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domingo, enero 28, 2007

DE LA JETA COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES

He de reconocerlo: no soporto a los progres de salón. Y es algo que debería hacerme mirar, más que nada porque, como forman parte del paisaje, están en todas partes y a casi nadie parece importarle, son ganas de pasarlo mal de modo gratuito. Porque está claro que esta gente está completamente dispuesta a desmentir de una vez por todas a aquél que dijo que se puede mentir a algunos siempre, se puede mentir a todo el mundo a alguna vez, pero no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo.

Antes de salir a la palestra las hazañas de su compañera en el frente antisistema, reconozco que ya andaba yo pasmado ante las del propio Joan Saura. Recuerdo, en particular, que, a propósito de no sé qué –algo así como las expectativas electorales de su partido- dijo hallarse “como un niño o niña la noche de reyes”. Bien es cierto que es posible ir más allá en lo patológico y decir “como un niño o niña en la noche del solsticio de invierno” pero, ¿qué clase de estructura mental hay que tener para que semejante frase te salga de corrido? ¿Conocen ustedes a algún bípedo pensante que, de modo espontáneo, sea capaz de decir que se siente “como un chico o chica con zapatos nuevos” o algo por el estilo? Hace falta tener muy, muy interiorizada la pose para hablar de ese modo. O bien haberse creído el propio discurso hasta el punto de no advertir el grado de estupidez en el que se puede estar cayendo. O bien que los demás hayan aceptado semejantes cosas como absolutamente normales. No se cuestiona, por supuesto –al menos yo no lo cuestiono- que el Sr. Saura es un hombre inteligente y que sabe lo que dice, así pues las explicaciones hay que buscarlas en alguna de esas razones.

Es del todo respetable ser antisistema. No tengo nada en contra de quienes piensan, de buena fe, que a este mundo –me refiero al mundo occidental, democrático y capitalista- habría que darle la vuelta como a un calcetín. Me parece una postura, la mayoría de las veces, errada, pero en todo caso aceptable. Sí me parece mal, claro, que una posición intelectual se sostenga hasta el punto de transgredir el derecho, y en todo caso sería muy de agradecer que quien piense de otro modo entienda que, con toda probabilidad, será castigado. Respeto profundamente a quienes no creen en el valor del derecho de propiedad, pero no tanto que, llevados de esa postura ideológica, haya quienes ocupen bienes ajenos que –de momento y en teoría, o en la letra- siguen protegidos por la ley. Es, por cierto, muy improbable que ese tipo de sujetos, o quienes simpatizan con ellos, sientan respeto alguno por los defraudadores fiscales que, en resumidas cuentas, no hacen sino lo mismo: tomarse la justicia por su mano y adecuar su contribución al erario a lo que ellos consideran suficiente. Si al ocupar un piso vacío, el squatter de turno no hace más que convertir en derecho subjetivo –directamente exigible- lo que en la Constitución no pasa de ser un principio orientador (el derecho a la vivienda), cuanto más habrá de ser digna de encomio la conducta de quien, por iniciativa propia –y con cierto morro, eso sí, pero la audacia es como es- ahorma la realidad tributaria al principio de justicia que debe presidirla, cuando el legislador lo olvida (¿a que dicho así suena hasta bien?)

Lo que no puedo soportar es la indecencia de quienes se declaran antisistema no ya disfrutando de todos los beneficios que ese sistema proporciona –comprendo que se puede desear con toda fruición que el comercio se vuelva justo y, en tanto eso sucede, comprar los productos que se venden en el Paseo de Gracia, aunque no veo cómo tal conducta, habitual en ciertos progres, puede acelerar la ruina del sistema, la verdad- sino no teniendo, al tiempo, empacho en aceptar cargos políticos muy vinculados a la defensa del sistema mismo. ¿Acaso no debería haber una objeción de conciencia a la hora de aceptar, por ejemplo, el alto mando de la policía por parte de quien no cree que deba haber policías o, en todo caso, que los policías no deberían perseguir ciertas conductas tipificadas como delito? Es como si se encomienda la presidencia de la agencia antidroga al presidente (o presidenta) de la asociación de amigos (y amigas) del porro.

