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lunes, diciembre 31, 2007

ZP Y LA DIVERSIDAD IDEOLÓGICA

Dice Fernando Díaz Villanueva (aquí) que, siendo él poco religioso, le resultó agradable el acto de ayer de las familias cristianas. Desde –supongo- al menos una cierta discrepancia o, cuando menos, desde la distancia que implica su propia declaración, cree Fernando, o yo le interpreto, que está más que bien que ese segmento de la sociedad, el de los católicos que pretenden vivir como tales, se deje ver. Es más, llega a afirmar que le gustaría que hubiese más gente religiosa, a ser posible, cristiana.

Convengo con Fernando en algunas cosas. Comprendo perfectamente su deseo. ¿Por qué? Porque, a diferencia de lo que suele ocurrir en las algaradas a las que otros nos tienen acostumbrados, las numerosas manifestaciones y actos multitudinarios protagonizados por grupos religiosos a lo largo de esta legislatura han ofrecido un cuadro de comportamiento ciudadano ejemplar. A diferencia de lo que sucede cuando ocupan las calles quienes, por ejemplo, claman por la paz –casi siempre contra alguien-, no cabe duda de que las vitrinas del Corte Inglés están perfectamente seguras con estas familias de tres, cuatro, cinco... doce hijos. El bocata de jamón lo traen de casa.

Y es que el proyecto vital consistente en fundar una familia tradicional, vivir del trabajo de uno y educar a los hijos en la propia fe (“a lo Flanders”, como dice Fernando, evocando la figura del popular vecino de Homer Simpson) raramente produce externalidades negativas. No puedo sino estar de acuerdo en que, en primer lugar, hay que reclamar el máximo respeto para estas personas y sus familias, que tienen todo el derecho del mundo a no ser molestadas en sus creencias y, por supuesto, a hacer bandera de ellas cuando y como tengan por convenientes. Bienvenidos, pues, actos como el de ayer.

Dicho lo anterior, con lo que ya no puedo estar tan de acuerdo es ni con el discurso catastrofista de algunos obispos ni, desde luego, con la pretensión, vagamente soterrada, de anatematizar a los que no comulguen con un cierto credo. Sencillamente, no es verdad que España haya devenido, bajo la égida de Rodríguez Zapatero, una Sodoma y Gomorra, ni es cierto que las leyes aprobadas –muchas de ellas, sin ser aciertos, precisamente- socaven los cimientos de los derechos humanos. El divorcio exprés o el matrimonio homosexual podrán ser aciertos o desaciertos legislativos, pero no andanadas contra la misma dignidad humana, me temo. Al césar lo que es del césar, máxime tratándose de un gobierno que tiene un currículo tan deficiente, que no hay ninguna necesidad de agravar.

Por otra parte, si la pretensión progre de igualar toda clase de formas de convivencia, con independencia de su relevancia social, tiene poco fundamento –porque no hay mayor injusticia que tratar igual lo desigual-, tampoco es aceptable que para esas otras formas sólo quede, en el mejor de los casos, “la tolerancia”. No es aceptable la división de los comportamientos sociales entre “naturales” y “antinaturales”. En todo caso, habría que recordar a los señores prelados que llevamos siglos intentando hacer lo posible por ser menos “naturales” y más “civilizados”.

En fin, no creo que sea muy procedente insistir en la razón fundamental de mi discrepancia: la Iglesia Católica puede ser muchas cosas, excepto liberal, naturalmente. ¿Acaso merece la pena recordar que nos hallamos frente a una Institución dogmática, depositaria de una Verdad revelada? Bien está. Tan solo cabe, quizá, recordarle una vez más a la Iglesia –o recordar nosotros mismos- que solo representa una moral privada, puede que mayoritaria, pero privada, que ha de coexistir con otras morales privadas –con todas las que, a su vez, sean capaces de autoconstreñirse para permitir la existencia de otras-, y que no puede aspirar a elevar dicha moral al rango de moral pública. No, al menos, por la vía de la imposición.

Dicho todo esto, y volviendo al principio, desde un punto de vista estrictamente político, creo que este activismo religioso debe ser saludado, y puede considerarse un hito de la presente legislatura.

