IBARRETXE, ZAPATERO Y EL ESTADO DE DERECHO
Si el estado de derecho hubiera de ser definido con una sola palabra, ésta sería, probablemente "previsibilidad". Un estado es de derecho cuando el ciudadano es capaz de prever las reacciones de los poderes públicos que, precisamente por estar sometidos a la ley, no pueden actuar arbitrariamente.
El ciudadano sabe así a qué atenerse. Sabe, por ejemplo, que sus ingresos no podrán ser gravados con impuestos no creados por ley tributaria, o que podrá votar siempre que figure correctamente inscrito en el censo. Pero también sabe que, si se salta un semáforo, será sancionado, y que si deja de pagar los tributos, la Hacienda Pública trabará embargos sobre sus bienes.
En el orden internacional, ocurre lo mismo. Los estados de derecho honran los pactos y las alianzas, cualquiera que sea su forma jurídica. Los demás países saben bien a qué atenerse, por tanto.
El mayor mal que nos aqueja en estos momentos como ciudadanos -el mayor mal que aqueja a nuestro estado- es, precisamente, el deterioro de esa previsibilidad que trae consigo el desempeño de nuestro Gobierno. La sensación de cualquier cosa es posible. El ejemplo más palmario, que no el único, es la reacción ante el Plan Ibarretxe. El que ZP se niegue a acudir a los Tribunales (inciso: probablemente, en tanto no se lo dicte su calendario electoral), aun cuando sea consecuencia de un cálculo razonado -por ejemplo, en evitación de un posible rechazo al eventual recurso- trae como consecuencia un deterioro de esa previsibilidad.
Un presidente autonómico abre un proceso inconstitucional de plano y con derivaciones rayanas en la alta traición y el Estado no reacciona conforme a lo que sería de prever. Estamos a verlas venir. En consecuencia, no sabemos qué sucederá. En condiciones normales, el curso de los acontecimientos debería estar más que previsto. Otra cosa es que se intentara evitar por todos los medios. Pero no debería caber duda alguna sobre qué ha de hacer el Estado. Nadie debería estar preguntándose "si" el Estado suspenderá la autonomía vasca, reprimirá un referendo ilegal o enviará a las Fuerzas Armadas a defender la integridad territorial. Más bien, los partícipes en este juego macabro deberían tener eso más que claro, aplicándose en consecuencia a que lo que fatalmente habría de acaecer no pase.
Sigo convencido de que el Plan Ibarretxe no es el producto de una locura. Es una apuesta, audaz pero medida. El lehendakari apuesta a que no va a suceder lo que tiene que suceder, es decir, apuesta a que España sólo es un estado de derecho cuando de exigir tributos (a algunos) se trata. ¿Cabe la más mínima sospecha de qué sucedería si el gobierno autónomo del Ulster hiciera ademán de ir a presentarse en Londres, con aire retador, a conminar al Primer Ministro a negociar un supuesto plan que plantea como hecho consumado? ¿Puede alguien plantearse que la orgullosa Baviera (por cierto, estado soberano hasa anteayer) planteara un trágala a la República Federal de Alemania y que el Canciller -incluso Schröder- no se dirija a la nación para decir algo tan simple como que la ley se cumplirá?
Sin apellidos, ni retóricas. Decir lo que, en países civilizados, es tan retórico como dar los buenos días. Que la ley se cumplirá. Que el que la transgreda lo hace a su riesgo. Que no puede ser de otro modo porque, en caso contrario, a la falta de unos por acción hay que añadir la de otros por omisión.
Lo previsible, lo que tendría que suceder es que la Mesa del Congreso rechace de plano el papelajo de Ibarretxe (no siendo preciso -más bien al revés- que Marín reciba a Atutxa, porque ya hay unos funcionarios muy eficientes en el Registro) y que, por supuesto, el Gobierno lo impugne ante el TC. Lo que suceda luego es responsabilidad exclusiva del lehendakari, que ya podría, en su caso, ir preparando sus dotes de convicción para explicar a sus conciudadanos lo que puede ocurrir, si él se empeña.
