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domingo, enero 27, 2008

EL ESPERPENTO ITALIANO

Mi querida Italia –sin duda, junto con Portugal y Francia, el país más cercano a España en todos los sentidos- ha vuelto esta semana a dar muestras de su empaño por alejarse cada vez más del grupo de países en la vanguardia del mundo. Tras el penúltimo disparate y consiguiente ridículo, de un primer ministro incompetente que, tras presentar una absurda moción de confianza, dispara uno de los espectáculos más bochornosos que se recuerdan en una República que acumula docenas de ellos, le toca a Giorgio Napolitano, desde el Quirinal, buscar una salida.

Salida que, a estas horas, parece pasar por un “gobierno técnico”, figura de cierta raigambre en la turbulenta política italiana. Falta una personalidad de reconocimiento nacional para encabezarlo –no deja de ser paradójico, por cierto, que esas “personalidades reconocidas”, en Italia, casi nunca sean políticos o, al menos, políticos al uso-. Esta parece la única solución viable, toda vez que la condición necesaria para poder llegar a un status de estabilidad más prolongada es una previa reforma de la ley electoral, o más bien, una contrarreforma del despropósito que un mal día decidió poner en pie Berlusconi con el único fin de dificultar la formación de gobiernos opositores.

Quiebra ya el mito de que la sociedad italiana va por su lado, y prospera sola, mientras sus políticos se despeñan. Sencillamente, no es posible que un sistema político y económico funcione contra sus instituciones, o a pesar de ellas. El desmadre continuado termina por lastrar el crecimiento. La antaño dinámica economía italiana, más allá de polémicas estériles en torno a si hay o no sorpasso español, es ahora la menos boyante de Europa. ¿Cuánto tiempo se puede seguir así?

Las perspectivas tampoco son buenas. La Segunda República, la república post-mani pulite, se ha estancado en los mismos vicios consociativos de la primera. La clase política se antoja una especie de cuerpo enquistado en la sociedad. ¿Es posible que el futuro de nuestros primos transalpinos se reduzca a un “Berlusconi, sí, Berlusconi, no”? Desde luego, no parece deseable. Urge que tanto la derecha como la izquierda renueven sus liderazgos. Urge.

Desde España, sin duda, hay lecciones que extraer.

Se ha loado, por contraste, el nivel de nuestro debate político. Magro consuelo, sí, pero hay que reconocer que, aquí, todavía ningún político le ha espetado a otro que es “basura”, entre otras lindezas, en sede parlamentaria. Navajeo, sí, pero con buenas maneras.

Pero es magro consuelo, ya digo, porque con mejores o peores usos parlamentarios, lo cierto es que hay problemas comunes. Los italianos acaban de demostrarnos lo peligroso que es jugar de forma partidista con el entramado institucional y sus piezas más básicas. Es posible que haya quien crea que una reforma electoral inicua, hecha contra su adversario, está justificada si le otorga la victoria. Absurdo, a poco que se tenga una perspectiva de medio plazo. Más pronto o más tarde, esos manejos se vuelven contra su inventor, que un buen día es oposición él mismo, o se encuentra con que es su propia coalición la menos sólida. Pan para hoy, hambre para mañana. ¿Acaso no sucede eso, también en España?

Un buen día, la red del sistema puede espesarse tanto que, simplemente, deja de funcionar. Y, entonces, se requiere cirugía mayor. Entonces, son imprescindibles las grandes reformas, casi siempre de resultado incierto.

Los sistemas políticos de las democracias del mundo pueden dividirse en dos grandes grupos: los que funcionan y los que no. El sistema español contaba hasta hace poco –sigue contando, confiemos- entre los primeros. No funcionaba a la perfección, eso es obvio, y presenta desequilibrios. Pero tenía media docena de elementos directrices razonablemente claros y con aceptable grado de salud. Pues bien, permítaseme afirmar que hemos iniciado el camino de la italianización, a través de añadidos de complejidad innecesaria, que tienen unos orígenes tan bastardos como la reforma berlusconiniana de la ley electoral. Y a lo peor nos abocan a similar destino.

sábado, enero 19, 2008

PIZARRO Y GALLARDÓN

Dos son las noticias políticas del momento, y las dos en campo diestro –la que hubiera sido noticia en campo zurdo, la presentación del programa electoral, quedó muy en segundo plano-: la llegada de Pizarro y la salida de Gallardón. ¿Ambas concatenadas? Hay quien se malicia que, a la postre, sí, pero la conexión no tuvo que ser necesaria. Pizarro y Gallardón pudieron ser compatibles. Lo del Alcalde de Madrid, por tanto, es historia aparte.

