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domingo, febrero 17, 2008

KOSOVO Y LA CAJA DE PANDORA

Si nada lo remedia, la provincia serbia de Kosovo está a punto de declararse independiente. Esta subversión del orden internacional merecerá el reconocimiento de un centenar largo de países, y el apoyo tácito de algunos otros que, como España, no pueden aceptar el hecho tal cual.

Es fácil de imaginar, por la propia entrada, que ni el hecho en sí ni, sobre todo, el comportamiento de la comunidad internacional, merecen mis simpatías. Intentaré explicar por qué.

Los iusinternacionalistas prestigiosos suelen esconderse cuando no se trata de reivindicar el respeto al Derecho internacional frente a violaciones, reales o imaginarias, a cargo de los Estados Unidos, pero quizá convenga recordar que la estabilidad de fronteras es un principio que merece respeto, de modo que la partición de un estado debería ser siempre una ultima ratio, es decir, un mecanismo que sólo ha de emplearse cuando no quepa otro para asegurar la estabilidad en una región y, sobre todo, el respeto a los derechos humanos de todos los pobladores de la misma. ¿Acaso no existía, en el caso que nos ocupa, una fórmula alternativa? ¿De veras no la había?

¿Es que son las fronteras algo intangible, inmutable, trazado por el mismo dedo de Dios? En absoluto pretendo afirmar semejante cosa, aunque solo fuera porque un mínimo de consideración a la historia mostraría de inmediato lo falaz del aserto. Las fronteras mudan, y mudan bastante. Y he aquí un argumento, paradójicamente, a favor de su respeto, al menos en Europa. A diferencia de lo que sucede en otros lugares del Planeta, donde los límites han sido trazados, casi de modo exclusivo, conforme a “planes” de inteligentes planificadores, a menudo regados con abundante sangre, en nuestro Continente, se aúnan montones de efectos que hacen que nuestro actual sistema de fronteras sea la decantación, el resultado de una historia extremadamente compleja. Lo suficiente como para saber, de sobra, que casi ninguna operación sobre el mismo puede dejar de tener efectos indeseados.

Para nuestra desgracia, el resurgimiento de la peste nacionalista en Europa ha venido a coincidir con uno de los mayores grados de postración intelectual que ha conocido el Continente en siglos. La crisis europea, la Europa asolada por el pensamiento débil, es incapaz de resistir con solvencia los embates de la patología identitaria. Europa es demasiado complicada para unos europeos que han abdicado de todo intento de comprender medianamente el cómo y el por qué, de tantas y tantas cosas.

No voy a poner en duda, por supuesto, que la población albanokosovar ha sufrido abusos sin cuento, pero tampoco se puede negar que las actuales circunstancias solo son posibles por la postración de Serbia. Serbia, el estado que ha emergido como el gran perdedor de la crisis de los Balcanes. El estado agresor, el estado atacante y, a la postre, el estado vencido. Como quiera que la historia comienza cuando llega la CNN –al igual que en España comenzó en el 36, vaya usted a saber por qué- el estigma del pueblo serbio se vuelve insuperable. Pese a que, sin duda, si hay una historia que se resiste a la simplificación, historiales de crímenes incluidos, es la balcánica.

Unamos a esto que la mentalidad del pensamiento débil tiende al cliché, al favorecimiento de la “parte débil”, poco importa si lo es o no. Cualquier ente o grupo que tenga cuitas con un estado establecido, un estado tradicional, despierta simpatía. Poco importa que se amalgamen realidades tan diferentes como la de los albanokosovares frente a Serbia, los kurdos frente a Turquía –ya no frente a Irak, claro-, los palestinos frente a Israel o, por qué no, la alegre muchachada de las FARC contra Colombia. Insisto en que no pretendo, en absoluto, establecer paralelismos, tan solo señalar una tendencia. Estamos con el que percibimos como débil, lo que no siempre equivale a estar con quien tiene razón, suponiendo que la razón esté de un solo lado, lo que no suele suceder casi nunca.

