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domingo, noviembre 26, 2006

NO AL "CAPITALISMO ESPAÑOL"

No hace mucho, argumentaba que, a mi juicio, los desastres de Marbella, Ciempozuelos y otros escándalos de parecido tenor podrían darse por buenos a condición de que, además del castigo de los culpables, trajera una triple reflexión: sobre el régimen jurídico del suelo, sobre el régimen tributario municipal y sobre el sistema de financiación de los partidos políticos. Como mucha otra gente, tengo la convicción de que esos tres asuntos están íntimamente relacionados entre sí, y son el trasfondo principal del cáncer de la corrupción urbanística, con independencia de que, de modo inevitable, existan conductas delictivas que no tienen más razón de ser que el incivismo extremo y el ansia de enriquecimiento de quienes las perpetran.

Tengo pocas esperanzas de que, en efecto, esa reflexión serena y ese pensar antes de actuar se den en la práctica. La experiencia con nuestros políticos enseña que lo más probable es, de un lado, que se entre en una espiral de denuncias amparada en el “y tú más” –única vía de defensa cuando caen todas las demás- y, de otro, que se realicen propuestas de cambios legislativos con el solo propósito de dar la impresión de que se hace algo, pero sin un análisis profundo detrás, política que, si siempre es desaconsejable, lo es mucho más en temas que tienen efectos inducidos poco previsibles. Por otra parte, y para complicar más las cosas, nuestro régimen político descentralizado –potenciado, en materia urbanística, por la doctrina del Tribunal Constitucional- pone más trabas a la posible solución.

De lo que no cabe la menor duda es de que estamos ante un gravísimo problema de corrupción que daña de modo importante el crédito internacional del país y que no se puede minimizar, sencillamente porque es perfectamente conocido. No estamos ante “tramas” ocultas y lejanas, sino ante una cuestión que nos es del todo familiar.

Argumentaba yo, por otra parte –al igual, insisto, que mucha otra gente- que, con independencia de los problemas en la esfera política, la cuestión de la corrupción tenía también un fuerte componente social. Es un problema que anida en el terreno de las mentalidades. Por si faltaran elementos para avalar esta convicción, obsérvese el espectáculo que se ha ofrecido en esos repugnantes programas de televisión autodenominados “del corazón” por los que se han paseado personas que hoy se encuentran imputadas por conductas graves. Ha sido así durante años, por supuesto, pero es que ha continuado –y continúa- sucediendo una vez abiertas las instrucciones judiciales. Quienes se paseaban por los platós en condición de sospechosos siguen haciéndolo como imputados.

Entiendo, aunque nunca se sabe, que nadie en su sano juicio ofrecería un programa de máxima audiencia a un asesino o a un traficante de armas. ¿Por qué, entonces, sí a personas sobre cuyas conductas caben las mayores reservas? ¿Cómo es posible que determinadas personas vayan a programas de televisión a hablar de dinero en efectivo que circulaba en bolsas?

La cuestión nos conduce, una vez más, a la diferencia entre el delincuente del Código Penal y el delincuente social, es decir, a la diferencia entre incriminación, o tipificación jurídica y reproche ciudadano o tipificación social. Las personas que se paseaban y se pasean por el mundo presumiendo de cosas que, en el mejor de los casos, deberían obligarles a mantener una entrevista con el fiscal en términos poco amistosos, la gente que va en Ferrari a depositar fianzas para eludir la cárcel, lo hacen amparados en una sensación de impunidad que, me temo, arranca de la convicción de que su propio poder los vuelve intocables y, me temo también, de que en su propio comportamiento hay poco de “anormal”.

Lamentablemente, la conducta delictiva lo es, en buena medida, por su falta de normalidad. El crimen es una patología porque no es común, y solo mientras no es común es percibido como crimen. Precisamente porque la mayoría de los mortales no dirimen sus diferencias a tiros, las balaseras callejeras son percibidas nítidamente como delitos, y no como un medio natural de composición de intereses contrapuestos.