De Pizarro se podrá opinar lo que se quiera. No voy a ocultar que, por muchos motivos, me resulta simpático el caballero. Y con sinceridad, aunque la frase pueda hacerle acreedor a muchos reproches, no puedo quejarme de que haya debutado en política afirmando que el dinero donde mejor está es en el bolsillo del contribuyente. Tampoco puedo olvidar su famosa comparecencia en la que, Constitución en mano, se declaraba presto a enfrentarse nada menos que al Gobierno de la Nación, auténtico motor de la OPA que se lanzaba sobre la compañía que, en aquel momento, presidía. Claro está que las razones por las que a mí me cae simpático son exactamente las mismas que le granjearán toda clase de antipatías en la órbita socialista.

Pero lo que creo que cabe valorar como positivo es el mero hecho de que un hombre como él, formado, de éxito y con la vida resuelta, haya decido pasar a la política. Este fenómeno, que ojalá ocurriera con más frecuencia tanto en un lado como en otro, ha pasado a ser muy anómalo. Ya casi no existen en nuestra política políticos que sean otra cosa que eso, políticos. Es verdad que los “políticos profesionales” no son todos iguales. No es extraño hallar en política gente con importantes grados académicos y es muy habitual la figura del político-funcionario, o el funcionario-político, que llega a la política desde la administración. Esto es bastante normal en un tiempo en que el Ejecutivo ocupa tanto en la vida pública y en el que la política se tecnifica. Pero junto a estos políticos han proliferado los sencillamente indocumentados, verdaderos parásitos que serían absolutamente incapaces de ganarse la vida honradamente fuera del medio político. Simples culos andantes, posaderas prestas a pacer en cualquier hemiciclo, al ordeno y mando de los jerifaltes del partido.

Ni en el PP, ni en el PSOE ni en casi ningún partido político reina la democracia interna ni, desde luego, hay otro medio efectivo de circulación de elites que la “mili” en las garitas partidarias. Lo de Pizarro, por tanto, ha de valorarse positivamente: de su seriedad cabe esperar que la apuesta no sea consecuencia de un calentón y, por tanto, que siga ahí ocurra lo que ocurra –desde luego, será digno de ver, si llega el caso, cómo se despacha en debates parlamentarios con los habituales analfabetos funcionales-, pero no cabe duda de que es bueno saber que no tiene para continuar más incentivo que el interés por lo que hace. Es dueño de salir igual que entró: cuando y como le apetezca. Como otros que, en el pasado, dijeron “basta” y retornaron a sus empresas, cátedras o despachos. Ninguna cátedra, ninguna empresa y ningún despacho espera a los que jamás ejercieron –en rigor, ni se plantearon ejercer- cualquier otra profesión que la de cargo público “de lo que sea”.

¿Y Gallardón? Gallardón tiene lo que se merece, sin duda, por su mal estilo y peor gusto. Es verdad que un partido político no es la Compañía de Jesús y, por tanto, nada hay de malo en autopostularse. Tampoco hay nada de malo en aspirar a lo más alto. Pero sí hay tiempos y lugares. Hay momentos, hay oportunidades... Y nada de eso ha sido objeto de la menor consideración de ese alcalde que, de paso, ha puesto claro a sus convecinos que, en realidad, no tiene interés en ser lo que es. Triste sino el de nuestra capital, siempre desdeñada. Los que defienden que la incorporación de Gallardón a las listas hubiera traído votos al PP –que, más bien, pretenden colocar al muchacho de cara a una eventual sucesión- quizá harían bien en recordar que muchos, por no decir todos, los muchos sufragios que don Alberto cosechó en su vida son de Madrid. Y los madrileños le votaron para alcalde. Y los madrileños, algunos por lo menos, piensan, con todos los respetos, que Madrid no es Madrigal de las Altas Torres, y que su magistratura es de las de tiempo completo. No veo muy bien con qué cara iba el PP a intentar repetir mandato en la ciudad tras semejante plante.

Pero no es menos cierto que el manejo de los tiempos tampoco parece la especialidad de Mariano Rajoy. Si tan convencido estaba –con razón, creo- de que la actitud de don Alberto no merecía la incorporación a las listas, tiempo tuvo de atajar el debate a su hora.