Tiene, pues, algo de razón Putin cuando denuncia el doble rasero occidental –quizá yerra al suponer de modo tan gratuito que Occidente defendería, en todos los casos, el español incluido, las fronteras propias-. Los ministros de exteriores, los diplomáticos y los estrategas, una vez más, se muestran cortos de miras.

Y barriendo para casa, ¿puede esto tener efectos en España? Por supuesto que puede. Ya sé que tirios y troyanos, españoles y extranjeros, se han apresurado a afirmar que “nada tiene que ver” el caso kosovar con el vasco. Por supuesto que no tienen nada que ver. Como nada tienen que ver kosovares e irlandeses, como nada tienen que ver entre sí cualesquiera dos casos que se quiera tomar, si se asumen en toda su complejidad.

Pero es que si respetáramos la historia, si verdaderamente tuviéramos un interés en entender los problemas desde su raíz, no estaríamos aquí, queridos amigos. Uno se hace nacionalista para alejar de sí la funesta manía de pensar, no para autoimponerse el esfuerzo de descubrir la verdad, para terminar alcanzando la descorazonadora
conclusión de que “la verdad” es algo que raramente existe y que la realidad se nos ofrece en una tibia gama de grises. Para descubrir que raramente hemos sido el pueblo oprimido desde la noche de los tiempos, sino que hemos sido opresores de otros cuando nos ha tocado. U, ¡horror!, para descubrir que las pretendidas diferencias no son más que naderías, una vez puestas en contexto. Que no está escrito que, a la hora de respetar derechos individuales, los “propios” vayan a ser mucho mejores que los “ajenos” y, por tanto, que no está claro que para algunos viajes se precisen ciertas alforjas. En suma, para descubrir que las fronteras existentes, a menudo, son las mejores o, sencillamente, las únicas posibles.

En resumidas cuentas, el precedente se utilizará, y de nada servirán sesudos análisis comparativos, como de nada han servido durante años.

Los aprendices de brujo de la política y de la historia tienden, además, a pensar que pueden concluirla cuando les plazca. Que pueden, mediante un ingenioso golpe de mano, corregir los defectos de un proceso artesanal, de prueba y error, que lleva siglos. Pero lo cierto es que el amanecer de la independencia es solo eso, un amanecer, un amanecer al que sigue un día, y al día una noche… y así sucesivamente. ¿Cuál puede ser el alcance de la humillación de Serbia? ¿Qué suerte correrán los serbios atrapados en el nuevo estado? ¿Le importa a alguien? Algunos observadores informados han denunciado, con certeza, que dictadores como Saddam Hussein eran productos de Occidente, peones en el tablero de la Guerra Fría. La Guerra terminó, pero su reguero de excrecencias en forma de regímenes repugnantes, entre otras cosas, aún infecta la tierra y, a veces, se cometen nuevos abusos para corregir los primeros. Pero los políticos de aquel tiempo no fueron capaces de ir más allá del “aquí y el ahora”. A la vista está que se requiere mucha clarividencia para ir más lejos. Es, supongo, el abrumador peso del presente, que impide toda consideración al pasado y al futuro.

He comentado muchas veces que el nacionalismo es, esencialmente, una forma de infantilismo político. Un infantilismo de consecuencias, a menudo, trágicas. Por supuesto que las fronteras pueden alterarse. A veces, de hecho, no cabe solución alternativa. Pero convendría tener la convicción absoluta de que no ha habido, realmente, más remedio. Las fronteras de Europa no son naturales, tampoco son hijas de la inteligencia planificadora de nadie. Son el resultado de procesos históricos complejísimos que han costado miles de muertos. Los Balcanes son algo así como una muestra en miniatura de toda esa complejidad; como una especie de caja de demonios. Allí convergen etnias, lenguas, alfabetos, tradiciones y religiones. Allí, más que en ninguna otra parte, se utiliza el calificativo “sagrado” para referirse a muchas cosas.

