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sábado, enero 22, 2005

LA RAZÓN ÚLTIMA DEL "NO"

El maestro Jiménez Lozano recuerda hoy, en la tercera del ABC, cómo los romanos aún creían, cercano ya el ocaso final, que Roma era eterna. Y se pregunta si, al fin y al cabo, no podrá pasar lo mismo con nuestra propia civilización. Es un fenómeno que ha sucedido ya varias veces en la historia. Civilizaciones muy robustas, que proporcionaban tanta o más sensación de seguridad que esta, han caído o, lo que es casi lo mismo, mutado a formas irreconocibles –recordemos que, a lo largo de toda la Edad Media, hubo quien imaginó una suerte de continuidad con la extinta civilización romana.

En su enciclopédico libro “Occidente: del Amanecer a la Decadencia”, Jaques Barzun sostenía la tesis, por lo demás fácilmente demostrable, de que la civilización occidental ha abrigado siempre el germen de su crisis. Siempre ha habido críticos y descontentos. Pero siempre, hasta la fecha, la crítica se resolvía en síntesis, de la que el sistema salía reforzado. Más fuerte, más capaz, aún más apto para ser el mejor marco para que los seres humanos llevaran una existencia digna de tal nombre.

No ha sido fácil y, en ocasiones, el trance ha sido arduo. El penúltimo embate fue el de los totalitarismos del siglo XX, no resuelto definitivamente sino hasta 1989. Sin embargo, tengo la impresión de que el que realmente va a poner el sistema contra las cuerdas es el pensamiento débil. El pensamiento débil no es otra cosa que en lo que ha derivado el marasmo ideológico de casi todos los antiliberalismos que el siglo pasado conoció. Una especie de nihilismo fofo, completamente incapaz de generar nada, pero capaz de pudrirlo casi todo.

El gran problema del pensamiento débil es, precisamente, su aparente inofensividad. Es cierto que se hace duro comparar, digamos, a un comisario político comunista ortodoxo con un progre cincuentón con cargo en el ministerio de educación. Pensar que el segundo puede ser una amenaza para la estabilidad del sistema mueve poco menos que a risa. Y, sin embargo, es letal. Cosas como la LOGSE, producto progre donde los haya, son una especie de bomba de Hiroshima incruenta, de efectos devastadores.

Es letal, precisamente, porque es una especie de virus no reconocible por el “sistema inmunológico” de los valores occidentales. Y, sin embargo, cuando el Gran Wyoming y su gente se autodenominan “gente de la cultura” y no hay reacción alguna, la cosa es grave. Es dudoso, de hecho, que haya vuelta atrás. La imbecilidad, el pasotismo y la exaltación de la mediocridad generalizados son peores, mucho peores que la Wermacht en fila de a cuatro pasándole a uno por encima.

Este es, en síntesis, el problema europeo de nuestro tiempo: una profunda crisis de valores, en el sentido más amplio del término. Europa ha dejado de respetarse a sí misma. De ahí el valor de lo que está sucediendo en Estados Unidos. Con error o acierto, al menos se habla del tema. Hay allí, de nuevo, debates radicales, en el mejor sentido de la palabra (bien mirado, la degradación de la noción de “radicalismo”, su proscripción del debate y su conversión en poco menos de un insulto son muy sintomáticas).

Roma cayó porque su sistema económico se colapsó, cierto. Pero también porque dejó de creer en sí misma. Porque su moral pública se degradó hasta extremos insospechados. Porque, parafraseando a Kennedy, terminaron siendo muchos más los que querían recibir algo de ella que darle algo.
Esta es, en el fondo, la gran razón para votar no a la Constitución Europea: que nadie se ha atrevido a mostrar, ni siquiera en el texto pomposamente llamado constitucional, un mínimo de compromiso con esa línea que lleva, ininterrumpidamente, desde Atenas a los constituyentes de 1781... y a las Playas de Normandía.

No. Han preferido un texto fofo, un texto en el que los ciudadanos solo tienen derechos (que se les han reconocido ya cientos de veces en cientos de textos), nunca deberes –que se les podían recordar, aunque solo fuera en el preámbulo-. No se recuerda en ningún sitio que es obligatorio tomar partido en las cosas importantes, que es obligatorio mejorar y cultivarse, que es obligatorio preservar la herencia recibida, que es obligatorio ser conscientes de que sólo somos un eslabón en una obra inacabada y perfectible y que, por eso, no podemos pararnos sencillamente a regodearnos en nuestra suerte, que no debemos prosperar a costa de otros, que el trabajo es un valor y el estado no es una ubre.

Es necesario recordar todo eso, para no quedar en manos de politicastros mediocres. Los liberales del XVIII, y Pericles, dejaron escrito que el ciudadano ha de ser siempre un ser alerta.

Una Europa así es la que el progre no quiere. Ni por el forro. No quiere exigencias educativas, no quiere excelencia, no quiere nada de eso. Y es lógico, ¿de qué viviría él si el mundo fuera algo menos frívolo?

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