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domingo, octubre 28, 2007

EL PODER ES BUENO, CUANDO LO TIENEN LOS BUENOS

Leí ayer, en ABC, una breve columna a cargo de Mário Soares. El incombustible patriarca del socialismo portugués se respondía a la pregunta de qué puede significar hoy ser de izquierdas. Ciertamente, no se trataba de un ensayo, ni tampoco se extendía el ex casi todo –pocas cosas hay en la política portuguesa que Soares no haya sido- demasiado en sus ideas. Pero sí se puede extractar su pensamiento, al parecer en una sola línea: ser de izquierdas es no ser liberal. Muy gráficamente, dice el prócer que se trata, por todos los medios, de construir una democracia distinta, social, alternativa, llámese como se quiera, a condición de que no sea “liberal”.

Insisto, el anciano político luso no pretendía tampoco explayarse –y, dicho sea de paso, tampoco sé muy bien qué pintaban en las páginas interiores del diario ABC unas líneas a cargo de tan ilustre autor, al que normalmente se reservaban ubicaciones más acordes con su rango, empezando por la tercera (ya se sabe que el diario de Vocento es muy ceremonioso, y cuando viene nada menos que un ex Presidente de la República Portuguesa, se le saca la vajilla buena)- pero creo que, en su sintética frase, dio en el clavo, y creo que estaba animado por la sinceridad.

No puedo dejar de convenir con don Mário en que, en efecto, las ideologías siguen importando, e importando mucho –vamos, que Fukuyama se precipitó lo suyo decretando un muy anticipado fin de la Historia-. Tan es así que, como he tenido ocasión de comentar en otros artículos, en España estamos viviendo, precisamente, un problema de raíz ideológica. Insisto, ya lo he contado en otras ocasiones, pero no puedo dejar de insistir en ello, porque me parece fundamental.

Giovanni Sartori, un gran teórico de la democracia, tiene dicho que si esa actividad se justifica –el teorizar sobre la democracia- es, precisamente, porque el lenguaje político en las sociedades democráticas es cada vez menos claro. Tan poco claro es que, para empezar, al decir “democracia” parece que todos estuviéramos refiriéndonos a lo mismo. Pero eso no es cierto. Como bien dice Sartori, en la única democracia realmente existente, “democracia” es apócope de “democracia liberal”. Pues bien, Soares nos da la clave de una discrepancia absolutamente radical: mientras que para los liberales –y quizá para otras familias políticas que, sin definirse como tales, al menos no se definen por oposición al liberalismo- el término está simplemente elidido, por aquello de que la antonomasia es lo que tiene –la democracia, o es liberal, o no es- para los socialistas está suprimido. La izquierda europea sigue volcada en la tarea de buscarle a la democracia otro apellido que “supere” lo de “liberal”.

Convendrá repetirlo por enésima vez, aunque sirva de poco: en “democracia liberal” –y es paradoja- el adjetivo es lo sustantivo. Primero son la Constitución –en el sentido del artículo 16 de la Declaración de 1789- y los derechos. Y después, solo después, es la democracia, el gobierno del Pueblo a través de la regla de la mayoría. Es verdad que, a poco que se escarbe, liberalismo y democracia van unidos. Pero esto es una cuestión práctica, no de necesidad lógica. Es la experiencia la que demuestra que solo en un régimen político en el que la legitimidad de las instituciones arranca del Pueblo es posible que fructifique una visión liberal del ser humano. Dicho de otro modo, parece que el Poder que más se aviene a la contención es el que viene de abajo hacia arriba.

Pero esto no quiere decir, por supuesto, que el Pueblo no pueda devenir un tirano. Es lo que sucede, claro, cuando se priva al principio de la mayoría de su carácter instrumental y se le dota de una especie de capacidad de legitimar cuanto deba ser legitimado.

Sé que soy muy pesado, y que he contado lo mismo muchas veces. Pero o bien se entiende que no nos entendemos, o nunca terminaremos de hacernos a la idea de lo que piensan los Fernández Bermejo y compañía. Nunca entenderemos a los socialistas.

Esta misma semana he leído también a un autor de otra corriente que cierto juez para la Democracia afirmó en una ocasión que “los programas electorales son fuente de Derecho”. Y el caso es que, si non è vero, è ben trovato. Semejante dislate intelectual se acomoda muy bien a las intervenciones públicas de algunos, y a sus hechos.

