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sábado, agosto 26, 2006

HACIA EL FIN DE LA LEGISLATURA

Las vacaciones de verano tocan a su fin. El próximo viernes habrá consejo de ministros, y se iniciará el curso político. Un curso que debe conducir hacia la salida de la legislatura. O, si se prefiere, al desenlace del drama. El Partido Socialista se volcará, a partir del otoño, en consolidar una nueva mayoría que, hoy por hoy, no parece que vaya a serle esquiva.

Las citas están claras en el calendario, y los sucesivos hitos que deben marcarse, también: es preciso que las catalanas salgan decentemente, en condiciones de plantear con garantías una Grossekoalition con barretina (es decir, de enterrar para muchos años las posibilidades de un cambio real en Cataluña); hay que lograr que Batasuna se presente, “como sea” a las elecciones municipales (se busque la solución que se busque, ofenderá a la inteligencia, pero está visto que esto no importa mucho) y, claro, además de retener las plazas propias se debe plantar cara al PP en sus feudos autonómicos (la victoria –es decir, derrota por una diferencia inferior al número de escaños de todos los demás- en una de las dos batallas de Madrid podría desarbolar a la ya maltrecha escuadra de Mariano). A partir de ahí, es todo cuesta abajo. Ya digo, no creo que cueste mucho repetir el cuadro actual, pero con una CiU mucho más amistada. Innecesario es decir que no se otea en el horizonte problema alguno para que Chaves revalide la muy merecida mayoría absoluta con la que, sin duda, los andaluces volverán a premiarle por su espléndida gestión, pero esto ya no merece ni comentario.

Nada de esto tendría por qué tener algo de particular. Al fin y al cabo, es el ciclo natural de las legislaturas y, por añadidura, nada hay de raro en que una primera legislatura nacida con apoyos tibios se oriente de manera primordial hacia la consecución de un sustrato electoral más firme. Cuatro años es poco tiempo para que un gobierno se desgaste y para que un proyecto de oposición se formule. En esas condiciones, las primeras elecciones son una reválida.

Pero sí tiene de particular, y mucho, aquí y ahora, en España y bajo la égida de José Luis Rodríguez Zapatero. La legislatura que ahora empezará a virar en busca de la apoteosis del líder –el líder que jamás conoció el aprecio masivo, el que siempre gana por la mínima- merece calificarse de nefasta. Y el problema es que, para mucha gente, esto dista de ser evidente. No es evidente porque no hay signos de catástrofe a nuestro alrededor. Las columnas del templo se mantienen enhiestas, firmes y sin signos de mal de la piedra. ¿No será que no es evidente, pues, porque no existe tal problema? ¿No tendrá razón la mayoría que vive instalada en el “nada importa” y en la tranquilidad de una prosperidad económica que persiste pese a la tantas veces denunciada endeblez de sus bases?

Los españoles parecen convencidos de que el zapaterismo es algo parecido al sistema de Ptolomeo. Es posible que fuera radicalmente falso, pero no es menos cierto que, con algunos ajustes aquí y allá, sirvió a viajeros y navegantes para surcar espacios ignotos durante siglos. Casi nadie se atreve a afirmar que el esdrújulo de la Moncloa sea Adenauer redivivo, pero entre la baraka y la casualidad, el caso es que la cosa marcha.

Pero ahí reside, precisamente, el problema. Astrónomos y calculistas pasaron centurias poniendo parches a un método que cada vez se revelaba más claramente como erróneo, al grito del “qué más da” y “al fin y al cabo, funciona”. Un buen día fue absolutamente inevitable aceptar que el sistema era erróneo de raíz, y abandonar la comodidad de la inercia en pos de una alternativa que requería más trabajo y era menos intuitiva -¿verdad que, a simple vista, parece que es el Sol el que gira alrededor de la Tierra? Pues es justo al revés- pero mucho más segura.

La historia de la libertad política en España, y en el mundo, puede ser, en una pincelada, descrita como la voluntad de no admitir, jamás, que las cosas se obtengan “como sea”. Cómo embridar al poder político, que por su naturaleza es expansivo; ésa es la gran cuestión que se ha intentado resolver, durante aproximadamente tres mil años, pero con especial intensidad en los últimos doscientos. La respuesta se llama sistema democrático liberal de mercado y, en síntesis simplificadora pero fidedigna, consiste en que el fin no justifica los medios. Consiste en que el político se somete a la ley, nunca la ley al político.

En estos dos últimos años y pico, mientras el inquilino de Moncloa efectuaba las audaces piruetas del ejercicio gimnástico del que ya solo le falta la salida –como saben los gimnastas, el momento crítico del que depende en buena medida la nota final-, España retrocedía años en ese empeño, al grito del “qué más da”. Al amparo del “qué más da”:

Se ha venido imponiendo la ley del más fuerte. De manera sistemática, el gobierno ha venido cediendo a favor de quienes tenían poder –grupúsculos políticos circunstancialmente favorecidos, grupos sindicales dispuestos a ejercer presión de forma violenta, dictadores sin escrúpulos y, en fin, terroristas prestos a asesinar o a chantajear con el asesinato-, en detrimento de quienes no lo tienen. Esto no es más que un retorno a la ley natural, un abandono del derecho que sólo desde la desvergüenza más absoluta puede calificarse de talante dialogante. Es mentira: el gobierno y su mayoría solo han dialogado con quienes les han obligado a dialogar.

El derecho ha sufrido una erosión difícil de reparar. Todo el mundo sabe ya que, en España, la ley se ve como algo contingente. El colmo de esta actitud es la derogación de hecho de la ley de partidos, pero hay más ejemplos.

Se han institucionalizado la mentira y la deslealtad, en diferentes planos, presentándolas como “flexibilidad”, cuando no como “habilidad política”. El gobierno ha abandonado sin pudor a sus aliados, ha jugado con la candidez de la oposición y, en fin, no parece sentirse vinculado en absoluto por los pactos internacionales suscritos por España, que se ha convertido en un verso suelto en el Occidente.

En fin, se ha iniciado un proceso adanista e irresponsable de revisión del pasado, deslegitimando todos los pasos que habían ido fundamentando una democracia razonablemente madura en España. Se ha contribuido a instalar en el país, en todos los órdenes, un infantilismo absoluto a la hora de enjuiciar la historia y otros cimientos de la convivencia.

Todo lo anterior es, a mi juicio, mucho más grave que la más grave de las crisis económicas. Errores perceptibles en cuestiones concretas –aquellos en los que la opinión suele fundar su idea de “buen” o “mal” gobierno- los ha habido, también aciertos, como no. Pero nada de esto es importante, si se compara con el gigantesco paso atrás que esta legislatura que, insisto, se encamina hacia un fin que, previsiblemente, será una nueva mayoría, está representando.

Naturalmente, como el sistema de Ptolomeo, el sistema de Zapatero solo puede resolverse en una crisis, a la que se dirigirá de manera irremisible. Dios sabe cuánto tiempo tardará pero, a buen seguro, sucederá. Porque el Sol no gira alrededor de la Tierra. Es al revés.

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