En la medida en que una determinada forma de hacer las cosas deviene corriente, es evidente que deja de ser escandalosa o, cuando menos, el escándalo será impostado, falso, hipócrita. En realidad, la patulea marbellí –o sus equivalentes en otros municipios menos acaudalados- se sigue comportando tras la imputación exactamente igual que lo hacía hasta ese preciso momento. La única diferencia es, claro, que el juez rasga la cortina de la normalidad aparente y recuerda a todo el mundo que esa conducta que se habían acostumbrado a ver como corriente... es un delito.

Habría que preguntarse cómo hemos llegado a esto –y ello nos devuelve al punto inicial de las reformas necesarias-. ¿Cómo es posible que en un país presuntamente civilizado o, al menos, en muchas de sus regiones, ciertas comisiones lleguen a ser un sobrecoste tan corriente que un buen gestor debe presupuestarlas (y repercutirlas, claro está)? ¿Cómo es posible que muchos empresarios decentes afirmen, diciendo verdad, además, que una conducta acorde a la ley los expulsaría del mercado en algunas zonas? ¿Cómo es posible, en fin, que haya que espera a que el tonto de la banda “cante la gallina” para que se proceda, aunque antes se hayan acumulado indicios para empapelar el juzgado?

Lo peor que puede suceder con el delito es acostumbrarse a vivir con él. Entonces es cuando se vuelve endémico y, por supuesto, mucho más difícil de erradicar. No podemos permitir eso, que los efectos de la corrupción se incorporen sin más a “la forma de hacer negocios”. No podemos permitir que se consolide este modelo de “capitalismo español” como más de uno ya lo llama con ironía.

domingo, noviembre 19, 2006

SÉGOLÈNE

Ségolène Royal será la rival del candidato de la derecha en las próximas presidenciales francesas. Con toda probabilidad, se enfrentará a Nicolas Sarkozy. El PS, además de hacer una exhibición de buen gusto –ustedes perdonen el puntillo sexista, pero me parece que Mme Royal es una señora de lo más atractivo- rompe tabúes. En primer lugar, promoviendo a una mujer para ver si –Jack Lang dixit- es capaz de hacer lo que los hombres no han podido: vencer a la derecha y, en segundo lugar, arrumbando a viejas glorias del socialismo galo que, a su condición masculina añadían la de rancios prohombres del PS, con toda la carga del mitterandismo a sus espaldas.

Royal es también, ella misma, hija de la última época gloriosa del socialismo en Francia. Al fin y al cabo, nació y creció en la política al abrigo de la sombra del que se autodefinió como el último gran Presidente de la República. Pero, a diferencia de muchos de sus conmilitones, ella sí ha sido capaz de ¿evolucionar? Sí, sin duda, otra cosa es qué ha de entenderse por “evolución”.

Como en toda tierra de cristianos, “evolución” en el caso de la izquierda, también en Francia significa “vaciamiento”. El que aún es, probablemente, el socialismo más ideologizado de Europa, entra en su propio proceso de zapaterización, como único curso posible hacia la victoria.

Hoy por hoy, cada vez es más cierto, y me temo que Ségolène Royal supone la extensión al PS, que la izquierda es, esencialmente, una marca. No es, en rigor, un modo resumido de llamar a un posicionamiento político. Lo importante es, sea cual sea el contenido real del mensaje, poder seguir conectando con la esfera emocional del votante, poder seguir sugiriéndole que es de izquierdas, que sigue siendo bueno. Poco importa, ya digo, que las políticas terminen siendo indistinguibles de las de la derecha.

En realidad, poco importaría que partidos y votantes siguieran apegados a sus sentimentalismos, los unos negándose a reconocer que ya no son de izquierdas o que tal cosa ya carece de sentido y los otros negándose a aceptar que es así, si, en efecto, hubiera un vaciamiento real y total que, de una vez por todas, supusiera el fin de algunos errores contumaces. El socialismo es, creemos algunos, antes de nada, un error de planteamiento y de la naturaleza racional de los seres humanos, sería de esperar que, falsado ya en mil ocasiones, tomara ya el camino que le corresponde, junto a otros cachivaches inservibles de la historia de las ideas. Pero lo que habrá que revisar es el aserto ese de que el hombre es un animal racional (me refiero a lo de “racional”, que lo de “animal” es indudable).