Me atrevo a afirmar que, si algo de positivo nos deja este convulso zapaterato ha sido la eclosión de formas de ver la vida alternativas a la ortodoxia progre. Sin duda, los primeros sorprendidos por ello han sido los socialistas que, supongo, pensaban que las aguas iban a volver mansamente a su cauce: tras el triunfo electoral, debía producirse también el triunfo ideológico, en forma de aquietamiento del discrepante. Pero, no, esta vez, no. Los adalides del pensamiento único se han llevado el pequeño disgusto de comprobar que el país es ahora mucho más plural de lo que pensaban. No estaba en el guión, pero a la vuelta a la Moncloa se han topado, para empezar, con un verdadero frente mediático en cuyas filas militan demagogos de primer orden –al igual que en las propias y con las mismas armas-. Se han topado también con que el SMS, las calles y demás no son privativas de nadie. Se han topado con que la Derecha española es plural.

Y... rompamos una lanza. Se han topado también con una pequeña eclosión del liberalismo clásico. No nos engañemos, ocupamos un papel muy marginal en la escena, pero sí alguno. Es especialmente llamativo, creo, ver cómo este virus anida en un segmento de la población que, si por algo destaca, es por su juventud. Es interesante ver cómo en la primera generación genuinamente post-franquista –es decir, en una generación ya no obligada a tomar bando por motivos sentimentales- la apelación intelectual del liberalismo encuentra algo de eco. Nuestros predecesores fueron de izquierdas o de derechas, pero nunca, nunca liberales. Nosotros, algunos, sí lo somos.

Los años de ZP han traído, pues, una diversidad ideológica nunca vista. Magra esperanza, pero esperanza.

Feliz año 2008.

domingo, diciembre 30, 2007

YO TAMBIÉN ESTOY CON MARY WHITE

Sepan quienes no estén al corriente que Mary White es la autora del delicioso blog Lady Godiva, uno de los más activos de Red Liberal. Me entero por otro blog amigo de que Mary White y su familia han sido amenazados y agredidos verbalmente en el pueblo de Jaén donde pasan sus vacaciones de Navidad.

Cualquiera que sea el ¿motivo? de esas amenazas y agresiones, desde aquí, toda mi solidaridad con Mary. Solidaridad redoblada si es que, como es previsible, el ¿motivo? es que a algunos les molesta el que Mary haga, como suele, brillante uso de su libertad de expresión.

Un fuerte abrazo, Mary. Y, si alguien se ha irritado en el pasado por tus artículos... que se lo vaya haciendo mirar, o morirá presa de fuertes convulsiones, porque estoy seguro de que seguirás en la brecha, con ganas redobladas.

Te ladran, luego cabalgas, Lady Godiva.

viernes, diciembre 28, 2007

ACABA 2007

Acaba 2007 y, con él, la legislatura. La legislatura maldita, sin duda, la peor desde que recomenzara la andadura de los parlamentos democráticos en España, allá por un ¿lejano? –sí, lo parece- 1978. El juicio que merece no puede ser peor.

Mala, en primer lugar, porque es la égida de un gobierno absolutamente fracasado. Los voceros gubernamentales, habilidosos ellos, juegan con la desmemoria. Juegan con esa verdad como un templo de aquel campeón del cinismo que fue Felipe González: no hay asunto, por grave que sea, que merezca más de quince días de periódicos. También nos recuerda Manuel Conthe en su ameno libro “la Paradoja del Bronce” cómo la psicología ha demostrado que, no importa cuan larga y variada sea una experiencia, al final, nos quedamos con dos instantes, el álgido y el postrero. Así pues, sí, los españoles acudirán a votar, probablemente, con los ecos de la última gracia que se le haya ocurrido al ministerio Zapatero. Sólo esa falta de percepción puede ayudarles –les ayudará, con toda probabilidad- a eludir la realidad de un fracaso en la totalidad de las apuestas estratégicas.

