FERBLOG

jueves, abril 27, 2006

CARTA ABIERTA A UN ORANGUTÁN

Querido primo:

No sé si te ha llegado, allá en las selvas indonesias, la noticia de que hay quienes abogan aquí por asimilaros a los humanos en casi todo. Te ruego que no te lo tomes a mal, que dicen los promotores de la iniciativa que en absoluto se trata de ignorar las diferencias, que las hay, por supuesto. Sí te pido, por favor, que no le cuentes esto a nuestro común pariente el delfín, que ya sabes que es un rato espabilado e igual piensa que le hacemos de menos. Aunque seguro que ya se lo han contado los gorilas, que son unos cotillas, los tíos.

Quizá estés pensando, en uso de tus nuevos derechos, en venir a instalarte en España. No es por desanimarte ni hacerte desechar la idea, pero creo oportuno advertirte que, en realidad, y por paradójico que te parezca, el hecho de que se haya planteado extender los derechos también a los de tu especie no debe llevarte a concluir que estaban del todo consolidados para la mía. Algunos ejemplos te podrán ilustrar.

Leerás que la libertad de expresión está garantizada. Así es, en general, pero no te extrañe que te insulten por usarla. De hecho, en ciertas regiones del país, hay organismos que vigilan lo que uno dice o escribe –no, no son los jueces de los que has oído hablar, sino otros- y pueden sancionarte si estiman que es inconveniente, aunque no nos han dicho qué es exactamente lo que consideran inconveniente.

En tu lógica simiesca, entiendes que las reglas están para ser cambiadas o cumplidas, sobre todo cuando se las da uno mismo. Siendo así, te llamará poderosamente la atención lo que aquí denominamos “construcción de una democracia avanzada” (creo que lo de los derechos de los simios forma parte de la idea). En realidad, mi especie no tiene una idea muy formada de qué puede significar esto –quizá la tuya pueda orientarnos- pero sí puedo decirte que es muy confuso. Es un juego complicado, porque parece que consiste en saltarse las reglas. Vamos, que estamos haciendo el mono, con perdón (bien pensado, igual esto te resulta familiar).

También te llamará la atención lo poco que nos escandalizamos por cosas que parecen contradecir abiertamente lo que consideramos más fundamental (inciso: ¿te llegó el ejemplar de la Constitución que te envié?). Sin ir más lejos, mientras debatíamos la cuestión de la extensión de derechos a tu especie, se va descubriendo que unos policías recibieron la orden de detener a unos tipos que no tenían nada que ver con una falta que nunca existió. En otros países donde habitan los de mi especie –te lo digo por si vas a elegir- esto se considera gravísimo. Aquí no.

Cuando veas la televisión, comprobarás que salen con frecuencia, como si fueran diplomáticos o embajadores de buena voluntad, unos tipos que hasta hace poco llamábamos “terroristas” –y no era por faltar, era algo meramente descriptivo-. Nadie se mete con ellos. Al contrario, se les escucha con mucha atención. El lenguaje te parecerá un poco rebuscado. Oirás hablar mucho de “proceso de paz”, pero es que somos así y no, aquí no ha habido ninguna guerra, últimamente (hubo una pero, aunque te costará creerlo, acabó hace setenta años).

En realidad, en España, hasta un orangután como tú puede vivir tranquilo, a condición de que no te hagas de derechas. Otro día te explico que es eso de ser de derechas, pero te anticipo que, según los de izquierdas, es no ser de izquierdas. Tampoco tengo tiempo de explicarte que es ser de izquierdas. Quédate con que, aquí, la gente lo entiende como “ser bueno”.

Dicen que sois, en un 99,7 por cien, como nosotros. ¡Hay que ver lo que puede mejorar uno sólo por un 0,3 por cien, oye! Ya me contarás cómo lo habéis hecho.

Recibe un afectuoso saludo.

Postdata: guarda bien tus plátanos, porque no sé si sabes que lo que denominamos Hacienda tiene por costumbre llevarse la mitad –y se considera que tú debes entregárselos sin discusión-, entre otras cosas para pagar el salario de los próceres que se han ocupado de lo de tus derechos.

miércoles, abril 26, 2006

OPOSICIONES AL CUERPO DIPLOMÁTICO

Cuenta el ABC de hoy que el Ministerio de Exteriores, a pocos meses vista de la convocatoria, ha decidido introducir cambios de calado en el temario de las oposiciones al Cuerpo Diplomático. Es noticia por partida doble. De entrada, porque cambiar los temas en un examen de este tenor cuando queda poco para la convocatoria es algo impresentable para con los opositores y, por si ello no bastara, implica un riesgo clarísimo para la viabilidad del concurso –toda vez que puede ser impugnado a poco que alguien pueda entender que semejante cambio favorece a ciertos concursantes en detrimento de otros (y es que, ¡oh casualidad!, aquellos que hayan asistido a cierto máster impartido por cierta universidad madrileña se encontrarán con que los cambios de temario les resultan más llevaderos)-. Además, porque –también casualidad- los cambios contribuyen a poner el corpus de conocimientos exigibles algo más en sintonía “con la modernidad”, es decir, con el pseudoideario que anima a nuestro actual Gobierno y eso que denomina su “acción exterior”.

A título de ejemplo, se cita que los futuros diplomáticos deberán destinar menos tiempo a estudiar cómo era España en tiempos de los Reyes Católicos o al Tratado de Utrecht –se conoce que, puestos a ceder soberanía, ya no tiene sentido empeñarse en la residual que nos queda sobre Gibraltar- y más a empaparse de los fundamentos del federalismo suizo. Por supuesto, la noción de la “alianza de civilizaciones” ocupa ya su sitio entre los conceptos señeros del pensamiento político y las relaciones internacionales.

Hay quien se ha apresurado a recordar que esto –poner al Cuerpo en sintonía con el Gobierno- está mal, porque la Administración sirve con objetividad a los intereses generales y, por tanto, debe buscarse en los candidatos un conocimiento determinado, el necesario para el mejor desempeño de la tarea, completamente independiente de quién ocupe, circunstancialmente, el poder ejecutivo. Quienes así argumentan están, desde luego, cargados de razón, pero no terminan de entender muy bien cuál es la concepción del Estado y de la sociedad que anima el proyecto socialista, en el que no hay más “intereses generales” que los avalados por la “mayoría social” –concepto complejo de carácter totalitario en el que no cabe hacer distinciones, ni mucho menos jugar a la separación de poderes-.

Es fácil concluir que unos señores que no acaban de ver muy bien por qué el Poder Judicial ha de ser independiente deben sentir un entusiasmo perfectamente descriptible cuando se les dice que está bien disponer de cuerpos de funcionarios altamente cualificados, preparados y, asimismo, independientes. La experiencia muestra que el funcionario seleccionado por mérito y capacidad se revela, demasiado a menudo, indócil y, además, tiene la mala costumbre de mirar con cierto aire de superioridad a quien no ha hecho en su vida más carrera que la del galgo. Abogados del Estado, Diplomáticos, Inspectores varios... Mala gente, ya se sabe. Donde esté un buen comisario “comprometido” con el proyecto, que se quite toda esta manga de burócratas (¿no dijo esto ZP no hace mucho, que estaba “harto de burócratas” incapaces de entender que “la política tiene sus razones”? – hablaba del vicepresidente Solbes, por cierto).

Al fin y al cabo, el funcionario independiente es un concepto del XIX –figura que, por cierto, se creó para eliminar la del cesante, el funcionario dependiente del jefe político al que debía toda suerte-, mohoso ahora que es el turno de los políticos posmodernos. Las oposiciones, como mucho, aseguran que sólo serán “de los nuestros” la mitad –haciendo la media por cuerpos, claro-. Y eso, aunque “los nuestros” suelen ser leales, es manifiestamente insuficiente. No es, pues, un procedimiento idóneo, porque todo el mundo es más o menos igual, hasta los de derechas.

Dicho lo cual, hay que reconocer que los diplomáticos, en particular, plantean ciertas dificultades que les pueden volver especialmente tiquismiquis, o especialmente molestos. A diferencia de los funcionarios especializados en ramas concretas de la Administración, al diplomático no se le encomienda el cuidado de un bien público determinado o la defensa de tal o cual interés en particular, sino algo tan amplio como “la acción exterior del Estado”.

En efecto, a nuestros diplomáticos, como a todos los del mundo, se les enseña que deben representar al Estado en toda su majestad y dignidad. Sus referentes políticos –en razón del medio en que se mueven- son razonablemente sencillos: no hay más que un país que defender (España, por cierto) y no hay más que dos grupos relevantes en el mundo: quienes son ciudadanos españoles –las personas a las que han de auxiliar y proteger- y quienes no lo son. En realidad, es más que suficiente, porque son las mismas categorías que emplean sus pares. La dupla “diplomático-estado” es, pues, compleja de romper.

En realidad, nadie más preparado que un diplomático para darse cuenta de la inmensa estupidez que se adueña de nuestro país. ¿Se imaginan ustedes a nuestro embajador en Indonesia, por ejemplo, intentando explicar a las autoridades locales que el rasgo más característico de nuestro país es “la pluralidad”? O, sin ir tan lejos, al cónsul en Burdeos tratando de convencer a un colega –pongamos que sueco- de que España no es, en realidad, una nación. Difícil hasta para “los nuestros”.

Así que, claro, hay razones para pensar que buena parte de nuestro Servicio Exterior no sea reconvertible. No hay forma de convencer a nuestros vetustos diplomáticos de las bondades del nuevo sistema. Es mejor que lleguen ya informados de casa. Por cierto, ¿habrán sugerido fuentes bibliográficas para preparar los nuevos temas o basta con la SER?

domingo, abril 23, 2006

CATALUÑA: DE PARÍS A BUENOS AIRES

Me ha costado cerca de una semana recomponer el gesto y volver a lucir mi cara de tonto-contribuyente habitual, y no la que se me quedó tras conocer la dizque crisis de gobierno de Maragall. Será que uno no ha conseguido alcanzar ese punto de cinismo –esperemos que sea eso- que, por lo que se ve, ha anidado en la sociedad catalana, y aún se pasma por ciertas cosas. En realidad, si bien se mira, no deja de ser un suma y sigue, un “más difícil todavía” en este desbarajuste que atiende por Gobierno de la Generalitat No hace mucho, en una columna de prensa, Arcadi Espada presentaba una especie de cronología de hitos notables desde el venturoso advenimiento de Maragall a la presidencia. Sin más comentarios, el solo relato de los eventos, se convierte en una antología del disparate, desde la entrevista de Perpiñán hasta las sucesivas crisis abortadas, pasando por el tres por ciento y, cómo no, el monumento a la estupidez de la corona de espinas. Cuesta hacerse a la idea de que no han pasado ni tres años.

