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domingo, septiembre 30, 2007

"SE VA A CUMPLIR LA LEY"

El Presidente del Gobierno dijo que escuchará a Ibarretxe pero que “Ibarretxe le tendrá que escuchar a él” –lo que está completamente fuera de contexto, pero, en fin...- y, sobre todo, dijo también que “se va a cumplir la Ley”. Muchos lamentan que Zapatero no haya sido más contundente en su respuesta verbal. Pero fíjense ustedes en que, en un Estado de Derecho que se respete a sí mismo, semejante laconismo –“se va a cumplir la Ley”- sería mucho más que suficiente.

Si eso fuese cierto, si verdaderamente va a cumplirse la Ley, el cicloturista de Llodio puede haber cometido el error político de su vida. Porque habría quebrado, de una vez y puede que para siempre, ese mínimo de ambigüedad que viene permitiendo sostener la malhadada teoría del “encaje”. Acabaría de dejar sin coartada a quienes aún piensan –o, al menos, sostienen en público- que todavía podemos hacer más para “acomodar” en España a quienes, a la vista está, no tienen la más mínima intención de acomodarse jamás en ella.

Juanjo podría haber abierto –insisto, si fuese cierto que la Ley se va a cumplir- un debate en el que llevaría todas las de perder. Entre otras cosas porque ha roto uno de los consensos tácitos fundamentales que mantienen el silencio de la legión de consentidores que pueblan la Euskadi real: la condición de que la deriva nacionalista jamás habría de perjudicarles. La condición, asumida a la chita callando, de que los paralelismos con la martirizada Irlanda nunca pasarán del imaginario y el arsenal retórico de los profesionales del asunto. ¿De veras cree Juanjo que, si el artículo 155 de la Constitución fuese a aplicarse –si, por tanto, el Gobierno de la Nación le depusiera del cargo estatal que tan deslealmente viene desempeñando-, iba a tener al “pueblo” tras él? ¿A quién? ¿A los mismos que iban a provocar poco menos que el Apocalipsis el día en que se ilegalizara Batasuna? ¿Los mismos que ya no se acuerdan de Arnaldo Otegi, el antaño intocable, ni para llevarle el bocata?

A fin de cuentas, el ciclista que presume de compartir carretera con un López como prueba de apertura de miras, nos podría haber hecho un favor: el de reventar de una vez por todas el absceso purulento en que se ha convertido el problema nacionalista. Sea lo que Dios quiera –incluso, sí, la ruptura si así ha de ser- pero terminemos con esto, naturalmente con arreglo a Derecho. Carlos Garaicoechea lo decía no hace mucho: “a ver por qué no se va a poder celebrar el referéndum con ETA si se han celebrado treinta elecciones con ETA”. Pone el dedo en la llaga, el navarro, pero donde él ve viabilidad, otros vemos inmoralidad y vergüenza. En efecto, para nuestra humillación, llevamos treinta años consintiendo que se celebren, en el territorio nacional, elecciones que serían nulas en toda tierra de cristianos. Pero ése es el mejor incentivo para detener el tinglado, no para llevarlo al paroxismo.

El problema, claro, es que nadie se cree que la Ley vaya a cumplirse, si de Zapatero depende. O, al menos, nadie cree que cuando el Presidente habla de “cumplimiento de la Ley” esté queriendo decir lo que, en simple lógica jurídica, parece querer decir esa simple frase.

Porque si algo viene demostrando la izquierda zapateril –y, de paso, si algo la asimila, precisamente, al nacionalismo- es que ni entiende ni quiere entender qué significa el término “liberal” en la expresión “democracia liberal”. Para ellos, el adjetivo es un simple adorno. No saben lo que es un Estado de Derecho, y por eso cree que es posible cumplir las leyes “a la Bermejo”, como la de banderas.

El sintagma “democracia liberal” es un tanto equívoco, es verdad. Y lo es porque trastoca lo adjetivo por lo sustantivo y viceversa. Primero son las libertades. Después, solo después, y solo para garantizar esas libertades, viene la democracia. Que liberalismo y democracia hayan terminado por formar una dupla inseparable –porque solo en democracia anidan los estados de Derecho dignos de tal nombre- es otro asunto. Quien entienda esto estará perfectamente preparado para enfrentarse a los argumentos característicos del nacionalismo, los argumentos del “la mayoría quiere” y demás justificaciones de cualquier barbaridad. Quien no lo entienda, como es el caso de Zapatero y de buena parte de la izquierda, está absolutamente inerme.

Porque solo está en grado de aplicar correctamente la Ley –en especial esas leyes que nadie querría ver nunca aplicadas, y mucho menos verse en el trance de tener que aplicarlas- quien está convencido de tres cosas: la primera, la legitimidad absoluta de la propia Ley, la segunda, el carácter de deber que esa aplicación comporta –por tanto, la comprensión del propio rol- y la tercera, la ilegitimidad de la postura que se combate.