¿Efecto electoral? En realidad, está por ver. Hay quien dice que ambas cosas, la llegada de Pizarro y la salida de Gallardón escoran al PP “a la derecha” y, por tanto, le alejan del lugar donde puede ganar las elecciones. Pero la mayoría de los que dicen eso ni han votado al PP nunca, ni piensan votarlo en su vida ni, desde luego, desean que el PP se acerque ni de lejos a ganar las elecciones. Además, no todo van a ser pérdidas. Algún voto se ganará... alguno, seguro.

TOLERANCIA ASIMÉTRICA

Leo en prensa que la lectura, a cargo de un profesor, del discurso que el papa Benedicto XVI tenía previsto pronunciar en el acto de apertura del 750º curso escolar de la Universidad de la Sapienza, en Roma, fue un rotundo éxito. Las palabras del Santo Padre cosecharon muchos aplausos. Aplausos que no empañan –para vergüenza del propio rector- la circunstancia de que Ratzinger no haya podido leer su alocución por sí, debido a que las presiones de ciertos grupos desaconsejaron que el Papa aceptara la invitación que se le había cursado. Juan Pablo II sí pudo hablar ante la que, antaño, fue universidad pontificia pero, al parecer, los adalides de la tolerancia acusaban al actual Papa de haber pronunciado una especie de defensa del proceso de Galileo –inciso: desconozco absolutamente qué dijo Benedicto XVI sobre el asunto ni en qué contexto lo dijo, pero parece ser que afirmó que el pisano “tuvo un juicio”, lo que, así expresado, no puede ser más cierto-, lo que le hace indigno de presentarse en la “casa de la Razón”.

En otro orden de cosas, leo también que cierta Fundación española se ha visto obligada a redoblar sus medidas de seguridad porque ha invitado a hablar a dos profesores americanos que se declaran partidarios de la teoría del “diseño inteligente”, alternativa a la de la evolución de Darwin. Por lo que dicen, sus ideas tienen poco que ver con el creacionismo (y si así fuera, ¿qué?), pero a los guardianes de la ortodoxia les molesta, al parecer, que se expandan teorías no demasiado fundadas.

Lo desconozco casi todo sobre el “diseño inteligente”, y veo a mi alrededor demasiadas evidencias de nuestra proximidad al mono, o incluso a otros bichos inferiores como para poner en duda a estas alturas que Darwin parecía ir por buen camino pero, ¿desde cuándo es pecado difundir ideas científicas poco fundamentadas o, incluso, acientíficas por completo? Lo cierto es que produce verdadero rubor echar la vista atrás y comprobar cuántas ideas “sólidas” resultaron ser auténticas estupideces, por lo común proferidas por científicos muy ideologizados, así que el “diseño inteligente”, sea una tontería de pura cepa científica o una memez religiosa no podría, en ningún caso, llevarse la palma de la novedad.

Tampoco veo, sinceramente, razón por la que se deba anatematizar al Papa por los mismos que están dispuestos a hacer la ola ante cualquier líder religioso que hubiera procesado a Galileo ayer mismo por la tarde, y no hace quinientos años. Es sintomático, por ejemplo, el entusiasmo que despierta ese líder tibetano en el exilio que, con todos mis respetos, representa un régimen teocrático y feudal, por más que la odiosa amenaza del aun más impresentable régimen chino nos lleve a soslayarlo.

No voy, en fin, a realizar la afirmación, que me parece insostenible, de que cualquier idea puede ser libremente expresada, porque hay ideas que, en sí, son dañinas, ofensivas y delictivas. Pero, con mucho, son las menos, y desde luego hay que tentarse la ropa antes de negarle a cualquiera el derecho fundamental a la palabra. La cuestión es que esta “tolerancia asimétrica”, en cuya virtud ciertas ideas, aun siendo repugnantes y rayanas en lo intolerable, gozan no ya del beneficio de poder ser expresadas en alta voz, sino también de una inexplicable simpatía, pero otras son inmediatamente contestadas empieza a alcanzar dimensiones preocupantes.

Hay que reclamar, entonces, por increíble que suene, que todos los discrepantes tienen el mismo derecho a hacerse oír, y que quienes deseen organizar una conferencia sobre el diseño inteligente, tienen derecho a hacerlo, y el público que voluntariamente quiera escucharlo, tiene también derecho a asistir. Son demasiadas, ya, las ocasiones en que “elementos aislados” –generalmente, siempre del mismo lado- revientan actos de otros por la sencilla razón de que no les gustan.