No sé si muchos catalanes son conscientes de ello, pero Cataluña es un mito para muchos otros españoles. Para la derecha tradicional, es el arquetipo de región hacendosa y bien gestionada, poblada por gente trabajadora y de orden, perenne lección para el resto del país. El tradicional respeto y la fama de gente sensata se tornan rendida admiración cuando llegamos al campo de la izquierda.

Nuestros progres siguen enganchados a aquella Cataluña –en realidad, Cataluña como trasunto de la Barcelona aventajada que permitía, pars pro toto, ignorar al resto del país, ése resto que, andando el tiempo, nutriría el voto conservador de CiU- más europea que los demás, aunque sólo fuere por razones geográficas. La ciudad de los prodigios, capaz de mantener un hilo de vitalidad intelectual, deslumbraba a los casposos –así se veían ellos, al menos- habitantes de la triste llanura mesetaria.

La mezcla de ambas tradiciones daba la imagen de una sociedad en la que la sensatez y el buen sentido eran, sin duda, las señas globales de identidad, con su punta de lanza de modernidad. Un país sin rival en el triste espectáculo de la Península Ibérica en la que se hermanaban los dictadores. Por supuesto, Cataluña era algo así como la víctima número uno del statu quo –nunca su beneficiaria, ¿verdad?- y estaba, por ello, destinada a ser norte y guía en el viaje que estaba a punto de comenzar.

Probablemente nunca esta imagen correspondió a ninguna Cataluña real, más allá de unas cuantas calles del Ensanche barcelonés. Lo cierto es que la verdadera historia de Cataluña y España permiten, cuando menos, introducir múltiples matices en este halagüeño cuadro. No es verdad que Cataluña haya sido un centro de modernidad, salvo que se tenga un concepto muy estrecho de qué es la modernidad. Cataluña ha sido moderna y europea en el mismo sentido en que la movida madrileña puede ser calificada de hito cultural, es decir, sólo para los muy estrechos patrones de un país atrasado todo él y sin referencias reales.

Lo mismo puede decirse respecto al famoso sentido común . Un conocido mío dice, con buen criterio, que no se sabe muy bien quién inventó aquello del seny, porque no había excesivas trazas de que semejante estado de espíritu hubiera predominado de manera significativa en la historia catalana. Rauxa si la ha habido, y a raudales. Quizá fue, como tantas otras veces, el Franquismo el que extendió la especie, quizá porque a la dictadura no podía parecerle sino una muestra de señero buen sentido el entusiasmo o, cuando menos, la aceptación acrítica que cierta alta burguesía catalana mostró para con un régimen que la favoreció hasta extremos difíciles de exagerar – o que, en todo caso, se pretende oportunamente ocultar.

Con todo, los mitos son mitos, y tampoco tiene excesivo sentido desmontarlos. Pero tampoco sostenerlos. Olvidémonos de la historia y centrémonos en el presente. ¿Puede alguien, aún, encontrar en Cataluña signos de alguna capacidad de liderazgo?

Hoy por hoy, Cataluña es la Francia de nuestro mapa autonómico. Un país que parece haber abdicado por completo de cualquier clase de responsabilidad para con el conjunto y estar dispuesto a dilapidar la prosperidad de la que aún disfruta y, con ellas, sus posibilidades de ser, ahora sí, punta de lanza de una modernidad real. Cuando, por fin, España apunta maneras de país integrado en el mundo, conforme a unos estándares medianamente normales, Cataluña decide enrocarse.

Pablo Sebastián comentó no hace mucho, en una cadena de televisión, a mi juicio con acierto que, mientras nos hacemos cruces con el esperpento marbellí –que, en el fondo, a nadie extraña, tras muchos años de deriva- ignoramos (¿conscientemente?) que el auténtico Celtiberian show está, hoy por hoy, en la Barcelona elegante y –cada vez menos- cosmopolita. Marbella es la anécdota, Cataluña la categoría. Repásense las hemerotecas de los últimos años y se compondrá el cuadro. Los aficionados a coleccionar aguafuertes, esperpentos y deformidades, raramente encontrarán en otras regiones españolas supuestamente más proclives, perlas como las que cada día brinda esa ERC a la que, por lo visto, todos tratan de domesticar. No hay, en el panorama español, un personaje como Maragall, y es dudoso que pueda llegar a haberlo.

Nicolas Sarkozy tuvo el buen sentido y el raro valor, en mitad de la crisis que asoló las banlieue el pasado otoño, de recordar a los franceses que quizá era hora de bajar los humos y, con cierta humildad, mirar alrededor –incluso más allá del Pirineo, ¿por qué no?-, extraer las lecciones oportunas de quienes, en suma, estaban y están obteniendo mejores resultados, preguntarse por qué y sacar las conclusiones pertinentes.

El tiempo ha demostrado más que sobradamente que Maragall no es el Sarkozy de los catalanes, sino todo lo contrario. Más bien, es su Kirchner. Alguien que está dispuesto no a abolir el nacionalismo –la enfermedad subyacente- sino a perfeccionarlo y, en unión de los nacionalistas tradicionales, transmutarlo en una suerte de peronismo a la catalana, del que no haya escapatoria posible. Al igual que en el desdichado país austral, la respuesta a la demagogia populista es sólo más demagogia populista.

Así las cosas, los catalanes pueden tener que pechar con un serio riesgo: el de pasar de ser nuestros franceses a ser nuestros argentinos. Alguien dijo una vez que Barcelona era “el París del sur”. Bien puede ser, si se descuidan, que acabe siendo “el Buenos Aires del norte”.

sábado, abril 22, 2006

ISABEL II

Esta semana, a propósito del octogésimo cumpleaños de Isabel II, he tenido ocasión de oír la misma catarata de estupideces que suelen invadir los medios cada vez que sale a colación la soberana británica. A saber, su falta de modernidad y “cercanía”, lo cual, dicho sea de paso, vendría a destacar “lo sencillo” de la monarquía española, arquetipo, se conoce, del “buen rollo coronado” –dicho más finamente, y ya en el colmo de la imbecilidad, de la “monarquía republicana”-. Una conocida periodista dijo verse sorprendida porque la reina de Inglaterra hubiera celebrado su cumpleaños “dando un paseo por la calle” –o sea, mezclándose con su pueblo- mientras que aquí, “te puedes encontrar a la reina en el Corte Inglés” (sic). Y es que nada hace más daño a la monarquía que los monárquicos, ya se sabe.

Porque si algo ha hecho bien Isabel Windsor desde hace cincuenta años es, precisamente, ser un personaje absolutamente gris. No es “moderna” ni tiene una “personalidad atractiva”. Y por eso se ha ganado sobradamente el derecho a reinar mientras viva. Los que propugnan una monarquía “más moderna” o no entienden lo que es la monarquía o son agentes republicanos encubiertos.

De hecho, tampoco muchas cabezas coronadas –sobre todo futuras- parecen haber entendido nada. Y quizá por ello se apuntan al carro de la modernidad, a ser “normales” y a tener “su propia personalidad”. Ya dijo Bagehot que el tracto sucesorio no suele dar lugar a personas especialmente talentosas y, cabría añadir, el exceso de dinero y la falta de tarea suelen conducir, más bien, a lo contrario. Así, como personas “normales” y personalidades “propias”, toda esta caterva suele resultar más bien poco interesante, cuando no una tropa algo degenerada.

La reina de Inglaterra, por el contrario, lo entendió muy bien el mismo día en que le comunicaron que su padre había fallecido y que, por tanto, le correspondía convertirse en la reina constitucional por excelencia (sí, paradojas de la vida, “la” reina constitucional es la de un país que carece de constitución escrita – ni falta que hace). Supo que ese mismo día, la persona que había sido dejaba de existir, básicamente absorbida por el personaje. Un ser carente de interés, Isabel Windsor, quedaba ocluido para siempre por Isabel II. Hasta hoy.

Quizá no sea una mujer muy inteligente, ni tiene por qué serlo –basta que sea prudente, que lo es-, pero, si alguien tuvo alguna vez la insensata idea de sugerírselo, supo resistir bien a la tentación de ser “normal”. La gente “normal” madruga y trabaja para ganar el pan. No nace en un castillo ni ocupa necesariamente el mismo lugar que sus ancestros. A cambio, la gente “normal” es plenamente dueña de su destino. Su vida no consiste en un conjunto de actos debidos. Es obvio que, en el fondo, quienes pretenden ser “normales” se refieren sólo a una cara de la moneda. No desean, claro, que su vida se convierta en un conjunto de formalidades, pero tampoco quieren esperar a la hora de tener mesa en los mejores restaurantes, y quieren seguir sentando sus nobles culos en los mejores sillones. Su “sencillez” suele acabarse cuando se marchan los fotógrafos del ¡Hola! (así que, al menos, la reina de Inglaterra es menos hipócrita).

La monarquía sólo puede justificarse, hoy, carente como está, por completo, de defensa teórica alguna, en dos principios: tradición y utilidad. En estos momentos, es sencillamente absurdo que una nación pretenda instituir una monarquía. En todo caso, podrá conservar la que tiene, si es que sigue rindiendo réditos. Y esos réditos son, esencialmente, simbólicos. El rey –y en Inglaterra más que en ningún sitio- personifica a una institución, la Corona, especialmente apta para servir como ente arbitral –por su carácter radicalmente apolítico- y depósito de continuidad.

Ahora bien, el gravísimo pecado original –su carácter de negación del principio de igualdad- hace que, al tiempo, esa aptitud sólo pueda conservarse mediante el ejercicio prudente de la autoridad regia. El rey, para seguir siéndolo, ha de reinar bien. Sólo cuenta con una legitimidad de ejercicio.

Esa es la legitimidad de Isabel de Inglaterra. Cincuenta años en el trono sin cometer un solo error, incluso rodeada por una caterva de “modernos” que serían la vergüenza de cualquier familia, sea de noble cuna o no. La opinión pública en su país sabe distinguir, y por ello separa claramente a la reina de los royals.