El problema es que los candidatos de izquierda, aquí y allá, no se conforman con acogerse a los poderes taumatúrgicos de la marca. No se conforman con un decir y hacer lo mismo que otros, pero diciendo, simplemente, que son de izquierdas. Están siempre proponiendo “alternativas”. Es decir, pretenden disponer de un producto real, distinto y acabado. Obviamente, esto es mentira. No tienen, en realidad, absolutamente nada que ofrecer pero, en vez de hacer un ejercicio de honradez y reconocerlo, insisten en que lo suyo es verdaderamente diferente.

De un tiempo a esta parte, se dedican a adjetivar a la democracia. Nuestro ZP se presenta como adalid de la democracia “avanzada”, en tanto que Royal parece optar por la “deliberativa”. Casi todo antes que aceptar la democracia a secas y, sobre todo, antes de admitir el sistema de libertades en el que ésta se asienta. Todo con tal de no tratar, nunca, a la clientela como si fueran seres adultos.

Lo que suele esconderse bajo esa capa de adjetivos, bajo ese redescubrir continuamente el Mediterráneo, es el más grosero de los populismos. Es más que probable que, ahora que Sarkozy parece encaminarse por un cierto discurso de la responsabilidad, Royal se lance por los derroteros zapateriles, esperemos que con algo menos de indigencia intelectual. Royal, como Marianne de la nueva izquierda va a decirles a los franceses exactamente lo que quieren oír, es decir, que pueden tener a la vez la tarta y el dinero de la tarta.

La gente está deseando oír que los conflictos no existen, las dificultades no existen o, todo lo más, son producto de una falta de extensión de los derechos de ciudadanía, una carencia de transversalidad intersubjetiva, una democracia insuficientemente deliberante u otro retruécano por el estilo. Están deseando oír que, en suma, ellos no están haciendo nada mal, que nada en su forma de vida es causa de ninguno de los problemas que hay a su alrededor.

El ciudadano quiere oír –y ahí van a estar los Royal y los Zapatero para decírselo- que todas las guerras, cuando son injustas, se libran en interés de otros. Que ellos no son, en absoluto, beneficiarios de ninguna desdicha ajena. Quieren oír que el sistema se mantendrá, prevalecerá siempre, sin que ellos tengan que hacer nada por mantenerlo. Quieren oír, en suma, que ellos son los buenos, porque son de izquierdas. Los malos son siempre otros.

Y Ségolène se lo va a decir.

jueves, noviembre 09, 2006

¿ES EL SISTEMA PROPORCIONAL?

A la vista de los primeros movimientos postelectorales en Cataluña –que, como es sabido, niegan las mieles del triunfo a quien, pese a su victoria algo raquítica, resultó ganador al fin y al cabo- Josep Mª Fàbregas reabre la polémica en torno al sistema proporcional y sus defectos en un artículo titulado “per acabar d’una vegada per totes amb el sistema proporcional” (por acabar de una vez por todas con el sistema proporcional). El propio Fàbregas reconoce, como no podía ser de otro modo, que el sistema mayoritario también tiene sus defectos, pero entiende que siempre serán menores.

Es muy habitual que, tras un proceso electoral, se alcen voces en pro de la reforma del sistema electoral. Suele suceder cuando los nacionalistas sacan pecho y hacen valer su carácter de bisagras o, últimamente, cada vez que funciona la regla “todos contra el que gana”, que el socialismo ha convertido en pauta de comportamiento. La cuestión es tanto más grave cuanto que las tablas en las que se hallan trabados entre sí los dos grandes partidos nacionales –situación que se reproduce, a escala regional, normalmente entre la franquicia local del PSOE y la derecha nacionalista- parecen indicar que las mayorías absolutas que hemos conocido en el pasado son eso, cosa del pasado, al menos por un tiempo.

