UN HOMBRE EXCEPCIONAL
El mundo está de nuevo pendiente de la salud del Papa. Parece que se recupera aunque le aguarda una semana más en el Gemelli. En todo caso, no se puede soslayar que se trata de un anciano muy debilitado, acosado por múltiples enfermedades. Se extiende la sensación de que el pontificado podría acabar en cualquier momento.
Dos cosas han saltado de nuevo a la palestra durante estos días de convalecencia. La primera, las especulaciones ante el futuro cónclave y las figuras de los papables –Juan Pablo II ya ha enterrado a bastantes de sus sucesores, todo hay que decirlo-. Es un tanto indecoroso hablar del tema cuando la Sede pontificia no está vacante, ni mucho menos (cuando lo esté, se notará, eso seguro, porque no será fácil llenar el hueco que dejará Wojtyla) pero es difícil evitarlo. Aunque sólo sea por el atractivo que rodea la elección pontificia, el magnetismo que ejerce el rito por el que se provee la Cátedra de San Pedro. Ningún buen aficionado a la política, la diplomacia y las relaciones internacionales, profese la religión que profese, puede sustraerse a los encantos de ese proceso que es política en estado puro. Una asamblea de hombres entre los que casi no hay idiotas –cosa complicada de lograr con medios de selección menos finos que los de la Iglesia- se reúnen para elegir, además de, probablemente, la primera magistratura del mundo en autoridad (el Gran Wyoming tiene que perseverar aún un poco), la cabeza de una organización bimilenaria que sólo goza de mala salud en el imaginario de su vigente generación de detractores. Eso es política. Lo demás, festivales con globos.
La segunda cuestión es la de la posible renuncia del Papa, por razones de salud. Este tema es muy recurrente. Quizá estuviera justificado, o eso creen, esperemos que de buena fe, algunos cardenales. Lo cierto es que no parece compatible con el sentido de la responsabilidad de Juan Pablo II (dicho sea de paso, esta decisión pertenece exclusivamente al Santo Padre).
Esa forma de entender sus deberes es algo que, ciertamente, aleja mucho más al Papa del común de los mortales que sus propias posiciones doctrinales. Es, a mi entender, en esto en lo que Wojtyla se revela como un hombre auténticamente extraordinario. Me imagino que, también, es esto lo que le hace especialmente odioso para algunos. Su absoluta falta de autoindulgencia, su creencia de que su dedicación ha de ser proporcional a la importancia de su magistratura (se sobreentiende que, cuando se llega donde él ha llegado, sencillamente, la magistratura se apodera de su titular). Al parecer, se lo recuerda a menudo a quienes le dicen que debe descansar. Eso es muy cierto... pero es que él es el Papa. Insisto, esto es algo totalmente incomprensible en el mundo contemporáneo –en el que se descansa tras las galas de los Goya-, y desde luego no tiene por qué ser compartido (tengo mis dudas de que el ejemplo no deba cundir en alguna medida), pero si debe ser profundamente respetado.
En una sociedad dominada por la adoración de la belleza y la armonía físicas, el automartirizarse es obsceno –no lo es la autodestrucción en pos de fines distintos del cumplimiento del deber, por lo visto- y, por ello, la visión del Papa resulta insoportable a muchos. El Papa hace de su propia presencia física uno de los vehículos básicos de su magisterio. Transmite una idea del sacrificio y de la responsabilidad en las antípodas del nihilismo contemporáneo.
Es, sin duda, un hombre excepcional. Se comparta o no se comparta lo que diga –conviene, en ocasiones, recordar que el Papa es católico- es una de las grandes figuras de nuestro tiempo. Cuando haya que sustituirle, el Espíritu Santo va a tener que hacer horas extraordinarias.
Dos cosas han saltado de nuevo a la palestra durante estos días de convalecencia. La primera, las especulaciones ante el futuro cónclave y las figuras de los papables –Juan Pablo II ya ha enterrado a bastantes de sus sucesores, todo hay que decirlo-. Es un tanto indecoroso hablar del tema cuando la Sede pontificia no está vacante, ni mucho menos (cuando lo esté, se notará, eso seguro, porque no será fácil llenar el hueco que dejará Wojtyla) pero es difícil evitarlo. Aunque sólo sea por el atractivo que rodea la elección pontificia, el magnetismo que ejerce el rito por el que se provee la Cátedra de San Pedro. Ningún buen aficionado a la política, la diplomacia y las relaciones internacionales, profese la religión que profese, puede sustraerse a los encantos de ese proceso que es política en estado puro. Una asamblea de hombres entre los que casi no hay idiotas –cosa complicada de lograr con medios de selección menos finos que los de la Iglesia- se reúnen para elegir, además de, probablemente, la primera magistratura del mundo en autoridad (el Gran Wyoming tiene que perseverar aún un poco), la cabeza de una organización bimilenaria que sólo goza de mala salud en el imaginario de su vigente generación de detractores. Eso es política. Lo demás, festivales con globos.
La segunda cuestión es la de la posible renuncia del Papa, por razones de salud. Este tema es muy recurrente. Quizá estuviera justificado, o eso creen, esperemos que de buena fe, algunos cardenales. Lo cierto es que no parece compatible con el sentido de la responsabilidad de Juan Pablo II (dicho sea de paso, esta decisión pertenece exclusivamente al Santo Padre).
Esa forma de entender sus deberes es algo que, ciertamente, aleja mucho más al Papa del común de los mortales que sus propias posiciones doctrinales. Es, a mi entender, en esto en lo que Wojtyla se revela como un hombre auténticamente extraordinario. Me imagino que, también, es esto lo que le hace especialmente odioso para algunos. Su absoluta falta de autoindulgencia, su creencia de que su dedicación ha de ser proporcional a la importancia de su magistratura (se sobreentiende que, cuando se llega donde él ha llegado, sencillamente, la magistratura se apodera de su titular). Al parecer, se lo recuerda a menudo a quienes le dicen que debe descansar. Eso es muy cierto... pero es que él es el Papa. Insisto, esto es algo totalmente incomprensible en el mundo contemporáneo –en el que se descansa tras las galas de los Goya-, y desde luego no tiene por qué ser compartido (tengo mis dudas de que el ejemplo no deba cundir en alguna medida), pero si debe ser profundamente respetado.
En una sociedad dominada por la adoración de la belleza y la armonía físicas, el automartirizarse es obsceno –no lo es la autodestrucción en pos de fines distintos del cumplimiento del deber, por lo visto- y, por ello, la visión del Papa resulta insoportable a muchos. El Papa hace de su propia presencia física uno de los vehículos básicos de su magisterio. Transmite una idea del sacrificio y de la responsabilidad en las antípodas del nihilismo contemporáneo.
Es, sin duda, un hombre excepcional. Se comparta o no se comparta lo que diga –conviene, en ocasiones, recordar que el Papa es católico- es una de las grandes figuras de nuestro tiempo. Cuando haya que sustituirle, el Espíritu Santo va a tener que hacer horas extraordinarias.
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