FERBLOG

miércoles, marzo 29, 2006

NO A LOS APRIORISMOS

Contesta Fernando Savater en una entrevista con los lectores de El País:

[...] Ahora, sin atentados y (supongo) sin kale borroka, los no nacionalistas debemos empezar a recuperar en todos los planos el espacio público en el País Vasco. Debemos hacernos visibles en la calle y audibles en todas partes. En eso se probará que el "alto el fuego" es real y no un subterfugio de los gángsters para sacar tajada.

Y también, a otra pregunta:

[...] Yo creo que a la democracia en el Pais Vasco no le falta nada, es decir, tiene parlamento, hacienda, enseñanza...sólo le sobra la amenaza totalitaria y el terrorismo.

Las respuestas del filósofo me hacen pensar sobre dos ideas, repetidas últimamente en muchos foros, por personas de muy diversa procedencia ideológica.
La primera es la de que los nacionalistas “están ahí, son una realidad que no puede ignorarse”. Seguro que a muchos de ustedes les habrán espetado algo así alguna vez, con mejor o peor intención, indicándoles que el “inmovilismo” es una mala política porque parte de una negación de la realidad. La política de Aznar, por ejemplo, sería una buena muestra de esa negación de lo que existe (en realidad, es falaz que la política de Aznar partiera de una ignorancia de que el nacionalismo es un dato fundamental en nuestro panorama, sino que, más bien, propugnaba una manera de tratar con él bien diferente de la de los treinta años precedentes – esto es, partía de que existe y “está ahí”, pero de esto no se derivan necesariamente las consecuencias que siempre se ha querido extraer).

Pues bien, no oigo, u oigo con mucha menos frecuencia, que se reclame también del nacionalismo esa “aceptación de la realidad”. En Euskadi, en Cataluña, en Galicia, los no nacionalistas existen, y no son pocos, precisamente. Suficientes como para que las constantes llamadas al reconocimiento de la pluralidad constitutiva de España tengan un sentido incluso mayor en las regiones en cuestión. Si España tiene un problema de distintas sensibilidades o distintas identidades nacionales –que nadie niega que debe gestionarse de manera adecuada (¿qué tal a través del vigente sistema autonómico?)- esos problemas, al cambiar a la escala catalana o vasca se agigantan hasta proporciones descomunales. ¿Es casualidad que sean Cataluña y el País Vasco las regiones españolas con el parlamento autonómico más atomizado?

¿Se aceptará que los no nacionalistas reclamen también su parte del espacio público? Porque no son, ni mucho menos, una anécdota, pese a que, a base de repetir lo mismo una y mil veces, hayamos terminado por verles poco menos que como outsiders, como rarezas, como extraños en su propia tierra. No son ninguna minoría, como prueba el que, cuando alzan la voz, el establishment oficial reacciona con virulencia. El caso Ciutadans de Cataluya es paradigmático, véase, si no, la catarata de insultos con la que han sido recibidos por el mero hecho de pretender poner cara y ojos a las ideas de mucha gente insatisfecha con los que deberían ser sus representantes, que tienden a hacer como que no existen.

La segunda cuestión es la del “déficit democrático”. Como bien dice Míkel Buesa, la primera víctima de este furor por las mesas que vive el País Vasco es la democracia tal como la entiende el resto del Mundo. Porque ¿existe alguna mesa más representativa que el Parlamento de Vitoria?

El comunicado de ETA sobre su alto el fuego es vergonzoso de principio a fin, pero llega al exacerbo cuando los encapuchados con boina –algo increíble, por cierto- se permiten el lujo de, negando toda legitimidad al órgano elegido por el pueblo al que dicen representar, dan sus condiciones para el inicio de un proceso “verdaderamente” democrático.

El mundo etarra, como el mundo nacionalista en general, no considera democrático ningún proceso que no controle, ni ningún parlamento, se conoce, en el que no ostente mayoría aplastante. Porque lo cierto es que los que pretenden definir el futuro de Euskadi, ni en sus mejores tiempos representaron a más del doce por ciento de la población. ¿Es todo el mundo consciente de lo que la aceptación de estas condiciones implica?

Savater, una vez más, pone el dedo en la llaga. También lo hace cuando dice que el “problema vasco” es el nacionalismo totalitario, del mismo modo que el “problema judío” era Hitler. Savater, como persona inteligente que es, se niega a aceptar, de entrada, los términos de un discurso que, por sí mismo, es media partida. Ojalá otros hicieran lo mismo.