En resumidas cuentas, pese a quien pese, el mundo se sigue dividiendo entre quienes pensamos que el Poder debe estar repartido y quienes, por el contrario, piensan que el Poder es único. Entre quienes creemos que el Poder debe ser embridado y quienes piensan que el Poder hay que hacerlo bueno, ponerlo al servicio “del Bien”, que el Poder, en sí, no es perverso, a condición de que lo tengan “los buenos”. Esa es la clave de la distinción, de la gran distinción ideológica que subsiste, todo lo limada que se quiera, pero subsiste.

La división de poderes es, para algunos, un artificio, un tecnicismo organizativo, todo lo más, para buscar eficiencia en la administración de un Poder único, omnímodo, que arranca de la legitimidad de la mayoría. Porque eso es lo correcto. El Pueblo ha designado a los buenos, y los buenos tienen el derecho y el deber de interpretar su voluntad, empleando el aparato del Estado para lograr los fines correctos –los que figuran en el programa electoral, como fuente de Derecho-.

Y el caso es que les dices que eso es totalitarismo, y se enfadan.

domingo, octubre 14, 2007

CUERDOS AL PSIQUIATRA

Hace unos días, en una tribuna de prensa, la profesora Araceli Mangas, catedrática de Derecho Internacional Público de la Universidad de Salamanca, se esforzaba en demostrar al estilo del jurista, es decir, con argumentos lógicos y sólidos basados en la exégesis –tampoco muy profunda, porque no hace falta- del Derecho realmente existente –no el mítico, ni el imaginado, sino el de las naciones civilizadas- que una eventual apuesta secesionista vasca no puede reclamar absolutamente ningún título válido. Ninguno. Será un acto político, si se desea, pero no un acto amparado en ningún derecho reconocido por la comunidad internacional.

Razonaba la profesora Mangas que España cumple sobradamente con todos los estándares exigibles a un país atento a sus obligaciones internacionales en materia de autodeterminación de los pueblos. No hay, en nuestro suelo, identidad sojuzgada alguna, ni discriminación, ni veto que permita construir válidamente ninguna clase de fundamentación legal a la ruptura del estado.

Son muy bienvenidas las palabras de la catedrática, pero a buen seguro ella ya sabe que son prédica en el desierto. Me imagino que, como tantos otros, por ella que no quede... si hay que volver a explicar por enésima vez lo mismo, se explica. Al fin y al cabo, una de las virtudes del docente es la paciencia. Supongo que nuestros especialistas en Historia, en Ciencia Política y en Derecho podrían encontrar mejores asuntos en los que concentrar sus estudios pero es nuestro triste sino que tengan que perder el tiempo en estos menesteres.

Digo que es prédica en el desierto porque si la razón estuviera bien instalada en España, hace tiempo que ciertas polémicas se habrían agotado. Creo que es Carlos Herrera quien lo decía hace poco, y en todo caso yo lo suscribo: el acomplejado, el tarado, el idiota, el demente, no son planta exclusiva de la Península Ibérica. Como las ratas, los gilipollas anidan en todo el planeta. Pero este es el único país del mundo donde se les toma tan en serio. Incluso el nazi, el racista, el etnicista, el apestado político del mundo civilizado, recibe aquí honores de ser normal, y comparte mesa y mantel, con independencia de lo impresentable de sus ideas, con las personas decentes. Si una persona, como prueba de normalidad y bonhomía, dice que él “se pasea con un Fernández”, en medio mundo, esa persona es un enfermo, en la mejor de las hipótesis. Aquí, a la vista está lo que hay.

Lo normal con el tarado es ignorarlo –mientras no moleste, claro-. Allá él con sus manías. Así suele hacerse de Pirineos para arriba, con total tranquilidad. El “excéntrico” hace de las suyas hasta que se propasa. Entonces, sucede lo que tiene que suceder. Sucede que la normalidad la marca la mayoría, y no al contrario.