La cuestión se resume en lo siguiente: “la Inma”, “el Joan” y toda la patulea de izquierdosos a la violeta que pueblan la geografía patria viven instalados en una contradicción y están perfectamente cómodos por la sencilla razón de que están plenamente seguros de que jamás de los jamases padecerán –ni ellos ni sus muy burgueses amigos, sean de izquierda o de derecha (que, al final, todos van a comer a casa de mamá los domingos y se juntan para discutir de alta política, porque casi ninguno sabe a cómo van las hipotecas ni les importa)- ni una sola de las consecuencias prácticas de sus ideas. No serán sus casas las que serán ocupadas y, por supuesto, si llegara a atisbarse que eso pudiera ocurrir, ya se encargaría la policía –que, entonces, dejaría de ser fuerza “represora” para volver a ser “del orden”- de hacer cumplir esa ley que no siempre se aplica.

Así de duro y así de triste. Y por eso se me hace tan difícil saber cómo esta gente sigue siendo votada por los destinatarios de sus desmanes –o por los antisistema de verdad- y, al tiempo, respetada por sus genuinos pares sociales. Porque no son, ni serán nunca, insisto, sus casas las ocupadas, al igual que no son sus hijos los que acuden a escuelas degradadas por una política educativa insostenible, como tampoco padecen las ineficacias del transporte público porque los coches oficiales no tienen su acceso vedado ni tan siquiera a las calles peatonales. Tampoco padecerán nunca los rigores de las dictaduras y gobiernos de frenopático que apoyan y promueven en otras latitudes –bueno, quizá sí en Cataluña, si los demás les dejan hacer-. Y así un largo etcétera.

“La Inma”, “el Joan” y sus coleguis son una patología del sistema que dicen querer anular. Si algún defecto tiene ese sistema es que ha producido monstruos como estos. Que ha permitido hacer de tener jeta un oficio; la caradura como una de las bellas artes. Y, con total sinceridad, creo que a los ocupas les falta imaginación y ambición ya que ¿por qué demonios limitarse a inhóspitas naves industriales semiabandonadas cuando, allá en los barrios altos, hay gente que se dice comprensiva y que posee espléndidos pisos –desde luego antisociales, porque lo suyo es apañarse con los treinta metros de la Trujillo- y magníficos lofts con vistas?

domingo, enero 14, 2007

LOS TIEMPOS DE LA POLÍTICA

Anoche, unos cuantos españoles de ideas diferentes hablábamos de política. Quiero decir que intercambiábamos puntos de vista y no monologábamos sucesivamente. Uno tiene el privilegio de contar con amigos en casi todos los frentes y, al tiempo, no frentistas, y eso es lo que permite que ciertos temas que deberían ser hablados, se hablen. Por ejemplo, la cuestión de ETA o, más exactamente, el cómo terminar con ella. El resultado es interesante, prueben, si tienen ocasión.

Se dirá, claro, que sobre este asunto se ha hablado hasta la saciedad. Pero lo cierto es que, más bien, se han repetido consignas y lugares comunes. ¿Hemos dicho todos, de veras, qué pensamos y por qué?

He comentado en algún otro lugar que existe una grieta básica en el consenso de los demócratas en torno a la crucial cuestión de los medios: ¿debe esa operación ser eminentemente judicial y policial o, por el contrario, será necesaria alguna clase de negociación política que vaya más allá de ajustes en la cuestión penitenciaria? Quien crea que esta pregunta está respondida, que se lo piense dos veces. Hay muchos conciudadanos que están convencidos de que el fin de ETA exigirá concesiones y, más exactamente, exigirá cambios en el marco político, mayores o menores.

Personalmente, estoy en contra de semejante solución de modo radical, pero soy consciente de que tal punto de vista exige explicaciones, en la medida en que no hablamos de posturas gratuitas. La apuesta por un final de ETA que conlleve su absoluta derrota viene teniendo un coste demencial en vidas humanas y, con toda probabilidad, puede costar más –a diferencia, por cierto, de las guerras en las que se envían soldados a frentes lejanos, cuando de una banda terrorista se trata, hay que aceptar que esa vida puede ser la propia, o la de un ser querido; porque todos aparcamos nuestros coches en los aeropuertos, y todos compramos en los hipermercados-. Siempre se dice que las libertades tienen un coste. Pues bien, en un país en el que, como en España, se vive bajo amenaza terrorista, estos se hacen espantosamente explícitos. No creo que haga falta extenderse mucho más para entender que elegimos entre males. Y el mal mayor, a mi juicio, es que alguien pueda, siquiera remotamente, concluir que la violencia ha servido para algo.