Postdata: este es el artículo número 400 que se publica en esta bitácora. Gracias a todos mis lectores por tener la paciencia de leerlo, éste y los 399 anteriores. (Ya sé que 400 no es una cifra especial, cualquier excusa es buena para dar las gracias, ¿no?)

martes, marzo 28, 2006

TRAMPAS DEL LENGUAJE

“Heterólogo” es el adjetivo que no puede calificarse a sí mismo. Por eso, una vieja paradoja es la que dice: “si heterólogo es heterólogo, no es heterólogo”. La aporía, la trampa lógica está en los conceptos de uso y mención. El término “heterólogo” en la frase anterior es, al tiempo, usado y mencionado (en rigor, debí entrecomillar el primer “heterólogo”, con lo que la paradoja persistiría, pero atenuada). Induce a error, porque aparece en la misma frase en planos totalmente distintos.

Las paradojas son ambiguas. Nos causan perplejidad y cierto placer, porque son chocantes. En este sentido, estimulan nuestra capacidad intelectual, nos invitan a reflexionar más allá de la apariencia y a escrutar la estructura profunda de la frase. Al tiempo, empero, nos muestran su faz más terrible: la infinita capacidad de confusión que las palabras atesoran.

¿Queremos la paz? Qué pregunta tan estúpida. Por supuesto que sí. ¿Quién no quiere la paz? La duda ofende.

Y porque la duda ofende, mucha gente se achantará en el futuro próximo cada vez que, a la primera crítica, alguien espete: ¿qué pasa, que no quieres la paz? O, directamente, sentencie “a ti lo que te pasa es que no quieres la paz”. De este modo, “la paz” termina convertida en una especie de arma arrojadiza, un punto para cerrar bocas.

Pero hay trampa. Hay trampa porque la palabra “paz”, en la frase anterior no denota “la Paz” sino “una paz”. No la paz como concepto abstracto –el estado de ausencia de guerra- sino algo muy concreto. Nótese que la frase cambia completamente de sentido si, con menos malicia pero con más honradez, reformulamos la pregunta de este modo: ¿qué pasa, que no quieres esta paz?

Quien formule la pregunta de esta guisa ya no podrá envalentonarse tanto, porque es posible que el interlocutor le conteste: ¿y cómo es esa paz? Porque si ya no es “la paz” sino “una” paz, (“esta”, para ser más exactos) no hay por qué suponerle ninguno de los atributos que, a priori, corresponden al concepto abstracto. Antes de que te diga si quiero esa paz o no la quiero, si me gusta o no me gusta, tendrás que describírmela.

Me imagino que a eso ha ido Rajoy a la Moncloa. A que le describan cómo es esta paz, desde la seguridad de que estamos hablando de una paz bien concreta. Para recabar su apoyo a “la paz” ni es necesario llamarle ni hace falta que vaya a ningún sitio.

Por supuesto que todos queremos la paz. Mejor dicho, todos queremos alguna paz, incluso puede que haya quien se conforme con cualquier paz. Lo que, a estas horas, nos corroe es la duda de cómo será.

Intuimos, claro, que no será una paz con justicia. Porque –aunque ahora pretendan convencernos de lo contrario, aunque haya gente suficientemente ridícula e indecente como para insistir en lo de las “dos partes” y lo del “conflicto”- la única paz justa sería la que se derivaría de la derrota total, sin paliativos y en todos los frentes del terrorismo, incluyendo todas, absolutamente todas, sus ramificaciones. Es tal la desproporción de afrentas que no cabe otra solución. La duda se centra en cómo de injusta ha de ser la solución final.

La injusticia compra tiempo. Así de sencillo. Cuanto más seamos capaces de renunciar a nuestro derecho, antes lograremos poner fin a esto. Bien, ¿cuál es, pues, la razón de intercambio? No he oído a nadie plantear la cuestión en estos términos, quizá porque son muy crudos cuando “tiempo” significa muertos, humillados, extorsionados... Pero es esto de lo que estamos hablando.

Así pues, de “la paz”, con sólo cambiar de enfoque, llegamos a “negociación con rehenes”. Porque de eso se trata, de que el chantajista libere a sus rehenes por un precio razonable. Fíjense como, de una suerte de ballet diplomático, llegamos a algo mucho más prosaico.

Porque cuando uno negocia tratados de paz, puede hasta sacar pecho. Cuando negocia con chantajistas, sólo puede sentir un cierto alivio si las cosas salen bien... y lavarse con lejía cuando llegue a casa. Cosas del lenguaje.

lunes, marzo 27, 2006

A PROPÓSITO DE LA IRREVERSIBILIDAD

Suele decirse que la democracia es, por definición, el régimen en el que toda decisión es reversible. Y es cierto que, desde un punto de vista procedimental, es así. Quienes afirmamos que la mayoría surgida del 14M está introduciendo cambios en nuestro sistema político que pueden ser irreversibles venimos, por tanto, obligados a explicar esta paradoja –toda vez que no podemos cuestionar que el sistema haya dejado de ser democrático, al menos en cuanto al proceso-.

