NO AL "CAPITALISMO ESPAÑOL"
No hace mucho, argumentaba que, a mi juicio, los desastres de Marbella, Ciempozuelos y otros escándalos de parecido tenor podrían darse por buenos a condición de que, además del castigo de los culpables, trajera una triple reflexión: sobre el régimen jurídico del suelo, sobre el régimen tributario municipal y sobre el sistema de financiación de los partidos políticos. Como mucha otra gente, tengo la convicción de que esos tres asuntos están íntimamente relacionados entre sí, y son el trasfondo principal del cáncer de la corrupción urbanística, con independencia de que, de modo inevitable, existan conductas delictivas que no tienen más razón de ser que el incivismo extremo y el ansia de enriquecimiento de quienes las perpetran.
Tengo pocas esperanzas de que, en efecto, esa reflexión serena y ese pensar antes de actuar se den en la práctica. La experiencia con nuestros políticos enseña que lo más probable es, de un lado, que se entre en una espiral de denuncias amparada en el “y tú más” –única vía de defensa cuando caen todas las demás- y, de otro, que se realicen propuestas de cambios legislativos con el solo propósito de dar la impresión de que se hace algo, pero sin un análisis profundo detrás, política que, si siempre es desaconsejable, lo es mucho más en temas que tienen efectos inducidos poco previsibles. Por otra parte, y para complicar más las cosas, nuestro régimen político descentralizado –potenciado, en materia urbanística, por la doctrina del Tribunal Constitucional- pone más trabas a la posible solución.
De lo que no cabe la menor duda es de que estamos ante un gravísimo problema de corrupción que daña de modo importante el crédito internacional del país y que no se puede minimizar, sencillamente porque es perfectamente conocido. No estamos ante “tramas” ocultas y lejanas, sino ante una cuestión que nos es del todo familiar.
Argumentaba yo, por otra parte –al igual, insisto, que mucha otra gente- que, con independencia de los problemas en la esfera política, la cuestión de la corrupción tenía también un fuerte componente social. Es un problema que anida en el terreno de las mentalidades. Por si faltaran elementos para avalar esta convicción, obsérvese el espectáculo que se ha ofrecido en esos repugnantes programas de televisión autodenominados “del corazón” por los que se han paseado personas que hoy se encuentran imputadas por conductas graves. Ha sido así durante años, por supuesto, pero es que ha continuado –y continúa- sucediendo una vez abiertas las instrucciones judiciales. Quienes se paseaban por los platós en condición de sospechosos siguen haciéndolo como imputados.
Entiendo, aunque nunca se sabe, que nadie en su sano juicio ofrecería un programa de máxima audiencia a un asesino o a un traficante de armas. ¿Por qué, entonces, sí a personas sobre cuyas conductas caben las mayores reservas? ¿Cómo es posible que determinadas personas vayan a programas de televisión a hablar de dinero en efectivo que circulaba en bolsas?
La cuestión nos conduce, una vez más, a la diferencia entre el delincuente del Código Penal y el delincuente social, es decir, a la diferencia entre incriminación, o tipificación jurídica y reproche ciudadano o tipificación social. Las personas que se paseaban y se pasean por el mundo presumiendo de cosas que, en el mejor de los casos, deberían obligarles a mantener una entrevista con el fiscal en términos poco amistosos, la gente que va en Ferrari a depositar fianzas para eludir la cárcel, lo hacen amparados en una sensación de impunidad que, me temo, arranca de la convicción de que su propio poder los vuelve intocables y, me temo también, de que en su propio comportamiento hay poco de “anormal”.
Lamentablemente, la conducta delictiva lo es, en buena medida, por su falta de normalidad. El crimen es una patología porque no es común, y solo mientras no es común es percibido como crimen. Precisamente porque la mayoría de los mortales no dirimen sus diferencias a tiros, las balaseras callejeras son percibidas nítidamente como delitos, y no como un medio natural de composición de intereses contrapuestos.
En la medida en que una determinada forma de hacer las cosas deviene corriente, es evidente que deja de ser escandalosa o, cuando menos, el escándalo será impostado, falso, hipócrita. En realidad, la patulea marbellí –o sus equivalentes en otros municipios menos acaudalados- se sigue comportando tras la imputación exactamente igual que lo hacía hasta ese preciso momento. La única diferencia es, claro, que el juez rasga la cortina de la normalidad aparente y recuerda a todo el mundo que esa conducta que se habían acostumbrado a ver como corriente... es un delito.
Habría que preguntarse cómo hemos llegado a esto –y ello nos devuelve al punto inicial de las reformas necesarias-. ¿Cómo es posible que en un país presuntamente civilizado o, al menos, en muchas de sus regiones, ciertas comisiones lleguen a ser un sobrecoste tan corriente que un buen gestor debe presupuestarlas (y repercutirlas, claro está)? ¿Cómo es posible que muchos empresarios decentes afirmen, diciendo verdad, además, que una conducta acorde a la ley los expulsaría del mercado en algunas zonas? ¿Cómo es posible, en fin, que haya que espera a que el tonto de la banda “cante la gallina” para que se proceda, aunque antes se hayan acumulado indicios para empapelar el juzgado?
