UN DEBATE NECESARIO
En la contraportada del diario Expansión, edición de papel, se encuentra una columna a cargo de David Mathieson (“Tormenta en una Taza de Té”, se titula el artículo), en la que el autor sostiene que el debate sobre el envío de tropas al Líbano está un tanto fuera de lugar.
Los argumentos del columnista, todos ellos muy razonables son, en síntesis, los siguientes: España es la novena economía del mundo, y un país de cierto empaque entre las naciones. Es, además, un país de relativo tamaño, con más de cuarenta millones de habitantes. El número de soldados que se va a enviar al Líbano excede con poco de mil, algo así como la mitad de los que envían Francia o Italia –que, sin duda, nos superan cualquiera que sea el parámetro que se tome, pero tampoco nos doblan, sobre todo esta última-. Más en general, y a propósito de si es mucho o poco que haya cerca de tres mil soldados españoles por el mundo, se recuerda que Australia tiene cerca de dos mil quinientos, estando, como está, alejada de casi todos los centros de conflicto, con unas prioridades geoestratégicas muy distintas de las de España y con poco más de veinticinco millones de almas censadas.
En suma, concluye el periodista, el debate que estamos viviendo es más propio de los años ochenta y de un país que no sabe encontrar su sitio en el mundo.
Como decía hace un momento, la línea fundamental del argumento no sólo me parece razonable, sino que la comparto. España no es, ciertamente, una potencia planetaria, pero dista mucho de ser un país insignificante. Ello nos crea –nos guste o no- una serie de obligaciones de las que no podemos autoexcluirnos con recurso a discursos demagógicos. Algunos pensamos que el concurso de España en ciertas causas es un imperativo moral y aun jurídico -¿acaso no nos obliga nuestra Constitución, siquiera como vocación, a procurar que todos los pueblos de la Tierra disfruten de las mejores condiciones?-. Pero, por si esto no bastara, ahí está toda la retahíla de tratados que nuestro país ha suscrito y que convierten ese evanescente deber en un mandato más que positivo y, sobre todo, ahí están nuestros propios intereses, cuyo alcance excede con mucho de las estrechas miras de algunos. Ojalá llegue un día en que más de uno se dé cuenta de que la primera línea de defensa del calorcito y la comodidad de que disfruta en su casa puede muy bien encontrarse a miles de kilómetros de distancia.
Dicho todo lo anterior, cabe señalar algunas cosas que también son importantes.
La primera de todas es que el compromiso general de cooperación –el “sí” a lo que se nos pida, en línea de principio- ha de matizarse a la hora de traducirlo en misiones concretas. No cualquier cosa que se le ocurra a cualquier mandatario mundial se convierte, de por sí, en algo razonable. Y bien podría suceder, por tanto, que la misión del Líbano no fuese una buena idea. Al fin y al cabo, no es un argumento tan extraño, toda vez que hubo quien, ferviente partidario de la primera guerra de Irak, se opuso a la segunda. Imagino que, sin cuestionar para nada la disponibilidad general de España, se debió pensar que algo hacía diferentes a las dos misiones. Así pues, la aceptación del rol de nuestro país en la escena internacional no puede servir como excusa para hurtar el debate que merece un hecho, al fin y al cabo trascendente, como es el envío de tropas españolas fuera de nuestro suelo.
En cuanto al límite de tres mil efectivos que, parece ser, no puede rebasarse, es cierto que suena paupérrimo. Pero me temo que, de nuevo, esto debe conducirnos a un debate más general, cual es el de la entidad de nuestras Fuerzas Armadas, que no están muy sobradas de medios. Mucho me temo que, si se ha de atender de manera primordial a la defensa del territorio, el contingente disponible para misiones en el extranjero ha de tener un límite, y supongo que la cifra de tres mil no ha sido elegida caprichosamente. Como, en efecto, parece algo liliputiense en comparación con otros países de envergadura pareja, hay que plantearse, entonces, si la dimensión de nuestros ejércitos es la adecuada.
Por otra parte, no deja de ser llamativo –por más que sea lo normal- que sea un Gobierno demagogo hasta la náusea y que basó su elección en la crítica no ya de una operación militar concreta sino del carácter “belicista” del anterior el que ahora muestre tal entusiasmo y predisposición a “lo que sea”. Desde luego que la archiimbecil apelación a la distinción entre “guerra y paz” de las campas de Rodiezmo no es justificación suficiente.
En suma, sí, existe –o debe existir- una predisposición favorable de España a asumir las cargas que le toquen. Pero esto no convierte ciertos debates en innecesarios. Al igual que el Gobierno se siente muy cómodo cambiando de opinión, tampoco la Oposición debería sentirse en exceso atada por sus decisiones anteriores. Con buen o mal criterio, que se juzgara oportuna la misión en Irak o en Afganistán no tiene por qué implicar que se considere correcta y bien fundada la de Líbano, y ni una cosa ni otra tienen por qué implicar el cuestionamiento de la mayor.
Hay muchas razones que pueden justificar una determinada misión, más allá del compromiso en abstracto. Algunas de esas razones ni siquiera tienen por qué estar relacionadas con la misión en sí misma, porque la acción exterior es un complejo de vasos comunicantes. Pero la acción exterior –de la que las intervenciones militares son un capítulo más- debe ser explicable. Es verdad que España es un país grande y que, por tanto, su red de relaciones es tupida y complicada. Pero, precisamente, por ser un país grande, merecería una cierta racionalidad en su política. La política exterior norteamericana –yendo al arquetipo- puede ser correcta o equivocada, pero está formulada de manera que pueda ser conocida por todo el mundo. ¿Dónde está la formulación de la política exterior española, más allá de las bobadas de Rodiezmo y otras similares?