José Luis Gutiérrez decía anoche que, a diferencia de lo que ocurre con los españoles –incluso antes de hacer mella en ellos la enfermedad zapateril- el tradicionalismo inglés no deja de ser una forma de sentido común: la que aconseja no cambiar aquellas cosas que funcionan bien. Es dudoso que la monarquía, como institución, pase por sus mejores momentos pero, desde luego, no lo es que Isabel II desempeña su función a las mil maravillas –decentemente, que tampoco se pide más, que incluso un desempeño exageradamente bueno, viniendo de un rey, no deja de ser una noticia poco alentadora-. Cualquier debate es, por tanto y de momento, una absoluta pérdida de tiempo. Para un pueblo pragmático y que, desde luego, sabe muy bien invertir sus horas en empresas que lo merezcan, tal razonamiento es más que suficiente.

Es verdad que hay quien sólo ve en la reina de Inglaterra una colección de sombreros horrorosos y nada “modernos”, y nada más. Pero ese tipo de gente también es proclive a ver en Maragall, por ejemplo, nada menos que un presidente de la Generalitat de Cataluña.

Así pues, Dios salve a la Reina... y salve a los británicos de lo que pueda venir después. Se nos está haciendo mayor. Es hora de ir dando doble ración de alpiste a los cuervos de la Torre, por si las moscas.

martes, abril 18, 2006

UNA REALIDAD NACIONAL

¿Una realidad nacional?, ¿una nación?, ¿un ente cuasinacional?... Siempre encontrarán un debate absurdo en el que enzarzarse para no abordar la verdadera cuestión de Andalucía. Una región descomunal para los estándares europeos -hay quien dice que, en rigor, una pléyade de regiones diferenciables-, más poblada que muchos estados del Continente y del mundo, con zonas urbanas notables, prodigiosamente dotada con atractivos turísticos sencillamente únicos en este Planeta, ya accesible por tierra, mar y aire sin demasiadas dificultades, depositaria de tradiciones centenarias y dueña de un acervo cultural sin par. Una promesa, en suma... estancada, incapaz de superar su sempiterna condena a ser segunda por la cola en un país donde todos progresan pero no se alteran las posiciones relativas.

Y el recurso a la deuda histórica y a las explicaciones manidas debería ya dejar de funcionar. Ya no bastan. Es hora de que el virrey Chaves y su corte -que ocupan palacios dignos de reyes, sin ápice de exageración- den explicaciones. Se las deben al pueblo andaluz y, por supuesto, al pueblo español en su conjunto.

Pero no. Por si hiciera falta, el régimen socialista -con sus adláteres, incluido un PP acomodado en el papel de eterno aspirante y sin demasiados visos de ser catalizador de ningún cambio- da nuevas pruebas de que está bien dispuesto, una vez más, a servirse de Andalucía, que no a servir a Andalucía.

Dos noticias llegan del Sur. La primera, la faena que el calendario ha hecho a los sevillanos, a los que la Semana Santa y la Feria, este año, se le es echan encima sin solución de continuidad y esto no hay presupuesto que lo aguante (habría que añadir: y reputación tampoco). La segunda, que el gran debate, lo que hay que discutir, es cuál ha de ser la nueva definición estatutaria de Andalucía. Sería gracioso, si no fuese tan patético.

Tal como se esperaba, el estatuto de Cataluña abre la "segunda transición". La segunda carrera hacia una igualación, seguida de otra u otras desigualaciones, absurdas que terminen por hacer imposible el proyecto colectivo. Pero esta parece ser, otra vez, la táctica. Permitir que Cataluña dé un pasito adelante, para que todos los demás la alcancen enseguida. ¿Y vuelta a empezar?

Es indignante esta frivolidad, este tacticismo idiota que dice tan poco de nuestra madurez como país. ¿Es sensato convertir el debate sobre la estructura territorial del Estado en una versión para adultos del "corre, que te pillo"? ¿Tiene vergüenza una clase política que es capaz de semejantes absurdeces?

Y, una vez más, Andalucía como palanca. En los albores de los ochenta, en los comienzos del régimen que hoy vivimos, el socialismo y un cierto andalucismo -haciendo bandera de reivindicaciones justísimas- cometió el primer gran quebrantamiento constitucional de nuestra breve historia democrática (el segundo fue Rumasa, hasta hoy) para dar un golpe de timón, para asegurar que el estado autonómico ya no coincidiría con el plan inicial, si es que lo hubo.

A la postre, semejante viraje puede haber estado en la clave del fracaso del experimento. Y otros bandazos similares darán al traste con sus posibles enmiendas, si es que esto fuera enmendable. Es posible, hasta probable, que el "problema regional" (eufemismo que, en la época de la República, se empleaba para hablar de Cataluña y el País Vasco) no tenga, realmente, solución, como propugnaba Ortega. Pero hubiera convenido no permitir el rearme intelectual del nacionalismo más de lo que ya es capaz de rearmarse él solo.

Los socialistas españoles tienen una capacidad infinita para redescubrir el Mediterráneo y, sobre todo, para que los demás se lo crean, eso está claro. Sólo así es posible que haya quien se crea la conversión al autonomismo de quienes dinamitaron la primera ronda, desde Andalucía y desde el Gobierno de la Nación. Dicho sea de paso, puestos a elegir quebrantos, prefiero aquéllos que los de ahora. Al menos, ya digo, había un cierto trasfondo de justicia.

En fin, andaluces laboriosos... Paciencia. En otros veinticinco años, quizá toque hablar de Andalucía. Pero esta vez, de veras.

lunes, abril 17, 2006

Y TODAVÍA SE CORTARON...

“Los vascos no tenemos más constitución que nuestros derechos históricos”. Y la multitud bramó enfervorizada, dándole al líder su baño de masas. Y eso que se contuvo. Podía haber seguido. Dios y leyes viejas, abajo los liberales, abajo el Código Civil. No necesitamos más leyes que las costumbres de nuestros padres, ¡que se metan el derecho romano por el c...! Cuanto más atávico, mayor el delirio. No sé por qué se cortó. Hubiera sido un día de la Patria memorable.

Estamos fuera del mundo, y muy orgullosos de ello. Eso es lo que proclamaron, y henchidos de soberbia, además. De vergüenza ajena (¿o es propia?)

Pero les va de miedo. No sólo no se recatan de vociferar cosas impresentables, sino que acojonan al discrepante. Van ganando, esa es la verdad. Las leyes viejas, el acarreo y el mejor cuanto más antiguo, en España, están más de moda que los códigos napoleónicos. ¡Ésa es la esencia de mi España!, ¡ahí la quiero ver, yo! Porque siempre hemos sido los diferentes, los indomables. Estos sí que tienen lo que hay que tener, y no el toro de Osborne. ¿España? España, Euskadi. Lo demás, tierra conquistada, amancebada con el invasor romano. Las esencias patrias se custodian allí, al otro lado del Ebro. Que gracias a la lengua del paraíso tenemos cinco vocales nítidas que se distinguen al oído, y no vamos por ahí, farfullando como gabachos y hablando mal de Dios.

Impresentable. Fue impresentable. De llorar. No por ellos, sino por todos los demás.

Da lo mismo que sea mentira. Da lo mismo que nadie sepa quienes son “los vascos”, y mucho menos que esos derechos históricos nunca hayan sido de “los vascos” sino, todo lo más, de vizcaínos, guipuzcoanos y alaveses, y aun esto con reservas. Se encuentra más rigor histórico en El Cid de Charlton Heston y Sofia Loren que en el imaginario político del nacionalismo vasco – del nacionalismo en general.

Lo de más es que, desdichados nosotros, Astérix existe en realidad, y es mucho menos simpático, mucho menos ingenioso y mucho menos amigable que el personaje de Udérzo. Hay quien hace bandera de resistir ahora y siempre al invasor. Lo de más es que en España, con vitola de ideología moderna, circulan barbaridades decimonónicas. Y esto es muy triste.

La tragedia de España no es, como piensan algunos, que esté en trance de dividirse. La tragedia de España es que está en trance de sucumbir a manos de los mismos que han dedicado toda su vida y esfuerzo a impedir que se convirtiera en una nación moderna. Está a punto de caer a los pies de los guardianes de sus esencias. Uno debe estar, en la vida, preparado para rendir plaza. Esto, siendo grave, no es lo peor. Lo malo es cuando ha de hacerlo ante un adversario tan poco presentable.

Lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible. La revolución francesa presupone la romanización. Y de unos tíos que están orgullosos de no haber sido romanizados... ¿qué se puede decir, Dios mío? Es todo el aparato conceptual de la modernidad occidental el que se va a hacer puñetas, el que se derrumba como un castillo de naipes. A ver si nos enteramos de una santa vez de que el nacionalismo no es de este mundo. Y eso tiene consecuencias, claro.

No conozco nadie que se plantee negociar seriamente con la Iglesia Católica sobre verdades reveladas. El intento es vano. Así pues, ¿de qué cabe discutir con un señor que no reconoce más constitución que “sus derechos históricos” (sí, además, con la desfachatez de pretender que una entidad inexistente hasta en los delirios más absolutos de los más tarados de ellos se beneficie de los dramas de nuestra historia)?

Alucinante. De veras. Alucinante. Y, ya digo, todavía se cortó.

domingo, abril 16, 2006

DEMOCRACIA AVANZADA

En la larga entrevista cuya primera parte publica hoy El Mundo, el Presidente del Gobierno vuelve repetidas veces a insistir, directa o indirectamente, en la idea de democracia “avanzada”. Es llamativa su frase –que el diario emplea como frontispicio de la entrevista- de que la derecha “le ha enseñado que es la izquierda la que hace avanzar la democracia”.

Glosar a José Luis Rodríguez Zapatero puede llegar a ser un ejercicio desesperante. Uno, tras la consabida cadena de transposiciones epatantes (“no soy un socialdemócrata sino un demócrata social”) o de otros recursos efectistas que apenas logran mitigar la sospecha de que nos hallamos frente a un político bastante ayuno de lecturas y referencias sólidas –circunstancia que, dicho sea de paso, no hace de él una excepción en una clase política como la nuestra, que no destaca por letrada-, termina por arrojar la toalla, convencido de que no hay, en realidad, nada mínimamente riguroso sobre lo que extenderse.

Y, sin embargo, esta noción del “avance” puede, al final, servirnos como referente para entender al personaje y, por tanto, para atisbar las desdibujadas líneas maestras de su actuar político. Cabría, quizá, definir al Presidente como un circunstancialista, un hombre que parece concebir el panorama como una dinámica caótica en la que todo es posible, pero que conserva un cierto sentido de dirección –avance- además, claro, de una convicción indisimulada de que sólo la izquierda está en posición de aportar cosas positivas.

