EL PLAN COMO OPORTUNIDAD
En las actuales circunstancias, el mero hecho de que aguantaran bien el envite me llevaría a considerar a nuestros políticos –Gobierno y Oposición- como aceptables. Es lo suyo. He de reconocer que tengo aún muchas dudas, aunque la simple foto de ayer, Zapatero y Rajoy mano a mano, es en sí misma un rayo de esperanza. Pero lo que haría que nuestros dirigentes abandonaran la nómina de políticos para entrar en la de estadistas (en vida, olvidemos la definición de Truman), sería el hecho de que fuesen capaces de encontrar una auténtica oportunidad en la amenaza. Es muy difícil, pero tengo la convicción de que es posible.
Entre las múltiples voces eusquéricas de uso común en lengua española, quién no conoce la de “órdago”. Cuentan los entendidos que esa palabra puede traducirse por “me lo juego todo”; desde luego, todo jugador de mus sabe que, sea fina o no la traducción, eso es, precisamente, lo que significa. El lendakari (inciso: creo que fue Juan XXIII el que empezó a cuestionar la costumbre papal de hablar de uno mismo en tercera persona, hoy sólo la mantienen Juanjo Ibarretxte y la Reina de Inglaterra, me temo) ha echado un órdago, como mínimo, al Estado, y creo que también a la misma democracia. Y, asimismo como todo jugador de mus sabe, del órdago no se sale indemne. O te llevas todas las piedras, o el contrario se apunta la mano. El órdago es el principio de tercio excluso aplicado al mus (sobre la épica y la lógica del mus hablaremos otro día, porque da mucho de sí).
Se dirá, con fundamento, que eso no tiene por qué ser así en política. Y es cierto. Pero no es menos cierto que, en política, también vale lo de hacer de la necesidad virtud –no son frecuentes, en la política democrática contemporánea, actitudes como la de los nacionalistas vascos-. La apuesta del nacionalismo vasco ha sido, en esta ocasión, en extremo audaz. Demasiado imprudente. De no ser porque hay, lamentablemente, un cierto riesgo de que esa audacia se vea recompensada por el éxito, cabría decir que parece que el PNV ha perdido la maestría en el manejo de los tiempos. Lo verdaderamente sorprendente sería que saliera indemne del envite. Y por indemne hay que entender con algo, cualquier cosa, en las alforjas.
No hay que ser Maquiavelo para concluir que el hecho de que el nacionalismo vasco obtuviera ahora una concesión, cualquiera, sería un tremendo paso atrás. Hay quien dice, con sabiduría, que no elegimos a nuestros enemigos en la vida. Son ellos los que nos eligen a nosotros. Por eso mismo, sería poco prudente que el Estado se contuviera ahora en su respuesta. No es ya que el Estado deba frenar la ofensiva, es que debe contraatacar. Esto no es boxeo. La creencia de que el empate favorece al campeón es un error. El empate será una derrota.
El PNV ha echado el resto. No puede ser que salga de esto siendo, todavía, un actor significativo en la escena política española. Si es así, habremos perdido una ocasión de oro. Una ocasión de enviar al nacionalismo, en general, allí donde debe estar: con las reliquias decimonónicas, en el limbo donde habitan cosas como el sufragio censitario. Es hora de que el estado liberal, de una vez, gane la partida en España. El folclore tiene su sitio en las kermesses de fin de semana y las asociaciones de amigos del chacolí, y para las lenguas están las academias. Todo eso no pinta nada, o pinta mucho menos de lo que nosotros creemos, en la política del siglo XIX.
¿Acaso no nos damos cuenta? Se acabó. No tienen nada que esgrimir. Sencillamente, se terminó. ETA ya no acompaña, no porque no mate, sino porque no la tememos. ETA no puede con la democracia liberal. ¿Qué más argumentos tienen para convencernos? Lo dicho vale también para los de allende Ebro. Los de la civilizadísima Cataluña, tan cercana a Europa, ya saben. Los del cava.