Es verdad, ya digo, que, formalmente al menos, no existe situación alguna no susceptible de ser cambiada en democracia. Mayoría quita mayoría, y lo que una mayoría hace, otra –simple, reforzada o como quiera que exijan las normas en cada materia- lo puede cambiar. Por tanto, sí, irreversibilidad y democracia serían mutuamente excluyentes.

Pero conviene no confundir democracia y aritmética, porque no son lo mismo. O, si se prefiere, no es bueno perder de vista dónde termina el derecho y dónde empieza la política. Incluso, dónde acaba el derecho y dónde empieza la moral, que también cuenta. En afortunada expresión que he leído en estos días, la pérdida de referencias puede conducirnos, fácilmente, al delirio kelseniano. Al mundo de la aritmética pura y la normación por la normación, en el que unas normas reciben su validez de otras. Sistemas que, por sí mismos, son incapaces de impedir sucesos como los de la Alemania del 33. Las normas en sí –y, por supuesto, las reglas del juego democrático entre ellas- son moralmente neutrales. Ya dijo el propio Kelsen, a propósito de la Justicia que, sin negar el máximo interés al debate sobre la misma, no era algo que se pudiera analizar desde dentro del derecho. Las normas no son justas o injustas per se, sino en función de un conjunto de valores, de una ética pública, exterior y anterior a las normas mismas.

En la realidad política y social sí existen cosas que son, si no irreversibles –por aquello de la esencial limitación de toda obra humana que, buena o mala, casa muy mal con los absolutos- sí muy complejas de revertir. Aunque sólo sea por el enorme coste que, en muchas ocasiones, tiene el dar marcha atrás. Todos sabemos, por ejemplo, que es formalmente posible revertir el proceso autonómico en España. Basta formar en torno a la idea una mayoría suficiente, y el estado podría asemejarse a la República Francesa. Pero todos sabemos, también, que semejante cosa no es viable, aunque sólo sea por poco sensata, porque la historia no se desanda, simplemente.

Esta irreversibilidad de facto –ya digo, no las hay de iure- es la que abona la necesidad del consenso, o el empleo de métodos extraordinarios para avalar ciertas decisiones. La democracia procedimental tiene, debe tener, sus límites. En estos momentos, por ejemplo, la mayoría gobernante impulsa unos cambios que revisten esa irreversibilidad de hecho a la que acabo de referirme (que, recordemos, es sinónimo de vuelta atrás punto menos que imposible). Cambios que toda mayoría –so pena de iniciar un proceso poco cabal y de inciertas consecuencias- tendrá, forzosamente, que heredar, porque puede ser peor el remedio que la enfermedad, en caso contrario.

Los cambios que se operan son impecablemente democráticos desde el punto de vista procedimental, pero dejan mucho que desear desde el punto de vista de la democracia militante. Ya digo que habría dos remedios para subsanar esta deficiencia.

El primero, desde luego, es la procura de un consenso verdaderamente amplio. El que se requiera según las implicaciones del tema que se trate. Y cuando se trata de materias básicas de estado, ese consenso ha de incluir, necesariamente, a los dos grandes partidos nacionales.

Pero bien puede suceder que ese consenso sea imposible de lograr, sea por ineptitud del proponente, sea por mala fe de quien es invitado a sumarse, sea por cerrazón de ambos, sea por cualquier otra razón. Entonces, cabe otra alternativa, que es la consulta al cuerpo electoral, al poder dirimente del soberano.

Lo mejor que podría hacer José Luis Rodríguez Zapatero para acallar, de una vez por todas y para siempre, las dudas y poner freno a las objeciones que, día tras día, se le plantean desde páginas como ésta –y desde otras mucho más solventes y mejor informadas- es convocar unas elecciones anticipadas, exponiendo, negro sobre blanco, cuáles son sus planes de futuro para el país.

Las cosas que Rodríguez está haciendo exceden, con mucho, de los límites de un mandato ordinario. Porque abren un curso de acontecimientos sin vuelta atrás. Por eso, no debería aspirar a revalidar una mayoría, sin más, sino que debería plantear a los electores la disyuntiva real ante la que se les coloca.