Siempre según lo recogido por el entrevistador, el Presidente concebiría ese avanzar de la democracia como un proceso de acrecimiento de los derechos de los ciudadanos y limitación del poder de los que tienen más. He ahí una mezcla confusa de ideas, unas válidas y otras no tanto, bastante inquietante.

Es llamativo observar cómo –supongo que en una más de sus múltiples contradicciones que, ya digo, no parecen turbarle lo más mínimo- para presentarse a sí mismo como adalid de la modernidad, Zapatero se nos revela con un bagaje ideológico cargado de ecos de la izquierda más rancia, como un ingeniero social presto a operar sobre el cuerpo de la sociedad para dejarlo mejor y más bonito. Es llamativa su creencia en las capacidades del gobernante para “crear derechos y limitar poderes”.

No hay, en su imaginario político, la más mínima referencia al conjunto tradicional de libertades. Ocupado, como está, en construir una democracia avanzada, parece que la democracia a secas no le preocupa en absoluto. A la vista de esta nueva fe, los liberales nos hemos convertido en algo así como los judíos contemporáneos que, aun tras la venida de Cristo, siguen esperando al Mesías. La Buena Nueva que se ha producido, parece, para todos los demás, es que la democracia ha llegado y habita entre nosotros. Tanto que ya es cuestión de superarla.

Al Presidente del Gobierno no parecen interesarle lo más mínimo los derechos tradicionales y las viejas libertades. Sus antecesores en el cargo nos prometieron “regeneración democrática”, él “democracia avanzada”. Unos y otros parecen ya dar por hecho que la democracia está perfectamente instalada en nuestro país –tanto que le ha dado tiempo a degenerar, incluso-.

Volvemos a lo de siempre. Unos y otros creen tal cosa porque tienen un entendimiento muy estrecho de qué es la democracia y qué significa. Sólo así es posible estar satisfecho con el desarrollo de la democracia en España. ¿Creen, acaso, que la democracia está arraigada y es prefecta sólo porque hay elecciones competitivas y libres cada pocos años? ¿Creen que la sola existencia de las instituciones del Estado de derecho es condición suficiente? Parece que sí, en la medida en que se plantean ya nuevas fases.

Pero la democracia, no nos cansaremos de decirlo, es mucho más que eso. La democracia es un instrumento tutelar, un mecanismo para la más plena efectividad del sistema de libertades. En suma, para garantizar a todos y cada uno de los ciudadanos un elevado grado de certidumbre sobre el comportamiento de los demás. Todo el equilibrio de poderes característico de la democracia tiene ese fin: proporcionar seguridad. Seguridad de que las cosas ocurrirán de modo previsble, de que no habrá desviaciones sobre el plan trazado y que, si las hay, serán corregidas.

Hoy España vive inmersa en una crisis constitucional de graves dimensiones, no tanto por lo que sucede en sí, sino porque se tiene la sensación de que cualquier cosa puede suceder. El ámbito de lo secreto –como decía Norberto Bobbio- no sólo no se ha reducido al mínimo sino que cada vez se hurtan a los ciudadanos más y más claves de lo que sucede. El Poder Judicial es constantemente inquietado, y se da el caso de que algunas sentencias no se cumplen, llegándose al extremo de violentar las leyes para no cumplirlas. Asistimos, en fin, a maniobras tales como la promulgación de legislación ad hoc para tal o cual cosa sin mayor escándalo por parte de nadie.

Nuestra democracia, desde la concepción amplia –y finalista- de la misma, adolece de debilidades tremendamente significativas, que al Presidente del Gobierno le pasan del todo inadvertidas, por la elemental razón de que no entran en su campo de visión político.

El Presidente no ve porque no mira. Porque, en efecto, es un izquierdista ortodoxo que cree, y a pies juntillas, que los Poderes Públicos crean la democracia y, por tanto, la pueden perfeccionar mediante una serie de operaciones más o menos racionales. Sigue imbuido de una ética de la virtud y carece por completo de referencias a una ética de las libertades. A su manera, nos quiere hacer a todos “mejores”.

Porque eso es la democracia “avanzada”. Un sistema “mejor”. Estado proactivo, ciudadanos pasivos. Grey pastoreada hacia un mundo más justo. No, señor Presidente. No somos ovejas que han de ser llevadas a mejores pastos. Somos los accionistas de este país, del que usted es el administrador.

sábado, abril 15, 2006

CRUEL, PERO PUEDE SER BELLO

En los sofismas, en los razonamientos viciados y en las grandes imposturas intelectuales, como en todo, hay clases. Los hay poco elegantes, groseros, bastos y en los que, por tanto, no cabe reconocer nada de positivo. Pero también los hay que, al menos, están trabajados, a veces con primor –hace falta esfuerzo, y mucho, para construir ciertas coartadas, como sabe todo buen aficionado al género policíaco-. En estos cabe encontrar, al menos, cierto solaz, cierto regusto estético.

Ejemplos de lo que digo los hay en otros órdenes. Todos sabemos que, mientras el ladrón violento, dado a la amenaza o a la compulsión física sólo merece rechazo, el “artista” capaz de levantar la cartera a todo un autobús en un santiamén y sin que nadie se percate se hace acreedor, cuando menos, al mínimo de respeto debido a los que conocen su oficio. Ya digo, en todo hay clases.

Pues bien, en mitad de la gigantesca impostura intelectual que está construyendo la izquierda española, siempre cabe la posibilidad de sentarse a admirar los ribetes de belleza, que los hay. Personalmente, y toda vez que ya abrigo pocas esperanzas de que aquí, al final, no pase nada, estoy por la labor de sentarme a contemplar cómo nos quitan la cartera Navarra sin darnos cuenta. Será, seguramente, en dos tiempos, aplicando la “técnica preámbulo” u otras finuras propias del oficio.

A buen seguro, algunos lectores, al llegar aquí, ya estarán indignados. Lectores de izquierda, digo. ¡Cómo se puede extender semejante especie! Me estoy poniendo al nivel de la COPE. El tiempo dará o quitará razones pero será divertido ver, una vez más, como mis amigos y conocidos inician otro de esos fascinantes viajes que llevan del “jamás” al “es lo más razonable”, pasando por cuantas estaciones intermedias sean necesarias. Ya digo, no es la primera vez que pasa y, de hecho, sucede cada vez con más frecuencia.

Es verdad que lo de Navarra es el más difícil todavía, más que nada porque los navarros son muy dados a tener sus propios puntos de vista sobre el particular. No será fácil, no. El autobús no va demasiado lleno, y la gente no va muy apretujada. Va a ser complicado deslizar la mano tonta y ¡zas!, adiós comunidad foral. Por eso digo que estoy deseando verlo. No sería la primera vez que se multiplican panes y peces. Véase si no el estatuto de Cataluña, ése que interesaba al cuatro por ciento (ya no recuerdo si de todos o de los que sabían de qué se estaba hablando).

Ya digo, se admiten apuestas, pero creo que se aplicará la muy reputada técnica de los pasos intermedios indoloros. Por supuesto que “ja-más” (recálquese el bisílabo) Navarra será integrada en el País Vasco, al menos contra la voluntad de los navarros. Pero, ¿una dieta vasconavarra para asuntos culturales? ¿Por qué no? ¿No es razonable, eso? Eso es inconstitucional –las federaciones de comunidades autónomas están prohibidas- pero la Constitución hace ya algún tiempo que nos la birlaron, los habilidosos.

Habrá que buscar, claro, un equilibrio, entre las desorbitadas peticiones de los territorialistas –justísimas, por supuesto, justísimas- y el inmovilismo de “los de siempre” (si es que ya lo venía diciendo ese dechado de equilibrio que es el PNV). Una buena solución “posible”. Sí, igual no nos roban la cartera. Sólo tendremos que compartirla, por un tiempo.

Como esto no parece tener mucho arreglo, disfrutemos del espectáculo, que promete ser auténtico manierismo de la desvergüenza. Mírenlo por el lado estético, que merece la pena. Es raro, muy raro que en un mismo tiempo y lugar coincida semejante dosis de cara dura, toda a la vez.

Y hagan la prueba. De sus conocidos, el que más se indigne, el que más les acuse de jiménezlosantistas... ése será el que les explique, con todo lujo de detalles, por qué el que la solución pase por Navarra es “deseable” o, cuando menos, “inevitable”. Solácense y disfruten. Somos una generación privilegiada.

domingo, abril 09, 2006

SEMANA DE REFLEXIÓN

Todas las Semanas Santas conducen inexorablemente al Viernes Santo. Hasta aquí todo normal. Pero ésta, además, nos llevará directamente a un 14 de abril, por más señas el septuagésimo quinto tras el 14 de abril por excelencia, el de 1931. En esta semana viviremos el 75 aniversario de los acontecimientos que condujeron a la proclamación de la Segunda República española.

Es bueno recordar, y es bueno que se hable sobre aquello porque, paradojas de la vida, después de haber corrido tanta tinta, es mucho lo que queda por decir y, sobre todo, es mucho, muchísimo lo que queda por estudiar y por aprender. Lo mejor que nos podría haber legado la desdichada república urdida en el Pacto de San Sebastián es un buen montón de lecciones. Se dice, con razón, por supuesto, que la España de los primeros años del siglo XX casi nada tiene que ver con aquel país de los inicios de los treinta. Insisto, es verdad –y hemos de congratularnos de que así sea-, pero sigo pensando que el análisis de aquel período puede rendir mucho de aprovechable, incluso en esta España que ya no emigra, sino que recibe inmigrantes. Y ello, quizá, porque, parafraseando a Wilde, podríamos decir que España es el único país de Occidente que ha pasado de la preindustrialización a la postmodernidad sin pasar por la modernidad propiamente dicha.

Porque la República Española del 31 tuvo puntos en común con procesos acaecidos en otras latitudes muchas décadas antes. No es difícil, por ejemplo, hallar paralelismos con la propia Revolución Francesa, o con otros eventos en los que ilusión, caos y pasiones se dan la mano en un precipitado vertiginoso de acontecimientos que, calando hondo en las personas y en las Naciones, jamás dan lugar a regímenes que se puedan calificar de estables, al menos en primera instancia. Fenómenos que, en términos históricos, apenas duran un suspiro, pero cambian el rumbo de una Nación para siempre.

