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jueves, agosto 31, 2006

DE ALCALDE A MINISTRO

La designación de Joan Clos como sustituto de Montilla al frente del Ministerio de Industria está levantando polvareda. Que si hay una inaceptable “cuota catalana”, que si se va a transformar un alcalde en apuros –parece que Clos no tenía nada clara su continuidad al frente del consistorio barcelonés- en un ministro en apuros, que si carece de experiencia y conocimiento en temas industriales, en fin. Con todo, a mí, lo que más me llama la atención es que, en sus primeras declaraciones, el futuro ministro se haya mostrado dispuesto a seguir trabajando por Barcelona, Cataluña y “también” por España.

Respecto al tan traído y llevado problema de las cuotas, hay que decir que conformar un gobierno no es tarea fácil. A la hora de elegir quién se sentará con él en el Consejo de Ministros, el Presidente está constreñido por múltiples condicionantes, sin duda. Además, hay que tomar en consideración que, siendo fundamentalmente un órgano de decisión política, el Gobierno de la Nación es también una instancia técnica ya que, al fin y al cabo, ostenta la jefatura superior de la Administración.

A mi juicio, y si se puede elegir, un gobierno integrado por personas de diferentes sensibilidades políticas no sólo no sería malo, sino todo lo contrario. Y si una de las variables en torno a las que se estructuran esas sensibilidades, en un país como España, es la geográfica pues, sí, será bueno que los ministros tengan distintas procedencias. Concretamente, en el gobierno de España, y por tradición, si algo se aprecia es un déficit de catalanes, no al contrario. La presencia de políticos oriundos del Principado en Moncloa es muy inferior al peso específico de Cataluña, sin duda.

Lo anterior, no obstante, no debería llevarnos a ignorar dos cuestiones básicas. La primera que hay características que son, o deberían ser, completamente irrelevantes a la hora de conformar un gobierno. Mientras que una cuota de catalanes o de economistas tiene sentido en la medida en que puede tratarse, respectivamente, de una variable políticamente relevante o de una competencia técnica conveniente, una cuota de calvos no lo tiene en absoluto. Y la segunda y más importante es que la preparación y la capacidad deberían ser absolutamente prioritarias. Que el Gobierno luzca bonito y sea representativo es muy deseable, pero lo que es inexcusable es que sea eficaz y apto para lidiar con los problemas. Tanto nos da que el inútil de rigor sea catalán o murciano. Será siempre un inútil, y eso excluye cualesquiera otras consideraciones.

En el caso del ínclito José Luis, hay razones fundadas para pensar que orienta sus decisiones justo al revés, es decir, poniendo la forma muy por delante de la sustancia. Puede, claro, que en lo tocante a la “cuota catalana” sus manos estén más atadas que otra cosa –al fin y al cabo, está donde está merced a un partido político federado con el suyo y que, a estas alturas, aún se sigue planteando la posibilidad de disponer de grupo parlamentario propio en el Congreso (que en el Senado ya va por libre)-, pero no me negarán que un “que sea catalán, como sea”, cuadra perfectamente al personaje.

Con todo, y cualquiera que haya sido el procedimiento para su designación, lo que no es admisible es que un ministro diga que va a trabajar “también” para España. Ni tan siquiera que lo plantee como un corolario necesario del trabajar para otras cosas –aunque sea cierto que, por ejemplo, quien trabaja por Barcelona lo hace también por España, claro-. No. Uno puede llegar al gobierno en atención –ya digo, entre otras cosas y no principalmente- a su condición de catalán o de andaluz y, precisamente, esa condición es algo positivo, en la medida en que permite ver la vida desde una perspectiva que, adecuadamente combinada con las demás, puede resultar enriquecedora. Pero un ministro del Gobierno de España trabaja “sólo” para España. El iter es justo al revés: al trabajar para España en su conjunto, se trabaja para cada una de sus partes –porque también es cierto que lo que es bueno para España será bueno para Barcelona-. Esperemos que solo sea que Clos no ha estado muy afortunado.

Se dice, por último, que Clos no sabe nada de industria. Su bagaje es el de ser médico anestesista y un montón de años dedicado en cuerpo y alma a la política municipal. Los ministerios no son todos iguales, por supuesto, y es cierto que unos son más técnicos que otros. A primera vista, cabría decir que el de industria pertenece al segundo grupo. Pero no tendríamos por qué estar ante una dificultad insuperable. Un ministro bien asesorado y con sentido común puede resultar una aceptable elección.

Otra cosa, claro, es que el ministro, además de no saber una palabra del asunto, pretenda emplear su posición para hacer política regional o de otro género. Este ha sido, me temo, el lamentable caso de Montilla. Para eso, casi lo mismo da el ministerio de Industria que el de Asuntos Sociales, porque de lo que se trata es de tener una silla en Moncloa. Es verdad que Clos no parte con las mejores referencias. Pero la gran duda es si piensa ejercer de veras como ministro y si tiene buena voluntad. Habrá que darle el beneficio de la duda y ser positivos: casi nada puede ser peor que lo que había.

miércoles, agosto 30, 2006

INDEPENDENTISMO: ¿RENDIR POR ABURRIMIENTO?

Según una encuesta de la que se han hecho eco varios medios, algo más de un treinta por ciento de los vascos votaría a favor en un referéndum de independencia, una cifra próxima votaría en contra y cerca de un veinte o no sabe o no contesta. Para cuadrar la cifra, faltaría otro veinte, sobre poco más o menos, del que hay que suponer que tampoco sepa o no conteste (hasta hace no mucho, me hubiera parecido increíble que un cuarenta por ciento de la población de un territorio no tuviera ninguna opinión sobre el destino político del mismo, pero visto el desdén de los catalanes hacia el famoso estatuto, cualquiera sabe...)

Buceando un poco, se ve que muchos de los favorables a la independencia lo serían dadas unas condiciones mínimas como son ausencia de violencia, consulta popular consentida por el Estado y posibilidad de mantenimiento de unas relaciones amistosas con España y con la Unión Europea. O sea, sin que pase nada. Sin duda, es lícito pensar que, con esas condiciones, uno mismo se independizaría de casi todo. Algo así como un divorcio pudiendo seguir siendo amigos y hasta con algún que otro roce de vez en cuando.

Haciendo tabla rasa de la dificultad que supone interpretar una encuesta en cualquier contexto, de que eso es todavía mucho más difícil en Euskadi y de que, vistas las respuestas y vistos los matices, cabe concluir que muchos de los que dicen que votarían “sí” no saben lo que dicen; puede deducirse con cierta validez que el independentismo gana enteros en el País Vasco. Hay quien echa la culpa al proceso de reinserción de ETA-Batasuna en el circuito político en ausencia de violencia evidente, lo cual ha vuelto al independentismo una opción respetable. Para despejar dudas, diré que, por lo menos a mí, y obviamente sin compartirlo para nada, el separatismo me parece respetable, como cualquier otro planteamiento que se exprese por medios exclusivamente pacíficos -lo que no es, ni mucho menos, el caso del independentismo vasco batasuno-, y me parecería lógico que personas con cierto sentido moral, superada la violencia, rehabilitaran esa posibilidad como idea aceptable.

Pero no creo, ni mucho menos, que ese auge se deba a factores tan coyunturales. Que el País Vasco (y Cataluña) se deslizan hacia el separatismo es tan cierto como que Sicilia se va alejando del resto de Italia. Y, de seguir las cosas así, es un proceso igual de inexorable. Habrá, claro, avances y retrocesos, pero la dinámica actual –no la presente, sino la de los últimos treinta años- conduce a ese resultado. No se trata, tampoco, de un efecto necesario del proceso autonómico –un servidor no es entusiasta del tema, en general, pero no porque represente, por necesidad, una amenaza a la unidad del país-. No es una cuestión de cuantas competencias tienen las diferentes administraciones (aunque sí, en parte, de cuáles) o del diseño constitucional del Estado, desde un punto de vista técnico. Es una cuestión de que, desde hace treinta años, se practica desde esas comunidades autónomas un juego absolutamente desleal con los principios constitucionales, al servicio exclusivo de unas ideologías políticas concretas y que, como es obvio, sirve a unos fines. Con un Estado consentidor, me temo.

Es evidente que José Luis Rodríguez Zapatero y su mariachi representan el colmo del colaboracionismo estatal en ese proceso. Pero el desarme moral de España como nación no lo han inventado ellos. Tan solo lo han exacerbado – hasta límites insospechados, eso sí es cierto. Por acción o por omisión, los sucesivos gobiernos españoles han declinado oponer, en todo momento, salvo excepciones puntuales, un discurso afirmativo, fundamentado y permanente, de la unidad nacional como valor –que no es lo mismo que un discurso identitario- a la embestida nacionalista. Mejor no mencionar la absoluta deserción en el terreno simbólico, tan crítico a estos efectos. Ante el abandono del campo, el nacionalismo, como no podía ser de otro modo, se ha enseñoreado de él.