El adanista Zapatero se nos presentó con ínfulas de desfacedor de los peores entuertos que nos aquejaban cuando él llegó. Ignorando completamente las llamadas a la prudencia implícitas en las anómalas y trágicas circunstancias que enmarcaron su acceso al poder, el hombre del talante se lanzó temerariamente a abrir unos cuantos melones que no ha podido cerrar. En rigor, que no ha sabido cerrar porque no tenía ni puta idea de cómo hacerlo. Ni la tiene. Su falta de profundidad intelectual convierte su presunta audacia en temeridad, en desvergüenza y desdén por los gobernados. No contento con haberse comportado estrictamente como gobernante de parte –sin árnica ninguna para los que no piensan como él (tentado estaba de decir que para los que, simplemente, piensan)-, y con dinamitar los consensos básicos de la democracia española, ha convertido el problema territorial –que, obviamente, no se inventó él, eso es cierto-, en afortunada expresión de su a menudo silente vicepresidente, en un sudoku, en un puzle cuya solución se aventura muy, muy compleja, si es que la tiene.

Tampoco puede decirse que la oposición haya rayado a gran altura en estos cuatro años. Es verdad que la insoportable levedad de ZP, a título personal, y la inanidad de su Gabinete, en general, han llevado a muchos a subrayar la inutilidad de Rajoy y sus gentes, como si enfrentarse a semejante tropa hiciera inexcusable la victoria por goleada. Esto último es injusto. Es increíblemente difícil ganarle, en condiciones normales, la posición a un gobierno, por incompetente que sea. Desde esta perspectiva, lo realmente llamativo –lo que da la medida de la banalidad del equipo ministerial- es la incapacidad gubernamental para el despegue. No, no se trata de encuestas o de sacar tantos o cuantos puntos al rival. Ni aunque, a estas alturas, el PP volara muy por encima de su adversario en las estimaciones, estaría enmendado el yerro de no haber construido una alternativa sólida e identificable. Podrá argumentarse que los deméritos ajenos deberían haberle llevado más lejos, y hasta es posible que los hados le sonrían y salga ganador el 9 de marzo. Pero no ha ilusionado, no ha convencido... salvo a los que venían convencidos de casa, por supuesto. Al PP le correspondía –le corresponde- demostrar que hay una alternativa al PSOE, y me refiero a una alternativa integral. Una alternativa no es un reverso. El PSOE dice, probablemente con razón, que es el partido que más se parece a España. Pues, coño, se trata de que a España hay que cambiarla. España no se puede seguir pareciendo al PSOE, y el PP parece empeñado en que siga siendo así, aunque sea el PP quien la gobierne.

Por supuesto, la estopa a diestra y siniestra –privilegio del ciudadano cabreado e independiente- no nos releva de nuestro trágico deber: el 9 de marzo, deberemos decidir quién nos parece menos malo. Y déjenme que les diga que Sarkozy no se presenta, ni Merkel, ni Hillary Clinton. Se presentan los que hay. Y un non liquet, una no-decisión en pose ofendida no es, creo, una conducta admisible –no, en las actuales circunstancias-, aunque preveo que pueda ser una conducta masiva, especialmente en algunas regiones.

¿Qué ocurrirá el 9 de marzo? Sabe Dios. Pero no hay demasiados motivos para ser optimista.

Si, como dicen, ambos grandes partidos van a estar en un pañuelo –sin mayorías claras, por tanto-, lo probable es que siga gobernando ZP. Sucederá tanto si gana como si pierde por la mínima –entendiendo por “la mínima” algo bastante holgado-. Dijo, sí, que no gobernaría si no era el más votado, pero todos sabemos que, cuando la patria llama, siempre se encuentran mayorías “de progreso”.

De lo que no me cabe la menor duda es de que las elecciones se van a plantear sobre un único eje: el PP. El voto se pedirá a favor o en contra del PP, pero no a favor de nadie más en concreto, más allá de retóricas formales. Y ello por varias razones. La primera, desde luego, es que el gobierno no está para sacar pecho y pedir un aval a su gestión pero, sobre todo, porque es éste el único y verdadero cimiento del proyecto político de Rodríguez. Su “España alternativa” es, principalmente, una España en la que el PSOE es hegemónico, a cambio de que los demás partícipes en el proyecto puedan ver realizadas mayores cuotas de sus expectativas. No se trata de que quepan los que nunca han querido caber; sino de que dejen de caber muchos de los que, hasta ahora, mejor o peor, cabían. El PSOE no sale, ya lo han dicho sus voceros, "a buscar el centro", sencillamente porque sabe que no es ahí donde reside la posible victoria. La victoria está a babor, allí donde reside la masa de electores cuya única idea política clara es que no quieren gobiernos del PP -no porque no tengan otras, desde luego, sino porque es, probablemente, el único aspecto que genera consenso suficiente, en el doble sentido de amplio y bastante como para ir a votar sin necesidad de mayores razones.