Dicho de otro modo, los Balcanes son algo así como la caja de Pandora de todas esas cosas que los europeos occidentales han decidido, sencillamente, desconocer en su discurso oficial. Hacer como que no importan, incluso como que no existen. En su pose escéptica, los tecnócratas de Bruselas, los descreídos ministros de exteriores, parecen no creer que se pueda matar por que una inscripción vaya en cirílico o en latino. Por eso creen también que bastará decir, a la hora en que nos enfrentemos con los efectos de segundo orden, que “son cosas distintas”. Y, claro, el nacionalista, convencido, se irá por donde ha venido, cegado por la luz de la razón, como Pablo en el camino de Damasco.

domingo, febrero 10, 2008

QUE NADIE ABRA LA VENTANA

Por mor del calendario, la autodenominada “gente de la cultura” –que, recordemos, en España es casi sinónimo de gente del cine, cantautores y cantautrices ya algo canosos- lleva toda la semana en el candelero. Primero, por la anual gala de los Goya, acompañada también de las anuales reflexiones poco reflexivas y nada autocríticas sobre cómo le va a nuestro cine, y después por la publicación –nobleza obliga- del consabido manifiesto de apoyo a quien mandan los cánones, nunca mejor dicho, sin excusar lindezas también marca de la casa como la de calificar de “turba” e “imbécil” a quien piensa diferente y vota en consecuencia. Sin duda, ambas cuestiones andan indisolublemente ligadas.

Sobre el cine español está casi todo dicho, por más que el mundo alrededor del mismo se niegue sistemáticamente a acusar recibo. Los espectadores desertan, o simplemente no van, por aquello de que para desertar hay que haber estado antes, el cine no conecta, etc. Frente a esto, se alzan las voces que indican que la crisis afecta al cine en general, que existen notables excepciones –hay películas españolas que sí se ven, y se ven mucho, y no todas del tenor de Mortadelo y Filemón o la Saga de Torrente (auténticos bombazos de cartelera)- y, sobre todo, que al fin y al cabo, el cine es arte y, por tanto, el estado de nuestra cinematografía hay que medirlo con patrones diferentes al monto en taquilla. Por último, y frente a los que acusan al cine de ser un producto de la política de subvenciones, y poco menos que de parasitar el Erario, se objeta que lo mismo ocurre en otros países y que, al fin y al cabo, hay otros muchos sectores también beneficiarios de ayudas públicas.

En punto a la cuestión de “si la gente no va, la culpa es de ellos”, es decir, las salas vacías como síntoma no del fracaso del cineasta sino de la incultura del espectador, hay que decir que es inaceptable desde muchos puntos de vista. El primero, desde luego, que la misma circunstancia, de la que se presume, de que, de vez en cuando, el cine español sí conecta con sus espectadores, sirve para falsar el argumento. Hay películas españolas que, sin cometer el pecado de lesa humanidad de ser “comerciales” son éxitos de crítica y público. ¿Acaso no es posible que las demás no interesen ni a la crítica ni al público?

El cine español, entre otras cosas, merced a su sistema de financiación, es un cine absolutamente desconectado de la sociedad en la que pretende vivir. Precisamente porque es un cine sectario y hecho para sectarios, solo pretende reflejarse a sí mismo. A los cineastas españoles, ni les interesa su público ni les importa un carajo el país en el que viven. Sencillamente, porque “el país en el que viven” es un país dentro del país (también podría haber dicho “El País”, y me anoto un juego facilón de palabras). No, la España contemporánea –contra lo que piensan algunos extranjeros poco avisados- poco o nada tiene que ver con la España almodovariana. Ni la gente anda empeñada en ganar una guerra civil setenta años después, ni por la calle pululan histéricos, seres extravagantes y, en general, la fauna típica de nuestro producto estrella: la comedia de situación en ambiente cutre. Madrid no es solo Chueca, ni ofrece ese monocorde tono progre. Hay de todo, y mucho. Y casi todo está radicalmente excluido, salvo honrosas excepciones, de nuestro cine. El ojo de la cámara permanece ciego a todo lo que sale del intramundo del propio cine. Y, ya digo, la subvención tampoco es ajena a ese proceso. La subvención guetifica al cine, como, en general, la dependencia del poder esclaviza al arte, esclaviza al intelecto.