Sirva este excurso para volver sobre el tema del uso de los símbolos nacionales. También Carlos Herrera incidía en el asunto. Más allá de la polémica en torno al vídeo de Rajoy y si el PP patrimonializa o no los símbolos patrios –que casi podían ser patrimonializados a título de ocupación, a modo de res nullius, ya que nadie los quería- la cuestión es que cada cual debería ser dueño de portar, o no, la bandera cuando le apeteciera –y siempre que el contexto lo haga propio, claro-. Se entiende perfectamente, y debe respetarse, que algunos, o quizá muchos españoles, por razones diversas, no sientan identificación particular con los símbolos nacionales. Identificación sentimental, quiero decir, porque no hay motivo para pensar que la mayoría no los respete, y no sea capaz de una identificación puramente racional.

La cuestión es que quienes sí sientan esa identificación sentimental, en tanto no agredan a nadie –y agredir es dar con el palo en la cabeza, no ondear la bandera- deben sentirse absolutamente libres de homenajear a esos símbolos. Aunque al idiota le pese. La tolerancia para con el idiota nos lleva a algunos a tragarnos, por televisión, imágenes de procesiones de antorchas, aquelarres varios y otras lindezas de exaltación de patrias míticas que, al menos a los liberales de Código Civil, nos ponen los pelos como escarpias. No sé cómo se le queda el cuerpo a Pepiño cuando Rajoy pronuncia la palabra “España”, pero les aseguro que, a mí, ciertas ceremonias tribales me dan un no sé qué muy incómodo. Al lado de eso, que la gente salga a dar vivas al Rey, a menear la bandera o a pasear el toro de Osborne tampoco se me hace de lo peor que se puede imaginar. Y, por cierto, quienes piensen que no me molesta porque son mis símbolos nacionales yerran, porque mis propios símbolos me pueden parece muy hostiles en función de cómo sean usados. También soy de los que piensan, como decía antes, que el símbolo se degrada por su abuso: ni hay que llevar la bandera en el reloj, porque no es su sitio, ni el Rey tiene que inaugurar tómbolas.

La moraleja del asunto es que algo va mal cuando parece que los que tienen que ir al psiquiatra son los cuerdos. A los diplomáticos extranjeros les parece, por lo visto, que somos marcianos. Es natural. Aquí, el que termina haciéndoselo mirar es el tal Fernández.

domingo, octubre 07, 2007

MILI Y PATRIOTISMO

Leo en Debate 21 una curiosa noticia: la Asociación de Militares Españoles (AME) aboga por la reimplantación del servicio militar obligatorio como vía para reactivar algo el patriotismo de los españoles y el sentimiento por los símbolos nacionales. Es la segunda lanza que, en pocos días, veo romper a favor de la vieja mili. Vaya por delante, que quien esto escribe sí tuvo aún que prestar servicio militar a la Patria.

Digo que es la segunda porque, no hace mucho, oí nada menos que a María Antonia Iglesias espetar a una representante del PP que era ese partido el que tenía la culpa de la menesterosidad actual de las Fuerzas Armadas, debido a su “demagógica” supresión de la mili.

Como apunte histórico, y para quienes crean que lo progresista es no molestar y, por tanto, que el ejército sea profesional, hay que decir que no está escrito que la izquierda deba ser antimili. Más bien todo lo contrario, si tenemos en cuenta que la leva obligatoria –el ejército como pueblo en armas- para defender una nación, ahora sí, propia, el pueblo defendiéndose a sí mismo, es todo un icono de modernidad. El ejército profesional es un invento medieval y de la Edad Moderna. Los tercios de Flandes eran profesionales. No lo eran las legiones romanas ni las tropas movilizadas por la Francia revolucionaria.

Al caso, no voy a entrar en el ejército profesional-ejército no profesional desde el punto de vista técnico, aunque creo que, sin negar ciertas virtudes al ejército de levas, lo primero me parece más cabal, sobre todo si el servicio militar queda reducido a un período muy corto, como era el caso en las fechas próximas a su desaparición. Sí diré que tiene guasa que la izquierda española venga a lamentarse de que pocos jóvenes quieran incorporarse a filas, tras años y años de mostrar los valores militares como antidemocráticos y arcaicos, cuando no intrínsecamente negativos.