Si se prefiere enfocar la cuestión desde otro ángulo, diríamos que toda representación es limitada. La amplitud del mandato concedido a los actuales diputados es inmensa, pero no carece de límites, en absoluto. La alteración de los elementos básicos del sistema, es decir, de un pacto rubricado por los titulares originarios de la soberanía, exige bien una mayoría aplastante, que permita sostener con fundamento la ficción de que, preguntado, el soberano hubiera dado su voto afirmativo (lo que sigue siendo un exceso, pero menor) o, mucho mejor aún, una consulta directa.

domingo, marzo 26, 2006

ORDEN EN EL CAOS

Jesús Cacho anda hoy francamente pesimista en su Rueda de la Fortuna. Tanto que da ya por finiquitado el régimen del 78, hecho que, según dice, dan por bueno incluso en Zarzuela.

Que a estas alturas ha partido el expreso de una reforma de calado en nuestro sistema político es complicado negarlo. El estatuto de Cataluña, si Dios o el Tribunal Constitucional no lo remedian, va a operar una mutación constitucional de gran alcance –de suerte que no será posible plantear una continuidad entre el antes y el después-. Y lo más grave es que sus efectos disruptivos no van a parar en su entrada en vigor. Si se me apura, esto es lo de menos. Lo verdaderamente importante serán las derivaciones. De entrada, claro, el futuro estatuto vasco –el de Guernica murió hace ya mucho-. Pero seguirán todos los demás, por una cuestión de imitación.

Operar mutaciones o reformas constitucionales, en sí, no es algo grave ni indeseable. Es más, son necesarias de cuando en cuando. Si el traje institucional se le queda pequeño a la realidad política y social subyacente, es el momento de cambiar.

Pero ello requiere tres condiciones, ninguna de las cuales se está cumpliendo, en España, en estos momentos.

La primera es, por supuesto, consenso. Una reforma de las líneas básicas del marco institucional ni puede ser nunca contra nadie ni prescindiendo de nadie. Son necesarios múltiples acuerdos transversales, que van más allá de pactos y votos, y más allá de los partidos políticos. El consenso ha de ser político y social.

La mejor fórmula para ello es, claro, respetar el procedimiento, y esto nos lleva a la segunda condición: la lógica. La única vía posible para operar con coherencia una transformación de alcance es hacerla de arriba hacia abajo, no a base de retales. El informe del Consejo de Estado, que duerme ya el sueño de los justos, daba las pautas, pautas ignoradas. Y el principio debe ser un mandato, un mandato electoral para un nuevo período constituyente.

Finalmente, la tercera condición es una conciencia real del destino final. Si el estado de derecho es, sobre todo, un marco, si la estabilidad es un valor que nadie desdeña, ¿cómo es posible este moverse por moverse?

Ya digo, ninguna de las tres condiciones se están cumpliendo y, por tanto, es verdad lo que denuncian Cacho y otros: hemos abandonado un consenso para entrar en una época de incertidumbre que nos conduciría no se sabe bien adónde. No sé si alguien tiene claro el final pero, si ese alguien existe, no se ha molestado en explicárnoslo. Pero no todos estamos igualmente perplejos, me temo.

En estas aguas procelosas, en esta mar encrespada, van con mucha ventaja quienes sí cuentan con una aguja de marear. Quienes sí tienen un plan prefijado y unas ideas claras –sensatas o no, esto es otro asunto-. Y esos son los nacionalistas, todos ellos.

Analícese la realidad española, tal como la describe Cacho –sólo estamos de acuerdo en que ya no estamos de acuerdo-, y se entenderá bien de dónde nacen los temores de Boadella y compañía. España va hacia su ruptura.

No es inevitable, supongo –aunque sí se va a requerir un montón de esfuerzos para enderezar el rumbo, en el supuesto de que alguien quiera hacerlo-, ni va a ser mañana, por supuesto –a buen seguro, ZP llegará a retirarse y aun a recibir su premio Nobel sin llevar sobre sí esa (¿pesada?) carga-, pero ceteris paribus, si las cosas siguen por los derroteros actuales, ocurrirá.

Ocurrirá porque es la única idea-fuerza sólida e identificable en nuestro panorama político. No es verdad que la deriva española sea puro caos. En ese caos es posible trazar un curso... hacia la disgregación. España es, hoy por hoy, un país cada vez más desunido. Algo así como un embrión en desarrollo en el que, poco a poco, van tomando forma los distintos órganos.

Hagan la prueba. Hace diez años, la tesis anterior hubiera sido recibida con un gesto de escepticismo. Aún hay, por supuesto, quien confía en que no ocurra porque “nadie quiere eso, en el fondo”. Y, a fecha de hoy, puede seguir siendo cierto. Pero no es muy juicioso seguir diciendo que es un imposible. Y, a buen seguro, el panorama en menos de una generación será diferente.

