SOCIALISMOS: SIMILITUDES Y DIFERENCIAS
Esta semana, charlaba yo con un buen amigo, francés él. Como no podía ser de otro modo, la conversación derivó hacia el proceso electoral y la pugna Sarko-Ségo. Le comentaba yo, a propósito de Ségolène Royal, que, cualquiera que sea el resultado del próximo día 6, al menos, había conseguido eludir el peor de los escenarios para ella misma y para el PS, que era el de no pasar a la segunda vuelta. Todos los analistas coincidían en que una reedición del clamoroso fracaso de Jospin hubiera conducido al PS a una crisis de proporciones incalculables. El que se pretende uno de los dos grandes partidos de gobierno en Francia no podía permitirse el lujo de volver a quedar fuera.
Mi amigo me daba la razón, pero me recomienda no engañarme. Según él y pase lo que pase, el Partido Socialista francés es un cadáver político. Está muerto, abocado a una refundación. Hablamos, claro, del PS de la era Mitterand, el que sigue siendo el PS realmente existente –y es que, por cierto, la duda de en qué medida la propia Royal es el PS es más que legítima-.
Naturalmente, opiniones hay para todos los gustos, y no sé si el juicio de mi amigo es o no plenamente acertado –más bien, creo que lo es, sí, pero creo también que ganar el Elíseo podría insuflar oxígeno a la moribunda organización- pero yo, llevando el agua a mi molino, no puedo por menos que contrastar con la situación española.
Que el PS esté en crisis profunda es la cosa más normal del mundo. Al fin y al cabo, hablamos de un partido carente por completo de ideas, que ha gozado de múltiples oportunidades de gobernar y construir y, cuando lo ha hecho, lo ha hecho entre mal y desastrosamente. ¿Qué puede esperarse de un electorado racional sino que, poco a poco, vaya perdiendo la confianza en ese partido? El PS no ha sido, en los últimos treinta años, positivo para Francia. Y Francia le paga con la moneda que merece. Incluso ahora, es manifiesta la incapacidad del partido para salir de sus inercias y, de hecho, la gran virtud de Ségo, la más apreciada, es su capacidad para salirse de los lugares comunes del pensamiento débil que informan el precipitado imposible en el que se ha resuelto el mal tránsito desde la izquierda de principios de los ochenta al no se sabe qué de hoy en día.
El socialismo no tiene respuestas. Más que la solución, es el problema, o parte de él. Un point, c’est tout. ¿Y sus correligionarios españoles? ¿Qué explica que el enfermo –nada imaginario- francés tenga un primo, que se proclamaba casi hermano, tan robusto allende Pirineos? A mi juicio, hay varias razones que explican la diferencia.
La primera, sin duda, como en su día lo destacó Revel, es que el socialismo español de primera hora, el de González, aun proclamando mirarse en el de Mitterand y aun aceptando un cierto patronazgo intelectual, fue capaz de tomar derroteros bien diferentes de los del PS francés. Sencillamente, no sería justo ni cierto afirmar –tomando la perspectiva adecuada- que el socialismo ha sido tan dañino en España como lo ha sido en Francia. Dicho algo más cínicamente, el socialismo español dejó antes de ser de izquierdas, salvo en ciertas cuestiones como la educación –no por casualidad, precisamente, aquellas en las que el PSOE y sus mandatos se han revelado como auténticas plagas-.
Ahora bien, sin cuestionar esos méritos, y sin que, quizá, el socialismo español se haya hecho del todo acreedor a la menesterosidad del PS, tampoco son tantas las diferencias: si el PSOE estaba ya vacío de ideas al final del Felipato, la llegada de Zapatero le ha hecho refractario incluso a la misma noción, en el socialismo español las ideas tiznan, porque estorban.
Y aquí entra la otra gran diferencia. El discurso del odio. A diferencia de sus correligionarios del PS francés, la socialdemocracia alemana o el socialismo portugués (éste último caso, por cierto, de interés particular), que tienen que afrontar la lucha del día a día frente a derechas nada acomplejadas, desde muy escasos bagajes intelectuales y con resultados mediocres de gobierno (inciso: lo que no obsta para que, una vez más, haya que saludar la capacidad de supervivencia de una izquierda europea que, por increíble que parezca, salió poco tocada de 1989), el socialismo español cuenta con los impagables estragos causados en España por una dictadura y una particular transición a la democracia, de la que se erigieron en grandes beneficiarios.
La reactivación de la “memoria histórica” de modo tan extemporáneo y la denuncia, expresa o tácita, de esa transición obedece, a mi entender, al interés por cuidar ese patrimonio. Lo he afirmado en otras ocasiones y lo reitero: dejada a sus propias fuerzas, la democracia española tendía hacia una estabilización en el que el presente –o el pasado cercano- iría pesando cada vez más y el pasado remoto cada vez menos. Ese escenario condenaba, y condena, a la izquierda en general y al socialismo en particular, a una lucha con sus solas fuerzas que puede ganar o perder, pero sin ventajas a priori. Ese escenario podía abocar al socialismo español a crisis tan profundas como la que aqueja al PS francés.