Las tres condiciones concurren en el caso que nos ocupa. Todo el entramado jurídico que Juanjo pretende impunemente cargarse está legitimado porque es conforme a Derecho y cuenta, en última instancia, con el aval soberano de los españoles en general y de los vascos en particular. El Presidente del Gobierno es un órgano constitucional –constituido, por lo demás- al que le compete, como principal tarea, cumplir y hacer cumplir la Ley, a cuyo efecto está plenamente legitimado para usar de todos los instrumentos que el Estado de Derecho le proporciona. Si no lo hace así, además de convertirse en potencial reo de media docena de delitos, se deslegitima a sí mismo.

Pero lo más importante es lo tercero. No existe ni un atisbo de legitimidad en lo que pretende hacer el Lehendakari. Ninguno. Y es absolutamente indiferente que esté respaldado solo por medio PNV y lo más granado del abertzalismo “de la gasolina” –que parece ser el caso, aunque le digan que es un flojo- o por el Parlamento Vasco en pleno. Porque, sencillamente, es algo que él no puede hacer. Porque no está investido de potestad para hacerlo, y al arrogarse una potestad que no le compete, deja de ser un gobernante democrático –en sentido estricto-. Se convierte en otra cosa. Quienes jalean su actitud sabrán lo que hacen. Quizá no lo jalearían tanto si se dieran cuenta de que Juanjo sale de la órbita de los políticos occidentales para entrar en la del chavismo: en la de la democracia de de hechos, no la democracia de Leyes.

Deberían pensar algunos, si supieran leer y lo hicieran con alguna frecuencia, que la democracia “de hechos” está inventada. Y la historia terminó muy mal.

La duda no es, por tanto, lo que Juanjo piense –eso ya lo sabemos todos- sino, en efecto, qué entiende Zapatero por “aplicar la Ley”. Porque él es, también, un adalid de esa “democracia de hechos” que idolatra a “la mayoría” y la convierte en canon de medida de todas las cosas.

Juanjo pertenece a otro mundo ideológico, ajeno por completo a la racionalidad. Pero a Zapatero quizá convenga recordarle –como oveja descarriada de la familia ilustrada- que las revoluciones del dieciocho, las únicas que han triunfado de modo perdurable se hicieron para poder estar gobernados por Leyes. Nunca más por hombres. Ni por uno, ni por cien, ni por cien millones.

domingo, septiembre 16, 2007

LA SALIDA DE IMAZ

En fin de la era Imaz en el PNV –que abre paso a Dios sabe qué, pero sin duda no a un PNV más “moderado”- nos presenta con insultante claridad algo que muchos parecen no querer ver, pero que, a la postre, resulta sencillo: que, en política, las ideas siguen importando.

Me explico.

Si hemos de creer a Imaz –y no hay motivo para pensar que el todavía presidente del EBB haya sido insincero al glosar las causas de su retirada-, se marcha porque no se considera apoyado en su empeño de modernizar al PNV. Por “modernizar” al PNV, si he entendido bien a Imaz, hay que tomar la idea de convertir al viejo partido jeltzale en el eje vertebrador de una sociedad vasca aceptada tal cual es, es decir, compleja e intrínsecamente plural, como casi cualquier sociedad desarrollada contemporánea. No, por tanto, como la querrían, o como se la imaginan, los Arzalluz, Ibarretxe o Egibar.

Temo que Imaz fracasa en su empeño porque su propuesta, sin negarle interés, tenía mucho de contradictoria. Quiero decir, la articulación de la Euskadi verdaderamente existente está muy bien. Pero ese no es el objetivo del nacionalismo. Al igual que el objetivo del nacionalismo catalán, su objetivo estratégico, no es una Cataluña en la que resplandezcan con más o menos fulgor los atributos de las sociedades abiertas, sino una Cataluña soberana. Punto.

No puedo estar más de acuerdo con Imaz en que esos objetivos, que pueden ser no utópicos –hace unos pocos años, no hubiera creído en una Euskadi soberana, hoy no tengo motivos para descartarlo como un escenario posible-, sí son ciertamente ucrónicos –de llegar a ser, ciertamente, es algo que muy difícilmente cabrá encajar en algún fundamento histórico sensato-, y absolutamente a contracorriente. El proyecto soberanista de fragmentación de los estados europeos existentes –que cobra nuevos bríos estimulado, entre otras cosas, por políticas insensatas como la que llevará indefectiblemente a la secesión de Kosovo- es algo absolutamente contrario a la dinámica de los tiempos. “Dinámica de los tiempos” que viene marcada por las personas y las estructuras de la sociedad civil, creciente y venturosamente globales. Pero todo esto al nacionalismo le da estrictamente igual.

