COSAS SOBRE EL IDIOMA
Acabo de terminar la lectura de una Historia Social de las Lenguas de España, de la que es autor el profesor Moreno Fernández, de la Universidad de Alcalá de Henares. Se trata de un rápido recorrido, apto para profanos, por la historia sociolingüística de nuestro país. O sea, quién hablaba qué y cuándo, desde que alguien empezó a decir algo sobre la piel de toro y hasta anteayer mismo. Basta este paseo por un rincón, al fin y al cabo pequeño, del mundo, como es la península Ibérica para darse cuenta de que nada ha habido más caleidoscópico y mudable que la cuestión de las lenguas. El mero hecho de censar lenguas ya es, en sí, problemático, pero así, a bote pronto, aquí se han hablado o se hablan: lenguas ibéricas, lenguas célticas, griego, fenicio, vasco (en sus múltiples variantes en el espacio y en el tiempo), latín, lenguas germánicas, árabe, bereber, hebreo, leonés, aragonés, bables, gallego (y portugués), catalán (variedades orientales y occidentales), caló y... español. Eso sin citar jergas y sociolectos más o menos relevantes y más o menos vigentes.
Lo que hoy tenemos resulta, a juzgar por la evolución, un precipitado razonablemente sencillo. Hubo tiempos en los que la situación idiomática del país estuvo mucho, mucho más fracturada. Ciertamente, la historia de la sociolingüística –la española o de la cualquier otro país- es no apta para identitarios. Las lenguas han vivido siempre en la más intensa de las promiscuidades, interactuando entre ellas y con algunas otras que pasaban por aquí. Viajando con los comerciantes, atomizándose en jergas y dialectos, convergiendo y divergiendo en función de condicionantes tan múltiples que convierten la lingüística en una disciplina apasionante y muy compleja. Moreno nos explica que es dificilísimo dar cuenta precisa del por qué cambia una lengua, y más aún prever cómo lo hará en el futuro. A menudo, y aunque suene un poco cursi, se dice que no hay nada más democrático que las lenguas. Pertenecen a sus hablantes, y son bastante esquivas a los designios del poder, aunque esto pueda estar cambiando.
Moreno se refiere a la situación presente como “lo nunca visto”. Y, ciertamente, estamos ante lo nunca visto.
A fecha de hoy estamos, en España, y sin lugar a dudas, ante el mayor grado de intervención política jamás conocido en materia de lenguas. Y digo bien: jamás conocido. Por supuesto, en nada es ajeno a esto el fenómeno nacionalista, que ha convertido las lenguas en un asunto político de primer orden. El resultado de esta intervención es desigual, y no siempre proporcionado a los recursos invertidos pero, en fin, ahí está.
Otro dato que puede parecer curioso a primera vista, sobre todo para quienes tienen la mala costumbre de pensar que las cosas siempre han sido como son ahora, es que sólo en el siglo XX prácticamente todos los españoles han sido competentes en español. Este es un hecho que corre, claramente, parejo al de la extensión de la educación. La población española está, en estos momentos, alfabetizada en su casi totalidad y puede decirse sin mucho error que el cien por cien de los nacidos en el país son diestros en las cuatro competencias básicas de la lengua, en grado variable, claro: entienden, hablan, leen y escriben. Naturalmente, en las comunidades bilingües se da, además, la circunstancia de que un alto porcentaje de la población es también hablante de la otra lengua. Y creo que también puede decirse que –asimismo merced a la educación y a la normalización, más tardía en las otras lenguas españolas que en el castellano- la competencia lingüística en vasco, gallego o catalán se da ahora en su máximo grado histórico.
Ocurre, por otra parte, que el español nunca fue tan perfecto como ahora. Gracias a la “puesta al día” de los siglos XIX y XX –merced a los a menudo tan denostados neologismos- y a su historia ya plurisecular como lengua fijada y normada, nuestro idioma posee un caudal léxico y unos recursos como jamás los tuvo antaño y, además, tenemos la suerte de disfrutar de que las, por otra parte no muy numerosas (todo es relativo, claro, pero debe tenerse en cuenta que los dominios del español son enormes), variedades dialectales están poco apartadas entre sí, con una envidiable unidad gramatical y ortográfica.
Este estado de cosas contrasta con dos datos (y aquí sí quiero recalcar que lo que sigue es mi opinión, que puede no tener nada que ver con la del profesor Moreno; no quiero arrogarme amparos científicos que no me corresponden).
