¿ESTATUTO O MUTACIÓN CONSTITUCIONAL?
Victoria Prego nos lo recordaba el domingo pasado y, al menos algunos, hace mucho que somos conscientes de ello. El desafío de verdad no va a venir del País Vasco, sino de Cataluña. Hay que reconocer que los muchachos de Euskadi tienen una ventaja: son tan brutos que se descalifican por sí mismos, hasta un punto que ni el mismísimo ZP puede hacerles una carantoña, con lo que a él le gusta. Los catalanes son más finos. Lo han sido siempre. Dime cómo pasas el fin de semana y te diré quién eres, ¿vas a la ópera o cortas troncos?
Bromas aparte, la cosa tiene su miga. Los constitucionalistas hablan de “mutación constitucional” cuando, sin alteración del texto de la norma fundamental, se producen cambios tan de calado en su aplicación práctica que, de hecho, el régimen deja de ser el mismo. Ése es, precisamente, el riesgo que puede comportar el nuevo estatut, sobre todo si, como argumentaba Prego y, por desgracia, van corroborando los hechos, cunde el ejemplo por otras comunidades autónomas –y aquí sí que no hay distinción, por paradójico que parezca, que en el ajo están la Andalucía de Manolo Chaves, las Baleares de Matas y, pásmense, la Galicia de don Manuel-.
Mutaciones constitucionales en España ya las ha habido. La LOAPA supuso una. El estado autonómico que hoy conocemos no estaba, casi seguro, en la cabeza del constituyente. España no iba a ser un estado funcionalmente federal. Pero lo es. Por la simple vía del acceso a la autonomía de todos sus territorios, sin excepción, y la práctica generalizada de la igualación de techos competenciales. Cataluña puede llevarnos, en otro pasito más, hacia un sistema confederal.
He sostenido en otros momentos que la unidad lleva en sí la identidad. Es decir, el mantenimiento de la unidad de España exige que España sea reconocible en su contenido esencial. He ahí la trampa de Maragall y, de paso, la trampa de ZP con su cheque en blanco. No se puede aceptar a priori cualquier cosa que venga del Parlamento de Cataluña, ni de ningún otro parlamento autonómico, ni aun en el supuesto de que sea impecablemente constitucional, al menos en la forma. El Sr. Bargalló reconocía el otro día, sin empacho, que la generalización del régimen de financiación vasco-navarro equivalía, de hecho, a la destrucción del estado. El Sr. Bargalló sabe lo que dice, y sabe también que no ir de batasuno trae mejores réditos que lo contrario.
Lo lamentable del asunto es que el desatino vasco hace que el respeto nominal a la constitución –el acatamiento- nos parezca ya el mismo cielo de la estabilidad política. No, no lo es. El Estado no funciona sin unos mínimos de lealtad constitucional, que también son exigibles. Como en el matrimonio, no basta la mera convivencia. Hace falta affectio maritalis. La situación es tan terrible que estamos dispuestos a poner medallas a todo aquel que, simplemente, no venga insultando.
Y no, no es eso.
Bromas aparte, la cosa tiene su miga. Los constitucionalistas hablan de “mutación constitucional” cuando, sin alteración del texto de la norma fundamental, se producen cambios tan de calado en su aplicación práctica que, de hecho, el régimen deja de ser el mismo. Ése es, precisamente, el riesgo que puede comportar el nuevo estatut, sobre todo si, como argumentaba Prego y, por desgracia, van corroborando los hechos, cunde el ejemplo por otras comunidades autónomas –y aquí sí que no hay distinción, por paradójico que parezca, que en el ajo están la Andalucía de Manolo Chaves, las Baleares de Matas y, pásmense, la Galicia de don Manuel-.
Mutaciones constitucionales en España ya las ha habido. La LOAPA supuso una. El estado autonómico que hoy conocemos no estaba, casi seguro, en la cabeza del constituyente. España no iba a ser un estado funcionalmente federal. Pero lo es. Por la simple vía del acceso a la autonomía de todos sus territorios, sin excepción, y la práctica generalizada de la igualación de techos competenciales. Cataluña puede llevarnos, en otro pasito más, hacia un sistema confederal.
He sostenido en otros momentos que la unidad lleva en sí la identidad. Es decir, el mantenimiento de la unidad de España exige que España sea reconocible en su contenido esencial. He ahí la trampa de Maragall y, de paso, la trampa de ZP con su cheque en blanco. No se puede aceptar a priori cualquier cosa que venga del Parlamento de Cataluña, ni de ningún otro parlamento autonómico, ni aun en el supuesto de que sea impecablemente constitucional, al menos en la forma. El Sr. Bargalló reconocía el otro día, sin empacho, que la generalización del régimen de financiación vasco-navarro equivalía, de hecho, a la destrucción del estado. El Sr. Bargalló sabe lo que dice, y sabe también que no ir de batasuno trae mejores réditos que lo contrario.
Lo lamentable del asunto es que el desatino vasco hace que el respeto nominal a la constitución –el acatamiento- nos parezca ya el mismo cielo de la estabilidad política. No, no lo es. El Estado no funciona sin unos mínimos de lealtad constitucional, que también son exigibles. Como en el matrimonio, no basta la mera convivencia. Hace falta affectio maritalis. La situación es tan terrible que estamos dispuestos a poner medallas a todo aquel que, simplemente, no venga insultando.
Y no, no es eso.
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