Y le da igual porque, como he denunciado muchas veces (no solo yo, por cierto), el nacionalismo no es una de las múltiples ideologías hijas de la Ilustración, ni siquiera de forma mediata. Es, en rigor, y muy al contrario, antiilustrado. Hijo de una reacción no ya antiliberal, sino anti todas las derivaciones concebibles del liberalismo. Quien objete, por ejemplo, que la izquierda abertzale se reclama marxista deberá caer en la cuenta de que la izquierda abertzale no es, en general, un prodigio de ubicación política –nunca han parecido importarles demasiado las contradicciones en los términos; al fin y al cabo, también dicen que ETA promueve la alternativa “democrática”- y que, una vez disueltos en el totalitarismo, ya todos calvos. No se trata, pues, de procurar marcos institucionales más o menos aptos para el buen desarrollo de la vida de las personas, sino de conducir a “naciones” –entes sustantivos tan reales como usted y como yo- a su plenitud. Y en el imaginario nacionalista, por más que sea una realidad desmentida una y otra vez, el trasunto político de una nación plena es un estado propio.

Así pues, Imaz debería, quizá, buscar otra nave en la que iniciar su travesía.

Pero todo esto, y es donde quería llegar, es, al fin y al cabo, de una sencillez apabullante. Lo verdaderamente prodigioso es que aún haya quien espere otra cosa. Si algo estamos aprendiendo, durante estos meses –quiero decir, suponiendo que queramos aprender algo- es que los que parecen estar profundamente equivocados son los tácticos.

En primer lugar, creo que ya está bastante claro, dentro de las regiones más afectadas, que quienes piensen que “la sangre no llegará al río” –me refiero, claro es, a la posibilidad de cambios, y cambios bruscos, en el marco institucional- son unos insensatos de tomo y lomo. Hablo de esas clases medias ilustradas catalanas y, en menor medida, vascas que vienen viendo esto como una especie de juego inocuo para lo que “verdaderamente” importa, que no es otra cosa que su propio bienestar. Parece obvio que se trata, ya, de algo insostenible. ¿De veras cree alguien que ya se trata de “apretar las tuercas para conseguir cosas en Madrid”, ¿de verdad piensan que, una vez llueva el maná presupuestario sobre el territorio respectivo, una vez “tengamos voz” todo volverá a su cauce?

Pero el tiempo, además, no parece estar dando la razón a otra especie de tacticistas, esta vez a escala general del país. Me refiero a los “transaccionalistas”, a quienes piensan -¿era, es, Imaz uno de ellos?- que existe, que debe existir un punto de equilibrio en el cual la estructura de nuestro estado se vuelva definitivamente estable. Hay ya demasiadas evidencias de que semejante punto no existe, a no ser, claro, que se identifique con la falsa solución de la desaparición del Estado, disuelto en una nebulosa confederación que, a duras penas, lograría ser admitida como un sujeto de derecho internacional.

No es descartable que haya, ya, quien esté por la labor de que ése sea el escenario: una unidad nacional meramente formal, que permita a algunos alcanzar el soberanismo sin que otros tengan que pasar por las horcas caudinas de verse a sí mismos como los responsables de la implosión de una de las naciones más antiguas de Europa y del Mundo. Porque la unidad nacional o vale o no vale, o se mantiene o no se mantiene, pero no veo muy bien dónde puede estar el interés de un autoengaño. De jugar a que estamos “vertebrando” cuando, en realidad, estaríamos desmontando.

La experiencia de Imaz es una prueba más, por si hicieran falta. La evidencia está ahí, me temo, y es obscenamente clara. Deberían sacarse consecuencias, por tanto.

QUIERO UNA EXPLICACIÓN

Reconozco que el asunto me desespera. Es lo que más me desespera de todo. Mucho más que cualquier otra cosa. Si algo me conduce a pensar que este país no merece la pena, es esto.

Veamos. Me precio de conocer gente de sensibilidades políticas muy diferentes, profesionales de la educación incluidos. Pues bien, nadie, absolutamente nadie de entre toda esa gente variopinta, puede entender, y menos defender, que un estudiante de Bachillerato pueda pasar de curso con cuatro asignaturas suspensas y, encima, toda una catedrática (inciso: quizá ésa sea una posible explicación, que el sistema que permite que ciertas personas lleguen a catedráticos está podrido de raíz) lo presente como una medida paliativa del fracaso escolar.

Nadie. Insisto. Nadie. ¿Dónde está, pues, la explicación?

Una posible explicación es que el Gobierno se propone, mediante semejante método, la fórmula más imbécil jamás vista para acabar con el fracaso escolar o, al menos situarlo en límites aceptables para la Comisión Europea. Me niego, me niego a aceptar que el Ejecutivo esté poblado de seres al tiempo tan estúpidos y tan mal nacidos.

Una segunda, más plausible es, sencillamente, que nadie se ha tomado el interés de desterrar del ministerio de Educación a la legión de termitas ideológicas que lo infestan y que no pararán hasta que logren un sistema verdaderamente igualitario: todos ignorantes de todo. El Ejecutivo es, claro, responsable. Responsable por permitir que se siga jugando con lo más sagrado y con lo más importante.