Tampoco la sociedad civil ha sido capaz, pese a los heroicos esfuerzos realizados por algunos, especialmente en Euskadi, de generar una alternativa. Al estar planteado desde una mala conciencia, o desde un intento, plausible en el fondo, pero errado en la forma, de no contestar nacionalismo con nacionalismo, el discurso de la “sí España” resulta académico, frío, racional y, posiblemente, incapaz de competir. Desde luego, nadie pretende que sea fácil.

Resulta llamativo, si se leen comentarios en foros, y demás, que, más que producirse un ansia de recuperar el terreno perdido, parece que vaya ganando terreno el discurso del “que se vayan, si quieren” o “que nos dejen en paz” –también hay fórmulas más groseras-. Empieza a ser mucha la gente que vería con buenos ojos, o eso dice, un empezar de nuevo a trabajar, libres de lastre, por una España para los españoles que quieran serlo. Es la reacción del hartazgo, que lleva a aceptar el despropósito, el absurdo histórico si, a cambio, se gana tranquilidad. Al final, se concluye que, tópicos aparte, los españoles son un pueblo bastante templado, lo suficiente como para aguantar, durante treinta años, un insoportable discurso trufado de insultos y estupideces. Lo suficiente como para compartir el aire con una colección de nazis –violencia incluida- sin reaccionar en ningún momento de manera extemporánea. Pero todo tiene un límite, por supuesto. Y esto, hay quien lo sabe.

Es ahí donde el nacionalismo nos quiere tener, supongo. Provocar cansancio, hartazón. Sería curioso que alguien se atreviera a hacer una encuesta, en todo el territorio excepto Álava, Guipúzcoa y Vizcaya con una pregunta como: ¿Votaría Ud. a favor de la independencia de Euskadi (o de Cataluña)? Es probable que el “sí” fuera más amplio de lo que nos tememos, y es seguro que las condiciones no serían, ni mucho menos, tan cómodas como las que los vascos desearían. Al fin y al cabo, ¿por qué habríamos de facilitar, por ejemplo, la presencia en la UE de quien, tras treinta años de insultarnos, termina por romper una convivencia de quinientos? ¿Por qué habríamos de mantener unas relaciones amistosas con un país que es “como Lituania”?

El planteamiento es delirante, por supuesto. Y ofensivo para con los muchos vascos que son, y se sienten plena y absolutamente españoles –y a los que su españolidad, cuando hacen gala de ella, les sale mucho más cara que a los demás-. Pero es cada vez más frecuente, en distintos tonos y con diferentes términos. A veces con elegancia y a veces sin ella. La desconfianza hacia un gobierno inane, que todo el mundo cree más dispuesto a rendir plaza que a otra cosa termina por pintar el cuadro.

Y es la prueba de que van ganando.

lunes, agosto 28, 2006

PEAJES URBANOS

En Debate 21 están haciendo una encuesta sobre el controvertido asunto de los peajes urbanos. Cuando escribo estas líneas, va ganando el “no” con un 66 por ciento. O sea, dos de cada tres partícipantes, más o menos, piensan que es una mala idea poner peajes en la entrada de las grandes ciudades. Hasta la fecha, por lo visto, la cosa no va muy bien. Funcionar, lo que se dice funcionar, solo funciona en Londres y Oslo –no sé cómo es Oslo, así que no puedo opinar, pero desde luego que Londres es una gran ciudad y el caso más sonado-, en Estocolmo están por la labor de rechazar la iniciativa y en París (siguiendo el ya tradicional sistema “propuesta-bronca salvaje-recule” característico de Francia) ni se planteó en serio. Parece ser que, en otros lugares donde se ha intentado implantar la medida, ha resultado un fracaso y, desde luego, es muy impopular. La verdad, preguntar a alguien si está más contento pagando por algo que antes le salía gratis parece un poco tonto. De hecho, me extrañaría conocer un solo entusiasta.

Pero el asunto no es tan simple. Hablamos, obviamente, de elegir entre lo malo y lo peor. El debate recuerda un poco al de los parquímetros, que parece zanjado en casi todas partes. Todo el mundo ha terminado por aceptar que el aparcamiento, como bien escasísimo que es, ha de racionarse de alguna manera, y nada mejor que recurrir al mecanismo de los precios.
Pues bien, como liberal que es uno, y en línea de máxima, diré que a mí no me parece nada mal que cada uno pague las cantidades de cualquier bien que consuma. Y no veo porqué ciertos bienes públicos han de ser una excepción a esta regla. Con tal de que pueda calcularse de una manera más o menos sensata una fórmula de repercusión... pues que funcionen los precios. Parece claro que, en las grandes ciudades, se da un problema clásico de concurrencia de un montón de personas al consumo de un bien extremadamente escaso, como es el espacio, sea para circular, sea para aparcar. Ello crea un montón de problemas asociados. Pues bien, insisto, para eso están los precios. Su función económica no es otra que la de señalar cuán escaso es un bien. Hoy por hoy, llevar un automóvil al centro de Londres es todo un lujo que, habiendo alternativas, debe sufragar, al menos en parte, quien se lo da. No veo mayor problema en ello. Y, desde luego, es mucho más aceptable que la simple prohibición, que es la solución socialista (nada para todos, ya se sabe).

Otra cosa es, ya digo, si existe un sistema sensato de calcular cuál ha de ser tasa de peaje óptima –en el caso de una autopista, es relativamente sencillo, toda vez que las variables del cálculo están todas dadas y son limitadas, pero no parece ser así en el asunto que nos ocupa- y otras múltiples cuestiones concomitantes que bien pueden hacer imposible, en la práctica, hallar solución al problema. También podrán estudiarse otras alternativas menos dolorosas. No lo sé, y doctores tiene la Iglesia. Pero no veo por qué la respuesta ha de ser un “no” rotundo o basado, simplemente, en que no nos gusta pagar, o en que el alcalde de nuestra localidad es un sinvergüenza.

De entrada, dos objeciones clásicas al sistema me parecen muy traídas por los pelos. La primera es que el sistema es injusto porque favorece a los ricos, recortando el “derecho a la movilidad” de los que menos recursos tienen. Este argumento participa de la tradicional concepción “positiva” de la libertad, en cuya virtud uno no es libre en tanto no pueda hacer, en un momento dado, una determinada cosa que le apetezca. El derecho a la movilidad no se menoscaba en tanto no se impida a nadie ir donde le apetezca y puedan conducirle sus medios, lo cual es compatible con que la dotación de esos medios no sea siempre la adecuada. A mí puede apetecerme ir a Australia, pero puedo no estar en condiciones de permitirme el elevado costo del billete. Mi derecho a ir a Australia sigue intacto –cuestión diferente sería que me impidieran ir por motivos irrazonables o por cualquier imposición-, otra cosa es que la realización de mis deseos no depende solo de mi libertad para acometerlos. No se ve muy bien por qué lo que vale para la movilidad hacia destinos lejanos no habría de valer para la movilidad a destinos cercanos – que, por otra parte, suele estar cubierta con medios alternativos.

La segunda objeción clásica es que ya recae sobre el ciudadano, y en particular sobre el automovilista, una miríada de impuestos. Este argumento es una verdad como un templo, pero no tiene que ver con lo que estamos tratando, o solo tiene que ver un modo muy general. Lo característico de los impuestos es no tener ningún tipo de conexión directa con una actividad administrativa concreta y así por ejemplo, el impuesto de circulación no tiene por qué ir destinado al mantenimiento de viales. De hecho, su denominación técnica de “impuesto sobre vehículos de tracción mecánica” describe mucho mejor su naturaleza que la más popular de “impuesto de circulación” o “numerito” del coche. Porque se paga por tener coche –signo de capacidad económica exactamente igual que cualquier otro (y tan discutible como todos ellos)-, no por circular con él. Una de las ventajas de las tasas, en este sentido, es que, en efecto, asocian pagos con actividades – lo que no quiere decir que no tengan inconveniente.

Hay miles de argumentos para defender una bajada generalizada de los impuestos que gravan al automóvil, pero entre ellos y un peaje no debería existir una relación de sustitución, porque sus finalidades primordiales son distintas. Los impuestos están, principalmente para financiar el gasto público (o eso dicen), en tanto que lo que se espera del peaje es que ayude a racionalizar el uso de las vías públicas. Es evidente que el peaje genera ingresos a la corporación municipal, pero esto es absolutamente secundario (o debería serlo), del mismo modo que no es (no debe ser) tampoco la finalidad de la cuota de aparcamiento o de las sanciones. El peaje desempeña un papel similar al tan traído y llevado copago de los medicamentos. Más allá de que ayude o no a financiar el gasto sanitario, el copago puede contribuir a un uso más racional de las medicinas. Y podría bastar con repercutir al ciudadano una fracción de ese coste, en muchas ocasiones. Que cada uno pague lo que consuma, en la medida de lo posible. De eso se trata.