Voy, más bien, a la idea de la AME. ¿Es hacer la mili una buena forma de coger querencia a los símbolos? Doy por hecho que no merece ya la pena ver en la mili una forma para que los reclutas confraternicen con otros, procedentes de otras regiones españolas y demás, porque se supone que, a estas alturas, la cosa debería estar superada –antes, el ejército, amén de alfabetizar, daba ocasión de pasearse un poco por la geografía patria; digo yo que eso ya no debería hacer falta... ¿o sí?-. Mucho me temo que no. Y la mejor prueba, desde luego, es que muchos, muchísimos de los que hoy tienen actitudes de lo más antipatriótico juraron bandera.

Por supuesto, nada habría de malo en reforzar la estima, en la sociedad civil, de los valores militares, pero creo que lo que verdaderamente necesitamos no es una exportación mimética al ámbito civil de esos valores, sino un patriotismo civil genuino. A modo de ejemplo, muy pocos norteamericanos visten uniforme, pero el aprecio por el país y sus símbolos parece fuera de toda duda, incluso entre los sectores más contestatarios o críticos con el sistema político de los Estados Unidos.

Los símbolos españoles vendrían mucho mejor servidos si toda una serie de líderes de opinión fuese capaz de superar ese desapego de pose que no parecen capaces de dejar de exhibir. ¿Es, por ejemplo, realmente necesario ese “España me la suda” savateriano cuando, a mi juicio, el filósofo viene impartiendo lecciones, y lecciones provechosas, de lo que puede ser un patriotismo sano? ¿Es verdaderamente imprescindible tener superado “lo de la bandera” para ser reconocido como una persona progresista en España?

Entiéndaseme bien. No abogo porque nadie sienta lo que no quiera sentir. Sino, simplemente, porque el lenguaje simbólico se alinee con las convicciones proclamadas. Si creemos en las libertades, si creemos en la nación cívica, si creemos en los derechos... es obvio que la bandera no “nos la suda” porque la bandera simboliza exactamente eso. La mayoría de los españoles no tienen, no tenemos, ningún problema existencial al respecto. Por tanto, tampoco deberíamos tenerlo con los símbolos nacionales.

Quizá sería este, también, un buen tema para Educación para la Ciudadanía. Además de saber que hay niños con dos papás y dos mamás, y que hay unos señores muy buenos, muy buenos, muy buenos, que son los que votan al PSOE –gente sencilla y de buen corazón- y otros señores muy malos, muy malos, muy malos, que votan al PP –y usan ropa de marca-, sería muy positivo introducir a los niños en la liturgia simbólica de la democracia. Que conozcan cuál es la historia de nuestra bandera, el porqué –el sencillo porqué- de sus colores, cuál es la historia del escudo, cuál la de las fiestas cívicas, qué simboliza la corona, por qué hemos de respetar siempre a los cargos electos –aun cuando las personas que los ostenten nos resulten indeseables-... que sepan cómo hubo quien, muy maltratado por el país y sus gentes, nunca jamás dejó de sentirse español hasta la médula.

La mejor forma de promover el patriotismo en España es permitir un acceso sin sesgos a la historia, la geografía, la literatura y la política de nuestro país. Dejar de mentir, en suma. La experiencia enseña que esta tierra ha criado generaciones y generaciones de verdaderos patriotas, capaces de amarla desde posiciones políticas muy divergentes, incluso desde la distancia y la expulsión. Y solo algunos de ellos vistieron uniforme.

LA RAÍZ DEL PROBLEMA

El diario El País y Jesús Cacho, en El Confidencial, ofrecen hoy dos visiones completamente divergentes de lo que viene sucediendo en España. ¿Episodios anecdóticos amplificados por la irresponsabilidad del PP (inciso: una vez más, la maquinaria de la izquierda trabaja no tanto para comprender la raíz de un problema como, sobre todo, para endosárselo al adversario) o crisis institucional en toda regla? Ciertamente, mucho más lo segundo que lo primero, me temo, pero puede haber matices.

