinar qué significa, hoy, ser de izquierdas, si es que tal cosa sigue significando algo. Lo que es seguro es que, signifique lo que signifique, el vocablo sigue pulsando cuerdas íntimas en mucha gente.

El autodenominado “progresismo” –en el que está instalada buena parte de la izquierda parlamentaria española y europea- es una especie de movimiento con muy poca sustancia real que aspira a recoger y usufructuar los numerosos resabios sentimentales de la palabra “izquierda”. Naturalmente, el motor de la izquierda, que es la idea de cambio, de revolución, está completamente ausente del progresismo, que no aspira a revolucionar nada ni a cambiar nada. Aspira, como queda dicho, tan sólo a usufructuar los restos de un naufragio en los que cierta, mucha, gente –los “rojos decentes” a los que me refería- sigue creyendo con honradez.

Autopresentado como la síntesis entre la democracia liberal y las viejas aspiraciones igualitarias, nuestro progresismo, que es un producto, fundamentalmente, de una izquierda intelectual acomodada de última hora, ha encontrado en el pensamiento débil la fórmula más confortable para seguir existiendo. Poder seguir reclamándose de izquierdas, pero sin riesgo de encontrarse, un buen día, en un mundo en el que lo que se proclama fuese cierto (hace muchos años que sabemos todos que, en el mundo de la izquierda real, no habría restaurantes chic de barrios “alternativos”, llenos de gente de ideas avanzadas y a 90 € el cubierto).

Cuando ZP –un arquetipo de progresismo y carencia de sustancia- proclama sus vacuas afirmaciones sabe de sobra que son vacuas. Miente a sabiendas. En general, la mayoría de nuestros progresistas, que no son idiotas, son sobradamente conocedores de la insustancialidad e intrascendencia de lo que dicen. Lo dicen por un motivo de pura conveniencia. La conveniencia de seguir viviendo de un imaginario que cala y llega a mucha gente.

Los votantes socialistas del Carmel –que siguen proclamándose de izquierdas al viejo estilo y en el más pleno sentido de la palabra- logran, con su voto, que la otra izquierda, la progresista –la muy clasista izquierda progre catalana, hija de esa “gauche divine” pseudorrevolucionaria, que jugaba a ser díscola mientras otros (rojos o no rojos) daban con sus huesos en la cárcel-, siga instalada en el más cómodo de los mundos, sufragándose con dinero público, por ejemplo, gustos muy privados y muy exclusivos en nombre de valores como “la cultura”.

Porque el progresismo político-intelectual es la quintaesencia misma de la hipocresía. El progre miente y sabe que miente. Pero no puede dejar de mentir. No puede permitir que se sepa la inmensa nadería que hay detrás de todo lo que, se supone, es la traducción práctica de aquello en lo que mucha gente cree. Además, claro, de que mucha gente no puede, sin más, renunciar a su propia biografía. Creo que es Fernando Savater el que dice que a él le causa mucho orgullo haber tenido varias ideas a lo largo de su vida, pero reconocer eso es un acto de valor y de calidad intelectual al alcance de pocos.