Insisto, dicho todo lo anterior, no sé si es una buena idea o si es fácil o difícil de poner en práctica. Solo digo que no puede despacharse con argumentos facilones. Creo que el asunto merece una pensada, sí. Aunque desagradable es un rato.

domingo, agosto 27, 2006

DEMOSTRADO: LO DEL EUROPEÍSMO TAMBIÉN ERA MENTIRA

La Comisión Europea acaba de poner en evidencia los manejos del gobierno socialista español para intentar evitar lo que, en buena lógica, no debería encontrar obstáculos en un mercado que se dice único: la adquisición de una empresa por otra. Obstáculos que se ponen –por más que se intente disimular- bajo el inaceptable pretexto de que la potencial adquirente no es de la misma nacionalidad que la potencial adquirida. En sentido contrario, y de manera igualmente inaceptable, se espolea a otra empresa, esta vez de nacionalidad española, para que absorba otra, en nombre de un deseable “campeón nacional”. Impresentable, de principio a fin o, como mínimo, del todo incompatible con los tratados solemnemente suscritos por España.

Es verdad que el gobierno español dista de estar solo en el campo de los que intentan hacer trampas. De hecho, ese campo parece más nutrido que el de los que no las hacen. Pero, por si hiciera falta, la evidencia de que hay gente que se conduce conforme a las reglas hace insostenible emplear este dato como justificación.

Con todo, lo que más me interesa de este asunto es que pone en evidencia la última gran mentira: el supuesto europeísmo de los socialistas. El penúltimo hito en una historia que ya es larga.

En general, el devenir histórico de la izquierda española y europea puede ser descrito como un continuo desdecirse de todo sin admitir, jamás, que se está uno desdiciendo. Construida desde inicio sobre un colosal error intelectual, el marxismo, prontamente abandonado por algunos, la necesidad de ir retirándose continuamente, la derrota en todos los debates, ha ido disimulándose con una continua toma de nuevas banderas. Todo antes de admitir que, en realidad, no hay nada detrás, que hace muchos años que algunos debieron irse a su casa, pedir perdón y a otra cosa.

La bandera europeísta ha sido, ya digo, la última. Mientras que la derecha representaría un europeísmo mezquino, un europeísmo “económico” y, en fin, sería la abogada de una Europa intergubernamental, una suma de estados, la izquierda es, por supuesto, el europeísmo “de verdad”, el europeísmo generoso, el europeísmo “social”, el afán de una Europa que “existe” con independencia de los estados, un ente supranacional. Ya se sabe, toda la retórica hueca que ha conducido, entre otras cosas, al más que merecido fracaso de la mal llamada constitución de la que ya nadie habla.

Pues bien, a la hora de la verdad, hay que ser muy cínico para afirmar que la izquierda es europeísta, si es que el europeísmo ha de demostrarse con hechos (supongamos que la izquierda tuviera, por una vez, que demostrar algo en absoluto). Muy en su línea, el socialismo promueve una Europa ideal, mientras pone trabas a la única Europa realmente existente y, dicho sea de paso, la más útil para los ciudadanos europeos: la que les autoriza a concurrir en igualdad de condiciones con los nacionales en cualquier lugar de la Unión.

Como de costumbre, tampoco aspira uno a que la izquierda se autoflagele. Basta con que dejen de mirar a los demás por encima del hombro. Aunque de la desvergüenza acostumbrada cabe esperar todo, no creo que se les ocurra montar su próxima campaña bajo el lema “los primeros en Europa” (en realidad, hoy por hoy, me imagino que el eslogan con más visos es el de “no votes al PP” que, al fin y al cabo, es en lo único que están de acuerdo todos).

El votante socialista ya sabe, a poco que observe, que la izquierda no trae más igualdad, no trae mejor gestión, no trae más libertad y no suele traer más progreso. Ahora sabe que tampoco trae ninguna profundización real en la construcción europea, sino más bien lo contrario.

Bien es verdad que todo votante socialista sabe que a la izquierda se la juzga por sus intenciones, nunca por sus hechos. Así que es posible que también esto le dé igual.

sábado, agosto 26, 2006

HACIA EL FIN DE LA LEGISLATURA

Las vacaciones de verano tocan a su fin. El próximo viernes habrá consejo de ministros, y se iniciará el curso político. Un curso que debe conducir hacia la salida de la legislatura. O, si se prefiere, al desenlace del drama. El Partido Socialista se volcará, a partir del otoño, en consolidar una nueva mayoría que, hoy por hoy, no parece que vaya a serle esquiva.

Las citas están claras en el calendario, y los sucesivos hitos que deben marcarse, también: es preciso que las catalanas salgan decentemente, en condiciones de plantear con garantías una Grossekoalition con barretina (es decir, de enterrar para muchos años las posibilidades de un cambio real en Cataluña); hay que lograr que Batasuna se presente, “como sea” a las elecciones municipales (se busque la solución que se busque, ofenderá a la inteligencia, pero está visto que esto no importa mucho) y, claro, además de retener las plazas propias se debe plantar cara al PP en sus feudos autonómicos (la victoria –es decir, derrota por una diferencia inferior al número de escaños de todos los demás- en una de las dos batallas de Madrid podría desarbolar a la ya maltrecha escuadra de Mariano). A partir de ahí, es todo cuesta abajo. Ya digo, no creo que cueste mucho repetir el cuadro actual, pero con una CiU mucho más amistada. Innecesario es decir que no se otea en el horizonte problema alguno para que Chaves revalide la muy merecida mayoría absoluta con la que, sin duda, los andaluces volverán a premiarle por su espléndida gestión, pero esto ya no merece ni comentario.

Nada de esto tendría por qué tener algo de particular. Al fin y al cabo, es el ciclo natural de las legislaturas y, por añadidura, nada hay de raro en que una primera legislatura nacida con apoyos tibios se oriente de manera primordial hacia la consecución de un sustrato electoral más firme. Cuatro años es poco tiempo para que un gobierno se desgaste y para que un proyecto de oposición se formule. En esas condiciones, las primeras elecciones son una reválida.

Pero sí tiene de particular, y mucho, aquí y ahora, en España y bajo la égida de José Luis Rodríguez Zapatero. La legislatura que ahora empezará a virar en busca de la apoteosis del líder –el líder que jamás conoció el aprecio masivo, el que siempre gana por la mínima- merece calificarse de nefasta. Y el problema es que, para mucha gente, esto dista de ser evidente. No es evidente porque no hay signos de catástrofe a nuestro alrededor. Las columnas del templo se mantienen enhiestas, firmes y sin signos de mal de la piedra. ¿No será que no es evidente, pues, porque no existe tal problema? ¿No tendrá razón la mayoría que vive instalada en el “nada importa” y en la tranquilidad de una prosperidad económica que persiste pese a la tantas veces denunciada endeblez de sus bases?

Los españoles parecen convencidos de que el zapaterismo es algo parecido al sistema de Ptolomeo. Es posible que fuera radicalmente falso, pero no es menos cierto que, con algunos ajustes aquí y allá, sirvió a viajeros y navegantes para surcar espacios ignotos durante siglos. Casi nadie se atreve a afirmar que el esdrújulo de la Moncloa sea Adenauer redivivo, pero entre la baraka y la casualidad, el caso es que la cosa marcha.

Pero ahí reside, precisamente, el problema. Astrónomos y calculistas pasaron centurias poniendo parches a un método que cada vez se revelaba más claramente como erróneo, al grito del “qué más da” y “al fin y al cabo, funciona”. Un buen día fue absolutamente inevitable aceptar que el sistema era erróneo de raíz, y abandonar la comodidad de la inercia en pos de una alternativa que requería más trabajo y era menos intuitiva -¿verdad que, a simple vista, parece que es el Sol el que gira alrededor de la Tierra? Pues es justo al revés- pero mucho más segura.

La historia de la libertad política en España, y en el mundo, puede ser, en una pincelada, descrita como la voluntad de no admitir, jamás, que las cosas se obtengan “como sea”. Cómo embridar al poder político, que por su naturaleza es expansivo; ésa es la gran cuestión que se ha intentado resolver, durante aproximadamente tres mil años, pero con especial intensidad en los últimos doscientos. La respuesta se llama sistema democrático liberal de mercado y, en síntesis simplificadora pero fidedigna, consiste en que el fin no justifica los medios. Consiste en que el político se somete a la ley, nunca la ley al político.

En estos dos últimos años y pico, mientras el inquilino de Moncloa efectuaba las audaces piruetas del ejercicio gimnástico del que ya solo le falta la salida –como saben los gimnastas, el momento crítico del que depende en buena medida la nota final-, España retrocedía años en ese empeño, al grito del “qué más da”. Al amparo del “qué más da”:

Se ha venido imponiendo la ley del más fuerte. De manera sistemática, el gobierno ha venido cediendo a favor de quienes tenían poder –grupúsculos políticos circunstancialmente favorecidos, grupos sindicales dispuestos a ejercer presión de forma violenta, dictadores sin escrúpulos y, en fin, terroristas prestos a asesinar o a chantajear con el asesinato-, en detrimento de quienes no lo tienen. Esto no es más que un retorno a la ley natural, un abandono del derecho que sólo desde la desvergüenza más absoluta puede calificarse de talante dialogante. Es mentira: el gobierno y su mayoría solo han dialogado con quienes les han obligado a dialogar.