“Arte”, salió la palabra. Ninguna de mis objeciones, hasta ahora, es válida, porque el cine es arte y, como tal, está fuera de cánones. ¿No refleja la sociedad actual? Bien, ¿y qué? El cine no pretende ser documental. El cine cuenta historias que bien pueden no tener nada que ver con la realidad. El cine no tiene por qué aspirar a ser notario de nada. Touché. Así es. Y llegamos, entonces, a la verdad incómoda. Es que tampoco la calidad artística de nuestro cine es extraordinaria. Será muy políticamente incorrecto decirlo, pero nuestra cinematografía, incluso en sus mejores años, que no son los presentes, está a años luz, a una distancia sideral de las obras maestras del séptimo arte. En todos los planos –de nuevo, salvo singularidades-, desde el trabajo actoral a la dirección, pasando por guiones, etc., hallamos una horrorosa mediocridad. ¿Alguien cree, de veras, que alguna película del cine español contemporáneo merecerá análisis y estudio, más allá de nuestras fronteras, como obra maestra?

“Mediocridad”, desprecio por la excelencia. Acomodo en la medianía. Halago del tuerto en país de ciegos. Lo sobresaliente rara vez se encuentra, porque casi nunca se busca. Por tanto, España y, por tanto, izquierda.

¿Puede extrañar, por tanto, que la caterva que vive de esto apoye a quien es su trasunto en lo político? Más allá de los malos modos, ¿puede ser de otra manera? Todos partimos de la base de que, sin el sistema de ayudas públicas, la “cultura” española –en el sentido restringido de siempre- no sobreviviría. Pero, se dirá, tampoco el PP ha puesto, jamás, en riesgo el maná que cae del presupuesto, ni lo hará, con toda probabilidad, porque la derecha española ha probado reiteradamente que tiene más miedo a la farándula que respeto a sus votantes y contribuyentes. No es solo eso lo que está en juego. Está en juego algo más. Está en juego su propio rol social.

Al postrarse ante el poder, no solo a través de la dependencia económica, sino también de la ideológica, al mostrar esa lealtad perruna al poderoso de su cuerda haga lo que haga, la tropa de los abajofirmantes se caga en su propia función social: la de conciencia de un sistema. El intelectual, para poder ser considerado tal, ha de blasonar de una radical independencia. Si no, claro, muy agradecidos, pero voceros ya tienen los partidos, las iglesias y demás centros de poder. Insisto, muy amables, pero no es lo que esperábamos de ustedes.

No, no es por la subvención. Esta desesperación por proteger a una determinada opción política, incluso recurriendo al insulto crudo a quienes abogan por otra y, por supuesto, excluyendo radicalmente del ámbito propio a quienes piensan distinto es por otra cosa. Es porque jamás haya que afrontar ni de lejos el riesgo de que, un buen día, alguien haga por cambiar el rumbo. No vaya a ser que haya quien, de veras, abra de una puta vez la ventana de este país al aire para que se levante esta pátina de mediocridad absoluta, de egocentrismo rácano y paleto. No vaya a ser que se terminen de una vez esas televisiones públicas que hace ya más de veinte años que son injustificables. Es posible que nos quedemos sin industrias falsas e impostadas, a solas con nuestra verdad, con la realidad de nuestra medianía. Ese día veremos a las claras por qué somos la novena potencia económica del mundo, pero nos sentimos incómodos en el traje. Haremos muchas menos películas, y cerraremos muchas universidades. Pero nuestras películas se verán y a nuestros investigadores se les citará en las publicaciones extranjeras.

Entre tanto, ellos hacen lo que deben. Abogan entusiásticamente por la opción que garantiza que eso no pasará nunca –ojo, no es que la otra garantice lo contrario, claro está-. La opción que hace de la mediocridad bandera y nos lleva con afán por la senda de la indigencia intelectual.

domingo, febrero 03, 2008

LOS 400 EUROS

Un lector me invita, con ánimo provocador, a que comente la ocurrencia de los 400 euros. Digo “con ánimo provocador” porque, a poco que se me conozca, la respuesta es de lo más previsible. ¿Sorprende a alguien que diga que cosas así me ofenden, me hacen sentirme humillado y asqueado, como liberal y como ciudadano?