Entiendo, no obstante, que haya quien piense que, en suma, la violencia está más que acreditada como medio de conformación de la realidad política y que, por tanto, negar las evidencias no puede llevar más que a muertos que bien podemos ahorrarnos.

Ambas posturas tienen importantes fallas, y ambas posturas pueden fundarse en motivaciones legítimas. A la vista está que –en línea de principio- no son mutuamente compatibles y, por tanto, en nuestro devenir colectivo habremos de elegir una de las dos. Ya sé que la política –y la lucha antiterrorista como parte de ella- no es blanca ni negra y que. En cualquier momento puede hacer su entrada el omnipresente principio de oportunidad. Pero hablamos de algo demasiado fundamental como para no planteárselo.

Empezando, desde luego, por el papel de ETA como coartada.

Desde cierta izquierda se arguye –y es posible que algo de eso haya- que parte de la derecha española ve en ETA la condición suspensiva eterna para no abordar el debate de fondo de la cuestión vasca. Es posible que haya, en la derecha, gentes que piensen que, dejados a sus propias fuerzas y libres de coacciones, los vascos derivarían hacia la independencia. ETA se erigiría, de este modo, en baluarte paradójico de la unidad de España, en tanto impediría ponerla en cuestión por su sola existencia. La “otra parte” tendría siempre un artículo de previo pronunciamiento. La derecha, pues, apoya la “vía policial” en el convencimiento de que conduce a un proceso sin fin.

Todo al contrario, alguna derecha –tampoco sin razón- piensa que cierta izquierda ha comprado el argumento de “ETA como síntoma”. ETA no puede irse derrotada, sin más, porque tiene parte de razón. Haciendo bueno el discurso del nacionalismo vasco, ETA sería la manifestación patológica de un conflicto no resuelto y existirá mientras ese conflicto esté vivo. Si todo eso se une con los ecos de autoritarismo que alguna izquierda sigue viendo en el estado español –un estado que nace con pecado original, no lavado ni siquiera por la Constitución de 1978- el escenario está servido para la conclusión: en algún momento habrá que sentarse con ETA a hablar de cosas que, seguro, no serán presos.

Para nuestra desdicha, todos nuestros fantasmas nacionales aparecen, al final del día, íntimamente interconectados. ETA es el íncubo que nos acompaña, el residuo de épocas por lo demás superadas. ¿Tenemos claro cómo sería una España post-ETA? ¿Qué ocurriría si la banda desapareciera? ¿Provocaría eso una crisis de confianza? ¿Quedaría, en ese momento, la democracia española inerme ante las demandas nacionalistas?

Lo desconozco. Pero me barrunto que si todo fuese tan claro, si este estado fuese tan ilegítimo como, en suma parecen pensar todos los que se hacen reproches al respecto –unos, sin recato, otros en el fondo- el terrorismo haría, sencillamente, mutis, y dejaría a un nacionalismo cargado de legitimidad hace el resto del trabajo. Más bien pienso que es al contrario. Y por eso creo que, en una negociación política, ETA lograría ganar lo que jamás ganaría, simplemente, desapareciendo. ETA teme un escenario sin pistolas y, por eso mismo, nadie más debería temerlo. Esto, lejos de ser un argumento pro negociación, es un fenomenal argumento en contra.

Dicen algunos que ETA está derrotada y que, por eso, es el momento de “darle una salida”. ETA estaba derrotada el mismo día en que se fundó. Y si “se le da una salida” se evitará la lucha –incruenta- que está por producirse. La lucha intelectual entre una ideología decimonónica –el nacionalismo- y la democracia ilustrada. Y esa, piensen lo que piensen algunos, la podemos ganar. Pero eso exige que no se emplee la política para acabar con ETA. ETA debe ser derrotada, debe desaparecer, porque solo entonces habrá política. En efecto, este es un artículo de previo pronunciamiento. No sé si hay quien, en el fondo, no desea que se resuelva. Otros lo estamos deseando.