El derecho ha sufrido una erosión difícil de reparar. Todo el mundo sabe ya que, en España, la ley se ve como algo contingente. El colmo de esta actitud es la derogación de hecho de la ley de partidos, pero hay más ejemplos.

Se han institucionalizado la mentira y la deslealtad, en diferentes planos, presentándolas como “flexibilidad”, cuando no como “habilidad política”. El gobierno ha abandonado sin pudor a sus aliados, ha jugado con la candidez de la oposición y, en fin, no parece sentirse vinculado en absoluto por los pactos internacionales suscritos por España, que se ha convertido en un verso suelto en el Occidente.

En fin, se ha iniciado un proceso adanista e irresponsable de revisión del pasado, deslegitimando todos los pasos que habían ido fundamentando una democracia razonablemente madura en España. Se ha contribuido a instalar en el país, en todos los órdenes, un infantilismo absoluto a la hora de enjuiciar la historia y otros cimientos de la convivencia.

Todo lo anterior es, a mi juicio, mucho más grave que la más grave de las crisis económicas. Errores perceptibles en cuestiones concretas –aquellos en los que la opinión suele fundar su idea de “buen” o “mal” gobierno- los ha habido, también aciertos, como no. Pero nada de esto es importante, si se compara con el gigantesco paso atrás que esta legislatura que, insisto, se encamina hacia un fin que, previsiblemente, será una nueva mayoría, está representando.

Naturalmente, como el sistema de Ptolomeo, el sistema de Zapatero solo puede resolverse en una crisis, a la que se dirigirá de manera irremisible. Dios sabe cuánto tiempo tardará pero, a buen seguro, sucederá. Porque el Sol no gira alrededor de la Tierra. Es al revés.

viernes, agosto 25, 2006

SOLIDARIDAD CON GUSTAVO DE ARÍSTEGUI

Me entero con estupor e indignación, por diferentes medios, de que Gustavo de Arístegui podría estar recibiendo amenazas de muerte procedentes del integrismo islámico. Ojalá sea incierto, pero es, desde luego, verosímil y, en su caso, muy preocupante, por razones obvias.

Arístegui es, con toda probabilidad, uno de los mayores expertos españoles en el mundo islámico que, como es de rigor, siempre ha sabido distinguir entre las múltiples manifestaciones del Islam y, en particular, siempre ha sabido aislar lo que, en el entorno de ella, son elementos indeseables –lo que nunca ha sido es tan cretino como para negar su existencia ni para considerarlos anecdóticos-. No tengo el gusto de conocer al Sr. Arístegui personalmente, pero las notas públicas de su biografía hacen evidente que sus saberes científicos sobre el Islam y el Oriente Próximo se complementan con una cercanía, por trayectoria vital, y un evidente cariño por esas tierras y sus gentes.

Ese conocimiento, y ese cariño, hacen que sus críticas, denuncias y advertencias deban ser siempre valoradas como procedentes de una fuente solvente. Imagino que es, también, lo fundamentado de sus opiniones lo que le hace acreedor al odio de algunos. Quizá él me corrigiera, en el sentido de que debo escribir “especialmente” acreedor, ya que acreedores a ser borrados de la faz de la tierra, como se ha visto sobradamente, somos todos.

Porque sabe de lo que habla, porque es un hombre culto y un hombre serio, Arístegui, podría ser un excelente ministro de Asuntos Exteriores, y quizá por eso está en las antípodas de los planteamientos de la política exterior del gobierno ZP. Los asuntos de Estado representan el terreno en el que un gobierno, poco competente en general, se torna patético.

Con carácter general, la política exterior del dúo ZP-Moratinos (quizá de la terna que forman los dos con León) es incomprensible, a veces absurda y, probablemente, dañosa para los intereses de España. Pero es el proyecto estrella de esa política exterior, la malhadada “alianza de civilizaciones” la que, como se encargó de demostrar Máximo Cajal con sus alucinantes declaraciones sobre Irán y las armas nucleares –que obligaron a una rectificación del Ministerio de Exteriores- le da un tinte vergonzante y de inmoralidad.

En otras ocasiones, algunos ya hemos denunciado que la “alianza de las civilizaciones” representa una traición profunda a los principios inspiradores de nuestro sistema político y jurídico. Es, por añadidura, perfectamente inútil, porque su única aspiración real, que no es otra que la de comprar paz a cambio de renunciar a la justicia (¿les suena?), no tiene visos de convencer a quienes no admiten más transacción que la rendición absoluta. Montada sobre bases totalmente discutibles, cuando no falsas de principio a fin (la teoría del “mar de injusticia”), infantil (los conflictos desaparecen con no quererlos) asentada sobre principios morales sencillamente inadmisibles (el “ansia infinita” de paz – no importa a qué precio), maniquea hasta la náusea (bando de la “paz” frente a bando de la “guerra”) y, por supuesto, insustancial hasta la inutilidad (¿Cuáles son las acciones concretas?, ¿Cuáles los planes reales?, ¿Cuáles las propuestas?), saludada por dictadores y regímenes de dudosa reputación e ignorada como merece por las democracias consolidadas y los sistemas medio decentes, la “alianza” es un índice perfecto del clima moral del zapaterismo.

Leí ayer mismo que, en Irán, se ha retomado con fuerza la bárbara costumbre de la lapidación de mujeres adúlteras (probada o supuestamente), que había remitido durante el período levemente aperturista antes de Amadinehyad.

En países como Irán o como Siria quizá no haya muchos demócratas en el sentido occidental de la palabra, pero sí hay gente que no desea ver perpetuarse autocracias criminales, estén fundadas en las interpretaciones más delirantes del Islam, estén basadas en los renqueantes restos del naufragio del panarabismo. Esa gente necesita ayuda, auxilio, no tipejos de dudosa catadura que vayan por el mundo reconociendo el derecho de sus tiranos a poseer armas nucleares. Necesitan gente que avale sus razones en Occidente. Gustavo de Arístegui es una persona ideal para ello.

Arístegui lo tiene claro. Porque además de conocedor, es decente. Razones todas ellas sobradas para hacerle acreedor a las penas del infierno, como ya se sabe. Raro mundo este, en el que los infiernos parecen el lugar más correcto para estar. Desde luego, el cielo de los buenistas se está poniendo imposible.

miércoles, agosto 23, 2006

PRIMER RIFIRRAFE (DE UNA LARGA SERIE, ME TEMO)

Apenas han pasado unas semanas desde la entrada en vigor del nuevo Estatuto de Cataluña, y ya parece que nos encontramos frente al primer rifirrafe entre la Administración catalana y la General del Estado.

La cuestión, si lo he entendido bien, es la siguiente: en el último Consejo de Ministros antes de las vacaciones de verano, el vicepresidente Solbes presentó un proyecto de reglamento de desarrollo de la ley de subvenciones públicas. La cosa tiene que ver con que todas las administraciones tengan puntualmente informado al Ministerio de Economía de las subvenciones estatales que están gestionando. Así dicho, el objetivo no puede calificarse sino de plausible y, además, muy concorde con la función constitucional básica del Estado que es la de promover la igualdad y la armonía general de la actividad económica. Bien está que las comunidades autónomas y demás entes territoriales puedan gestionar fondos estatales (otra cosa es si está bien o no que esos fondos existan, pero este es otro debate), pero no puede decirse que tenga nada de particular el que el Estado, ya digo, como garante de la existencia de una aplicación razonablemente homogénea de la legislación, quiera tomar cuenta de cómo lo hacen.

Hasta aquí, todo normal. Y nadie hubiera debido mosquearse... salvo porque, en el ínterin, adquirió plena vigencia el Estatuto de marras. Y ese estatuto, al menos su artículo 114, da pie más que sobrado a quienes piensen que, una vez que el Estado pone un duro en Cataluña, debe quitar las manos de encima. Una vez que la pasta cruza el Cinca, queda catalanizada y nadie es competente para pedir cuentas, razones ni memoriales. Vamos, que el Estado constitucional español es, al respecto, menos competente que la monarquía de los Reyes Católicos a los que, cuando menos, los virreyes tenían que dar alguna explicación, aunque, como se ha dicho hasta la saciedad, se tratara de una “mera unión dinástica” y cada reino conservara instituciones, leyes y costumbres. Autónomos, sí, pero a ver quien era el guapo que le negaba al rey las pertinentes explicaciones. Está claro que eso era antes.

El Consejo Ejecutivo de la Generalidad ya ha amenazado, como es de rigor, con plantear el oportuno conflicto de competencia ante el Tribunal Constitucional que, mucho me temo, va a tener que habilitar una sala especial solo para asuntos de Cataluña.

Es una anécdota, claro. Pero sintomática. Anunciadora de males peores en el futuro.

