ALGO DE PESIMISMO ANTROPOLÓGICO
Los habituales de la casa habrán notado que esta bitácora se actualiza cada vez menos. No voy a negar que las ausencias, cada vez más prolongadas, obedecen en buena medida a simple falta de tiempo. Pero tampoco voy a esconder que me asaltan cada día con más frecuencia dudas acerca de si merece o no la pena seguir en este empeño. Escribir, juntar letras, es en sí un placer y un solaz, pero no nos engañemos, sobre todo si uno opta por géneros como el que a mí me ha dado por cultivar –quede al lector el calificativo más preciso- hace falta algo que decir. Algo que merezca ser dicho y, también, que tenga algún viso de ser escuchado.
En los últimos tiempos, noto que mi moral decae, la verdad. Me puede el entorno. Me puede el escasísimo eco que el liberalismo laico tiene en esta sociedad. Me pueden, en suma, la falta de sentido cívico de España y de los españoles. Hay días que me levanto pensando que jamás tendremos, en nuestro país, una democracia liberal digna de tal nombre, sencillamente porque no la queremos. No la buscamos. Como consecuencia, tengo la sensación de que lo que escribo es de muy poco interés para mis conciudadanos. Un discurso sobre la ciudadanía responsable, sobre la ciudadanía liberal, en las antípodas del zapaterismo pero, me temo, también lejos de los terrenos donde pulula la única derecha realmente existente no parece tener nada de interesante para nadie, a salvo esta pequeña comunidad que hemos formado quienes gustamos de leernos a nosotros mismos y poco más.
Acabo de terminar el reciente ensayo de Albert Boadella que ha merecido –justamente, creo - el premio Espasa de este año. El dramaturgo catalán, tristemente, acaba el libro poco menos que anunciando que se da por vencido. Lejos de mi intención compararme con todo un personaje como don Albert que, al fin y al cabo, uno no es nadie, pero me preocupa, y mucho, la razón que da para su deserción. Boadella, viejo luchador contra toda clase de intolerancias –y, claro, demócrata convencido- ve la hora de hacer mutis no cuando carga contra él todo el establishment catalán sino cuando ese establishment y la sociedad que parasita se vuelven indistinguibles. En ese caso, acierta el cómico en que lo mejor es irse, porque no hay conciencia ciudadana que despertar, ninguna causa verdadera a la que servir.
Y es que igual tenemos que ir haciéndonos a la idea de que puedan ganar los malos. En estos días, se cumplen dieciocho años de la caída del Muro de Berlín. En aquella hora se anunció que toda una perspectiva ideológica liberticida se iba para no volver. Sencillamente porque había quedado falsada, porque no había resistido el contraste con la realidad. Pero tiempo faltó para que la historia diera la razón a Revel en su aserto de que la fuerza más poderosa del mundo es la mentira. La realidad, ¿a quién le importa?
La democracia liberal, ilusa ella, se sentía vencedora, afianzada, tras ganar, por fin, una guerra antitotalitaria, soterrada, que duró más de cincuenta años. Pero, ay, entre tanto, los engendritos del 68, la generación más inane de la historia, había alcanzado la mayor edad, y estaban dispuestos a demostrar que la imbecilidad humana no conoce límites. Tampoco la desvergüenza ni la indecencia. Los enemigos de la democracia liberal han vuelto a la carga, en esta ocasión, me temo, con el alma más letal de todas: la ideología que no puede ser falsada, precisamente por no parecer ni presentarse como una ideología. Paradójico pero cierto. De todos los enemigos que ha tenido el liberalismo, sin duda, el sesentayochismo es, aparentemente, el más burdo. Pero precisamente por eso se viene mostrando como el más correoso. Porque ha conseguido liberarse de todas las constricciones impuestas por el discurso racional.
Dieciocho años después, hemos retrocedido como los cangrejos. Algunos lo llaman “corrección política” otros, “pensamiento débil”. En suma, se llame como se llame, es un invento liberticida y muy peligroso. Porque es muy difícil hacerle frente. Porque tiene los efectos paralizantes de una droga. Como destaca Manuel Conthe, en ocasiones, un grupo puede tomar una decisión perfectamente estúpida que, además, todos los miembros del grupo, uno a uno, saben que lo es. Eso es frecuente en el mundo de lo políticamente correcto. Y es el miedo lo que impide que se levante la voz para decir que el emperador va desnudo.