El primero es que, en su cenit expresivo y de posibilidades, la lengua atraviesa, en España, un valle en su prestigio, me temo. Influye en ello, por supuesto, la salvaje andanada de patetismo con la que se la bombardea desde el nacionalismo –incapaz, la mayoría de las veces, de promover lo propio sin denostar lo común-. Pero también el desdén de los propios hablantes que la tienen por lengua materna, incluso única. Buena parte de la extensión del español-castellano a todos los rincones de España y su consolidación como lingua franca peninsular, antes de que apareciera instrumento normalizador alguno y, desde luego, mucho antes de que existiera cualquier cosa que, remotamente, pudiera calificarse de “política lingüística” obedeció al prestigio de la lengua, a la conciencia de los hablantes no ya sobre su belleza o virtudes estéticas –que también, por aquello de que hubo un tiempo (suena increíble, ¿eh?) en que los españoles estuvieron muy orgullosos de serlo, y encontraban su propia lengua muy digna de todo elogio- sino sobre su utilidad y practicidad. En la medida en que un instrumento se valora como útil y deseable, poseerlo correctamente se vuelve un motivo de orgullo y de preocupación por el cuidado. Nada de eso parece ocurrir hoy. Quizá sea, por otra parte, un simple efecto de la generalización de su dominio. Al fin y al cabo, por el hecho (venturoso) de ser patrimonio común, poco se gana en ventajas por dominar el español y usarlo con corrección (esto último es, más bien, efecto del desdén por la forma –que termina siendo por la sustancia, claro- imperante).
El segundo dato que me interesa es una constatación. Puesto que, al fin, se ha completado el proceso de alfabetización del país, todo apunta a que lo que ahora tocaría es una profundización progresiva en el nivel de competencia. Ya no se trata, espero, de que la gente aprenda español, sino de que lo aprenda bien. Pues bueno, merced a nuestros genios de la pedagogía no sólo apunta la cosa a que la competencia puede ir en retroceso sino, más bien, a que se pueden poner en riesgo ciertas cotas ya conquistadas. La historia enseña que una ley socialista puede obrar el milagro de frenar el tiempo e invertir el curso de los acontecimientos. Y la Logse y sus versiones maquilladas son herramientas ideales.
El siglo XXI puede ver el nacimiento de un tipo novedoso de español: el analfabeto funcional bilingüe. Analfabetos, por desgracia, ha habido siempre, y analfabetos funcionales también. Pero solían serlo en una sola lengua. En la España Logse se puede ser incompetente en catalán, español e inglés, es decir, tener un conocimiento absolutamente deficiente de las tres lenguas (y un título de secundaria en el bolsillo, por supuesto). Mientras esto sucede en los ámbitos oficiales, en la calle –el laboratorio lingüístico por excelencia- se abre una nueva aventura: la presencia de lenguas antaño lejanas y hoy presentes. ¿Qué nuevas acuñaciones idiomáticas estarán fraguándose en los nuevos barrios multiétnicos de las grandes ciudades españolas? Solo el tiempo lo dirá. Sobre esto caben dudas. Sobre lo de la Logse no.
Lo que hoy tenemos resulta, a juzgar por la evolución, un precipitado razonablemente sencillo. Hubo tiempos en los que la situación idiomática del país estuvo mucho, mucho más fracturada. Ciertamente, la historia de la sociolingüística –la española o de la cualquier otro país- es no apta para identitarios. Las lenguas han vivido siempre en la más intensa de las promiscuidades, interactuando entre ellas y con algunas otras que pasaban por aquí. Viajando con los comerciantes, atomizándose en jergas y dialectos, convergiendo y divergiendo en función de condicionantes tan múltiples que convierten la lingüística en una disciplina apasionante y muy compleja. Moreno nos explica que es dificilísimo dar cuenta precisa del por qué cambia una lengua, y más aún prever cómo lo hará en el futuro. A menudo, y aunque suene un poco cursi, se dice que no hay nada más democrático que las lenguas. Pertenecen a sus hablantes, y son bastante esquivas a los designios del poder, aunque esto pueda estar cambiando.
Moreno se refiere a la situación presente como “lo nunca visto”. Y, ciertamente, estamos ante lo nunca visto.
A fecha de hoy estamos, en España, y sin lugar a dudas, ante el mayor grado de intervención política jamás conocido en materia de lenguas. Y digo bien: jamás conocido. Por supuesto, en nada es ajeno a esto el fenómeno nacionalista, que ha convertido las lenguas en un asunto político de primer orden. El resultado de esta intervención es desigual, y no siempre proporcionado a los recursos invertidos pero, en fin, ahí está.