Los abogados del “aquí no pasa nada” y el “no hay que dramatizar” (no crispar) dirán, con razón, que para eso está el TC. Que resuelva, y ya está. Son, ya se sabe, los valedores de la confianza infinita en las instituciones, los que piensan que no hay entuerto que no se pueda deshacer en democracia y que, por tanto, no importa cuan estúpida, antijurídica e ilógica sea una norma, que ya nos ocuparemos de sus consecuencias.

Es evidente que, sí, para eso están las instituciones y que, si hay lugar a conflicto, no cabe más que plantearlo y los tribunales dirán. Pero es que se supone que los principios de lealtad institucional, buena fe, cooperación y, sobre todo, el más elemental buen sentido aconsejan no hacer las cosas con el ánimo, ya desde inicio, de que terminen en un tribunal de justicia. Se supone que se hacen leyes con la intención de que puedan aplicarse en sus términos, y que se hacen reglamentos para que sean viables, no para echar pulsos.

Pero, ya se sabe, aquí hay que hacer las cosas “como sea”, que de las consecuencias ya nos ocuparemos mañana. Pues eso.

martes, agosto 22, 2006

COSAS SOBRE EL IDIOMA

Acabo de terminar la lectura de una Historia Social de las Lenguas de España, de la que es autor el profesor Moreno Fernández, de la Universidad de Alcalá de Henares. Se trata de un rápido recorrido, apto para profanos, por la historia sociolingüística de nuestro país. O sea, quién hablaba qué y cuándo, desde que alguien empezó a decir algo sobre la piel de toro y hasta anteayer mismo. Basta este paseo por un rincón, al fin y al cabo pequeño, del mundo, como es la península Ibérica para darse cuenta de que nada ha habido más caleidoscópico y mudable que la cuestión de las lenguas. El mero hecho de censar lenguas ya es, en sí, problemático, pero así, a bote pronto, aquí se han hablado o se hablan: lenguas ibéricas, lenguas célticas, griego, fenicio, vasco (en sus múltiples variantes en el espacio y en el tiempo), latín, lenguas germánicas, árabe, bereber, hebreo, leonés, aragonés, bables, gallego (y portugués), catalán (variedades orientales y occidentales), caló y... español. Eso sin citar jergas y sociolectos más o menos relevantes y más o menos vigentes.

Lo que hoy tenemos resulta, a juzgar por la evolución, un precipitado razonablemente sencillo. Hubo tiempos en los que la situación idiomática del país estuvo mucho, mucho más fracturada. Ciertamente, la historia de la sociolingüística –la española o de la cualquier otro país- es no apta para identitarios. Las lenguas han vivido siempre en la más intensa de las promiscuidades, interactuando entre ellas y con algunas otras que pasaban por aquí. Viajando con los comerciantes, atomizándose en jergas y dialectos, convergiendo y divergiendo en función de condicionantes tan múltiples que convierten la lingüística en una disciplina apasionante y muy compleja. Moreno nos explica que es dificilísimo dar cuenta precisa del por qué cambia una lengua, y más aún prever cómo lo hará en el futuro. A menudo, y aunque suene un poco cursi, se dice que no hay nada más democrático que las lenguas. Pertenecen a sus hablantes, y son bastante esquivas a los designios del poder, aunque esto pueda estar cambiando.

Moreno se refiere a la situación presente como “lo nunca visto”. Y, ciertamente, estamos ante lo nunca visto.

A fecha de hoy estamos, en España, y sin lugar a dudas, ante el mayor grado de intervención política jamás conocido en materia de lenguas. Y digo bien: jamás conocido. Por supuesto, en nada es ajeno a esto el fenómeno nacionalista, que ha convertido las lenguas en un asunto político de primer orden. El resultado de esta intervención es desigual, y no siempre proporcionado a los recursos invertidos pero, en fin, ahí está.

Otro dato que puede parecer curioso a primera vista, sobre todo para quienes tienen la mala costumbre de pensar que las cosas siempre han sido como son ahora, es que sólo en el siglo XX prácticamente todos los españoles han sido competentes en español. Este es un hecho que corre, claramente, parejo al de la extensión de la educación. La población española está, en estos momentos, alfabetizada en su casi totalidad y puede decirse sin mucho error que el cien por cien de los nacidos en el país son diestros en las cuatro competencias básicas de la lengua, en grado variable, claro: entienden, hablan, leen y escriben. Naturalmente, en las comunidades bilingües se da, además, la circunstancia de que un alto porcentaje de la población es también hablante de la otra lengua. Y creo que también puede decirse que –asimismo merced a la educación y a la normalización, más tardía en las otras lenguas españolas que en el castellano- la competencia lingüística en vasco, gallego o catalán se da ahora en su máximo grado histórico.

Ocurre, por otra parte, que el español nunca fue tan perfecto como ahora. Gracias a la “puesta al día” de los siglos XIX y XX –merced a los a menudo tan denostados neologismos- y a su historia ya plurisecular como lengua fijada y normada, nuestro idioma posee un caudal léxico y unos recursos como jamás los tuvo antaño y, además, tenemos la suerte de disfrutar de que las, por otra parte no muy numerosas (todo es relativo, claro, pero debe tenerse en cuenta que los dominios del español son enormes), variedades dialectales están poco apartadas entre sí, con una envidiable unidad gramatical y ortográfica.

Este estado de cosas contrasta con dos datos (y aquí sí quiero recalcar que lo que sigue es mi opinión, que puede no tener nada que ver con la del profesor Moreno; no quiero arrogarme amparos científicos que no me corresponden).

El primero es que, en su cenit expresivo y de posibilidades, la lengua atraviesa, en España, un valle en su prestigio, me temo. Influye en ello, por supuesto, la salvaje andanada de patetismo con la que se la bombardea desde el nacionalismo –incapaz, la mayoría de las veces, de promover lo propio sin denostar lo común-. Pero también el desdén de los propios hablantes que la tienen por lengua materna, incluso única. Buena parte de la extensión del español-castellano a todos los rincones de España y su consolidación como lingua franca peninsular, antes de que apareciera instrumento normalizador alguno y, desde luego, mucho antes de que existiera cualquier cosa que, remotamente, pudiera calificarse de “política lingüística” obedeció al prestigio de la lengua, a la conciencia de los hablantes no ya sobre su belleza o virtudes estéticas –que también, por aquello de que hubo un tiempo (suena increíble, ¿eh?) en que los españoles estuvieron muy orgullosos de serlo, y encontraban su propia lengua muy digna de todo elogio- sino sobre su utilidad y practicidad. En la medida en que un instrumento se valora como útil y deseable, poseerlo correctamente se vuelve un motivo de orgullo y de preocupación por el cuidado. Nada de eso parece ocurrir hoy. Quizá sea, por otra parte, un simple efecto de la generalización de su dominio. Al fin y al cabo, por el hecho (venturoso) de ser patrimonio común, poco se gana en ventajas por dominar el español y usarlo con corrección (esto último es, más bien, efecto del desdén por la forma –que termina siendo por la sustancia, claro- imperante).

El segundo dato que me interesa es una constatación. Puesto que, al fin, se ha completado el proceso de alfabetización del país, todo apunta a que lo que ahora tocaría es una profundización progresiva en el nivel de competencia. Ya no se trata, espero, de que la gente aprenda español, sino de que lo aprenda bien. Pues bueno, merced a nuestros genios de la pedagogía no sólo apunta la cosa a que la competencia puede ir en retroceso sino, más bien, a que se pueden poner en riesgo ciertas cotas ya conquistadas. La historia enseña que una ley socialista puede obrar el milagro de frenar el tiempo e invertir el curso de los acontecimientos. Y la Logse y sus versiones maquilladas son herramientas ideales.

El siglo XXI puede ver el nacimiento de un tipo novedoso de español: el analfabeto funcional bilingüe. Analfabetos, por desgracia, ha habido siempre, y analfabetos funcionales también. Pero solían serlo en una sola lengua. En la España Logse se puede ser incompetente en catalán, español e inglés, es decir, tener un conocimiento absolutamente deficiente de las tres lenguas (y un título de secundaria en el bolsillo, por supuesto). Mientras esto sucede en los ámbitos oficiales, en la calle –el laboratorio lingüístico por excelencia- se abre una nueva aventura: la presencia de lenguas antaño lejanas y hoy presentes. ¿Qué nuevas acuñaciones idiomáticas estarán fraguándose en los nuevos barrios multiétnicos de las grandes ciudades españolas? Solo el tiempo lo dirá. Sobre esto caben dudas. Sobre lo de la Logse no.

TAMBIÉN EN DEBATE 21

Desde hoy, también se pueden leer los artículos de este blog en Debate 21. Aquellos lectores que me soportan habitualmente tienen, pues, otra vía de seguir haciéndolo. La columna se llamará “Entre Cádiz y Filadelfia”.

Muchas gracias a los responsables de Debate 21. Se hará lo que se pueda para no desmerecer.