Unas Cortes que reproduzcan las actuales, con ligera ventaja de uno de los dos grandes partidos o del otro, tanto da –insisto, resultado probable-, podrían conducirnos a dos escenarios muy diferentes. El primero, y el más deseable, es que el ganador, el más votado, el que tenga más escaños -o como quiera que toque definir al ganador esa noche-, bascule hacia el centro, en busca de acuerdos transversales con el otro. La condición necesaria es, por supuesto, que ese otro esté donde y cuando se le busque, para permitir un gobierno en minoría, reeditando la experiencia Suárez. No me planteo una gran coalición formal, porque es, sencillamente, ciencia ficción –no porque no lo desee-. El escenario que acabo de describir tiene pocos visos de realidad, desde luego, si gana Rajoy, y muchos menos si gana Rodríguez.

El segundo escenario, mucho menos apetecible, es, supuesta una victoria del PSOE o una victoria del PP que pueda ser convenientemente neutralizada a través de pactos, la perseverancia en una práctica acorde con la experiencia y con la apuesta que se puede intuir en las propuestas socialistas, con resultados asimismo previsibles. Es innecesario decir que, por desgracia, la última de las situaciones cuenta con más papeles.

¿El lugar para la esperanza? Que, a Dios gracias, la política sigue siendo un arte. Y en el arte, como en la vida, hay sorpresas.

sábado, diciembre 01, 2007

EL CONOCIMIENTO INÚTIL

Pere Navarro, Director General de Tráfico, ha sido “cazado” por unos periodistas, en su coche oficial, cuando circulaba a velocidad holgadamente superior a la permitida. Ignacio Camacho, en ABC, le afea la conducta y plantea lo elegante que hubiera resultado una dimisión a tiempo, que en otras latitudes hubiera volado, sin duda, hasta la mesa del ministro sin necesidad de pedirla. Ve el periodista andaluz en esta conducta un rasgo de la prepotencia y la chulería típicas de las clases dirigentes españolas, que parecen creer que las normas que hacen no van con ellos. La cosa no deja de tener su gracia, porque el tal Navarro es el adalid de las políticas altamente represivas, que incluyen cárcel para los infractores en los casos más graves – se entiende que si no son importantes y llevan prisa.

Camacho tiene razón, sin duda, en general. Tenemos unos dirigentes prepotentes hasta la náusea. Pero, en el caso que nos ocupa, el señor Navarro no hace sino pecar del mismo mal que casi todos los ciudadanos. No cumple el límite de velocidad porque no se lo cree. Porque a él, como a tantos otros, la norma se le antoja hueca y sin sentido. Desde luego, me apostaría la mano a que el señor Navarro no permitiría que su chófer se pusiera al volante estando como una cuba ni le invitaría jamás a saltarse un “stop”. El señor Navarro, como todo hijo de vecino tiene –incluida la imprescindible dosis de mayor tolerancia para con el comportamiento propio- la misma intuición que el resto de los mortales para distinguir la norma absurda de la sensata.

A mí esto me parece muy triste. Me parece muy triste que la DGT y sus responsables hayan degradado la lucha por la seguridad vial hasta convertirla en una serie de mantras y lugares comunes, respaldados, eso sí, por una política represiva que produce cada vez más pingües resultados económicos. En estos días, una asociación de automovilistas, por enésima vez, ha pretendido relanzar un debate serio sobre los límites de velocidad. Ante la evidencia de que son sistemáticamente incumplidos, antes que concluir que la mayoría de los españoles se han vuelto unos locos peligrosos, quizá convenga preguntarse por qué. Y la respuesta a la pregunta es que los límites genéricos son perfectamente inútiles. Existen en nuestras autovías, por ejemplo, tramos en los que es totalmente seguro circular a 140 kilómetros por hora y otros en los que hacerlo a más de 100 puede ser muy peligroso para la salud. Un buen ejercicio, en busca de la seguridad vial –y que no busque convertir a los ciudadanos en víctimas de la voracidad recaudatoria- quizá debería partir, en este tema, de un análisis profundo.