Si quien tiene que querer quiere, tenemos la ocasión de cerrar el modelo de estado de una vez por todas. Hemos hecho ya muchos cambios y muchas concesiones. Hoy en día nadie sufre en España por razón alguna relacionada con la lengua, la cultura o cosas por el estilo. Ceder más pone seriamente en riesgo el principio de que todos los españoles son iguales, vivan donde vivan. Y ahí no podemos llegar. No tenemos por qué abrigar ningún complejo.
No son superiores a nadie ni tienen más razones que nadie. Es más, son lamentables recuerdos de tiempos idos, en los que el provincianismo podía elevarse a la categoría de doctrina política. No están en condiciones de dar lecciones, a nadie, de nada. No hay ninguna razón, absolutamente ninguna, por la cual tengamos que dar un solo paso más en la senda por la que venimos transitando desde hace treinta años. No tenemos por qué despeñarnos.
Habrá quien quiera ver en esto un discurso frentista y agresivo. Nada más lejos de la realidad. Sólo una enorme deformación de las cosas puede llevar a concluir que existe una suerte de “contranacionalismo español” empeñado en la partida. Eso no existe, como muchas otras cosas, aunque salgan todos los días en Euskal Telebista. Creo que este país y sus gentes han demostrado ya una paciencia infinita y pechado con culpas que jamás tuvieron. Este país y sus gentes han diseñado ya un país tan “acogedor” que no sentirse bien empieza ya a ser problema del “acogido”. Perdóneseme la cita histórica, pero cuando se oyó en el Senado romano que Cartago había de ser destruida, ¿era eso una muestra de agresividad o el simple quid de la supervivencia? Afortunadamente, hoy no es necesario llegar a esos extremos, pero subsisten envites que presentan dilemas parecidos, en el fondo. ¿Qué hacer cuando has agotado las vías sensatas, cuando has cedido todo lo que puedes ceder y la contraparte te pide que sigas poniendo más?
En fechas recientes, algún ilustre periodista ha citado a Lincoln. Un verdadero hombre de estado que, un buen día, supo distinguir entre los problemas con los que se podía convivir y aquellos que era preciso resolver. La Guerra de Secesión tuvo lugar porque había un problema que era preciso resolver. Insisto, afortunadamente, disponemos de medios más que suficientes para resolver nuestros problemas sin necesidad de ningún trance similar.
Pero hay que ponerse a ello. Si se quiere, se puede.
Entre las múltiples voces eusquéricas de uso común en lengua española, quién no conoce la de “órdago”. Cuentan los entendidos que esa palabra puede traducirse por “me lo juego todo”; desde luego, todo jugador de mus sabe que, sea fina o no la traducción, eso es, precisamente, lo que significa. El lendakari (inciso: creo que fue Juan XXIII el que empezó a cuestionar la costumbre papal de hablar de uno mismo en tercera persona, hoy sólo la mantienen Juanjo Ibarretxte y la Reina de Inglaterra, me temo) ha echado un órdago, como mínimo, al Estado, y creo que también a la misma democracia. Y, asimismo como todo jugador de mus sabe, del órdago no se sale indemne. O te llevas todas las piedras, o el contrario se apunta la mano. El órdago es el principio de tercio excluso aplicado al mus (sobre la épica y la lógica del mus hablaremos otro día, porque da mucho de sí).
Se dirá, con fundamento, que eso no tiene por qué ser así en política. Y es cierto. Pero no es menos cierto que, en política, también vale lo de hacer de la necesidad virtud –no son frecuentes, en la política democrática contemporánea, actitudes como la de los nacionalistas vascos-. La apuesta del nacionalismo vasco ha sido, en esta ocasión, en extremo audaz. Demasiado imprudente. De no ser porque hay, lamentablemente, un cierto riesgo de que esa audacia se vea recompensada por el éxito, cabría decir que parece que el PNV ha perdido la maestría en el manejo de los tiempos. Lo verdaderamente sorprendente sería que saliera indemne del envite. Y por indemne hay que entender con algo, cualquier cosa, en las alforjas.