Por cierto, también quienes no tienen interés alguno en lo que yo escribo (y que puedan encontrarse en esta página por una broma del mal gusto de algún buscador), pueden no haber perdido el tiempo del todo si saltan a Debate 21 (aprovechen el link arriba o el de la derecha). Allí hay mucho que leer, bueno y variado.

domingo, agosto 20, 2006

UNA BUENA NOTICIA: SIGUE HABIENDO ESPACIOS LIBRES DE CONEXIÓN

He leído en un par de artículos de prensa que Boeing se está replanteando –es una forma fina de decir que lo va a quitar, creo- su servicio de conexión a Internet de banda ancha a bordo de los aviones. Por lo visto, no le salen las cuentas a la compañía americana. No sé si es que sale carísimo proveer el servicio o, simplemente, que los clientes no hacen un uso de él suficientemente intensivo. Me hago a la ilusión de que sea más bien lo segundo.

Tengo entendido que ya hay por ahí quien está empeñado en resolver el problema del siglo, que no es otro que el de lograr que los móviles funcionen en las cabinas de las aeronaves. Como saben los usuarios habituales, debido a las interferencias con los aparatos de vuelo, los teléfonos móviles han de desconectarse por completo desde que se cierran las puertas hasta que se abren en el aeropuerto de destino. Bueno, en realidad, los móviladictos han conseguido ya que, en rigor sea desde un momento después de cerrar hasta un momento antes de abrir. Sinceramente, algo que me pone bastante nervioso y que empieza a ser frecuente es que el pasajero a mi lado –y que, gracias al ahorro de espacio, está ya casi encima de mí- siga hablando, incluso después de que el avión empiece a moverse, hasta que la mirada de reprobación de la azafata lo hace imposible. Supongo que temo aparecer en Bangkok o así, yendo a Barcelona.

Normalmente deseo a los científicos y demás gente que hace progresar el mundo mientras los demás nos dedicamos a disfrutarlo todo tipo de éxitos. En esto de los móviles no, para qué voy a engañar. Deseo que, tras muchos estudios, concluyan que es imposible o, como mínimo, del todo antieconómico. La última isla libre de cobertura son los aviones. Una vez alcanzado ese espacio, el ejército de la conexión permanente habrá cumplido sus últimos objetivos militares. La guerra habrá terminado.

Si un vuelo transoceánico en clase turista ya parece, de por sí, algo inventado por un sádico peligroso –los que crean que es broma eso de que están planteándose llevar a la gente de pie harían bien en tomarse muy en serio la crueldad de las compañías aéreas-, con sus inevitables preludio y coda en forma de torturas aeroportuarias, imagínenselo aderezado con la consabida sinfonía de tonos, politonos, sonotonos y monotonos. Sobre todo ahora que, tal como se está poniendo la cosa, cualquiera le explica al de seguridad que la navaja es para defendernos en un entorno tan hostil.

Siempre me he preguntado qué tiene de bueno eso de la conexión permanente y ubicua. Aunque solo sea porque, de vez en cuando, se supone que desarrollamos actividades que deberían excluir a las demás, incluido el hablar por teléfono (búsquese cada cual su elenco de actividades en las que no le gustaría ser interrumpido por un politono-sonitono con la musiquilla de Torrente III, por ejemplo). Bien es cierto que la cosa no sería para tanto si los humanos, usuarios de la tecnología, fuesen educados, en general. Al fin y al cabo, poder hablar por teléfono siempre que uno quiera es una buena cosa, digo yo. Pero todos sabemos que no es así. El género humano, sobre todo su subespecie urbanita –no necesariamente adolescente- si puede hablar por teléfono hablará por teléfono, importándole un carajo lo hostil de un hábitat cerrado como puede ser la cabina de un avión. Y lo hará exactamente por la misma razón que reclinará el respaldo de su asiento siempre que pueda hacerlo, aun a sabiendas de que, merced a la política de ahorro de costes, ese respaldo dista exactamente veinte centímetros de las narices del pasajero que tiene la desdicha de sentarse en la fila siguiente. Lo hará porque puede y le sale de los...

El aeropuerto londinense de Heathrow cuenta con un servicio de tren rápido que lo une con el centro de Londres –bueno, los alrededores del centro- en quince minutos. Un viaje verdaderamente corto, sí. Bueno, pues la compañía ha tenido la amabilidad de poner, en cada convoy, un vagón denominado “silencioso”, en el que no hay televisión y se ruega a los clientes que se abstengan de usar el móvil. Dicho de otro modo, para 15 minutos los trenes ¡llevan “entretenimiento a bordo”! y se da por hecho que algunos usuarios pueden necesitar protección frente a la agresividad de los telefonoadictos, hasta el punto de crearles un pequeño cubil donde refugiarse. Al menos allí, la compañía que opera el servicio ha considerado oportuno ofrecerles amparo.

El avión es un invento del demonio que sólo tiene algunas ventajas: es rápido, muy seguro, para ver la tele hay que usar auriculares y no se puede usar el móvil. Espero que Boeing dedique sus fondos a mejores causas, ¿qué tal quitar dos o tres filas de asientos?

sábado, agosto 19, 2006

EL DISPUTADO VOTO DEL SEÑOR MUSTAFÁ

La penúltima polémica que nos ocupa –hay quien dice que la penúltima cortina de humo que se ha extendido para evitar dar cuentas por las responsabilidades de alguno- es la del voto de los inmigrantes. Es inevitable detectar un tufo de oportunismo, cercana como está la reciente regularización masiva, que contamina de raíz el debate. Supongo que también es inevitable la nota que el engendro decimonónico de turno ya se ha ocupado de poner, a saber, la de que dicho derecho de voto debería limitarse a quienes presenten un nivel suficiente de integración de acuerdo con la ortodoxia nacionalista imperante en según qué sitios.

Y es una lástima, porque es este un asunto del que merece la pena hablar. Con verdadera trascendencia política y social. ¿Es razonable que disfruten del derecho al sufragio, activo y pasivo, quienes no ostentan la nacionalidad? En rigor, deberíamos matizar que no se trata tanto de crear semejante derecho como de extenderlo, porque los oriundos de otros países de la Unión Europea ya lo disfrutan –es un componente básico de la denominada “ciudadanía europea”-. Es más, llamando a las cosas por su nombre, apostaría a que el meollo del asunto no está tanto en la extensión del derecho al extranjero cuanto al extranjero que procede de un sustrato cultural distinto.

De entrada, hay que decir que, hablando siempre de las elecciones municipales, es perfectamente posible extender el sufragio a los no españoles, siempre que exista reciprocidad en sus países de origen. Cierto es que la redacción del artículo 13 de nuestra Constitución –reformada con ocasión de la ratificación por España del Tratado de Maastricht- se pensó para ciudadanos comunitarios, pero nada impide su aplicación a nacionales de terceros países siempre que, como queda dicho, exista reciprocidad.

A mi juicio, al menos en términos puramente abstractos, no debería existir problema alguno en conceder a los residentes de terceros países que vivan en nuestros municipios la posibilidad de ser electores y elegibles en los comicios locales.

Parece obvio que toda persona debería tener voz en los asuntos que directamente le conciernen. Esto es, más bien, un derecho humano, completamente independiente de donde haya querido la suerte que uno nazca o del pasaporte que ostente. En este sentido, todos los sistemas que permiten a los extranjeros ser titulares de propiedades suelen capacitarlos también para la defensa de las mismas, su protección, etc. ¿Alguien en su sano juicio pretendería impedir el acceso de un extranjero a una junta de vecinos, por ejemplo, si es propietario de un piso?

A partir de esta evidencia, la cuestión estriba en saber hasta dónde llega el ámbito de los asuntos que directamente conciernen a uno y en los que uno debería tener voz y voto sin necesidad de mayores condicionantes, es decir, por el mero hecho de tener un interés legítimo. La respuesta está, creo, en que el ámbito de nuestros intereses y de nuestros derechos está íntimamente correlacionado con el de nuestros deberes y nuestros compromisos.

Para tener derecho a voz y voto en la formación de la voluntad de una comunidad política, parece razonable que, previa o simultáneamente, se hayan adquirido ciertos compromisos para con ella. Jurídicamente, esos compromisos se concentran en la nacionalidad, que es un vínculo entre persona y Estado por el cual el nacional queda sujeto a un determinado ordenamiento de modo pleno y, en contrapartida, obtiene la posibilidad de contribuir a conformarlo.

Pues bien, el quid de la cuestión estriba en saber de qué está más cerca la problemática municipal, si de la gestión doméstica de asuntos del día a día o de las cuestiones políticas cuya solución marca el rumbo de la comunidad. Es decir, un municipio ¿se parece más a una comunidad de vecinos o a un Estado? La respuesta, al menos en el ordenamiento español es, sin duda, que se parece más a una comunidad de vecinos.

A diferencia de las comunidades autónomas, las administraciones locales no son instancias políticas sino, estrictamente, eso, administraciones. Por más que se parezca y que, funcionalmente, se pueda asimilar, el Pleno de una Corporación no es un Parlamento ni participa de ningún tipo de soberanía. Es, simplemente, un ente destinado a la gestión de una serie de cosas puestas en común (dicho sea sin ánimo alguno de minimizar la extrema importancia que para nuestra vida diaria revisten nuestros pueblos y ciudades, sin duda la única instancia del poder que puede merecer, a veces, el calificativo de “entrañable”). No tiene, pues, excesivo sentido exigir de nadie unos vínculos especiales, más allá de la simple residencia.