Por una vez, no obstante, no quiero comentar nada. No quiero comentar nada porque ya está todo comentado. Quiero preguntar. Contésteme quien quiera contestarme. Exijo una explicación.

Exijo –y la pregunta va dirigida, especialmente, a mis comentaristas habituales de izquierda- que me digan por qué. Exijo que me expliquen cómo es posible que continúe esta burla. Exijo que me digan si apoyan o no esta política educativa.

Tiene que haber una razón. Si alguien cree, de veras, que la situación de la educación en España es correcta y que las medidas gubernamentales son acertadas, que tenga la amabilidad de decirlo. Y que explique por qué.

O bien, que tengan la decencia de decir que todo esto les importa un carajo, y que votarán socialista pase lo que pase.

sábado, septiembre 15, 2007

EXCUSAS, NO

Ayer, en El Mundo, Cayetana Álvarez de Toledo –la promesa del periodismo reconvertida a promesa de la política- se interrogaba acerca de por qué los Savater y compañía han necesitado alentar un nuevo partido político. Más en particular, por qué los Savater y compañía no hallan en el PP lo que buscan. En su respuesta a sí misma, la bella Álvarez tira por elevación y diagnostica un mal general de la izquierda.

Según la autora, los objetivos que dice perseguir el nuevo partido están sobradamente defendidos en el PP. Es solo, y sencillamente, que buena parte de la izquierda de este país es capaz de ser consecuente. No es capaz de reconocerse a sí misma que coincide en el fondo con el Partido Popular. No puede admitirlo.

Nos hallamos, pues, ante una especie de tara, de complejo, de incapacidad para apearse de años y años de superioridad moral, para renegar del propio pasado y vivir el presente. Como dice hoy Jon Juaristi, mal que les pese, Zapatero es hoy la izquierda. De ahí, supongo, la urgencia de inventar otra. Pero no, jamás, nunca, ser “facha”.

Cayetana acierta en parte. Por supuesto que existe una izquierda que no ha hecho transición mental alguna, que pretende seguir justificando lo injustificable y pretende, incluso, convencer a los demás hasta de que lo de Zapatero es política. Pero otra mucha no. Mucha gente de izquierdas, quizá la mayoría, ve a las claras la degradación de lo que antaño fue un partido socialdemócrata con cierto fundamento, y reniega de una gobierno al que, como mínimo, no entiende. No es, como dice Gistau, la gente “de la cola del Alphaville”. No hablo de progres en continua, eterna e insufrible pose, sino de gente sensata. Y de gente que, por supuesto, no tiene el más mínimo problema con su identidad nacional, que se siente española y a mucha honra, que no tiene ningún problema con los símbolos nacionales y que cuando oye que “no hay que liarla” y otras gilipolleces por el estilo a propósitos de los incumplimientos flagrantes de la ley de banderas, no sabe dónde meterse.

Pero, por razones históricas, mucha de esta gente, es verdad, es incapaz de hacer un tránsito intelectual tan sencillo como el de reconocer que su partido ha dejado de representarles. Algunos, los que sí se atreven, optan por abstenerse y otros parten, como quien sale al desierto, a la búsqueda de una alternativa. Esto es, dan por no existente la que hay.

Es cierto, sí, como dice Cayetana, que la democracia española no será normal hasta que cierta izquierda no dé a la derecha –mentalmente, se entiende- carta de naturaleza. Hasta que no se abandone de una vez la dimensión cuasirreligiosa, y por ende irracional, del ser de izquierdas que no funciona ya en ninguna parte, salvo aquí.

Con el desmarque del PP que pretende el aún nonato partido, cree Álvarez haber encontrado la prueba del nueve de que el PP lucha contra los elementos. Y en parte es verdad, sí. Pero no es toda la verdad. El análisis de la periodista ahora en funciones de jefa de comunicación de Acebes vale como tal análisis, pero no vale como excusa, que es lo que se atisba. Algo, mucho, existe del trasfondo que describe, pero no debería servir para que el PP dejara de hacer sus deberes.

La izquierda inasequible al desaliento sigue existiendo, sí, y al PP le resulta muy difícil pescar en los caladeros más próximos. Pero no es menos cierto que un significativo tramo del electorado socialista podría quedarse en casa, poniéndole a un tiempo la vela al Dios de las propias creencias pero coadyuvando de modo indirecto a que el diablo pepero, si se aparece con trazas de arreglar este desastre, tome la posición.