Los argumentos del columnista, todos ellos muy razonables son, en síntesis, los siguientes: España es la novena economía del mundo, y un país de cierto empaque entre las naciones. Es, además, un país de relativo tamaño, con más de cuarenta millones de habitantes. El número de soldados que se va a enviar al Líbano excede con poco de mil, algo así como la mitad de los que envían Francia o Italia –que, sin duda, nos superan cualquiera que sea el parámetro que se tome, pero tampoco nos doblan, sobre todo esta última-. Más en general, y a propósito de si es mucho o poco que haya cerca de tres mil soldados españoles por el mundo, se recuerda que Australia tiene cerca de dos mil quinientos, estando, como está, alejada de casi todos los centros de conflicto, con unas prioridades geoestratégicas muy distintas de las de España y con poco más de veinticinco millones de almas censadas.
En suma, concluye el periodista, el debate que estamos viviendo es más propio de los años ochenta y de un país que no sabe encontrar su sitio en el mundo.
Como decía hace un momento, la línea fundamental del argumento no sólo me parece razonable, sino que la comparto. España no es, ciertamente, una potencia planetaria, pero dista mucho de ser un país insignificante. Ello nos crea –nos guste o no- una serie de obligaciones de las que no podemos autoexcluirnos con recurso a discursos demagógicos. Algunos pensamos que el concurso de España en ciertas causas es un imperativo moral y aun jurídico -¿acaso no nos obliga nuestra Constitución, siquiera como vocación, a procurar que todos los pueblos de la Tierra disfruten de las mejores condiciones?-. Pero, por si esto no bastara, ahí está toda la retahíla de tratados que nuestro país ha suscrito y que convierten ese evanescente deber en un mandato más que positivo y, sobre todo, ahí están nuestros propios intereses, cuyo alcance excede con mucho de las estrechas miras de algunos. Ojalá llegue un día en que más de uno se dé cuenta de que la primera línea de defensa del calorcito y la comodidad de que disfruta en su casa puede muy bien encontrarse a miles de kilómetros de distancia.
Dicho todo lo anterior, cabe señalar algunas cosas que también son importantes.
La primera de todas es que el compromiso general de cooperación –el “sí” a lo que se nos pida, en línea de principio- ha de matizarse a la hora de traducirlo en misiones concretas. No cualquier cosa que se le ocurra a cualquier mandatario mundial se convierte, de por sí, en algo razonable. Y bien podría suceder, por tanto, que la misión del Líbano no fuese una buena idea. Al fin y al cabo, no es un argumento tan extraño, toda vez que hubo quien, ferviente partidario de la primera guerra de Irak, se opuso a la segunda. Imagino que, sin cuestionar para nada la disponibilidad general de España, se debió pensar que algo hacía diferentes a las dos misiones. Así pues, la aceptación del rol de nuestro país en la escena internacional no puede servir como excusa para hurtar el debate que merece un hecho, al fin y al cabo trascendente, como es el envío de tropas españolas fuera de nuestro suelo.
En cuanto al límite de tres mil efectivos que, parece ser, no puede rebasarse, es cierto que suena paupérrimo. Pero me temo que, de nuevo, esto debe conducirnos a un debate más general, cual es el de la entidad de nuestras Fuerzas Armadas, que no están muy sobradas de medios. Mucho me temo que, si se ha de atender de manera primordial a la defensa del territorio, el contingente disponible para misiones en el extranjero ha de tener un límite, y supongo que la cifra de tres mil no ha sido elegida caprichosamente. Como, en efecto, parece algo liliputiense en comparación con otros países de envergadura pareja, hay que plantearse, entonces, si la dimensión de nuestros ejércitos es la adecuada.
Por otra parte, no deja de ser llamativo –por más que sea lo normal- que sea un Gobierno demagogo hasta la náusea y que basó su elección en la crítica no ya de una operación militar concreta sino del carácter “belicista” del anterior el que ahora muestre tal entusiasmo y predisposición a “lo que sea”. Desde luego que la archiimbecil apelación a la distinción entre “guerra y paz” de las campas de Rodiezmo no es justificación suficiente.
En suma, sí, existe –o debe existir- una predisposición favorable de España a asumir las cargas que le toquen. Pero esto no convierte ciertos debates en innecesarios. Al igual que el Gobierno se siente muy cómodo cambiando de opinión, tampoco la Oposición debería sentirse en exceso atada por sus decisiones anteriores. Con buen o mal criterio, que se juzgara oportuna la misión en Irak o en Afganistán no tiene por qué implicar que se considere correcta y bien fundada la de Líbano, y ni una cosa ni otra tienen por qué implicar el cuestionamiento de la mayor.
Hay muchas razones que pueden justificar una determinada misión, más allá del compromiso en abstracto. Algunas de esas razones ni siquiera tienen por qué estar relacionadas con la misión en sí misma, porque la acción exterior es un complejo de vasos comunicantes. Pero la acción exterior –de la que las intervenciones militares son un capítulo más- debe ser explicable. Es verdad que España es un país grande y que, por tanto, su red de relaciones es tupida y complicada. Pero, precisamente, por ser un país grande, merecería una cierta racionalidad en su política. La política exterior norteamericana –yendo al arquetipo- puede ser correcta o equivocada, pero está formulada de manera que pueda ser conocida por todo el mundo. ¿Dónde está la formulación de la política exterior española, más allá de las bobadas de Rodiezmo y otras similares?
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