Pero no. Temo que no hay ninguna, absolutamente ninguna posibilidad de desarrollar, en este como en otros tantos temas, un debate sensato, sereno y sin interferencias de posiciones puramente ideológicas o apriorísticas. Es curioso comprobar, día tras día, cuánta razón tenía Jean François Revel en su célebre ensayo “el conocimiento inútil”: la evidencia de que disponemos cada día de más información no implica, en absoluto, que haya en nuestro debate público un ápice más de sabiduría. A Dios gracias, siguiendo con nuestro ejemplo, la tecnología nos permite, hoy, disponer de bases inmensas de datos que permiten, si se hace un esfuerzo sincero, encontrar una solución técnica a muchos de los problemas que el tráfico plantea. Los puntos negros de las carreteras están perfectamente identificados, se dispone de series estadísticas, se conoce la práctica comparada, podemos investigar las causas de los accidentes... pero no queremos. No nos da la gana. ¿Por qué? Porque preferimos encenagarnos en el debate ideologizado, adoptar posiciones “progresistas” o “conservadoras” y hacer cosas tan estúpidas como afrontar el problema desde “una perspectiva de izquierdas (o de derechas)”. ¿Por qué es imposible plantear con solvencia que, en ciertas carreteras, el límite de velocidad bien podría elevarse –y, además, todo el mundo lo sabe-? Sencillamente, porque eso exige que mucha gente se desdiga de lo que viene diciendo machaconamente desde hace semanas, meses y años. Porque eso implica reconocer que todo el dinero invertido en campañas apocalípticas quizá pudo tener mejor destino, como pudo ser el arreglo de carreteras, el levantamiento de un mapa de siniestralidad para la fijación correcta de velocidades, o sencillamente la impartición de cursos de conducción. Y no, señor mío, no estamos por la labor. Mejor dejamos las cosas como están, y le decimos al conductor que pise a fondo en las rectas manchegas, que es para hoy.

Otro buen ejemplo es el de las balanzas fiscales. Supongamos que se concluyera que, en efecto, puede ser de interés conocer semejante dato. Si verdaderamente se pretendiera construir algo sobre esa base, se empezaría consensuando una definición de qué se quiere medir y, después, una metodología de medición. A buen seguro, los economistas disponen de técnicas y datos juiciosos para hacer el trabajo, como acaba de demostrar alguien recientemente. Pero no, no será así. Alguien se encargará de que, sea cual sea la metodología aplicada, el resultado “no sirva”, sencillamente porque no avale ciertas tesis o avale las contrarias. No se quiere conocer, sino justificar. A nadie le importa un carajo cuál es, realmente, el saldo de Cataluña, o de Andalucía con el resto de España. Lo único que importa es que, sea lo que sea, es “intolerable”.

Por supuesto, la política no es el reino de la técnica ni de la ciencia. Pero sí puede afirmarse que la política democrática es aquella especie de política en la que la razón, el debate y el discurso racionales, tienen, o deberían tener, un campo más amplio. Sencillamente, porque si la base de la política democrática es el diálogo, la convicción del otro, todos deberíamos estar dispuestos a respetar la inteligencia del otro tratándole como un ser con intelecto y, lo que es igualmente importante, todos deberíamos tener la honestidad de estar dispuestos a ser convencidos. Al menos, a contemplarlo como posibilidad, siquiera a no negar los hechos.

Nos hemos instalado, por el contrario, en un ambiente de frase hueca y de mensaje corto. En una política que parte de la base de que el ciudadano es retrasado mental o, al caso, como si lo fuera. No hay matices, no hay grises, no hay complejidad en las cosas. Por debajo de 120 todo es seguridad y buen hacer, por encima, están la temeridad y el peligro. Fácil de recordar, desde luego.