La evidencia de lugares como la comunidad de Madrid, o Valencia, muestran que el PP es tan capaz como el PSOE, o más, de conquistar el poder y mantenerlo de modo estable. Y aquí va la apuesta: si el Partido Socialista es vencido con claridad por los populares, puede, entonces sí, que la partida histórica se equilibre, por fin. Puede que el monstruo, por fin, se desmorone. Porque la realidad es que se trata de una organización endeble, ideológicamente inane y a la que el poder, y solo el poder, mantiene mínimamente cohesionada. Sé que es muy difícil pensar en un PSOE convertido en una especie de socialismo madrileño a lo bestia, igual de patético pero en grande. Pues bien, yo así lo creo. Creo firmemente que el PSOE, si es derrotado en las elecciones, puede hundirse como, por cierto no lo ha hecho el PP en todos estos meses. Entonces, sí, quizá se abriera la vía de transición hacia la izquierda democrática que España necesita (¿se han dado cuenta de lo mal que suena eso de pedir una “izquierda democrática”?, cambien “izquierda” por “derecha” y la frase sonará no solo perfectamente aceptable, sino hasta cabal). Pero es algo por lo que la derecha tiene que trabajar, y mucho más y mejor de lo que lo hace.

En suma, no parece muy sensato que el PP se siente a la puerta de su casa en espera de que un cambio sociológico, el puro hartazgo o la erosión del poder le traigan una victoria pírrica desde la que empezar a construir Dios sabe qué. El problema del PP, doña Cayetana, no es solo su incapacidad de atraer a los extraños, sino que no cala ni entre los teóricamente propios.

Y es que las críticas del adversario suelen ser desmesuradas, pero no siempre están del todo infundadas. ¿Molesta, por ejemplo, que Savater desconfíe del compromiso del PP con el laicismo? Claro. Yo también. El PP no es ningún submarino de la Conferencia Episcopal –aparte de que los obispos pueden, algunas veces, tener más razón que un santo-, pero no puede dejar de ser un partido sospechoso para los que preferimos ver a los curas en las sacristías. Doña Cayetana y sus colegas, amén de recordarnos lo mala que es la izquierda española –cosa que algunos ya sabemos, pero no es un consuelo- haría bien en intentar contestar a una serie de preguntas, sobre las que, al menos, yo no tengo respuestas. ¿Cuál es la posición del PP en torno al debate territorial? ¿Cuál cree el PP que debería ser el contenido de Educación para la Ciudadanía? Siguiendo con la educación, y aparte de los tan interesantes como secundarios debates sobre la asignatura de religión, ¿cómo pretende, si es que lo pretende, frenar la hecatombe que, en ocho años, no tuvo redaños para atacar de frente? ¿Dónde pretende el PP que se ubique España en la escena internacional? ¿Tiene algo previsto acerca del desmadre del suelo? ¿Cree de veras el PP en el liberalismo económico o pretende jugar al “doble o nada” como ocurrió con los dos mil quinientos euros? ¿Piensa acabar de una vez por todas con el clientelismo cultural o, simplemente, vamos a cambiar de clientela? En suma, ¿le interesan al PP votos no ya como los de los socialdemócratas tibios, sino, más cercanos, los del liberalismo clásico y laico?

Tufo de sotana a aparte, que también lo hay, al menos un servidor se exaspera con las apelaciones al “sentido común” o a la “normalidad” –como si los que no votan al PP fueran anormales, por otra parte-. No digamos ya con los “cuando toca, toca y cuando no toca, no toca” y otras formulaciones intelectualmente excelsas del propio ideario que nada tienen que envidiar a los “yo no soy socialdemócrata sino demócrata social” u otras paridas por el estilo.

Convencer cuesta. Convencer a los que no son proclives a ser convencidos, cuesta mucho más. Pero convencer a propios y ajenos dando por hecho que, como el de enfrente es idiota, no va a quedar más remedio que volverse hacia lo que hay es de ser muy vago, además de muy imprudente.

domingo, septiembre 09, 2007

EL FIASCO ARGELINO

En fiasco argelino ha sacado a la luz todas las carencias de nuestra política exterior. Es un problema del que se habla poco, pero que ahí está y, de cuando en cuando, nos salta a la cara.

El “Gobierno de España” –la marca que, parece, emplea ahora la Administración General del Estado- es, de entrada, muy insuficiente. No está a la altura del país ni de la demanda de sus empresas. Nuestro Servicio Exterior nos sirve poco en un doble sentido. Para empezar, porque no posee una dimensión acorde con el peso internacional real del país. Hay zonas importantes del mundo donde, sencillamente, no está, o está con una dotación de medios nada al nivel de lo que deberían ser las pretensiones de un país con los intereses de España. Pero es que tampoco parece que el Servicio Exterior esté entrenado para la diplomacia del siglo XXI. Cuentan muchos de nuestros empresarios que, más bien, cuando van por el mundo, se topan con embajadores del XIX. Gente que aún cree que su única labor se limita a cuestiones de “alta política”, dejando la atención de los principales intereses del país –los económicos, representados por nuestras empresas- huérfanos de asistencia. Entiéndaseme bien: buena parte de las funciones diplomáticas y consulares tradicionales subsisten pero, al tiempo, otras tareas de menos relumbrón deberían ir cogiendo más y más peso en la agenda.