El razonamiento, hasta aquí, nos lleva a constatar que no tiene por qué ser irrazonable, ni mucho menos contraria a derecho, la concesión del sufragio a quienes no ostenten la nacionalidad española o de otros países de la UE. Que el alcalde haya nacido en Senegal nada dice sobre su mayor o menor competencia, ni los asuntos de los que deberá ocuparse le enfrentarán a dilemas irresolubles. Otra cosa es, claro, la cuestión de oportunidad. El mero hecho de que una cosa sea posible no la convierte en deseable. Ya sabemos que podemos hacerlo, ¿por qué deberíamos hacerlo?

A primera vista, por una cuestión de favor libertatis, que debería ser razón suficiente. Como liberal, creo que una sociedad es tanto mejor cuanto menos relevantes sean las características accidentales de un individuo de cara al ejercicio de derechos y facultades. Y la nacionalidad es algo accidental, sin duda. Algo cuyos efectos deben ser minimizados, no al contrario. En otras palabras, personalmente creo –y entiendo que ese es el espíritu de nuestra Constitución- que el ámbito de los derechos de los extranjeros, en España, debe ser el más amplio posible. Les deben ser concedidas cuantas facultades y oportunidades se correspondan con los deberes que asuman.

Dicho todo lo anterior, las conclusiones en abstracto deben ser puestas en relación con el contexto, bien concreto, antes de tomar decisiones precipitadas. En particular, el asunto que nos ocupa tiene evidentes relaciones con la política de inmigración en su conjunto. En este sentido, no parece muy oportuno que, sin haber digerido el efecto llamada de la penúltima salida de pata de banco en la materia –del último “papeles para todos”, por ahora- se proceda a aumentar la onda expansiva. Convendría reflexionar acerca de si, además de incrementar el contingente de votantes presumiblemente socialistas, la concesión del derecho puede tener algún impacto sobre los flujos migratorios. A primera vista, parece evidente que no resultará nada desincentivador para los ilegales, sino todo lo contrario.

Cuando los intentos de llegada al territorio nacional por medios cada vez más inverosímiles están desembocando en situaciones que bien pueden calificarse de catástrofe, es muy aconsejable tener cuidado con la política de gestos. Enviar señales equívocas adquiere, en determinados contextos, tintes de verdadero crimen. Convendría tener presente, antes de lanzar globos sonda o abordar debates en momento inoportuno, que hay quien se tira al mar en cayuco en función de los ecos de los mismos.

La buena medida política tiene que ser jurídicamente válida, socialmente deseable y, desde luego, oportuna. Este asunto es un buen ejemplo de la dificultad de conciliar las tres cosas. O de que la política es complicada.

miércoles, agosto 16, 2006

RENTA BÁSICA

El nuevo no va más del progresismo en materia económica y social se llama “renta básica de ciudadanía”, por lo visto. Se trata de un cierto montante al que todo ciudadano, sin excepción, tendría derecho por el mero hecho de existir. En un parangón un tanto curioso, se ha venido a decir por algunos que se trata, ni más ni menos, que del equivalente socioeconómico del sufragio universal. Al parecer, los mejores cacúmenes progresistas de Europa han pergeñado esta nueva respuesta ante la evidencia de que, no obstante todos los esfuerzos de redistribución de nuestro modelo, sigue habiendo gente excluida.

Alguien ya ha echado unas cuentas, y parece ser que, a razón de trescientos euros por español, por ejemplo, la cosa sale por un diez por cien del PIB, millón arriba, millón abajo. Intimida un poco, sí, pero ya se sabe que el mundo es de los valientes. Bueno, en realidad, la cosa es tan fácil como subir los impuestos, digamos por mil doscientos, a un cuarto de la población. Esta es, más o menos, la misma lógica del sistema. Mientras el asunto sea soportable, no tienes por qué perder los votos de diez millones, y seguro que los otros treinta van a estar contentísimos contigo.

La clave de la correcta gestión del estado de bienestar es que nunca se inviertan las proporciones. Se trata de realizar una traslación de renta del estrato superior de la clase media a los estratos intermedio y bajo, más numerosos por definición. Los verdaderamente ricos no aportan, o lo hacen en proporción muy inferior a la clase media –ya se sabe que el principio básico del sistema tributario no es el de justicia, como dicen algunos, sino el de accesibilidad- y los verdaderamente pobres, como muy bien han constatado nuestros próceres, están completamente excluidos del juego. En suma, mientras nuestros impuestos van destinados a sufragar muchas cosas a muchos conciudadanos que podrían pagárselas –si no en todo, sí en parte-, no dejamos de ver en nuestras calles gente que vive completamente extramuros del sistema. Genial, vamos.

La renta básica, el mínimo vital o comoquiera que se llame es un concepto difícil de definir. ¿Acaso lo que se entiende por “básico” es un concepto inequívoco? Una de las razones por las que la lucha contra la pobreza parece no ganarse nunca es, precisamente, porque la noción de “pobreza” evoluciona con el tiempo y, desde luego, en el espacio. Un pobre en la España de 2006 es mucho más rico que su equivalente en la de 1940 y, sin duda, mucho más que un pobre en medio mundo en cualquier tiempo. Como es difícil de definir, se sigue que es complejo de cuantificar. Trescientos euros al mes, ¿es, verdaderamente, una cantidad digna o, más bien, irrisoria? Depende, supongo.

Existen otras múltiples razones por las que semejante medida debería ser objeto de cauto estudio. ¿Qué efecto tendría la existencia de un montante de renta accesible a todo el mundo, porque sí, sobre los incentivos al trabajo, al esfuerzo y a la mejora? En un diario se planteaba ayer mismo la paradoja de que, si todo el mundo se quedara en casa a la espera de su paga mensual, en lugar de trabajar, no se generaría renta alguna que imponer y, por tanto, no habría forma de sufragar el invento.

Pero la pregunta más importante de todas es, ¿es realmente aceptable la existencia de un derecho a una renta “por el mero hecho de existir”? Este es un debate tan antiguo como profundo, que nos conduce directamente a las nociones de igualdad y libertad que, por lo que se ve, siguen separando a liberales de socialistas de todos los partidos. Ya se sabe: igualdad de resultados o “libertad positiva” frente a igualdad de oportunidades o “libertad negativa”.

Todo el mundo tiene derecho a una existencia digna. Esto es incuestionable pero, ¿es eso lo mismo que decir que todo el mundo tiene derecho a que el Estado le proporcione un mínimo vital? La respuesta importa, toda vez que “el Estado” no puede, para proporcionar ese mínimo –en general, para proporcionar cualquier cosa a alguien- sino coaccionar a otros para obtener los recursos necesarios. Y la respuesta es no. En absoluto. Es, definitivamente, muy cierto que hay ciudadanos que, por las circunstancias que sea, se ven impedidos de procurarse por sí mismos no ya un mínimo de bienes, sino cualquier clase de bien, normalmente porque no están en disposición de trabajar –careciendo de otros mecanismos sustitutivos- y, por tanto, de participar en el mercado.

Pero esas personas son, afortunadamente, muy pocas, y no tendría por qué ser especialmente gravoso prestarles ayuda. Hay múltiples justificaciones para ejercer esa solidaridad. Pero esto nada tiene que ver con proporcionar bienes a quien puede proporcionárselos por sí mismo, si no encontrara trabas. Nada tiene que ver con el descomunal tinglado que denominamos “estado de bienestar”.

Es curioso ver como los viejos debates, como la energía, no cambian, simplemente se transforman o, como el Guadiana, vuelven a surgir tras un curso oculto. Estamos frente a la muestra de que el sistema liberal de mercado, en sus principios básicos, no goza, ni mucho menos, de la general aceptación que se presume.

lunes, agosto 14, 2006

OTRO REFERENTE CAÍDO

Conmoción en el mundo de la cultura alemana, de la socialdemocracia y, por extensión, de la izquierda europea. Uno de los iconos, de los referentes morales de media Europa, Günther Grass, resulta haber sido, en su temprana juventud, miembro de las Waffen SS.

No hay en ello nada extraordinario. Grass era, en los años más oscuros de la historia de Alemania, poco más que un crío. Y no creo que nadie esté en posición de juzgarle. No, al menos, con facilidad. Hay que ponerse en la piel de aquellos a los que le tocó vivir en aquellas circunstancias y preguntarnos a nosotros mismos qué hubiéramos hecho. Es recurrente, por otra parte, que, de cuando en cuando, surjan revelaciones “impactantes” sobre el pasado de tal o cual personalidad germanoparlante. Desde Kart Waldheim a Von Karajan, pasando por el propio Joseph Ratzinger. Es evidente que los casos son distintos. No todos tenían, ni mucho menos, la misma edad, ni las mismas posibilidades. Algunos, ya digo, apenas eran niños, otros frisaban la edad adulta, otros fueron entusiastas.