Y lo último que quiere el socialismo español es ser juzgado sólo por lo que vale. De Francia siempre importaron ideas. Ahora importan miedos.
Mi amigo me daba la razón, pero me recomienda no engañarme. Según él y pase lo que pase, el Partido Socialista francés es un cadáver político. Está muerto, abocado a una refundación. Hablamos, claro, del PS de la era Mitterand, el que sigue siendo el PS realmente existente –y es que, por cierto, la duda de en qué medida la propia Royal es el PS es más que legítima-.
Naturalmente, opiniones hay para todos los gustos, y no sé si el juicio de mi amigo es o no plenamente acertado –más bien, creo que lo es, sí, pero creo también que ganar el Elíseo podría insuflar oxígeno a la moribunda organización- pero yo, llevando el agua a mi molino, no puedo por menos que contrastar con la situación española.
Que el PS esté en crisis profunda es la cosa más normal del mundo. Al fin y al cabo, hablamos de un partido carente por completo de ideas, que ha gozado de múltiples oportunidades de gobernar y construir y, cuando lo ha hecho, lo ha hecho entre mal y desastrosamente. ¿Qué puede esperarse de un electorado racional sino que, poco a poco, vaya perdiendo la confianza en ese partido? El PS no ha sido, en los últimos treinta años, positivo para Francia. Y Francia le paga con la moneda que merece. Incluso ahora, es manifiesta la incapacidad del partido para salir de sus inercias y, de hecho, la gran virtud de Ségo, la más apreciada, es su capacidad para salirse de los lugares comunes del pensamiento débil que informan el precipitado imposible en el que se ha resuelto el mal tránsito desde la izquierda de principios de los ochenta al no se sabe qué de hoy en día.
El socialismo no tiene respuestas. Más que la solución, es el problema, o parte de él. Un point, c’est tout. ¿Y sus correligionarios españoles? ¿Qué explica que el enfermo –nada imaginario- francés tenga un primo, que se proclamaba casi hermano, tan robusto allende Pirineos? A mi juicio, hay varias razones que explican la diferencia.
La primera, sin duda, como en su día lo destacó Revel, es que el socialismo español de primera hora, el de González, aun proclamando mirarse en el de Mitterand y aun aceptando un cierto patronazgo intelectual, fue capaz de tomar derroteros bien diferentes de los del PS francés. Sencillamente, no sería justo ni cierto afirmar –tomando la perspectiva adecuada- que el socialismo ha sido tan dañino en España como lo ha sido en Francia. Dicho algo más cínicamente, el socialismo español dejó antes de ser de izquierdas, salvo en ciertas cuestiones como la educación –no por casualidad, precisamente, aquellas en las que el PSOE y sus mandatos se han revelado como auténticas plagas-.
Ahora bien, sin cuestionar esos méritos, y sin que, quizá, el socialismo español se haya hecho del todo acreedor a la menesterosidad del PS, tampoco son tantas las diferencias: si el PSOE estaba ya vacío de ideas al final del Felipato, la llegada de Zapatero le ha hecho refractario incluso a la misma noción, en el socialismo español las ideas tiznan, porque estorban.
Y aquí entra la otra gran diferencia. El discurso del odio. A diferencia de sus correligionarios del PS francés, la socialdemocracia alemana o el socialismo portugués (éste último caso, por cierto, de interés particular), que tienen que afrontar la lucha del día a día frente a derechas nada acomplejadas, desde muy escasos bagajes intelectuales y con resultados mediocres de gobierno (inciso: lo que no obsta para que, una vez más, haya que saludar la capacidad de supervivencia de una izquierda europea que, por increíble que parezca, salió poco tocada de 1989), el socialismo español cuenta con los impagables estragos causados en España por una dictadura y una particular transición a la democracia, de la que se erigieron en grandes beneficiarios.
La reactivación de la “memoria histórica” de modo tan extemporáneo y la denuncia, expresa o tácita, de esa transición obedece, a mi entender, al interés por cuidar ese patrimonio. Lo he afirmado en otras ocasiones y lo reitero: dejada a sus propias fuerzas, la democracia española tendía hacia una estabilización en el que el presente –o el pasado cercano- iría pesando cada vez más y el pasado remoto cada vez menos. Ese escenario condenaba, y condena, a la izquierda en general y al socialismo en particular, a una lucha con sus solas fuerzas que puede ganar o perder, pero sin ventajas a priori. Ese escenario podía abocar al socialismo español a crisis tan profundas como la que aqueja al PS francés.
Y lo último que quiere el socialismo español es ser juzgado sólo por lo que vale. De Francia siempre importaron ideas. Ahora importan miedos.