Con todo, la política exterior falla también en su sentido más estricto, en lo que sí corresponde –ahora sí- al Gobierno de España. Su definición. Y si el peor Ejecutivo de la democracia suspende en casi todo, en materia de exteriores el cate es clamoroso.

Viene cumpliéndose con cierta regularidad la máxima de que la política exterior española no depende tanto del inquilino del Palacio de Santa Cruz como del de la Moncloa y, siendo así, no es de extrañar que la política exterior del zapaterato haya terminado impregnándose de la frivolidad e inanidad intelectual que son marca de la casa. ¿Es cabal, por ejemplo, que en Argelia –un país crítico para los intereses españoles en el norte de África- se perciba al ministro Moratinos, sencillamente, como la cabeza visible del lobby promarroquí en España? Incluso aunque el Gobierno, en uso de su legítima potestad de orientar la política como lo tenga por conveniente, hubiera decidido realinear las prioridades de la política magrebí, ¿no sería exigible un algo más de discreción?

La respuesta, por desgracia, es que la política exterior –la política de Estado por excelencia- se ha contaminado de la idea motriz del planteamiento general: para los socialistas, para los únicos socialistas realmente existentes (lo digo para que no se me enfaden los aficionados a comparar las virtudes teóricas del socialismo con los defectos reales de sus alternativas), todo es medio, nada es fin. Insisto, por desgracia, también es éste –el internacional- un ámbito como otro cualquiera para “ir de rojo” o aplicar el “principio Marie Claire”, o de lo que toque en cada momento.

No es ya que un servidor esté en desacuerdo con los planteamientos en política exterior del Gobierno. Lo estoy, pero entiendo que el Gobierno tiene perfecto derecho a definir su política de acuerdo con su programa. Es que me temo que tales planteamientos no existen como tales. Cabe, por supuesto, entender de modo diverso cuáles son los intereses de España en cada momento y, por consiguiente, puede haber legítimas y discrepantes maneras de ordenar las prioridades. Pero, al igual que sucede en tantos y tantos ámbitos, uno no puede dejar de preguntarse dónde aparecen los intereses del país en esta indescriptible muestra de inepcia, de inutilidad. No es ya que vuelvan a aparecer los tics de una política que se creía felizmente superada, como el tercermundismo o la sumisión a Francia, ni tan siquiera que, prácticamente, hayamos ido desapareciendo del mapa, se trata de que, en esto como en todo, aquí no hay Dios que entienda nada, porque nadie explica nada y, probablemente, es que no hay nada que explicar.

Supongo que este post, por su temática, es candidato a recibir la visita de los plastas de turno diciendo “sería mejor lo de Aznar, bla, bla, bla, Irak, bla, bla, bla”. Aparte de que pienso que sí, que lo de Aznar era infinitamente mejor,–y, por favor, ruego al eventual defensor del “no a la guerra” que no se prive de soltar su saludable invectiva, si así lo desea- no es esa la cuestión. La cuestión es que, moral o inmoral, acertada o errada, era una política exterior reducible a parámetros comprensibles (también lo era la de González, por cierto). Se me ocurre media docena de razones para hacer seguidismo a los Estados Unidos (lo llaman así, ¿no?) –unas me parecerán mejor, otras peor-, pero no se me ocurre absolutamente ninguna para hacer campaña, desde intereses españoles, por Evo Morales. Por lo mismo, no se me ocurre qué maldita razón puede haber para enemistarse con Argelia, por ejemplo. Ninguna, salvo que la política exterior importe un carajo, estando, como está, lejos de las preocupaciones primordiales de los españoles y, por tanto, más bien dé igual una cosa que otra. Al fin y al cabo, el presidente no viaja, no habla idiomas, no entiende de economía y está a otro rollo. Pues que Moratinos y Bernardino León hagan lo que les apetezca.

Las empresas españolas deberían ir asumiendo una realidad impepinable. El “Gobierno de España” no está ni se le espera, al menos, mientras el optimista antropológico esté en la Moncloa.

domingo, septiembre 02, 2007

TAMBIÉN GALICIA

Leo en prensa, bastante pasmado, que ahora hay también “galescolas” que es, por lo visto, como se denominan los centros –dependientes de la Administración Pública- en los que la enseñanza se da en exclusiva en lengua gallega. ¿Qué tiene usted contra la impartición de enseñanzas en gallego? Nada en absoluto, a condición de que sean los padres del educando, oído el interesado cuando tenga juicio suficiente, quienes puedan decidir.