Todo el mundo sabe, por otra parte, que la “desnazificación” fue un sarampión pasajero. Por la sencilla razón de que no se puede prescindir de todo y de todos. Si todos los alemanes que hubiesen tenido remotamente algo que ver con el nazismo hubiesen sido preteridos de por vida de un mínimo protagonismo social, es de suponer que la república federal no hubiese podido nacer jamás.

Personalmente, y sin salir de España, conozco casos de adhesión entusiasta a uno u otro bando por razones tan dignas de comprensión como las de salvar el pellejo, propio o de un cercano.

O sea que, hasta aquí, todo normal o, al menos, todo comprensible. Lo que no lo es tanto es el empeño del señor Grass en ocultarlo prácticamente hasta anteayer. Dicho sea de paso es, además, pasmoso que lo consiguiera porque es evidente que Günther Grass no es ningún anónimo Herr Schmitt cuyo pasado le importe una higa a todo el mundo. Se conoce que su aura de respetabilidad era tan amplia que a nadie se le ocurrió, jamás, ir a hurgar en sus miserias. Pero incluso esto sería disculpable, sí. Al fin y al cabo, a nadie tiene por qué pedírsele que vaya aireando sus vergüenzas por ahí, ni proclamando haber sido nazi.

Pero es que el señor Grass, como tantos otros, aceptó sin empacho el papel de nuevo azote de Dios. El del intelectual incorruptible y, por supuesto, de izquierdas (perdón por el pleonasmo) siempre dispuesto a hacer frente a los totalitarios –de un lado, se entiende- (inciso: aburre recordarlo, pero si el señor Grass hubiese sido militante del Partido Comunista de cualquier dictadura del mundo, nunca se hubiera molestado en ocultarlo, porque nadie, al menos “nadie” del mundo que al señor Grass interesa, se lo hubiera afeado). Grass pasa a engrosar, por tanto, la inmensa lista de contradicciones, la historia de la gran mentira. Lo que ya tiene visos de ser la mayor impostura de todos los tiempos. Bienvenido, señor Grass –referente moral del Occidente en lengua alemana- al mundo de la más frívola gauche divine, de los comunistas millonarios y de los columnistas que, bien oculto su propio pasado bajo la alfombra, fustigan sin piedad a los que, por la razón que sea, no tienen o no quieren tener una coartada.

En los periódicos se plantea la cuestión de si, de haberse conocido esta circunstancia, le hubiese sido concedido el Nobel. La respuesta es, creo, que depende. Los que dicen que, a buen seguro, la Academia Sueca le hubiera rechazado, tienen buenas razones. Se basan en la vergonzante politización de un premio que no tiene necesariamente que ver con la literatura (lo que no obsta para que lo ostenten excelentes escritores, entre ellos el propio Grass, que lo es sin ningún género de dudas) y que, por añadidura, es canónicamente progre (es decir, fascistas no, estalinistas sí).

Personalmente creo, que de haberse hecho público este “problemilla” a su debido tiempo, hubiese sido más que compensado por la intachable trayectoria correcta del señor Grass. Nada indica que los severos jueces de la progresía sean del todo incapaces de aceptar la fe del converso, a condición de que este predique con especial celo. Grass no llegó, claro, a hacer un viaje tan espectacular como otros, pero todo apunta a que sus méritos hubiesen sido más que suficientes.

Lo que hubiese sido de todo punto intolerable y, desde luego, le hubiera privado del Nobel es que, tras la guerra, Grass se hubiera instalado en una militancia errónea, o en ninguna militancia en absoluto. Que se hubiese limitado a ser el maravilloso escritor que ha sido, pero sin la menor intención de expiar nada. Que, como un Miguel Delibes cualquiera, se hubiese abstenido de tener, en rigor, una vida pública –cosa que, me temo, le privará del premio Nobel al que, por méritos literarios, bien podría optar-.

En resumen, Grass podría, simplemente, y con razón, haberse autoabsuelto como se autoabsolvió la sociedad alemana en su conjunto. Tras entender y admitir el error, sentirse libre para empezar de nuevo.

jueves, agosto 10, 2006

ALGUIEN MIENTE, ¿O MIENTEN TODOS?

Un crepuscular Maragall, próxima su salida de escena, decreta, con ocasión de la entrada en vigor del Nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña, ni más ni menos que el Estado se ha convertido en residual en el Principado. Bonito colofón para un proceso verdaderamente desastroso. Porque, al anunciar la defunción del poder central en Cataluña, Maragall muestra, a las claras, toda la miseria acumulada en torno al asunto.

De entrada, ocioso es el matiz, claro, pero bien podría haberse referido el casi ex presidente a la Administración Central del Estado, en lugar de al Estado mismo. El Estado, rectamente concebido –la Generalitat es Estado, conviene no soslayarlo- es hoy, en Cataluña, menos residual que nunca. Jamás hubo en aquella tierra, ni en ninguna otra de España, tanto Estado. Quizá los catalanes hayan pasado, en su desdén, por alto este detalle, pero pronto les resultará evidente. En ningún momento, absolutamente en ninguno, fue este un debate sobre el buen gobierno. Maragall, en su delirio y desvergüenza, se refiere al engendro parido al alimón por los Parlamentos catalán y nacional como norma de carácter constitucional. Y formalmente lo es, sin duda. Pero las constituciones son normas que se refieren, en esencia, a cómo se reparten el poder gobernantes y gobernados. Las constituciones, cuando se perfeccionan, aspiran a instituir siempre un mejor gobierno. Son herramientas para abordar, en síntesis, el problema del gobierno. Por lógica, cualquier previo a la reforma constitucional habría de ir precedido de un debate acerca de cuan satisfactorio es el gobierno, y cómo se ha desempeñado. Lo cual incluye, claro, la crítica. Nada de eso ha habido en esta polémica, tan hija de impulsos como huérfana de ideas.

Al proclamar que el Estado se ha vuelto prescindible, Maragall, por enésima vez, le recuerda al pueblo español y catalán que alguien le está mintiendo. Unos dijeron que, al fin y al cabo, este estatuto no cambia nada. Es más, que era, que es aceptable, precisamente porque no cambia nada. Porque no es más que una especie de truco del almendruco de un presidente del gobierno habilidosísimo, una jugarreta político-jurídica hecha de preámbulos ostentosos, pero con poca chicha. Eso se dijo, ¿recuerdan? Pero otros dicen, otro dice, que sí cambian las cosas, y mucho. Que el Estado se vuelve residual, nada menos. O sea, que sí tenían razón los que venían denunciando que esta reforma debilita al Estado como organismo básico de vertebración de la sociedad española. Y bien, ¿quién miente, pues?

Quizá mientan todos. Bueno, quizá no, lo más seguro es que mientan todos. Miente Maragall, por supuesto, cuando dice que el Estado se ha vuelto residual. Quizá pueda llegar a serlo, sí, pero eso no sucederá ipso iure. Antes deberá desarrollarse la pieza legislativa que, según él, provoca semejante estado de cosas. Y eso promete ser un proceso largo, farragoso y, por supuesto, muy dependiente... del Estado. Cataluña aún está expuesta, y mucho, a la dinámica política española, sencillamente porque no sólo es parte de ella, sino que es parte esencial. Quizá va siendo hora de que los catalanes dejen de autoengañarse con esa contraposición falaz entre Cataluña y España, con esa referencia a un Estado lejano. España es lo que es, en buena medida, porque los catalanes así lo han querido. Cataluña no es, ni ha sido nunca, precisamente, un actor de reparto en esta tragicomedia.

Pero mienten también, desde luego, los defensores de la tesis de la inocuidad. Algo ha pasado, y algo muy importante, por más que muchos –incluyendo la mayoría de los ciudadanos más directamente afectados, que ni siquiera se tomaron el trabajo de acercarse a emitir su opinión- quieran ignorarlo. Han sucedido cosas importantes en sí mismas y, por supuesto, de todavía inciertos efectos futuros. Como mínimo, donde antes había un marco razonablemente claro, hay ahora una oscuridad tan profunda que permite a unos y otros sustentar posturas, si no diametralmente opuestas, sí muy alejadas entre sí.

Porque es probable que lo único cierto en torno a este triste asunto sea que no se ha cerrado ningún proceso. Antes al contrario, puede que se haya abierto uno de consecuencias aun desconocidas. Lo único cierto, por evidente, es que un debate que a nadie –o eso decían- interesaba, se ha enseñoreado de la política española durante más de tres años y, lo que es más grave, los efectos amenazan con extenderse mucho más. Si el Estado es o no residual a partir de anteayer es cosa opinable. Hay quien piensa que ya era residual hace mucho y, en todo caso, siempre dependerá de lo que entendamos por “residual”. Pero lo que es claro y no sujeto a demasiados juicios de valor es que hemos cambiado certezas –dentro de lo que en política y derecho puede significar esa palabra- por incertidumbre.