Lo peor que puede suceder con el delito es acostumbrarse a vivir con él. Entonces es cuando se vuelve endémico y, por supuesto, mucho más difícil de erradicar. No podemos permitir eso, que los efectos de la corrupción se incorporen sin más a “la forma de hacer negocios”. No podemos permitir que se consolide este modelo de “capitalismo español” como más de uno ya lo llama con ironía.
Tengo pocas esperanzas de que, en efecto, esa reflexión serena y ese pensar antes de actuar se den en la práctica. La experiencia con nuestros políticos enseña que lo más probable es, de un lado, que se entre en una espiral de denuncias amparada en el “y tú más” –única vía de defensa cuando caen todas las demás- y, de otro, que se realicen propuestas de cambios legislativos con el solo propósito de dar la impresión de que se hace algo, pero sin un análisis profundo detrás, política que, si siempre es desaconsejable, lo es mucho más en temas que tienen efectos inducidos poco previsibles. Por otra parte, y para complicar más las cosas, nuestro régimen político descentralizado –potenciado, en materia urbanística, por la doctrina del Tribunal Constitucional- pone más trabas a la posible solución.
De lo que no cabe la menor duda es de que estamos ante un gravísimo problema de corrupción que daña de modo importante el crédito internacional del país y que no se puede minimizar, sencillamente porque es perfectamente conocido. No estamos ante “tramas” ocultas y lejanas, sino ante una cuestión que nos es del todo familiar.
Argumentaba yo, por otra parte –al igual, insisto, que mucha otra gente- que, con independencia de los problemas en la esfera política, la cuestión de la corrupción tenía también un fuerte componente social. Es un problema que anida en el terreno de las mentalidades. Por si faltaran elementos para avalar esta convicción, obsérvese el espectáculo que se ha ofrecido en esos repugnantes programas de televisión autodenominados “del corazón” por los que se han paseado personas que hoy se encuentran imputadas por conductas graves. Ha sido así durante años, por supuesto, pero es que ha continuado –y continúa- sucediendo una vez abiertas las instrucciones judiciales. Quienes se paseaban por los platós en condición de sospechosos siguen haciéndolo como imputados.
Entiendo, aunque nunca se sabe, que nadie en su sano juicio ofrecería un programa de máxima audiencia a un asesino o a un traficante de armas. ¿Por qué, entonces, sí a personas sobre cuyas conductas caben las mayores reservas? ¿Cómo es posible que determinadas personas vayan a programas de televisión a hablar de dinero en efectivo que circulaba en bolsas?
La cuestión nos conduce, una vez más, a la diferencia entre el delincuente del Código Penal y el delincuente social, es decir, a la diferencia entre incriminación, o tipificación jurídica y reproche ciudadano o tipificación social. Las personas que se paseaban y se pasean por el mundo presumiendo de cosas que, en el mejor de los casos, deberían obligarles a mantener una entrevista con el fiscal en términos poco amistosos, la gente que va en Ferrari a depositar fianzas para eludir la cárcel, lo hacen amparados en una sensación de impunidad que, me temo, arranca de la convicción de que su propio poder los vuelve intocables y, me temo también, de que en su propio comportamiento hay poco de “anormal”.
Lamentablemente, la conducta delictiva lo es, en buena medida, por su falta de normalidad. El crimen es una patología porque no es común, y solo mientras no es común es percibido como crimen. Precisamente porque la mayoría de los mortales no dirimen sus diferencias a tiros, las balaseras callejeras son percibidas nítidamente como delitos, y no como un medio natural de composición de intereses contrapuestos.
En la medida en que una determinada forma de hacer las cosas deviene corriente, es evidente que deja de ser escandalosa o, cuando menos, el escándalo será impostado, falso, hipócrita. En realidad, la patulea marbellí –o sus equivalentes en otros municipios menos acaudalados- se sigue comportando tras la imputación exactamente igual que lo hacía hasta ese preciso momento. La única diferencia es, claro, que el juez rasga la cortina de la normalidad aparente y recuerda a todo el mundo que esa conducta que se habían acostumbrado a ver como corriente... es un delito.
Habría que preguntarse cómo hemos llegado a esto –y ello nos devuelve al punto inicial de las reformas necesarias-. ¿Cómo es posible que en un país presuntamente civilizado o, al menos, en muchas de sus regiones, ciertas comisiones lleguen a ser un sobrecoste tan corriente que un buen gestor debe presupuestarlas (y repercutirlas, claro está)? ¿Cómo es posible que muchos empresarios decentes afirmen, diciendo verdad, además, que una conducta acorde a la ley los expulsaría del mercado en algunas zonas? ¿Cómo es posible, en fin, que haya que espera a que el tonto de la banda “cante la gallina” para que se proceda, aunque antes se hayan acumulado indicios para empapelar el juzgado?
Lo peor que puede suceder con el delito es acostumbrarse a vivir con él. Entonces es cuando se vuelve endémico y, por supuesto, mucho más difícil de erradicar. No podemos permitir eso, que los efectos de la corrupción se incorporen sin más a “la forma de hacer negocios”. No podemos permitir que se consolide este modelo de “capitalismo español” como más de uno ya lo llama con ironía.