Convengo en que el espectáculo es muy desagradable y, en algunos casos, hasta inmoral, por más que sea legítimo. Cada noche electoral nos encontramos, invariablemente, con que el electorado “ha concedido una clara mayoría a la izquierda”, importando poco que esa mayoría se alcance agregando cosas que poco tienen que ver entre sí, a veces contra toda lógica política. El escándalo será mayúsculo, imagino, el día que una parte de esa mayoría sea Batasuna, cosa que un número nutrido de socialistas vascos no tienen recato en admitir no solo como posible, sino como deseable (la explicación piadosa es que sería la prueba irrefutable de su “incorporación al sistema”). Con carácter general, los socialistas han elevado a regla la idea de que lo que es aritméticamente posible se convierte, por ese solo hecho, en políticamente válido.

Por otra parte, un servidor tiene, como cuestión de principio, una preferencia, aunque solo sea estética, por el sistema mayoritario de distrito uninominal –el sistema británico, para entendernos-, así que tengo simpatía por los críticos del sistema proporcional.

Pero me temo que conviene no atribuir al sistema electoral –sin perjuicio de que sea susceptible de reformas menores, sobre todo en el nivel municipal- propiedades taumatúrgicas de las que carece.

De entrada, porque los sistemas electorales no se reducen a la dicotomía mayoritario-proporcional. El mecanismo de atribución de escaños viene condicionado por un montón de circunstancias. En España, sin ir más lejos –o en cualquiera de sus subunidades, excepto las comunidades autónomas uniprovinciales y los ayuntamientos- es dudoso que pueda decirse que el sistema proporcional esté cercano a la proporcionalidad pura. Existen fuertes correcciones, empezando por el empleo de la provincia como unidad básica, las barreras y los repartos mínimos de escaños.

Se dice, por ejemplo –y hablando de elecciones generales-, con frecuencia, que el sistema produce una sobrerrepresentación de los partidos nacionalistas. Esto es falso. Si alguien está sobrerrepresentado son los dos grandes partidos nacionales, y los verdaderos perjudicados son los “terceros en discordia”, los partidos de ámbito estatal, o presentes en zonas donde hay pocos escaños en juego, que ven irse sus votos por el sumidero de los restos. En tanto no se emplee un distrito electoral único, cualquiera que sea la fórmula del conteo, los nacionalistas estarán siempre presentes, porque son hegemónicos en sus territorios. Por ejemplo, si se aplicara en España un sistema winner takes all provincial, Izquierda Unida desaparecería –no gana las elecciones en ningún distrito, aunque tenga más de un millón de votos desperdigados por España-, pero el PNV se atribuiría los 7 escaños por Vizcaya –creo que hoy solo tiene 5-. Otro tanto ocurriría con CiU en Gerona, Lérida y Tarragona, lo que implicaría una representación no muy distinta de la que hoy disfruta.

Por otra parte, tampoco conviene soslayar un hecho importante y es que, sin perjuicio de que en la actual coyuntura no sea así y que tampoco haya visos de que las cosas vayan a cambiar a corto plazo, contra lo que preveían los padres constituyentes –que se temían una fragmentación a la italiana- lo cierto es que el sistema ha probado que arroja mayorías absolutas, incluso con más frecuencia de lo esperado –tanto a nivel nacional como a nivel regional ya que, que yo sepa, tan solo el País Vasco y Canarias han permanecido siempre ajenos a la realidad de un partido hegemónico-. También somos críticos con la mayoría absoluta cuando la hay. ¿Deseamos potenciarlas? Si potenciamos la mayoría desde el sistema electoral, quizá habría que pensar en eliminar los contrapesos que se dispusieron para atemperar sus efectos.