Otro dato que puede parecer curioso a primera vista, sobre todo para quienes tienen la mala costumbre de pensar que las cosas siempre han sido como son ahora, es que sólo en el siglo XX prácticamente todos los españoles han sido competentes en español. Este es un hecho que corre, claramente, parejo al de la extensión de la educación. La población española está, en estos momentos, alfabetizada en su casi totalidad y puede decirse sin mucho error que el cien por cien de los nacidos en el país son diestros en las cuatro competencias básicas de la lengua, en grado variable, claro: entienden, hablan, leen y escriben. Naturalmente, en las comunidades bilingües se da, además, la circunstancia de que un alto porcentaje de la población es también hablante de la otra lengua. Y creo que también puede decirse que –asimismo merced a la educación y a la normalización, más tardía en las otras lenguas españolas que en el castellano- la competencia lingüística en vasco, gallego o catalán se da ahora en su máximo grado histórico.
Ocurre, por otra parte, que el español nunca fue tan perfecto como ahora. Gracias a la “puesta al día” de los siglos XIX y XX –merced a los a menudo tan denostados neologismos- y a su historia ya plurisecular como lengua fijada y normada, nuestro idioma posee un caudal léxico y unos recursos como jamás los tuvo antaño y, además, tenemos la suerte de disfrutar de que las, por otra parte no muy numerosas (todo es relativo, claro, pero debe tenerse en cuenta que los dominios del español son enormes), variedades dialectales están poco apartadas entre sí, con una envidiable unidad gramatical y ortográfica.
Este estado de cosas contrasta con dos datos (y aquí sí quiero recalcar que lo que sigue es mi opinión, que puede no tener nada que ver con la del profesor Moreno; no quiero arrogarme amparos científicos que no me corresponden).
El primero es que, en su cenit expresivo y de posibilidades, la lengua atraviesa, en España, un valle en su prestigio, me temo. Influye en ello, por supuesto, la salvaje andanada de patetismo con la que se la bombardea desde el nacionalismo –incapaz, la mayoría de las veces, de promover lo propio sin denostar lo común-. Pero también el desdén de los propios hablantes que la tienen por lengua materna, incluso única. Buena parte de la extensión del español-castellano a todos los rincones de España y su consolidación como lingua franca peninsular, antes de que apareciera instrumento normalizador alguno y, desde luego, mucho antes de que existiera cualquier cosa que, remotamente, pudiera calificarse de “política lingüística” obedeció al prestigio de la lengua, a la conciencia de los hablantes no ya sobre su belleza o virtudes estéticas –que también, por aquello de que hubo un tiempo (suena increíble, ¿eh?) en que los españoles estuvieron muy orgullosos de serlo, y encontraban su propia lengua muy digna de todo elogio- sino sobre su utilidad y practicidad. En la medida en que un instrumento se valora como útil y deseable, poseerlo correctamente se vuelve un motivo de orgullo y de preocupación por el cuidado. Nada de eso parece ocurrir hoy. Quizá sea, por otra parte, un simple efecto de la generalización de su dominio. Al fin y al cabo, por el hecho (venturoso) de ser patrimonio común, poco se gana en ventajas por dominar el español y usarlo con corrección (esto último es, más bien, efecto del desdén por la forma –que termina siendo por la sustancia, claro- imperante).
El segundo dato que me interesa es una constatación. Puesto que, al fin, se ha completado el proceso de alfabetización del país, todo apunta a que lo que ahora tocaría es una profundización progresiva en el nivel de competencia. Ya no se trata, espero, de que la gente aprenda español, sino de que lo aprenda bien. Pues bueno, merced a nuestros genios de la pedagogía no sólo apunta la cosa a que la competencia puede ir en retroceso sino, más bien, a que se pueden poner en riesgo ciertas cotas ya conquistadas. La historia enseña que una ley socialista puede obrar el milagro de frenar el tiempo e invertir el curso de los acontecimientos. Y la Logse y sus versiones maquilladas son herramientas ideales.
El siglo XXI puede ver el nacimiento de un tipo novedoso de español: el analfabeto funcional bilingüe. Analfabetos, por desgracia, ha habido siempre, y analfabetos funcionales también. Pero solían serlo en una sola lengua. En la España Logse se puede ser incompetente en catalán, español e inglés, es decir, tener un conocimiento absolutamente deficiente de las tres lenguas (y un título de secundaria en el bolsillo, por supuesto). Mientras esto sucede en los ámbitos oficiales, en la calle –el laboratorio lingüístico por excelencia- se abre una nueva aventura: la presencia de lenguas antaño lejanas y hoy presentes. ¿Qué nuevas acuñaciones idiomáticas estarán fraguándose en los nuevos barrios multiétnicos de las grandes ciudades españolas? Solo el tiempo lo dirá. Sobre esto caben dudas. Sobre lo de la Logse no.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home