En una ocasión, alguien, en una campaña electoral, dijo que el PSOE era el partido que más se parece a España. Lo que yo me temo es que sea España la que se parezca al PSOE. Porque, entonces, no hay nada que hacer. Estamos todos en el trance de Boadella. No nos queda otra que aceptar la evidencia.
Perdonen ustedes la ración de pesimismo dominical, o considérenla un benéfico desahogo. Me pasa de cuando en cuando. Pesimismo antropológico, se llama.
En los últimos tiempos, noto que mi moral decae, la verdad. Me puede el entorno. Me puede el escasísimo eco que el liberalismo laico tiene en esta sociedad. Me pueden, en suma, la falta de sentido cívico de España y de los españoles. Hay días que me levanto pensando que jamás tendremos, en nuestro país, una democracia liberal digna de tal nombre, sencillamente porque no la queremos. No la buscamos. Como consecuencia, tengo la sensación de que lo que escribo es de muy poco interés para mis conciudadanos. Un discurso sobre la ciudadanía responsable, sobre la ciudadanía liberal, en las antípodas del zapaterismo pero, me temo, también lejos de los terrenos donde pulula la única derecha realmente existente no parece tener nada de interesante para nadie, a salvo esta pequeña comunidad que hemos formado quienes gustamos de leernos a nosotros mismos y poco más.
Acabo de terminar el reciente ensayo de Albert Boadella que ha merecido –justamente, creo - el premio Espasa de este año. El dramaturgo catalán, tristemente, acaba el libro poco menos que anunciando que se da por vencido. Lejos de mi intención compararme con todo un personaje como don Albert que, al fin y al cabo, uno no es nadie, pero me preocupa, y mucho, la razón que da para su deserción. Boadella, viejo luchador contra toda clase de intolerancias –y, claro, demócrata convencido- ve la hora de hacer mutis no cuando carga contra él todo el establishment catalán sino cuando ese establishment y la sociedad que parasita se vuelven indistinguibles. En ese caso, acierta el cómico en que lo mejor es irse, porque no hay conciencia ciudadana que despertar, ninguna causa verdadera a la que servir.
Y es que igual tenemos que ir haciéndonos a la idea de que puedan ganar los malos. En estos días, se cumplen dieciocho años de la caída del Muro de Berlín. En aquella hora se anunció que toda una perspectiva ideológica liberticida se iba para no volver. Sencillamente porque había quedado falsada, porque no había resistido el contraste con la realidad. Pero tiempo faltó para que la historia diera la razón a Revel en su aserto de que la fuerza más poderosa del mundo es la mentira. La realidad, ¿a quién le importa?
La democracia liberal, ilusa ella, se sentía vencedora, afianzada, tras ganar, por fin, una guerra antitotalitaria, soterrada, que duró más de cincuenta años. Pero, ay, entre tanto, los engendritos del 68, la generación más inane de la historia, había alcanzado la mayor edad, y estaban dispuestos a demostrar que la imbecilidad humana no conoce límites. Tampoco la desvergüenza ni la indecencia. Los enemigos de la democracia liberal han vuelto a la carga, en esta ocasión, me temo, con el alma más letal de todas: la ideología que no puede ser falsada, precisamente por no parecer ni presentarse como una ideología. Paradójico pero cierto. De todos los enemigos que ha tenido el liberalismo, sin duda, el sesentayochismo es, aparentemente, el más burdo. Pero precisamente por eso se viene mostrando como el más correoso. Porque ha conseguido liberarse de todas las constricciones impuestas por el discurso racional.
Dieciocho años después, hemos retrocedido como los cangrejos. Algunos lo llaman “corrección política” otros, “pensamiento débil”. En suma, se llame como se llame, es un invento liberticida y muy peligroso. Porque es muy difícil hacerle frente. Porque tiene los efectos paralizantes de una droga. Como destaca Manuel Conthe, en ocasiones, un grupo puede tomar una decisión perfectamente estúpida que, además, todos los miembros del grupo, uno a uno, saben que lo es. Eso es frecuente en el mundo de lo políticamente correcto. Y es el miedo lo que impide que se levante la voz para decir que el emperador va desnudo.
En una ocasión, alguien, en una campaña electoral, dijo que el PSOE era el partido que más se parece a España. Lo que yo me temo es que sea España la que se parezca al PSOE. Porque, entonces, no hay nada que hacer. Estamos todos en el trance de Boadella. No nos queda otra que aceptar la evidencia.
Perdonen ustedes la ración de pesimismo dominical, o considérenla un benéfico desahogo. Me pasa de cuando en cuando. Pesimismo antropológico, se llama.