Más importante que lo anterior es la siguiente pregunta: ¿nuestras cuitas son con el sistema proporcional o, más bien, con el sistema parlamentario? Porque si convenimos en que nuestro sistema es parlamentario, hay que aceptar –recordemos que Bagehot definía el sistema parlamentario como sistema en el que gobierna un comité del Parlamento- que los ciudadanos solo eligen gobierno de modo mediato. Los parlamentarios elegidos tienen, en su mandato, y como primera tarea, proveer una serie de cargos, comenzando por el Poder Ejecutivo. Y lo hacen como Dios les da a entender o en función de variables que, no siendo controlables por el elector, tampoco le son ajenas (¿en serio los votantes de CiU que se quedaron en casa pensaron, por un momento, que salvo orden de Madrid, dejaría de haber tripartito?)

Si pensamos, con buen criterio, que el desmedido poder del Gobierno y la Administración ha desplazado, en las democracias contemporáneas, por completo el centro de gravedad de la importancia política y que, por tanto, sería muy conveniente que el poder Ejecutivo fuera provisto directamente por los electores –o sea, que es asunto demasiado importante para dejarlo en manos de los diputados- bien está, pero este es otro debate, y mucho más profundo que el de la reforma del sistema electoral.

Quizá lo que estamos pidiendo a gritos, aunque no sepamos formularlo con precisión, es un cambio constitucional de considerables proporciones, lo que podría resultar muy razonable.

Con independencia de todo lo anterior, y sin salirnos de los límites del sistema vigente, nada debería obstar para que se establecieran costumbres y usos, constitucionales y parlamentarios, acordes con la ética. Bien pudiera ser que uno de ellos fuera un cierto “respeto de la prioridad” de la lista más votada y un mejor esfuerzo para que sea ésta la que pueda formar gobierno. Tampoco estaría nada mal que los partidos hicieran explícito, en período preelectoral, cuáles serían sus eventuales preferencias –siempre salvo que los electores les manden otra cosa-. En la Comunidad de Madrid, por ejemplo, todos sabemos que si Esperanza Aguirre saca un escaño menos que la mayoría absoluta no gobernará, pero los socialistas no se atreven a formalizar esa coalición de facto con Izquierda Unida.

¿Es aceptable que un partido como ERC mantenga una ambigüedad tal que no sea posible saber, hasta la misma noche electoral, si preferirá PSC o CiU? Nótese que eso es tanto como decir que no se sabe a ciencia cierta si ERC es de derechas o de izquierdas, aunque ellos clamen que el debate está superado y hagan ahora pactos en términos “de país”, lo que es tanto como proclamar que pueden pactar con cualquiera.

Es lógico que esta ausencia de “rayas rojas” en materia de pactos, esta ausencia de todo sentido de la política, provoque desazón en el elector. Pero esto no es algo que tenga que ver con la norma. Nadie discute que las opciones de ERC, o de cualquiera, son perfectamente legítimas. En suma, es un problema ético.

El regusto amargo que les queda a los electores de CiU, y la perplejidad que aqueja a mucha otra gente, en Cataluña y fuera de ella es el verdadero sabor de la “política Zapatero”. Esto es lo que produce la política del “como sea”. Adiós a la política, bienvenidos a la aritmética.

Y es que estos políticos, desengañémonos, no hay sistema electoral que los resista.

domingo, noviembre 05, 2006

EL DÍA QUE MAS LE FALLÓ A ZP

El Presidente del Gobierno tiene muy serios motivos para estar irritado con su candidato en las elecciones catalanas. En efecto, Artur Mas ha sido incapaz de dar el do de pecho y hacer su parte del trabajo, que no era otro que el de convertir una sociovergencia en la única salida posible. Pero Mas no ha sido capaz de pasar de los cincuenta escaños. Se ha quedado en cuarenta y ocho.

Y eso que Moncloa puso de su parte cuanto estuvo en su mano. Tras tres años de gobierno esperpéntico, puso fin abruptamente a la era Maragall, asegurando que el mejor candidato posible del socialismo catalán no pudiera, por dignidad, optar a la reelección. Por si, además, fuera poca ayuda el haber presentado un candidato con tan poco punch como Pepe Montilla, le diseñan una campaña patética, como pergeñada por sus enemigos y rayana a veces en el ridículo como en la “operación Nocilla”.