Y si esto no ocurre, el PP debería presentar la oportuna moción de censura. Rara vez, en una democracia, habrá más motivos.
El ciudadano sabe así a qué atenerse. Sabe, por ejemplo, que sus ingresos no podrán ser gravados con impuestos no creados por ley tributaria, o que podrá votar siempre que figure correctamente inscrito en el censo. Pero también sabe que, si se salta un semáforo, será sancionado, y que si deja de pagar los tributos, la Hacienda Pública trabará embargos sobre sus bienes.
En el orden internacional, ocurre lo mismo. Los estados de derecho honran los pactos y las alianzas, cualquiera que sea su forma jurídica. Los demás países saben bien a qué atenerse, por tanto.
El mayor mal que nos aqueja en estos momentos como ciudadanos -el mayor mal que aqueja a nuestro estado- es, precisamente, el deterioro de esa previsibilidad que trae consigo el desempeño de nuestro Gobierno. La sensación de cualquier cosa es posible. El ejemplo más palmario, que no el único, es la reacción ante el Plan Ibarretxe. El que ZP se niegue a acudir a los Tribunales (inciso: probablemente, en tanto no se lo dicte su calendario electoral), aun cuando sea consecuencia de un cálculo razonado -por ejemplo, en evitación de un posible rechazo al eventual recurso- trae como consecuencia un deterioro de esa previsibilidad.
Un presidente autonómico abre un proceso inconstitucional de plano y con derivaciones rayanas en la alta traición y el Estado no reacciona conforme a lo que sería de prever. Estamos a verlas venir. En consecuencia, no sabemos qué sucederá. En condiciones normales, el curso de los acontecimientos debería estar más que previsto. Otra cosa es que se intentara evitar por todos los medios. Pero no debería caber duda alguna sobre qué ha de hacer el Estado. Nadie debería estar preguntándose "si" el Estado suspenderá la autonomía vasca, reprimirá un referendo ilegal o enviará a las Fuerzas Armadas a defender la integridad territorial. Más bien, los partícipes en este juego macabro deberían tener eso más que claro, aplicándose en consecuencia a que lo que fatalmente habría de acaecer no pase.
Sigo convencido de que el Plan Ibarretxe no es el producto de una locura. Es una apuesta, audaz pero medida. El lehendakari apuesta a que no va a suceder lo que tiene que suceder, es decir, apuesta a que España sólo es un estado de derecho cuando de exigir tributos (a algunos) se trata. ¿Cabe la más mínima sospecha de qué sucedería si el gobierno autónomo del Ulster hiciera ademán de ir a presentarse en Londres, con aire retador, a conminar al Primer Ministro a negociar un supuesto plan que plantea como hecho consumado? ¿Puede alguien plantearse que la orgullosa Baviera (por cierto, estado soberano hasa anteayer) planteara un trágala a la República Federal de Alemania y que el Canciller -incluso Schröder- no se dirija a la nación para decir algo tan simple como que la ley se cumplirá?
Sin apellidos, ni retóricas. Decir lo que, en países civilizados, es tan retórico como dar los buenos días. Que la ley se cumplirá. Que el que la transgreda lo hace a su riesgo. Que no puede ser de otro modo porque, en caso contrario, a la falta de unos por acción hay que añadir la de otros por omisión.
Lo previsible, lo que tendría que suceder es que la Mesa del Congreso rechace de plano el papelajo de Ibarretxe (no siendo preciso -más bien al revés- que Marín reciba a Atutxa, porque ya hay unos funcionarios muy eficientes en el Registro) y que, por supuesto, el Gobierno lo impugne ante el TC. Lo que suceda luego es responsabilidad exclusiva del lehendakari, que ya podría, en su caso, ir preparando sus dotes de convicción para explicar a sus conciudadanos lo que puede ocurrir, si él se empeña.
Y si esto no ocurre, el PP debería presentar la oportuna moción de censura. Rara vez, en una democracia, habrá más motivos.
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