LA CORONA
Fastidia reconocerlo, porque es como admitir que uno vive en un país menor de edad, pero el hecho de que el Rey haya intervenido en estos días, conforme a sus funciones constitucionales, hace que siga estando justificado ser monárquico, aquí y ahora.
Se dirá, no sin razón, que el papel constitucional de la Corona es perfectamente homologable al de algunas presidencias de república y podría, quizá, ser sustituido, con ventaja, por una de estas. No cabe duda, pongamos por caso, que en trance similar al que nosotros vivimos, el presidente de la República Italiana –en el dudoso supuesto de que en Italia pudiera suceder algo parecido, y mira que pueden pasar y pasan cosas en nuestra querida Bota- hubiera actuado de manera parecida. Pero dudo muchísimo que ello fuera posible aquí, en las actuales circunstancias.
La Jefatura del Estado, en todas las monarquías y en muchas repúblicas es, esencialmente, una magistratura de auctoritas. Esa autoridad no se deriva en exclusiva de la legitimidad constitucional, sino que hace falta algo más. Así, por ejemplo, el mero hecho de que el Rey se reúna con los jefes del Gobierno y la Oposición, sin añadir nada sustantivo, imprime a dicha reunión un carácter simbólico especial. Extrae la reunión del ámbito partidario para instalarla, claramente, otro, en lo que llamamos, cuestiones “de Estado”. La autoridad necesaria para poder ostentar con solvencia los atributos de la jefatura del Estado no derivan, decía, sin más, de la fuerza de la Ley. Hace falta algo más.
La democracia liberal cuenta con su propia liturgia, con su propio marco simbólico. Una liturgia por virtud de la cual determinados actos, determinados símbolos, son capaces de apelar a lo más íntimo de la conciencia ciudadana. Conciencia que tiene que preexistir. Por eso no puede derivar, sin más, de la ley, porque incluso la propia ley, para ingresar en ese “ámbito litúrgico” requiere de la conciencia citada. La Constitución Americana, por ejemplo, no sólo es obedecida, es reverenciada, si se me permite la expresión y si puede entenderse fuera del ámbito religioso. Ha ingresado en el dominio litúrgico de esa democracia, porque ocupa un papel destacado en la conciencia ciudadana. La Constitución no es sólo un texto, sino un símbolo en el que los ciudadanos pueden ver materializado su propio espíritu cívico.
Uno de los grandes problemas de la democracia española es que ninguno de nuestros símbolos constitucionales ha alcanzado ese estatus. Todos son huecos. Ninguno inspira reverencia. Hay en esto varias razones. Una de ellas, desde luego, la propia juventud del estado constitucional español, pero también el hecho de que éste se ha desarrollado en una época nihilista, estúpidamente descreída y, cómo no, el que se trata de un estado que no ha gozado de lealtad por parte de muchos desde sus mismos inicios. ¿Por qué hemos de pensar que la presidencia de la República, de existir, hubiera corrido mejor suerte que nuestros postrados Tribunales de justicia, por ejemplo?
Si algo se aproxima a una excepción a esa regla es, sin duda, la Corona. Insisto en que, al menos a mí, me gustaría que fuera de otro modo –es decir, que no fuera la Corona la única excepción, en modo alguno que la Corona estuviera desprestigiada-. Ciertamente, aunque esto me guste menos todavía, mucho de ello tiene que ver con la propia persona del Rey y su modo de conducirse. Pero no estamos para alegrías, así que conformémonos con lo que hay y Dios guarde al Rey muchos años.
Siempre puede uno consolarse pensando que The Economist, el semanario liberal por excelencia, tan británico como los buzones rojos, lleva muchos, muchos años siendo declaradamente republicano... y conviviendo con sucesivos reyes.
Se dirá, no sin razón, que el papel constitucional de la Corona es perfectamente homologable al de algunas presidencias de república y podría, quizá, ser sustituido, con ventaja, por una de estas. No cabe duda, pongamos por caso, que en trance similar al que nosotros vivimos, el presidente de la República Italiana –en el dudoso supuesto de que en Italia pudiera suceder algo parecido, y mira que pueden pasar y pasan cosas en nuestra querida Bota- hubiera actuado de manera parecida. Pero dudo muchísimo que ello fuera posible aquí, en las actuales circunstancias.
La Jefatura del Estado, en todas las monarquías y en muchas repúblicas es, esencialmente, una magistratura de auctoritas. Esa autoridad no se deriva en exclusiva de la legitimidad constitucional, sino que hace falta algo más. Así, por ejemplo, el mero hecho de que el Rey se reúna con los jefes del Gobierno y la Oposición, sin añadir nada sustantivo, imprime a dicha reunión un carácter simbólico especial. Extrae la reunión del ámbito partidario para instalarla, claramente, otro, en lo que llamamos, cuestiones “de Estado”. La autoridad necesaria para poder ostentar con solvencia los atributos de la jefatura del Estado no derivan, decía, sin más, de la fuerza de la Ley. Hace falta algo más.
La democracia liberal cuenta con su propia liturgia, con su propio marco simbólico. Una liturgia por virtud de la cual determinados actos, determinados símbolos, son capaces de apelar a lo más íntimo de la conciencia ciudadana. Conciencia que tiene que preexistir. Por eso no puede derivar, sin más, de la ley, porque incluso la propia ley, para ingresar en ese “ámbito litúrgico” requiere de la conciencia citada. La Constitución Americana, por ejemplo, no sólo es obedecida, es reverenciada, si se me permite la expresión y si puede entenderse fuera del ámbito religioso. Ha ingresado en el dominio litúrgico de esa democracia, porque ocupa un papel destacado en la conciencia ciudadana. La Constitución no es sólo un texto, sino un símbolo en el que los ciudadanos pueden ver materializado su propio espíritu cívico.
Uno de los grandes problemas de la democracia española es que ninguno de nuestros símbolos constitucionales ha alcanzado ese estatus. Todos son huecos. Ninguno inspira reverencia. Hay en esto varias razones. Una de ellas, desde luego, la propia juventud del estado constitucional español, pero también el hecho de que éste se ha desarrollado en una época nihilista, estúpidamente descreída y, cómo no, el que se trata de un estado que no ha gozado de lealtad por parte de muchos desde sus mismos inicios. ¿Por qué hemos de pensar que la presidencia de la República, de existir, hubiera corrido mejor suerte que nuestros postrados Tribunales de justicia, por ejemplo?
Si algo se aproxima a una excepción a esa regla es, sin duda, la Corona. Insisto en que, al menos a mí, me gustaría que fuera de otro modo –es decir, que no fuera la Corona la única excepción, en modo alguno que la Corona estuviera desprestigiada-. Ciertamente, aunque esto me guste menos todavía, mucho de ello tiene que ver con la propia persona del Rey y su modo de conducirse. Pero no estamos para alegrías, así que conformémonos con lo que hay y Dios guarde al Rey muchos años.
Siempre puede uno consolarse pensando que The Economist, el semanario liberal por excelencia, tan británico como los buzones rojos, lleva muchos, muchos años siendo declaradamente republicano... y conviviendo con sucesivos reyes.
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