Pues ni por esas, oye. ¿Qué ha salido mal, como para que, a estas alturas, el tripartito aún tenga visos de ser la fórmula de futuro?

La primera es que era demasiado pronto, me temo. A la sociedad catalana no le ha dado tiempo a hacerse a la idea de que los convergentes se habían ido, como para invitarles ya masivamente a volver. Artur Mas no es mal tipo. Tiene buena planta, habla bien, tiene experiencia de gobierno... pero es más de lo mismo que ha habido durante ¡23 años! Demasiado pronto.

La segunda es que, a veces, la solidez del voto socialista sorprende hasta a los propios socialistas. Son tan leales que cuesta sacárselos de encima. Así presenten como candidato a la rana Gustavo (de hecho, si presentaran a la rana Gustavo, no es descartable que mucho abstencionista cachondo hubiera salido de casa, para catapultar al batracio a la mayoría absoluta). Se habla, y con razón, del notable descenso en votos y escaños cosechado por Montilla, pero se soslaya que semejante estado de cosas llega tras sugerir de mil maneras al electorado que se buscase otra idea: disolviendo precipitadamente el tripartito, permitiendo al adversario político la capitalización del gran “éxito” de la legislatura (sí, me refiero al estatuto, que todo son puntos de vista) y haciendo imposible la continuidad del candidato con más probabilidades de salir mejor parado. ¿Qué hubiera sucedido si Maragall hubiese concurrido a las urnas?

La tercera es que el voto del PP se ha mostrado, a su vez, más berroqueño de lo que parecía. CiU no ha conseguido atraer “catalanistas moderados” de las garras de la extrema derecha. Son los que son, no muchos, pero están contados. Y, quizá, acosarles y tratarles como apestados no haya sido la mejor de las ideas.

La cuarta es que, mire usted por dónde, el menú se ha ampliado con una opción nueva que no se ha podido descalificar con las tácticas habituales. También se les ha acusado de “submarino de la extrema derecha” pero, a diferencia de lo que habitualmente le sucede al PP, a estos les ha dado igual.

En suma, sí tienen razón los que dicen que Zapatero ha sufrido su primer revés electoral serio en Cataluña, pero no creo que sea porque el PSC haya perdido cinco escaños. El problema es que la aritmética no es suficientemente contundente, y la mejor fórmula para que hubiese resultado más clara hubiera sido una victoria aún más nítida de CiU. Pero Artur Mas no fue capaz.

El principal problema de cara a la formación de un nuevo tripartito es que se trataría –aunque esto, socialistas de por medio, no importe mucho- de un ejecutivo más lastrado en su legitimidad, en tanto se nuclearía en torno a un indiscutible perdedor. Sería un gobierno constituido contra quien, esta vez sí, ha ganado, en votos y en escaños, sin que sean posibles recursos retóricos. Si la estabilidad interna del tripartito maragallino no fue su seña de identidad, es de prever que un tripartito montillés no sólo no correría mejor suerte, sino que pinta peor. Además, ya digo, de formarse en torno al derrotado en las elecciones, pesaría más en él una ERC no suficientemente tocada –por cierto, nadie destaca el “hasta aquí llegó la inundación” de ERC, que ahora se entrevé mucho más como fenómeno acotado y limitado en su alcance- y una ICV que, por arte de birlibirloque, se ha convertido en el referente moral de la izquierda catalana, por aquello de no haber consumido su cupo de despropósitos.

En fin, pero todo eso no son más que obstáculos, al fin y al cabo salvables mediante el oportuno reparto de consejerías. El caso es que un tripartito es posible y, por tanto, el PSC no tendría por qué pasar por la humillación de entregarse a quien, al fin y al cabo, es su rival natural. Zapatero quiere una sociovergencia que le asegure un pasar digno en lo que le queda de mandato en Madrid. Pero tendrá que luchar si es que el PSC ha de proporcionársela, y es dudoso que lo consiga.

¿Y, a todo esto, Cataluña, qué? Pues, Cataluña, en su casa. Una vez más, parece que a los catalanes –esto es, a los que viven y trabajan en Cataluña, Pujol dixit- les da lo mismo ocho que ochenta. Cada vez votan menos.