Sí tengo, y mucho, contra la escuela como centro de indoctrinamiento, en general, y como centros de propagación de la mentira, en particular. Mucho me temo que, en Galicia (donde, por cierto, no hay empedrado al que echar las culpas, y buena parte de la responsabilidad compete al PP, sempiterno gobernante) está anidando a gusto la peste nacionalista. Hemos comentado alguna vez que, si algún error se ha cometido a lo largo de esta Transición de nuestros pecados, fue el de regionalizar la enseñanza. No contentos con semejante dislate, además, cada vez que hay que montar un ejecutivo autonómico de coalición, la consejería de educación va sistemáticamente al partido radical de turno. ¿Por qué? Porque lo que para unos es caza menor, para otros es pieza esencial.

Vaya por delante que, en mi opinión, el sistema educativo, en todos los niveles, debería estar gestionado por entidades privadas, conforme al perfil y el gusto de cada cual –lo cual no es incompatible con la existencia de financiación pública que, en lo posible, debería ir a los padres y no a los centros-. Corresponden a la Administración Pública la impartición de los títulos, lo que conlleva la fijación del currículo mínimo –con los consiguientes exámenes nacionales, iguales para todos- y el establecimiento de los oportunos controles académicos y, en general, de cumplimiento de la normativa (la función de inspección, ¿recuerdan?). Pero, en todo caso, creo que es una función esencialmente nacional, no delegable, o que debe desempeñar la Administración de máximo nivel –me refiero, claro está, a la educación propiamente dicha, que no a la intendencia del tema, cosa perfectamente descentralizable.

De nuevo, ¿por qué? Porque la educación es uno de los elementos esenciales de realización del principio de igualdad de los españoles, algo fundamental (esto sí, y no las gilipolleces zapaterinas) en el estatuto de ciudadano. Liberales y socialistas (honrados) discrepamos, probablemente, en cuanto a cómo proveer el bien en cuestión mejor, pero no creo que estemos en desacuerdo en que se trata de una cuestión absolutamente crítica de cara al progreso del país y, por supuesto, a la igualdad de oportunidades –es decir, a la igualdad potenciadora de la libertad y compatible con ella, no a la igualdad liberticida-.

Pues bien, pasando de las musas al teatro, en España no es ya que todos sepamos que ese no se está cumpliendo, sino que hay pruebas evidentes de que determinadas escuelas se han convertido en centros de adoctrinamiento, lo que está mal y, lo que es peor, de difusión de puros y simples bulos, falsedades y absurdos. Recordemos, si no, esos mapas de “realidades nacionales” existentes solo en la imaginación de algún descerebrado, pero que, ante los escolares de ciertas regiones españolas, pasan por buenos, correctos y ajustados a la realidad geográfica –entre otras cosas, claro está, porque no son desmentidos, luego, por la prensa, los mapas del tiempo...-. No tengo ni idea de qué clase de mapas colgarán de las paredes de las galescolas, pero apuesto a que el de España no estará por ninguna parte, y apuesto más todavía a que el de Galicia no comprende exactamente las cuatro provincias. Porque seguro que la Galicia del funcionario de turno no será la de La Coruña, Lugo, Orense y Pontevedra, sino que coincidirá con alguna nación mítica que, a la cuarta copa de coñac, engulle Asturias, León y medio Portugal.

La circunstancia de que nuestros sin pares nacionalistas catalanes y vascos copen las portadas de continuo puede llevar a la conclusión, errónea, de que la estupidez es privativa de algunos territorios. Más bien parece que está muy bien distribuida, entre otras cosas porque la idiocia parece ser lo único para lo que en España no hay fronteras. Ni siquiera es cosa limitada a regiones bilingües, porque hay evidencias documentadas de estupidez solo en castellano.

Nuestro país tiene muchos problemas, sin duda. Pero de ellos, sólo la educación merece ser considerada un verdadero cáncer. Y se trata con aspirinas.

sábado, septiembre 01, 2007

TERCEROS EN DISCORDIA

Esta lectura a la que tengo el gusto de invitarles: “los innecesarios guiños a la izquierda”, por Esteban Hernández (a su vez, invita a leer un libro de Samuel Gregg, que también recomiendo), y el acontecimiento político de la semana, el affaire Rosa Díez, me han llevado a pensar algunas cosas, nada originales por otra parte, pero sobre las que me gustaría volver, sobre todo, ahora, que hay votación en lontananza. Me refiero, claro está, a la configuración de nuestra oferta política.

Veamos: parto de una realidad insoslayable, que no es otra que la de que el gobierno de las sociedades democráticas se va construyendo a través de una serie de simplificaciones sucesivas. Esas simplificaciones se construyen, sobre todo, aplicando la regla de la mayoría, esto es obvio, pero también a través de una reducción del continuo que son las opiniones y gustos de cada cual a una serie de posiciones discretas. En román paladino, o uno anda muy, muy justo de ideas, o va a ser muy difícil que encuentre un partido cuya oferta le satisfaga plenamente. A algo hay que renunciar siempre, porque el menú es limitado, y hay que quedarse con lo que más nos apetezca o menos asco nos dé, pero siempre dentro de lo reducido de la oferta.