Todos los vicios de la República Española se resumen en uno: la imposibilidad efectiva de construir una democracia sin demócratas. Nótese que, frente a quienes siempre quieren ver en España la eterna anomalía, habrá aquí un problema de desfase, pero no deja de ser esto algo común a toda la Europa continental: la democracia es muy difícil de decretar, muy complicada de instituir. Es un sistema muy delicado que debe ser aprendido durante generaciones. La historia del constitucionalismo europeo occidental puede ser descrita como un intento de comprender, racionalizar y transvasar al continente aquel equilibrio primoroso, nacido de la práctica política inglesa, que deslumbró a Montesquieu y que el bordelés creyó haber entendido. Pero el sueño de la razón produce monstruos.

Nuestra Segunda República estuvo preñada, desde el primer día, de un infantilismo racionalista. De una creencia absurda en el poder taumatúrgico de las leyes. Se confundió, en todo momento, un régimen político con la letra de su constitución. Dicho sea de paso, mirando hacia atrás, hay quienes se resisten a admitir la diferencia, a todas luces evidente, entre lo que la República dijo querer ser y lo que efectivamente fue. La política entendida como ciencia a ultranza, la creencia en que se puede operar sobre una realidad no partiendo de la realidad misma, sino de un tipo ideal -por lo demás construido de manera dogmática-, hija de todo el siglo XIX, brilló en España en aquellos años. A la vista están sus desdichados efectos. En realidad, visto lo ocurrido, en España y fuera de España, en aquella época y la que la siguió, se pregunta uno cómo es posible que sigan existiendo ingenieros sociales. Cómo no están, todavía, suficientemente desprestigiados, o bien, si se prefiere, cómo es que la gente sigue resistiéndose tanto a aceptar la naturaleza humana y sigue estando dispuesta a escuchar a cuanto charlatán se le pone por delante y que proclama disponer de los crecepelos milagrosos de la felicidad y el bienestar.

Ha habido muchos 14 de abril en muchos lugares, y los sigue habiendo. Previsiblemente, habrá más. Y esto es porque nos negamos, parece, a extraer las lecciones de muchos experimentos fracasados, como nuestra propia República.

Democracia sin demócratas, decía. Cualquiera puede entender que es imposible. Y, sin embargo, no debe ser tan evidente porque, incluso hoy, nos vemos en una tesitura parecida. En España parece que seguimos sin entender que no construiremos jamás una democracia avanzada (en sentido real, no en el de la bobada solemne) sin un sustrato ético previo. Es cierto que parece haber arraigado, y no es poco, la democracia procedimental. Pero esto es insuficiente, por supuesto. En la República del 31 fallaron las dos.

Al igual que en época de nuestros abuelos –que, por cierto, aún lamentan las consecuencias y son mucho más proclives a la prudencia que sus bien cebaditos nietos-, corremos el riesgo de dejar la democracia reducida a un conjunto de reglas tan triviales o tan arbitrarias como las que disciplinan el mus, o el ajedrez. Y ello se debe a que masas enormes de la opinión española no han pasado del juego de las mayorías. Conciben la democracia como algo desconectado de su fundamento moral, que no es otro que el sistema de libertades.

Lo que distingue, en esencia, a la democracia de la dictadura no es el medio de formación de la voluntad general –la regla de la mayoría en un caso, la voluntad del autócrata en el otro- sino el carácter orientado de la primera, su condición de medio. A diferencia del poder autocrático, que se justifica y sirve a sí mismo, el poder democrático es “poder para”. En realidad, y esto es lo que jamás se ha llegado a entender por quienes, en suma, parten de una mentalidad totalitaria apenas evolucionada, “democracia” es una metonimia. Cuando hablamos de “democracia” estamos tomando parte por todo. En rigor, se trata de la democracia liberal de mercado.

Los apellidos se omiten porque, en medio mundo al menos, han devenido antonomásicos. Es un valor entendido que la democracia, privada de esos atributos –sistema de libertades y, por supuesto, su corolario del mercado- tiene el mismo sentido que tenía en las viejas “democracias” de Europa Oriental. No es más que un odioso instrumento de dominación. Quién domine es lo de menos.

Sería bueno que fuera esta la reflexión de esta semana –aunque estoy seguro de que no lo será-. Ojalá la enseñanza de nuestra República fuese esa, que “república” o “democracia” son términos que, en sí, poco significan. Sólo sirven para caracterizar determinadas estructuras de distribución del poder. Pero nada nos cuentan acerca de la legitimidad de ese poder. El debate de la legitimidad, el debate de la justicia, ha de sustanciarse en sede diferente.

Una democracia avanzada es una democracia legítima. Ahora sabemos que el método aplicado por los españoles de los treinta condujo al fracaso. Yerran quienes creen que fue un fracaso práctico –normalmente, los mismos que creen que el comunismo fue “una buena idea, mal aplicada”, que son quienes afirman, por lo mismo, que Corea del Norte no es comunista-, por añadidura abortado y, por consiguiente, de resultado incierto. Fue un colosal error teórico, de planteamiento y, con toda probabilidad, abocado al fracaso total.

La República Española no hubiera llegado jamás a ser una democracia avanzada porque nadie tuvo interés real en construir semejante cosa.

Buena semana. Reflexionemos.

sábado, abril 08, 2006

LA TRANSPARENCIA SIEMPRE ES BUENA

La salida de Bono del Gobierno, y los cambios subsiguientes, tienen una lectura positiva, desde el punto de vista de la transparencia. Como dice Emilio Alonso en Freelance Corner, esto supone el final de la “coartada españolista”. Por tanto, implica que, de una vez, las cosas meridianamente claras.

En su precipitada formación de Ejecutivo, Zapatero recurrió, en efecto, a dos elementos destinados a mantener un tenue nexo con el entendimiento de España como nación y con el sentido común. Me refiero a Bono y a Solbes, respectivamente. El ministro de Defensa, cada día menos creíble, estaba ahí para que algunos continuaran pensando en eso de las “líneas rojas”; siempre quedaría un socialista de bien, dispuesto a dejarse arrancar la piel a tiras antes de entregar la Nación y la solidaridad entre sus habitantes. Mientras Bono viviera, el socialismo seguiría siendo la patria intelectual de los igualitaristas, al igual que, estando Solbes al timón, nadie iba a hacer ninguna estupidez gruesa.

En las últimas semanas, han caído todas las coartadas posibles. Ya es evidente que el socialismo español es una inmensa mentira. No hay rayas rojas ni límites de ningún tipo. El que quiera entender, que entienda o, dicho de otro modo, ya sólo se engaña quien verdaderamente quiera ser engañado. Allá los adictos a Cuatro. Sólo les rogamos que, por favor, no sermoneen ni ofendan a la inteligencia pretendiendo que los demás creamos en no sé qué cosas de qué valores.

Bienvenida, pues, la reforma, en aras de la transparencia. Eso siempre es bueno. El votante que deposite su papeleta en la urna a favor del Partido Socialista sabrá por qué lo hace, pero ya no puede decir que ha sido engañado. Repásense los acontecimientos...

La exhibición de antieuropeísmo –de deslealtad para con los principios fundamentales de la Unión, vergonzantemente justificada en el comportamiento ajeno, como si existiera compensación de culpas- aún en curso a propósito de la OPA de E.ON debería hacer reflexionar a los adalides del “regreso a Europa”. De todos los “ismos” con que los socialismos se definían a sí mismos (igualitarismo, progresismo...), el último en ser falsado ha sido el de “europeísmo”. Ya sabíamos que no eran ninguna de las demás cosas que pretendían ser. Ahora sabemos también que no son europeístas, que Europa es para ellos otra de las múltiples excusas para hacer demagogia.

Y sabemos también que, si es preciso y cuantas veces sea preciso, el vicepresidente Solbes será humillado y ninguneado. El ex comisario europeo, antaño cruzado de la estabilidad y las cuentas claras –la venganza es un plato que se sirve frío, bien lo sabe el ahora comisario Mac Creevy, que sufrió, como ministro de hacienda de Irlanda, a un Solbes que encarnaba, entonces, los rigores a los que su propia palabra somete a los estados europeos-, el doctor, el técnico por todos respetado, ha de ceder el paso a una legión de indocumentados, comisarios políticos cuyo nivel de competencia ya es justito para un cargo municipal.

También sabemos que los territorios son el nuevo eje del no-modelo de Estado. Que queremos hacer un país en el que Cataluña y el País Vasco (entes con los que es verdaderamente difícil cruzarse por la calle) se sientan “cómodos”, aunque catalanes y vascos –por no decir el resto de los españoles- puedan no estarlo tanto. Las personas quedan, pues, preteridas.

Y, además, claro, la desfachatez y desvergüenza de los Leguina, Guerra y compañía. El ex vicepresidente del Gobierno se permite, todavía –después de concurrir con su voto afirmativo en el pleno sobre el malhadado estatuto de Cataluña- expresar sus temores sobre el posible desarrollo de los acontecimientos, en un foro mucho menos arriesgado cual es la revista que dirige. Así pues, no solo son desleales a su conciencia, a sus supuestas convicciones y a sus votantes (¿acaso no es ser desleal votar a favor de una norma desde la idea de que va a ser mala, muy mala para aquellos a los que uno se debe?) sino que, además, se permiten el lujo de no ocultarlo, de cachondearse del respetable que, dicho sea de paso, votación tras votación se ha hecho más que acreedor a que se le pierda el respeto, pero esto es otro asunto.

Finalmente, la salida de Bono y, en general la “remoción de obstáculos” saludada por Erkoreka y los partidos vascos de –ya se sabe- incuestionable compromiso con las libertades individuales, la democracia española y la estabilidad del Estados (el PNV, EA, Batasuna y demás). Dice Emilio Alonso, en el artículo citado, incisivo como suele ser, que no estamos más que ante un cambio de las marionetas por el dueño del teatrillo, que sale ahora a escena.

Rubalcaba es la viva encarnación de la política de ausencia de límites. Inteligente, mordaz, excelente orador y, que se sepa, sin freno ético alguno ni vaga noción de qué es una “raya roja”, más allá de las encuestas electorales. Con principios, Rubalcaba podría ser un excelente servidor del Estado, un hombre cuyos talentos darían grandes frutos al servicio de los ciudadanos, pero ha elegido ser un Talleyrand o un Fouché. Un tipo oscuro dispuesto a cumplir el mandato de su señor... sea éste el que sea y pida lo que pida.