Negar la importancia de lo que está sucediendo es, sencillamente, suicida. Reducir, por ejemplo, la magnitud de los ataques al Rey (otro inciso: sobre si el Rey se ha podido buscar o no parte del deterioro de su posición institucional, también podría hablarse, Cacho lo hace, pero no viene al caso de mi argumentación hoy) a meras algaradas callejeras de grupos minoritarios a los que no conviene dar mayor importancia, amén de constituir una tolerancia inadmisible con el delito, es una ignorancia en extremo irresponsable de los síntomas de una enfermedad que va in crescendo. Ignorancia tanto más absurda porque es precisamente la escasa magnitud que, todavía, muestra el fenómeno, el indicio más claro de que aún podría ser atajable. Pero no, según algunos, debemos seguir sentados tranquilamente en el sofá, esperando a que Cataluña se despeñe por el barranco ibarrechiano, con los consiguientes resultados para todos.

Estamos ante una ofensiva en toda regla contra el marco constitucional del 78, y por tanto contra la nación española en tanto que trasunto material de ese marco. Bien es cierto que, como bien dice el diario independiente de la mañana, tal ofensiva tiene ribetes minoritarios en algún territorio y, sobre todo, no es una ofensiva coordinada. Es verdad que “el nacionalismo” no está atacando, en tanto que meter unas cosas y otras en el mismo saco no es una buena pauta de análisis. Ocurre, sin embargo –y esto es lo que El País, oportunamente, calla- que la preocupación no reside en las habilidades o la coordinación del equipo atacante. Lo que falla aquí es la deserción del portero.

Que España tiene problemas objetivos es indudable. Problemas que, con toda probabilidad, han escalado ya a un nivel que exigirá cirugía institucional. Cambios constitucionales y de la ley electoral. Pero nada de esto es dramático, o no tendría por qué serlo. No pretendo quitar hierro al asunto, ni tampoco afirmo que sea fácil (no voy a engañar, hay mañanas que me levanto viéndolo imposible), pero creo firmemente que un gobierno de gran coalición PP-PSOE, en apenas dos años –esto es, en una legislatura dedicada en exclusiva a ello y abortada tan pronto fuera posible el retorno a la alternancia- lograría enderezar el rumbo sin excesivas dificultades. Creo firmemente, además, que es posible o, cuando menos, que en ambos partidos hay personas con la cabeza sobre los hombros y capacidad para conducir ese proyecto. Casi con seguridad, esas personas no son las mismas que ocuparían la primera línea en tiempos menos revueltos, pero están y son. Sólo hay que llamarles.

El problema se llama, claro, José Luis Rodríguez Zapatero. Lo que la izquierda española no quiere ver es que ha sentado la clave de bóveda de las dificultades en la mismísima Moncloa.

Es muy llamativo como mucha de la gente de izquierda que no escarba en el fondo de la sima de imbecilidad profunda donde parece habitar, por ejemplo, la dirigencia de las Juventudes Socialistas, tiende a buscarse la excusa piadosa de que lo que ocurre es que los grupos minoritarios están despendolados. Y sí, Zapatero ha pecado. Ha pecado de tolerancia con esos grupos. Al pobre lo han llevado donde no quería ir.

Eso, mis queridos amigos a siniestra, es absolutamente falso. Y los más inteligentes de ustedes de sobra lo saben. Es Zapatero quien creó a Carod, no Carod a Zapatero. Es Zapatero quien ha elevado la anécdota a categoría. Zapatero no ha dado un solo paso en una dirección en la que no quisiera ir. Es Zapatero quien se ha autoerigido en padre de una “democracia avanzada” cuando a la vista está que apenas entiende lo que significa la democracia sin apellidos.

Insisto, no pretendo negar el fondo de verdad que hay en la crítica. Es verdad que los grupos minoritarios están, en España, salidos de madre, y que algo habría que hacer respecto a su capacidad para secuestrar la voluntad popular. Pero de ahí a suponer que pueden forzar una crisis institucional media un trecho y un trecho importante. Alguien que afirma que el español es en Cataluña como el turco en Alemania es un pobre idiota, no un peligro público, en general.

No. No es cierto. Nadie ha saltado las barreras de contención del Estado de Derecho y las Instituciones. Sencillamente, alguien las ha hecho caer. Y ese alguien está, teóricamente, en las filas de los defensores, no en las de los atacantes.

¿Crisis institucional? No en acto, sí en potencia y, además, puede reventar a corto plazo. La condición suficiente es que un presidente del gobierno fracasado en todas sus iniciativas fundamentales renueve mandato. A partir de aquí, que cada cual tome sus decisiones.