Pero no parece que ninguna de las fórmulas en almoneda vaya a proporcionar la anhelada estabilidad y el retorno a la moderación que fueron las señas de identidad de la tierra (bueno, eso dicen). Cualquier gobierno con componente de ERC será una fuente de sobresaltos, amén de garantizar la continuidad de las políticas que han granjeado al tripartito su fama.

Pero una sociovergencia solo sirve a los intereses, a corto plazo, de Zapatero, porque no se le puede augurar una vida demasiado larga. Una Grossekoalition –y la sociovergencia lo es- es una formación política excepcional para circunstancias excepcionales y, por lo común, no perdura más que esas circunstancias. Al fin y al cabo, no deja de ser un cuerpo extraño en la dialéctica gobierno-oposición, algo intrínsecamente inestable (por ventura, cabe decir).

Si los catalanes quieren estabilidad, o cambios, o lo que sea, tendrán que empezar a ir a votar para buscarlos. En cuanto a Zapatero, tendrá también que buscar un mejor candidato. O volver a presentar a Mas cuando la era CiU haya caído suficientemente en el olvido.

miércoles, noviembre 01, 2006

RUMANOS, BÚLGAROS Y UNA EUROPA POCO SERIA

Rumanos y búlgaros hallarán limitaciones a su proclamado derecho a circular libremente por la Unión, al menos durante los dos años siguientes al ingreso de sus países en el club europeo. Mala noticia para la legión de nacionales de los dos estados que, a fecha de hoy, viven como irregulares en territorio comunitario. Sólo en España, se estima que, en ausencia de moratoria, podría producirse la “legalización” automática de cerca de medio millón de rumanos.

Entrecomillo lo de “legalización” porque me desagrada enormemente que se denomine así a la regularización de la residencia de una persona. Todos los seres humanos son “legales”. Es posible, todo lo más, que su situación administrativa sea disconforme con la ley. Soy de los que creen que marchar en busca de mejor fortuna a otros lugares es un derecho humano. Así pues, cualquiera que se encuentre en situación dificultosa por carecer de “papeles” tiene algo de mi simpatía. Otra cosa es que comprenda que las leyes están para ser cumplidas, y que las administraciones han de hacer cuanto esté en su mano porque así sea.

No creo, por otra parte, que la moratoria permita ganar mucho. Un par de años es demasiado poco tiempo para que se nivelen las brutales diferencias de renta que separan a los estados balcánicos de sus futuros socios. Los políticamente correctos dicen que, en su día, también se temió la llegada masiva de españoles, pero soslayan que a la altura de nuestra integración en la comunidad las distancias, siendo notables, poco tenían que ver con las que padecen los ciudadanos de otras latitudes. Los incentivos hoy existentes no van a desaparecer como por ensalmo, de la noche a la mañana.

Por otra parte, y en nuestro caso particular, es seguro que los rumanos –sobre todo, porque búlgaros hay menos, creo- no eligen España porque sí. De entrada, nuestro país es el que más crece de Europa, y por tanto es en el que más probabilidades hay de encontrar trabajo. Pero es que, además, en España se dan dos circunstancias en mucha mayor medida que en otros países comunitarios. La primera de ellas es un gobierno poco serio, dispuesto a hacer demagogia con lo que sea y “lo que sea” incluye un fenómeno tan grave como las migraciones de seres humanos. La segunda es un clima, lamentablemente, muy favorable a las situaciones “grises”. Será más sencillo encontrar aquí, o en Italia, un empresario dispuesto a contratar “sin papeles” que en Alemania.

No me sirve la excusa de “no encuentro españoles” porque no se trata tanto de que no se contraten inmigrantes como de que se haga en condiciones regulares. Si no hay españoles que deseen el trabajo, ofrézcanse los puestos a extranjeros y regularícese su situación. Lo que vivimos no es nuevo. Se inserta en una rancia tradición de economía paralela y subempleo que han existido en España mucho antes de que un extranjero en nuestras calles dejara de llamar la atención.