Insisto. Bienvenida sea la transparencia. Todos sabemos de qué estamos hablando. LOE, reformas territoriales, política antiterrorista, política social, reformas judiciales... Mírese el cuadro con detenimiento y se reconocerá, a las claras, una organización política con vocación de PRI, que aspira a convertirse –en unión de sus brazos mediáticos- en un estado paralelo. Se operarán las reformas que sean necesarias hasta que la mimetización sea total. Hasta que sea imposible, realmente, cualquier clase de alternancia. La salida del Partido Socialista del aparato estatal deberá implicar la destrucción del estado mismo, la quiebra del sistema. Para ello, es necesario ocupar un espacio mucho mayor que el que, en lógica, corresponde al Gobierno y a la Administración. Es necesario el monopolio absoluto, al menos a efectos prácticos –siempre harán falta discrepantes- de todos los mecanismos por los que una sociedad respira.

Esa es su aspiración, y no otra. Ese es el viejo proyecto, el de toda la vida. Paradójicamente, ahora ya sin disimulos y medias tintas, porque el propio proyecto requiere abandonarlas. ¿Y esto es bueno? Pues, si pretendemos que esta sea una sociedad madura, sin duda lo es. Habrá quien prefiera no saber, continuar ligado a sus propios prejuicios y creer en el poder sanador de la palabra “izquierda”; esto es una decisión personal. Pero la posibilidad de conocer está ahí, para quien la quiera.

viernes, abril 07, 2006

ANTE LA ELECCIÓN ITALIANA

Aunque nuestras cuitas domésticas están muy interesantes para el análisis, la cita es este fin de semana en Italia, sin duda.

Creo que no exagero si digo que el tercer gran estado continental está inmerso en una crisis profunda. Da fe de ello el que el pueblo transalpino tenga ante sí una elección verdaderamente difícil. ¿Qué hacer cuando las alternativas son un Berlusconi que, hace tiempo que ya ha traspasado todos los límites de lo aceptable y una izquierda que no puede representar más que su propia obsolescencia? Cavaliere frente a Professore. Lo malo conocido frente... a lo malo conocido también.

Existen pocos ejemplos más claros de la brutal crisis de liderazgo que vive nuestra Europa. El sistema de partidos tradicional se encuentra inmerso en una situación de estancamiento, y a la vista está que pretendidas fórmulas de superación como la entrada de outsiders a través de formaciones de marcado carácter personalista, como Forza Italia, no son, necesariamente, la solución.

Con muy señaladas variantes y con excepciones –España, que tiene sus propios problemas, es, en parte, una de ellas (o un caso agravado, según se mire)- la enfermedad europea se manifiesta en todas partes. Una ciudadanía indolente, resistente al cambio e incapaz de aceptar la necesidad de una reforma profunda del modelo forma un círculo vicioso con partidos ultraburocratizados, mimetizados con el estado e incapaces de proporcionar soluciones al dilema. El terreno está, pues, abonado para los populismos.

El experimento Berlusconi está siendo costosísimo para Italia. La “nación milagro” de los sesenta, uno de los países más fascinantes del mundo en todos los sentidos, ha desaparecido del mapa. Acomodada en su opulenta posición –Italia sigue siendo, no se olvide, un miembro del G8 y una potencia económica de primer orden- y con muchos de sus pleitos internos sin resolver, la hermosa Italia languidece, oscurecida por su omnipresente primer ministro, que ha convertido la política nacional, como todos los populistas en un "o conmigo o contra mí" (inciso: esta es la verdadera naturaleza del populismo, la intolerable simplificación, la infantilización a la que somete a las sociedades en las que anida).

Ciertamente, Italia no se merece esto. Pero tampoco se merece un episodio más de ineficacia gubernamental, de los que ya ha tenido cientos. ¿Es Romano Prodi garantía de algo? Mediocre primer ministro y mediocre presidente de la Comisión, vuelve a probar fortuna. ¿La merece?

No, no hay respuesta fácil. ¿Qué hacer cuando la democracia nos conduce a semejantes cuellos de botella? ¿Cómo salir de este atolladero?

Esta es la cuestión. Romper el círculo vicioso que atenaza al continente europeo sin que ello suponga, por supuesto, el recurso a fórmulas extravagantes. Necesitamos el regreso de la política, de los verdaderos políticos. Pero sólo tenemos oportunistas natos que llevan años huyendo de la justicia, como Chirac –ese Saturno que no para de devorar a sus hijos, como tienen por costumbre los Presidentes de la República en Francia- campeones de la nada y la palabra vacua, como Zapatero o, simplemente, remedos patéticos de condottieri del tres al cuarto que, al final, resultan ser más histriones que otra cosa.

Quizá, claro, es mucho pedir. Es cierto que los pueblos tienen los políticos que se merecen, supongo. Los europeos quizá no merezcamos otra cosa, por nuestra incapacidad de producir nuestras propias soluciones. La respuesta ha de venir de una sociedad civil que tampoco parece tener ni la capacidad ni el interés para reaccionar. El modelo para construir una sociedad dinámica no tiene por qué ser único, pero lo cierto es que la resistencia al cambio no conduce a nada salvo quizá, ya digo, a que los charlatanes y los que prometen soluciones mágicas encuentren el terreno abonado.

Este fin de semana nos espera, me temo, otro episodio de desgana, otro gesto de resignación. Gane quien gane.

martes, abril 04, 2006

EL PP ANTE EL REFERÉNDUM

Penúltima bronca Piqué-Vidal Quadras o, lo que es igual, nuevo episodio de la crisis de identidad del PP catalán, que busca su sitio bajo el sol.

En realidad, lo que se ventila es, más bien, cómo encajar la pieza catalana en un discurso nacional que parte de una premisa: ha de ser único para todo el país. Es verdad que esto hace del PP una muy rara avis en estos tiempos, porque ya no parece quedar otra formación que se autoimponga semejantes sacrificios, pero parece evidente que, como premisa, no es discutible. Sería absurdo que el Partido Popular abandonara el rol que otros, tan graciosamente, le están cediendo: el de único partido político nacional y plenamente constitucionalista.

No hay respuesta fácil, probablemente. Se entiende la postura de Piqué, que quiere sobrevivir en el complicado panorama político catalán, que no le deja un sitio claro, por no decir que no le deja ninguno. Ahora bien, me temo que el inteligente ex ministro comete un error, y un error grave. Precisamente porque no parece haber entendido bien cuáles son las coordenadas del debate.

Piqué busca, ya digo, acomodar al PP en el panorama de la política catalana, de buscarle un sitio en el esquema de fuerzas vigente. En realidad, temo que eso no sea posible en el medio plazo. La verdadera apuesta del PP no ha de ser integrarse en el panorama, sino romperlo, alterarlo por completo. Es claro que se trata de un papel extremadamente incómodo, puesto que se trata, ni más ni menos, que de romper la paz del oasis, pero va en ello el interés de mucha gente, el PP incluido. Desengáñense el señor Piqué y quienes, como él, piensen que el PP tiene encaje. No lo tiene, y no lo tiene por construcción, porque el actual mapa político catalán –como, en general, el de toda España- no sólo se ha diseñado para no incluir al PP, sino contra el PP. El único cimiento de la alianza entre nacionalistas, socialistas y demás fauna es, precisamente, su odio visceral a la derecha o, dicho en términos menos agresivos, que un gobierno del PP les sería, a todos, casi igualmente desfavorable.

Vidal aboga, por el contrario, por una estrategia de abierta confrontación con las vigentes claves de la política catalana y española. Creo que está acertado. Me parece lo correcto, tanto por el interés de los ciudadanos de Cataluña y de España entera como por el del propio Partido Popular.

Estamos, de nuevo, en el dichoso debate sobre “el centro”, o la manía del Partido Popular –de ciertas facciones del PP, más bien- de situarse allí donde la izquierda les dice que deben estar. Cual si se tratara de entrar en una foto de familia y Polanco fuera el fotógrafo. Quienes siguen jugando al tacticismo, o concibiendo la política como una partida de ajedrez, harían bien en ir asumiendo la nueva realidad. De entrada, entendiendo que no merece la pena rendir servicios a quien ya ha demostrado sobradamente que no los paga (inciso: ¿por qué tantos españoles, del Rey abajo, han desplegado tantos esfuerzos en complacer a quien ya ha dado tantas muestras de que tiene intereses, pero no afectos?). Pero, sobre todo, entendiendo que el mapa político español ha sufrido una sacudida –la ruptura del consenso del 78, que es intencional, que nadie esconde y que, por añadidura, figura negro sobre blanco en el pacto del Tinell, entre otras fuentes- que hace inútiles todas las cartas de marear levantadas hasta ahora. Así pues, el centro... ¿de qué? Pero si el centro lo definen los otros, y ya le han dicho al PP que no cabe, es más, que, si cupiera, dejaría de ser el centro (pobrecillos, los peperos, que han quedado atrapados en el trasunto político del principio de inteterminación).

Vidal propone lo que otros hemos pedido ya, es decir, que el PP sea audaz y se presente a las elecciones con una propuesta de reforma de la Constitución. No creo que sus votantes vayan a salir despavoridos por esto. Todos sabemos que la viabilidad posterior de una reforma constitucional dependerá de muchos avatares pero, por lo menos, sabríamos dónde está cada uno. Si esta es la premisa mayor, se sigue que la estrategia en el referéndum estatutario no puede ser sino un apoyo al “no” más rotundo.

Insisto, no creo que nadie vaya a asustarse. La condición necesaria es que se despliegue la necesaria pedagogía. No se trata tanto de introducir tibieza en el apoyo al “no” como en explicar cumplidamente las razones tras esa postura, que son muchas y muy buenas. La radicalidad de las ideas es perfectamente compatible con la exposición serena de las mismas, con la presentación clara de su racionalidad lo que, dicho sea de paso, establecería también una importante diferencia con los socialistas.

Que el PP nunca ha cosechado resultados excelentes en Cataluña ya lo sabemos. Que los mejores los obtuvo cuando expuso, a las claras, su discurso, también. Algunos pensamos que el estatuto de Cataluña es un bodrio legislativo y políticamente una desdicha, y eso es lo que Mariano Rajoy vino a decir la semana pasada en el hemiciclo. ¿Cómo entender, entonces, que a la hora de dar la batalla allí donde realmente es más necesario, el PP recule? Porque si el estatuto es malo para los ciudadanos españoles, en general, quienes lo van a padecer más que nadie son los catalanes. No somos los demás los que tendremos que soportar a los CAC y demás instituciones siniestras. No somos los demás los que compartimos el aire con los nazis que pretendían reventar, no hace mucho, un acto en la Rovira i Virgili.