No hay que ser Maquiavelo para concluir que el hecho de que el nacionalismo vasco obtuviera ahora una concesión, cualquiera, sería un tremendo paso atrás. Hay quien dice, con sabiduría, que no elegimos a nuestros enemigos en la vida. Son ellos los que nos eligen a nosotros. Por eso mismo, sería poco prudente que el Estado se contuviera ahora en su respuesta. No es ya que el Estado deba frenar la ofensiva, es que debe contraatacar. Esto no es boxeo. La creencia de que el empate favorece al campeón es un error. El empate será una derrota.
El PNV ha echado el resto. No puede ser que salga de esto siendo, todavía, un actor significativo en la escena política española. Si es así, habremos perdido una ocasión de oro. Una ocasión de enviar al nacionalismo, en general, allí donde debe estar: con las reliquias decimonónicas, en el limbo donde habitan cosas como el sufragio censitario. Es hora de que el estado liberal, de una vez, gane la partida en España. El folclore tiene su sitio en las kermesses de fin de semana y las asociaciones de amigos del chacolí, y para las lenguas están las academias. Todo eso no pinta nada, o pinta mucho menos de lo que nosotros creemos, en la política del siglo XIX.
¿Acaso no nos damos cuenta? Se acabó. No tienen nada que esgrimir. Sencillamente, se terminó. ETA ya no acompaña, no porque no mate, sino porque no la tememos. ETA no puede con la democracia liberal. ¿Qué más argumentos tienen para convencernos? Lo dicho vale también para los de allende Ebro. Los de la civilizadísima Cataluña, tan cercana a Europa, ya saben. Los del cava.
Si quien tiene que querer quiere, tenemos la ocasión de cerrar el modelo de estado de una vez por todas. Hemos hecho ya muchos cambios y muchas concesiones. Hoy en día nadie sufre en España por razón alguna relacionada con la lengua, la cultura o cosas por el estilo. Ceder más pone seriamente en riesgo el principio de que todos los españoles son iguales, vivan donde vivan. Y ahí no podemos llegar. No tenemos por qué abrigar ningún complejo.
No son superiores a nadie ni tienen más razones que nadie. Es más, son lamentables recuerdos de tiempos idos, en los que el provincianismo podía elevarse a la categoría de doctrina política. No están en condiciones de dar lecciones, a nadie, de nada. No hay ninguna razón, absolutamente ninguna, por la cual tengamos que dar un solo paso más en la senda por la que venimos transitando desde hace treinta años. No tenemos por qué despeñarnos.
Habrá quien quiera ver en esto un discurso frentista y agresivo. Nada más lejos de la realidad. Sólo una enorme deformación de las cosas puede llevar a concluir que existe una suerte de “contranacionalismo español” empeñado en la partida. Eso no existe, como muchas otras cosas, aunque salgan todos los días en Euskal Telebista. Creo que este país y sus gentes han demostrado ya una paciencia infinita y pechado con culpas que jamás tuvieron. Este país y sus gentes han diseñado ya un país tan “acogedor” que no sentirse bien empieza ya a ser problema del “acogido”. Perdóneseme la cita histórica, pero cuando se oyó en el Senado romano que Cartago había de ser destruida, ¿era eso una muestra de agresividad o el simple quid de la supervivencia? Afortunadamente, hoy no es necesario llegar a esos extremos, pero subsisten envites que presentan dilemas parecidos, en el fondo. ¿Qué hacer cuando has agotado las vías sensatas, cuando has cedido todo lo que puedes ceder y la contraparte te pide que sigas poniendo más?
En fechas recientes, algún ilustre periodista ha citado a Lincoln. Un verdadero hombre de estado que, un buen día, supo distinguir entre los problemas con los que se podía convivir y aquellos que era preciso resolver. La Guerra de Secesión tuvo lugar porque había un problema que era preciso resolver. Insisto, afortunadamente, disponemos de medios más que suficientes para resolver nuestros problemas sin necesidad de ningún trance similar.
Pero hay que ponerse a ello. Si se quiere, se puede.
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