En estos días, se ha invocado la figura, nada menos, de Romero Robledo, aquel ministro de gobernación tantas veces en los sucesivos gobiernos de la Restauración, cuya labor principal era la de muñidor de mayorías. Desde Madrid, Romero Robledo se encargaba de que los mecanismos caciquiles funcionaran con precisión de reloj suizo para que el sistema funcionara como debía funcionar. Hemos de recordar que el sistema de la Restauración operaba justamente al revés de cómo, se supone, opera nuestro vigente parlamentarismo: formado el Gobierno, se disolvían las Cortes y se buscaban otras afines. Romero Robledo prometía alpargatas a los que votaran por la opción correcta. De las alpargatas a los 400 euros, van los correspondientes ajustes por desarrollo e inflación.

Es sencillamente asqueroso que los partidos políticos realicen, en campaña electoral, ofertas de este tenor. Asqueroso, antiestético e indicativo de muchas cosas.

De entrada, semejante proceder delata la consideración que merecen los ciudadanos, lo futuros votantes, al político de turno. Incluso quien por costumbre hoza en su discurso, como regla, entre la sarta de banalidades y el puro insulto a la inteligencia, como es el caso del Presidente del Gobierno, deberían existir unos límites, unas barreras siquiera meramente formales. A la vista está que no. ¿A qué perder el tiempo pergeñando alambicadas fórmulas para que parezca que tenemos ideas en materia fiscal? Seamos más simples y directos: el que me vote, tendrá una paga, el que no, no. Sin duda, el Presidente se dirige a esa masa inmensa de conciudadanos que, por la razón que sea, es incapaz de romper esa ficción que supone el Estado y, por tanto, no cae en la cuenta de que la beneficencia pública sale de su propio bolsillo, o del de otros, no desde luego, de los bolsillos del político. Pero en las democracias medianamente desarrolladas existe una, llamémosle, liturgia, que impone el tratar a los ciudadanos como si fueran personas conocedoras y versadas en sus propios asuntos; no justamente al revés.

Luego está, claro, la soltura con que tirios y troyanos se manejan cuando se trata de dineros públicos. He hablado de esto ya muchas veces, y no me canso, no me cansaré nunca de recordar que eso que reparten tan alegremente –con el desdén de quien posee algo, propio y en abundancia- es el producto de mi trabajo, de su trabajo, gentil lector, del que he sido privado conforme a mecanismos coercitivos irresistibles. Lo diré de nuevo, por si no se entiende. Cada euro del que disponen estos cantamañanas es un euro que ha sido detraído del esfuerzo de los españoles. Nos pertenece a nosotros y nuestras familias. En consecuencia, y aunque sé que es clamar en el desierto, exijo el mayor de los respetos. Exijo que, cada vez que se hable de cuestiones fiscales, se haga desde el más absoluto temor reverencial y, por supuesto, que cada vez que haya de cercenarse nuestra libertad, se haga con motivos más que justificados.

En resumidas cuentas, ¿cuál puede ser mi reacción sino la indignación y la pena? Indignación ante el comportamiento de un tipo que no tiene vergüenza, que se sube a una tribuna a hablar desde la más absoluta de las ignorancias y el más terrible de los desprecios por la libertad y los derechos de los ciudadanos –presentándose, encima, como un adalid de la “nueva ciudadanía”-. Pena ante la práctica certeza de que ciertos argumentos, por banales que sean, calan entre la ciudadanía. Lástima al constatar cuántas carencias presenta, en nuestro país, el espíritu cívico. Al comprobar cuan insensible es nuestra opinión pública a tantas y tantas cosas.

No voy ya a particularizar en Zapatero o en el PSOE, porque es un mal común. Se ha dado con toda clase de gobiernos y parece que se seguirá dando. ¿Por qué parece que en España todo, o casi todo, sale gratis? La respuesta se llama, ya digo, falta de conciencia cívica. Es posible, desde luego, que tras una ocurrencia tan reveladora, que da de modo tan claro la medida de la altura intelectual del sujeto, ni uno solo de los que pensaban votar a Zapatero hayan cambiado de idea, y unos cuantos más se lancen en masa a las urnas, en pos de los 400 euros.