Boadella, Arcadi y compañía están partiéndose la cara –si por algunos fuera, literalmente- por defender a quienes no se sienten representados por Piqué. Es verdad que mucha de esa gente es, de natural, votante de izquierdas. Pero, al menos coyunturalmente, hay una conjunción de intereses. El Partido Popular puede, como mínimo, apoyar el tremendo esfuerzo de explicación que están haciendo otros, a riesgo de su prestigio y de su bienestar, de su reconocimiento social.

Las llamadas a la moderación, o son una imbecilidad –por obvias, porque educado hay que ser siempre, al menos siempre que se solicite de alguien que deposite un voto en una urna- o esconden una tibieza inaceptable. No aceptable, ya digo, desde la perspectiva ciudadana. No está el horno para bollos, la magnitud del desafío es descomunal. Nos estamos jugando el sistema político, la España de los próximos veinte años.

Pero tampoco aceptable, por inconveniente, para una organización política que tiene la nada exótica pretensión de sobrevivir y que, para hacerlo, no puede integrarse en el medio existente, sino que ha de intentar cambiarlo. Así que, quien sea incapaz de manejar conceptos algo más elevados, al menos podrá entender que este es un asunto muy personal.

lunes, abril 03, 2006

LAS RAÍCES DEL DISENSO

En su epístola dominical de ayer, Pedro Jota ponía el dedo en la llaga del porqué de la incompatibilidad profunda entre el Partido Popular y el PSOE en estos momentos. Tal y como algunos venimos sosteniendo, el disenso no tiene nada de coyuntural sino que, muy al contrario, tiene caracteres estructurales. De ello se extraen, obviamente, consecuencias, muchas de ellas preocupantes.

El sustancial cambio operado en las filas de la izquierda, el definitivo sucumbir del socialismo al zapaterismo –perfectamente escenificado la semana pasada por la cruel votación nominal del estatuto de Cataluña- ha abierto una sima entre los dos grandes partidos españoles. No es ya que discrepen en una miríada de aspectos concretos, tengan estrategias divergentes o, incluso, principios políticos contrapuestos. Es que no comparten, ni mucho menos, una misma noción de la política.

La tendencia a minusvalorar a José Luis Rodríguez Zapatero se da en propios y extraños. Así, mientras unos le niegan el pan y la sal, tratándole de nulidad absoluta, de simple accidente histórico, otros destacan como virtudes, precisamente, los aspectos más fútiles de su perfil, o los más frívolos. Gráficamente, mientras unos le consideran un negado, otros le consideran “un buen tío”. Es, por otra parte, un resultado plenamente lógico de su política de imagen. Pero no le hace justicia.

Perdidos en el detalle, o en la anécdota, no terminamos de ver la revolución que este hombre está representando en el socialismo español y el hecho de que su paso por la Secretaría General tendrá, con toda probabilidad, consecuencias a muy largo plazo.

Con Zapatero se ha instalado en el socialismo una visión nihilista, puramente accidentalista de la vida y de la política que convendría no confundir con otras especies próximas pero bien diferentes, como el pragmatismo o el oportunismo.

El pragmático –o el oportunista, según el contexto- es un político que, muchas veces con buen juicio, se muestra presto a la renuncia, en todo o en parte, a los ideales propios, a las ideas propias, en pos de consensos, acuerdos o, simplemente, en pos de lo posible. Aunque, ya digo, las fronteras entre los comportamientos loables y los criticables son, en este terreno, difusas, esto no es malo per se. Ahora bien, estar dispuesto a renunciar, en parte, a la propia concepción del mundo no significa que esa concepción sea una no-concepción, una no-idea un no-principio.

No existen, me temo, ninguna clase de “rayas rojas” en el imaginario político de nuestro Presidente del Gobierno. Todo apunta a que carece por completo de un mapa de lo aceptable y lo no aceptable. Las fronteras, si acaso, las marca el ámbito de lo posible. La diferencia, ya digo, con el pragmático es que, mientras que para éste el resultado deriva de la combinación de elementos coyunturales –lo que en cada momento se pueda- con elementos dados a priori –los propios principios, que pueden, sí, ser “flexibles” hasta la indecencia- el posibilismo es, en el caso que nos ocupa, el elemento único de definición, sin otros elementos que sirvan de contrapeso.

El mero hecho de poder existir, de poder ser, ya convierte cualquier cosa en aceptable, en válida, en una solución. Esto del “como sea”, tan ridiculizado, tiene, me temo, mucha más trascendencia de lo que parece.

Este accidentalismo a ultranza contrasta vivamente con el planteamiento del PP, que sigue siendo un “partido político del siglo XX”. Una auténtica antigualla, desde la perspectiva zetapera. Una organización que pretende –al menos sobre el papel- seguir desarrollando un discurso al modo cartesiano, tradicional, esto es, partiendo de unos principios básicos de los que, por no contradicción, deberían derivarse los planteamientos políticos concretos. Al menos, como aspiración.

Rajoy y compañía parecen no darse cuenta de que pedirle a nuestro hombre, por ejemplo, un “modelo de Estado”, es un verdadero sinsentido. ¿Qué es un modelo para alguien que no ya considera innecesaria tal cosa sino que entiende que su ausencia es algo virtuoso? Rajoy y compañía –como mucha otra gente en el propio PSOE- hablan un lenguaje intraducible al idioma de la política socialista contemporánea.

Como hemos comentado en otras ocasiones, muchos votantes de izquierda se mueven en el dilema aceptación-rechazo, sin más. No cabe la comprensión, porque tampoco ellos se encuentran intelectualmente bien equipados. Tampoco ellos hablan el lenguaje político contemporáneo. Son del siglo XX, como el PP. Piensan distinto, pero del mismo modo.

Estas son las raíces del disenso. Un cambio profundo en todas las claves del discurso, de manera tal que nada tiene ya por qué significar lo que ha significado siempre. Estamos ante un cambio de los fundamentos mismos de la política, que se convierte en una especie de dinámica caótica, en la que forma y fondo se disuelven hasta perder todo sentido.

En la que las preguntas bien pueden no tener respuesta y las palabras carecer de todo significado preciso.

domingo, abril 02, 2006

¿MEJOR CUANTO MÁS AUTOGOBIERNO?

En mi artículo de ayer –que, por cierto, compartía título con otro de Carmelo Jordá en Hispalibertas, y les aseguro que no fue planeado- tomaba el caso marbellí como excusa para, una vez más, poner en cuestión la máxima de “mejor cuanto más autogobierno”.

No es la primera vez que planteo mis dudas sobre esta cuestión, y no soy el único que duda al respecto. No obstante, considero que el tema es suficientemente interesante como para volver sobre él las veces que haga falta. Un comentarista mostraba ayer su discrepancia respecto a mi objeción e, incluso, recordaba que, desde un punto de vista liberal, puede ser interesante un mundo de microestados. Esta última idea me es también familiar, y quisiera abordarla siquiera de pasada.

Esto de “mejor cuanto más autogobierno” ha arraigado fuertemente en la neodogmática predicada por los ayatolás e inquisidores de lo políticamente correcto. Dudar de ello es pecado y, por tanto, suele conllevar quedar anatematizado como “enemigo de la España plural”, cuando no antidemócrata, sin más. Obviamente, poco tiene que ver una cosa con la otra, y quienes así piensan tampoco son proclives a razonarlo en exceso, así que no merece la pena extenderse sobre ello. El pluralismo o su ausencia son hechos sociales y culturales que podrán tener múltiples traducciones políticas y administrativas: Francia es una república unitaria poco descentralizada, pero no culturalmente monolítica, ni mucho menos; por el contrario, los Estados Unidos son un estado federal, pese a que existen, probablemente, menos diferencias entre un californiano y un neoyorquino (suponiendo que existan ambas cosas) que entre un bretón y un corso.

Un mínimo espíritu crítico exige que, cuando menos, para ser aceptada, la fórmula de “mejor cuanto más autogobierno” quede demostrada. Como simple petición de principio, merece ser rechazada.

Pues bien, yo, como otra mucha gente mucho más solvente que yo, sostengo que dicha fórmula está lejos de ser demostrada, sobre todo con carácter general. Aun admitiendo como válido que cierta descentralización –desconcentracion, al menos- es buena, existen límites a ese tipo de proceso, límites que estados como España –probablemente el único estado del mundo que continúa inmerso en un proceso de descentralización tras haber alcanzado, hace tiempo, cotas que, en el resto del mundo, están conllevando replanteamientos profundos del tema- se han rebasado hace tiempo.

En realidad, un entendimiento cabal de la cuestión exige precisar los puntos de partida, de manera tal que la verdad o falsedad del aserto quedará muy predeterminada por la perspectiva. Personalmente, parto de que toda, absolutamente toda, estructura político-administrativa tiene como único norte posible una más plena realización de los derechos del individuo y de los principios de libertad, igualdad y propiedad. Desde este punto de vista, existirá (o, al menos, en teoría, podrá existir) un cierto óptimo de descentralización.

La cercanía de la administración al ciudadano conlleva dos ventajas: una mayor comodidad en la relación –dada, entre otras cosas, por la simple proximidad física- y, esto ya más en teoría, un mejor conocimiento, por parte del administrador, de las necesidades del administrado. Pero la práctica diaria nos muestra que esa misma cercanía tiene también los nada desdeñables inconvenientes derivados de la pérdida de perspectiva. De manera sólo aparentemente paradójica, cuanto más próximas son las instituciones, menos funcionan los controles democráticos. Es imposible reproducir con toda su eficiencia, a varios niveles, un mismo aparato de controles y equilibrios. Uno puede, sin mayores problemas, montar diecisiete, o veinte, o cincuenta administraciones de juguete, con sus parlamentarios (otra cosa es que la cosa salga como sale: recuérdense la vergonzosa exhibición de indigencia mental que todos pudimos ver con ocasión de la crisis de la Asamblea de Madrid –la primera vez que muchos pudimos constatar el nivel de nuestros diputados- u otros señeros precedentes; la España más cañí anida hoy en los parlamentos autonómicos, incluidos los tenidos por más chic, de esto no hay duda) y demás. Pero no es posible reproducir un panorama de medios de comunicación, por ejemplo, que tienen que vivir de una audiencia mínima.