No obstante, la cosa no tiene por qué ser del todo dramática. En principio, el funcionamiento del sistema exige que las ofertas presentadas sean, al menos, dos. Ése es el número mínimo para que el acto de elegir tenga algún sentido. Pero, en la buena teoría, un sistema proporcional debería invitar a más, muchos más, incluso contando solo a los grupos con cierto chance de sacar representación parlamentaria.

Aun cuando la ligazón necesaria entre proporcionalidad y multiplicidad de partidos está por demostrar, tendencialmente puede tenerse por cierta. Y el bipartidismo imperfecto en que hemos quedado aherrojados dice bastante sobre cuan poco proporcional es nuestro sistema pretendidamente proporcional. Buena parte de las circunscripciones son, de facto, mayoritarias o cuasimayoritarias, y algunas en las que se elige un número significativo de diputados tampoco son para tirar cohetes (esta es una de las razones por cierto, de que los nacionalistas vascos y catalanes obtengan representaciones nutridas y los, pongamos por caso, castellanos, no; además de ser más representativos, operan en distritos electorales que eligen más diputados –por tanto, más proporcionales-). Lo cierto es que este estado de cosas tiene un evidente efecto sobre el comportamiento del elector. Surge la cuestión del “voto útil” –noción, en principio, bastante ajena a la configuración del sistema proporcional- y las tendencias se refuerzan. Los dos partidos mayoritarios, de por sí primados, se convierten en destinatarios de aquellos que “no quieren perder su voto”, dándoselo a una formación quizá más afín, pero con menos perspectivas.

Naturalmente, esto tampoco ayuda a los desplazamientos de voto. Los dos grandes partidos se convierten en aglutinantes del sufragio en sus respectivos sectores ideológicos. En teoría, el corolario de todo esto –sobre el papel- debería ser que los dos grandes partidos se aproximaran al punto de tangencia, siendo fronterizos el uno del otro y, claro está, asfixiando a cualquier tercero en discordia.

Ahora bien, esto es la teoría. Pero ¿qué ocurre cuando el comportamiento supuesto de los dos grandes partidos no coincide con lo que sería de esperar? Paradojas de la vida, ninguno de los dos grandes partidos españoles pasa por una etapa de tendencia al centro (sin entrar, por el momento, a valorar el aparente cambio de rumbo –en el discurso, al menos- del PSOE), sino todo lo contrario. Ambos son percibidos como radicalizados, cada uno a su modo, no ya por el electorado de enfrente, sino hasta por el propio. Ahora mismo, es poco menos que imposible que se produzca un trasvase significativo de voto entre PSOE y PP, lo cual no es –insisto, paradójicamente- óbice para que, en los respectivos campos, haya, cuando menos, minorías echando pestes de la respectiva opción “natural”.

Esto es tanto como decir que, al menos coyunturalmente, hay hueco para un tercero. Y lo hay, pásmense, en las huestes del segmento que ambos partidos mayoritarios deberían desear para sí: el de las clases medias ilustradas. Esas clases que se ubican a en la izquierda del PP y en la derecha del PSOE. Si lo prefieren, y por etiquetar: liberales laicos, por un lado, y socialdemócratas moderados, por el otro. La tercera España, en suma. Ese conjunto de ciudadanos tienen, por supuesto, un punto de coincidencia esencial, que es la fe en el sistema democrático de alternancia, pero es que, y por eso hablaba de “coyunturalmente”, ahora mismo tienen otro: la cuestión nacional.

Y voy concluyendo. Es probable que la iniciativa fracase. Pero el nuevo partido que está formándose en torno a Savater y compañía es el segundo aviso en pocos meses. ¿Qué sucedería si, en algún momento, surgiera una alternativa menos sospechosa de diletantismo, con visos de mayor seriedad? No digo que tal cosa sea fácil, porque esos “visos de seriedad” tienen mucho que ver con la existencia de una estructura organizativa sólida, lo que diferencia, en esencia, a un partido de un movimiento. Es llamativo, por otra parte, que las dos iniciativas más acabadas hayan surgido de la izquierda... aunque, quizá, hayan terminado por hacer daño a la derecha. El diagnóstico parece claro: hay una izquierda que no quiere, no puede hacer el viaje hasta las orillas del PP, pero está dando vueltas sobre sí misma, para vencer el miedo e iniciar la travesía por su cuenta. Luego, va y resulta que son los del otro lado los que se apuntan.

Arrimando al ascua mi sardina, diré mi opinión. Hay hueco para un partido liberal en España. Un partido liberal al que, probablemente, sí le sería posible pescar, de vez en cuando, al menos, en los caladeros de la izquierda. Me moriré sin verlo, supongo, pero la idea no me la quitan de la cabeza. Ofrezco manifiesto fundacional, para quien le pueda interesar.

Y los sueños, sueños son.