No discuto tampoco las virtudes o defectos del sistema español de empleo, las cargas de Seguridad Social, etc. Sin duda, son demasiado onerosos, pero, como de costumbre, deben cambiarse, no ignorarse.

Guste o no, buena parte de la inmigración ha ido a engordar nuestra ya notable economía sumergida, que crece tanto o más deprisa que la aflorada. Si pusiéramos nuestra casa algo más en orden, es posible que la presión disminuyera.

Tampoco creo, sinceramente, que la cosa sea como para preocuparse o, al menos, para preocuparse a estas alturas. A juzgar por los números y la experiencia, es más que probable que la gente que estuviera en condiciones de salir de Rumanía y Bulgaria ya haya salido. Es posible, sí, que mucha de la gente que ya está aquí se plantee quedarse, pero no que tengamos ninguna clase de “avalancha”. Nada de eso se produjo, desde luego, con españoles o portugueses –todos los que estaban en condiciones de irse ya se habían ido mucho antes del acceso de los estados ibéricos a la Comunidad- pero tampoco con polacos, húngaros, checos...

Con todo, lo más llamativo del asunto es cómo, una vez más, quedan en ridículo la Europa “rica” y su pretendida seriedad. Una Europa a la deriva desde que decidió abandonar el pragmatismo y la humildad de las realizaciones prácticas del día a día a favor de la grandilocuencia y las palabras vanas de los burócratas.

¿Sirven de algo la ciudadanía de Giscard y la incorporación a los Textos de largas y prolijas declaraciones de derechos redactadas en 23 versiones agilipolladas de 23 lenguas (pseudoinglés, pseudoespañol, pseudofrancés... ya se sabe derechos del niño y la niña, el ciudadano y la ciudadana) cuando falta la única libertad realmente conquistada, que era la libertad de circulación? ¿Qué clase de burla es ésta?

Una burla que arranca de un discurso que, al más puro estilo socialista, ha decidido ignorar la realidad por sistema. Mal camino porque, a la hora de la verdad, la realidad tiene capacidad para imponerse por sí misma. Los nuevos socios del Este tienen muchas razones para preguntarse qué clase de negocio han hecho, sobre todo si no se trata de naciones con complejo galopante de inferioridad, a la española, necesitadas del “aval europeo” para seguir existiendo.

El bochornoso espectáculo de las ampliaciones en curso es solo un aperitivo de lo que nos espera en las futuras negociaciones con Turquía. Negociaciones con freno y marcha atrás que pueden dejar la reputación de la Unión a la altura del betún. El caso es que no cabe la menor duda de que la caterva que se encuentra al frente de nuestras naciones no tendrá empacho alguno en administrar el debate en función de los miedos de sus opiniones públicas –con ánimo, claro, de soslayarlas, que no es lo mismo que respetarlas-. Ése y no otro, el miedo al “fontanero polaco” es el fin de estas moratorias ridículas que, como se dice en rugby, son simples “patadas a seguir”. Desplazar el problema un par de años, para que la gente crea que los políticos “hacen algo” respecto a la inmigración. Poco importa que esos miedos sean racionales o no y, desde luego, menos aún el mensaje que se pueda estar transmitiendo a los ciudadanos de los países de nuevo ingreso.

Es hora de ir planteándose que la “Europa de varias velocidades” quizá no sea, necesariamente, una desdicha, sino la única vía para seguir avanzando. Lo cierto es que, a la francesa o a la socialista (si es que ambas cosas no son sinónimas, en el fondo), no solo es posible que no avancemos, sino que puede ocurrir que el suelo, hasta ahora firme, que pisamos, empiece a tambalearse.

El proyecto europeo es una de las mejores ideas –y de las mejores realizaciones- que ha conocido la historia. Es, además, un proyecto cuya propia vocación exige la ampliación a todo el continente –e, incluso, la exportación parcial de la fórmula a otras latitudes limítrofes-. Pero no es una creación indestructible o que pueda sobrevivir a generaciones y generaciones de políticos del “como sea”.