Por otra parte, desde un punto de vista más conceptual, existen materias que, por su naturaleza, no deberían descentralizarse jamás, porque afectan al núcleo básico del estatuto jurídico del ciudadano, por ejemplo: los derechos reconocidos y garantizados, las materias con impacto en la unidad de mercado, el currículo educativo –punto crítico de la igualdad de oportunidades- y, por supuesto, la administración de justicia. No hay estado en el mundo que admita la pluralidad de ordenamientos jurídicos –siempre existen elementos de cierre unitarios-, porque aunque la idea del estado como ordenamiento personificado no está exenta de exageración, tiene un poso de verdad. Es absolutamente crítico que, en última instancia al menos, el ciudadano pueda siempre aspirar a que su caso sea visto desde la más rigurosa igualdad ante la ley, e interpretado conforme a directrices unificadas, esté donde esté.

Ya digo, todo esto vale en tanto se conciba la Nación como un agregado de ciudadanos sujetos a un mismo pacto constitucional, iguales en derechos y deberes. Agregado que es único por definición, y cuya unicidad puede quedar rota por la dispersión de entes administrativos, tanto más si éstos están dotados de capacidad política.

Naturalmente, la perspectiva cambia, y cambia del todo, si, en lugar de partir de la concepción de la Nación como un agregado de personas, partimos de la idea de la Nación (¿?) como agregado de territorios. Entonces, sí, puede que exista una validez plena del aserto de “mejor cuanto más autogobierno”, en la medida en que esa idea se convierte en el equivalente de la máxima liberal que dice que el mejor estado es el que menos recorta las libertades individuales. Es un problema, claro, de cuál es el sujeto relevante.

A menudo, los “pluralistas” suelen exigirnos a quienes, supuestamente, no lo somos, que “reconozcamos de una vez” que no estamos muy en sintonía con el estado autonómico. Pues bien, por mi parte, pediría a todos esos “pluralistas” que se atrevan de una vez a reconocer que el ciudadano ha dejado de ser el núcleo de sus preocupaciones –si lo fue alguna vez- y que se han convertido a la nueva fe de los territorios. Si planteamos abiertamente cuáles son los principios básicos de cada uno, quizá podamos aspirar a entendernos. Entonces, sí, estaré dispuesto a reconocer que para ellos tiene pleno sentido lo de “mejor cuanto más autogobierno”. Hoy por hoy, este entusiasmo descentralizante de algunos sigue produciéndome perplejidad, quizá porque tienen la pretensión, lógicamente poco sólida, de decir que nada ha cambiado en sus planteamientos de base.

Ahora, extendámonos un poco sobre las querellas entre liberales...

Hay quien, desde una perspectiva liberal defiende no tanto la idea de “mejor cuanto más autogobierno” como la idea de “estado, mejor cuanto más pequeño”. Así, hay quien piensa no sólo que España debería saltar por los aires, y cuanto antes, sino que el mundo debería estar compuesto por una red de microestados, en número cuanto mayor, mejor. Estos estados, además, entrarían en competencia, lo que sólo puede, como individuos, beneficiarnos.

Ciertamente, si uno parte de la muy cabal idea de que el gobierno –el estado, la organización, todo lo supraindividual, para entendernos- es un mal, necesario (ya sé que hay quien objeta incluso esto) pero mal, pues mejor cuanto más pequeño. Parece de cajón.

Pero me temo que no lo es. Al menos para ciertos liberales, entre los que me cuento, estado mínimo no es sinónimo de estado pequeño –en cuanto a extensión, número de habitantes...-, ni mucho menos. Algunos partimos de que el estado tiene funciones, y funciones muy relevantes, que debe estar en condiciones de cumplir. Estados que no puedan ser fácilmente capturados por los cuerpos intermedios o por asociaciones que, voluntarias o no, se interponen entre el individuo y el aparato estatal.

A menudo se citan los pequeños estados europeos como paradigma del buen funcionamiento frente a los mastodontes fracasados, corruptos y liberticidas que, de hecho, cubren la mayor parte del territorio emergido y las aguas jurisdiccionales (ni a las algas dejan en paz). Pero son ejemplos interesados. El Canadá es un estado extensísimo, y los Estados Unidos una república enorme y muy poblada, y cualquiera de los dos es un paraíso de la libertad individual comparado con las satrapías del Golfo Pérsico –pequeñas, teocráticas y al servicio de unas cuantas familias- o un paradigma de higiene, transparencia y buenas prácticas si se les compara con el Mónaco de los Grimaldi, o con alguna comunidad autónoma española.

A mi juicio, quienes abogan por la reducción del tamaño del estado hasta límites muy bajos realizan una operación mental muy propia del análisis económico, consistente en suponer que todas las variables permanecen constantes, salvo el tamaño. Me temo que esto es un error.

Una Cataluña, un País Vasco, una Andalucía independientes, probablemente, verían un refuerzo, si cabe, de sus redes clientelares. La calidad de la democracia y el estado de derecho no sólo no tendería a aumentar, sino a disminuir. Un país donde “nos conocemos todos”. Hay quien tiende a notar ahí el calor del hogar. A mí me hiela la sangre, la verdad.

sábado, abril 01, 2006

MARBELLA COMO SÍNTOMA

El esperpento marbellí de los últimos días muestra bastante a las claras que la obra de Santiago Segura merece ser reclasificada por los historiadores del cine. Hay que pasarla de “comedia intrascendente” a “hiperrealismo español”.

Si no estuviéramos hablando de algo tan serio, que cuesta un dineral al expoliado contribuyente, los entusiastas de Torrente tendrían algo con lo que entretenerse entre estreno y estreno de las aventuras del casposo policía.

El espíritu del malogrado Jesús Gil (q.e.p.d) sobrevuela la capital de la Costa del Sol, se conoce, y de ahí el inconfundible toque de horterada supina, ordinariez galopante y, en fin, cutrerío que rodea todo esto. En lugar de tramas ingeniosas y plenas de maldad, en lugar de robos de guante blanco, nos encontramos con una patulea que haría las delicias de Woody Allen, o de Luis Carandell. Tipos con pinta de mafioso de tebeo en las concejalías, tipas con los morros asalchichados por cirujanos plásticos de medio pelo, grifos de oro, cagaderos de mármol de Carrara y caballos purasangre por todos lados.

Nada de complejísimos vericuetos trufados de paraísos fiscales y personas interpuestas, ideados por despachos de abogados rimbombantes de la Quinta Avenida. Nada de blindajes jurídicos de estos que extenúan al fiscal y le obligan a pedir la excedencia a media instrucción. A lo basto. Es como lo del “¿lo quiere con IVA o sin IVA?”, como lo de llevarse las facturas de las comidas con los amigos para desgravar como comidas con clientes, pero a lo bestia.

Pero el caso es que este Celtiberian show en versión sureña es un problema muy serio. En sí mismo –porque deben haber dejado a la ciudad arruinada y porque las conductas son muy graves- y por lo que, una vez más, pone en evidencia.

Para el que lo quiera ver, ahí están –insisto, otra vez- las consecuencias de la ligazón entre mercado inmobiliario (suelo) y financiación de los ayuntamientos. Ocupados, como estamos, con las nuevas naciones, queda, de nuevo, pospuesta la gran asignatura pendiente de la transición: reformar el nivel local. El municipio presta, en España, multitud de servicios al ciudadano, que ha de financiar con recurso a un esquema de ingresos decimonónico, poco apto para producir la suficiencia necesaria. Por lógica, el mundo del suelo –a cuyo lado el potencial generador de renta de los tributos municipales palidece- se convierte en un camino inevitable.

Pero es un camino oscuro, nada transparente y, por tanto, que atrae a todas las variadas subespecies del golfo y el sinvergüenza patrios –trincones y sus industrias auxiliares, partidos políticos incluidos- cual boñiga calentita a la mosca del vinagre.

Y, otra vez, el dichoso “mejor cuanto más autogobierno”... Lo de Marbella viene sucediendo delante de las narices de España entera, claro, pero mucho más cerca del apéndice nasal de una Junta de Andalucía incapaz de disciplinar a la corporación. El régimen chavista –el de Sevilla, no el de Caracas- no ha cumplido con los deberes que le competen de promover la observancia de la ley en el municipio o, incluso, de instar la disolución de la Corporación. Es verdad que, en última instancia, es al Consejo de Ministros a quien corresponde decidir pero, ¿no quedamos en que es “mejor cuanto más cerca”, no quedamos en que nadie mejor que el Gobierno Autónomo para enterarse de que ocurre en su casa?

¿Se imaginan ustedes la que se lía si, de oficio, el Gobierno acuerda –y el Senado ratifica, como es preceptivo - disolver un ayuntamiento andaluz con el nada desdeñable argumento de que se ha convertido en el Patio de Monipodio? Item más, ¿imaginan lo propio pero referido a un ayuntamiento catalán, a la sazón gobernado, digamos, por alguna versión local de un bi, tri o cuatripartito? En todo caso, puestos a confiar en alguien, ¿quién creen ustedes que será más solícito a la hora de cumplir con su deber, el Presidente de la Comunidad Autónoma (a la sazón líder del partido de turno local y, posiblemente, conocedor, o incluso amigo de alguno de los afectados) o el Consejo de Ministros, para el que el asunto es simplemente un punto de orden del día?

El caso marbellí es, probablemente, el exacerbo de conductas que son comunes en otros muchos municipios españoles, en los que se perpetran actos similares, al abrigo de un anonimato que otros llaman “cercanía al ciudadano”.

Falta un análisis en profundidad de la situación del régimen local en España empezando, quizá, por la discusión de si más de siete mil municipios –la inmensa mayoría muy pequeños- son la planta óptima para que se pueda dar cauce adecuado a las expectativas de la ciudadanía en nuestro siglo. Los ayuntamientos de 2006 no son los de la época de Javier de Burgos, y no estaría de más preguntarse cómo son y, sobre todo, cómo deben ser. No deja de ser curioso que en esta España en la que nos desvivimos por tanto ente que resulta ser un bulto sospechoso, la única institución verdaderamente “natural” –formada por agrupación más o menos espontánea-, la más antigua de todas, más antigua que cualquier otra agrupación intermedia y no digamos que el estado mismo (ahí están, para dar fe, la Cádiz tres veces milenaria, o los cientos y cientos de villas y ciudades españolas más viejas que los propios conceptos políticos usuales) y puede que la más querida por muchos españoles, esté tan dejada de la mano de Dios.

Falta, también, un análisis a fondo de la solvencia de nuestros medios de disciplina y vigilancia. Falta que paremos de una maldita vez este perpetuum mobile en el que se ha convertido la estructura territorial de nuestro país para empezar a preguntarnos si, realmente, sirve para algo, mucho o poco, y qué se puede hacer para mejorarlo, más allá de frases hechas no contrastadas por nadie como la citada y recurrente del “mejor cuanto más autogobierno”.