Aquí se habla de lo que haga falta... desde el mismo día en que el último criminal esté entre rejas. Cuanto antes se presenten voluntariamente para ser juzgados, antes empezará la charla.

domingo, enero 07, 2007

IRRESPONSABILIDAD, DIVINO TESORO

La solicitud del gobierno catalán de que el ministro Solbes llame al orden a las comunidades limítrofes que, irresponsables ellas, se lanzan a una carrera por rebajar impuestos resulta de lo más reveladora. Supongo que es simple casualidad que ese súbito interés por la armonía y la unidad de mercado se produzca en un asunto como es el de la fiscalidad de las sucesiones, en el que los ciudadanos, al menos los residentes en provincias contiguas de comunidades autónomas fronterizas tienen una cierta capacidad de votar con los pies –puede ser ventajoso, vaya usted a saber, dependiendo de tipos impositivos, ir a instalarse en Castellón, si uno vive en Tarragona, pongamos por caso.

Nunca se ve la misma preocupación, digamos, por los horarios comerciales, materia en la que también cada comunidad hace de su capa un sayo, perjudicando a las empresas que están presentes en más de una región y dificultando su gestión. Y es que, claro, es más difícil llevarse un hipermercado bajo el brazo. Conocemos, al tiempo, que la gran empresa Pescanova ha decidido llevarse al otro lado de la raya de Portugal una piscifactoría de tamaño descomunal, que no puede instalar en su Galicia natal porque el gobierno le pone trabas. El gobierno dice que no pone trabas, sino que, simplemente, intentaba que la piscifactoría se instalara no donde la empresa quería, sino en otra zona de la comunidad –eso, señores, no es una traba, para algunos: usted no puede instalar la piscifactoría donde le pete, sino donde al político le salga de los pelendengues, así sea en Ciudad Real.

Ya había apuntado el propio Solbes que, pese al continuo cacareo sobre la autonomía fiscal, pocos parecían por la labor de ejercerla, no vaya a ser que hacerlo tenga algún coste político.

Y es que todo apunta a que nuestros políticos autonómicos se han acostumbrado a vivir en el mejor de los mundos posibles, que es el de la competencia sin responsabilidad, y no obstante la demanda infinita de mayores facultades, quieren seguir viviendo tranquilos. No parece necesario extenderse en la idea de que una administración pública exenta de responsabilidad es el engendro más lesivo para la libertad que imaginarse pueda.

Guste o no, la ley ha dotado a las regiones españolas de enormes capacidades. Los gobiernos autonómicos no son meras administraciones de gestión, sino entes dotados de iniciativa y capacidad de orientar políticamente su acción. En este sentido, por ejemplo, los políticos autonómicos pueden decidir si la herencia, como instituto, les parece más o menos digna de protección. En función de esa decisión, y de otros factores, son libres de plantear cosas como la fiscalidad de las sucesiones. Igualmente, son enteramente libres de decidir si desean que una piscifactoría se instale en su territorio o, por el contrario, valoran más otras circunstancias.

El problema empieza cuando estos sujetos pretenden que los ciudadanos asuman sus decisiones sean estas cuales sean, y que no hagan uso de lo que antes eran derechos y ahora hay que empezar a entender como mecanismos de defensa, cual es el de situar su residencia allí donde les apetezca en España o, llegado el caso, en la Unión Europea. Hay muestras evidentes de que es eso lo que desean. El ciudadano catalán debe seguir residiendo en Tarragona, del mismo modo que Pescanova ha de instalar su factoría allí donde le indique –en oficio librado en gallego, naturalmente- el funcionario de turno.

Como los ciudadanos se resisten, los jerarcas autonómicos no tienen empacho, primero, en acudir al ministro para solicitar de él que limite las capacidades de otros. De no bastar esa medida, es probable que el siguiente paso sea que intenten cercenar las libertades de los propios ciudadanos.

Todo antes de que la realidad te estropee un bonito sueño político. Gozosos aquellos tiempos –deben pensar algunos- en el que el cruce de fronteras requería de prolija documentación expedida discrecionalmente por los mismos funcionarios que se erigían en la mejor de las causas para emigrar. Cuando uno podía desarrollar su proyecto político sin injerencias de ningún tipo, al abrigo de aranceles, barreras y todo tipo de dificultades administrativas.

Dichosos los años en los que las consecuencias de las decisiones políticas siempre tenía que asumirlas otro distinto del que las tomaba.