No se trata de dramatizar, ni mucho menos. Si el futuro previsible (o ya claramente posible) es o no deseable es asunto diferente. Personalmente, si llega a suceder, estoy convencido de que sucederá de manera pacífica y civilizada. Simplemente, hay que ser conscientes.

¿Dónde estamos? Ciertamente, ya no en el terreno de las certezas –si es que alguna vez lo estuvimos-. Pero, seamos sinceros, las cartas están marcadas. No es verdad que se haya repartido otra vez y las bazas anteriores no cuenten.

EL CARNÉ DE LIBERAL

El artículo que publiqué ayer, comentando otro de F.J. Laporta –con el que, conviene recordar, me manifestaba de acuerdo en líneas generales- suscitó una serie de comentarios, todos ellos muy respetables, que merece la pena glosar. Naturalmente, uno puede encontrar mi análisis del texto de Laporta más o menos acertado, pero no es esta la cuestión. Lo relevante es, como dice un comentarista, la tendencia de cierta gente a conceder o retirar patentes.

Entre mis lectores de izquierda –que los tengo, y me siento muy orgulloso y honrado por ello- que se animan a dejarme un comentario, pueden identificarse algunos grupos. Hay uno muy, muy minoritario, que, directamente, se desahoga, insulta y demás –ya digo que es raro afortunadamente, será porque esta bitácora no parece estar catalogada entre las más “agresivas” de la blogocosa liberal (otros compañeros lo llevan peor)-. Un segundo grupo es el que entra a comentar el fondo, o la forma de lo que digo, desde la discrepancia, es decir, me concede la dignidad de interlocutor y se aviene a establecer un diálogo conmigo. Por último, un tercer grupo es, ya digo, el de los repartidores de carnés. Los que, por ejemplo, me niegan la condición de liberal o de demócrata, porque no me comporto según unos determinados cánones (ayer mismo, un comentarista me expulsaba de las filas del liberalismo por usar el apelativo “descerebrada”, para referirme a “cierta izquierda”, decía el corresponsal que los liberales señeros jamás hubieran usado ese lenguaje – inciso: recomiendo a ese lector que tome nota de los lujos con los que Ortega se despachaba con respecto a ciertos personajes en la época de la República y, por favor, no se entienda esto con que uno pretenda compararse).

Sin ir más lejos –y por poner un ejemplo propio que podría apoyarse en unos cuantos cientos extraídos de las bitácoras afines-, en otro lugar (mi artículo en Hispalibertas), otro lector se permite dudar de mis convicciones democráticas porque sostengo, de manera algo hiperbólica, que el PP representa “a medio país”. Aun dando por bueno el argumento del comentarista, nótese que, si la exageración o la simple inexactitud aritmética (me dice, con razón, que el PP es “sólo” un 40 por cien del voto emitido) expulsaran del ámbito democrático, más de uno iría de ala. En rigor, se tratará de un cierto abuso del lenguaje pero, ¿es eso una mentira que permita poner en solfa mi adhesión a los principios más elementales? Más parece que algunos tienen siempre dispuesta el arma de grueso calibre, y hacen uso de ella a las primeras de cambio.

No deja de ser curioso que sea también recurrente, por parte de ciertos comentaristas, acusarnos de “ver la paja en el ojo ajeno, pero no la viga en el propio”. Al parecer yo, por el mero hecho de autoproclamarme liberal y ni tan siquiera cuestionarme mis convicciones democráticas, estoy obligado a un tipo de conducta que a casi nadie que no aparezca en Red Liberal o en otros medios similares le es exigible. La cosa no funciona a la inversa. A quien me llama, abiertamente, “facha” o se permite cuestionar mis compromisos democráticos sin mayor fundamentos, todo lo más, tendré que decirle que está errado, pero jamás poner en duda, a mi vez, sus propios valores.

Nadie está, ni mucho menos –empezando por quien esto escribe- libre de pecado, pero sí estoy convencido de que quien busque calidad en el análisis y racionalidad en los argumentos o, al menos, material del que uno pueda discrepar sin rebajarse, encontrará mucha más satisfacción en las bitácoras autodenominadas liberales que en las de signo opuesto. Al menos lo intentamos. Ya digo, lo que se dice se dirá con palabras más o menos afortunadas, según el buen escribir de cada uno, sin excluir que, en muchas ocasiones, el vocablo grueso esté bien traído y la ofensa nazca, más bien, de los propios prejuicios del lector, que tampoco puede cuidarse uno de todas las sensibilidades ajenas más allá de ciertos límites.

Porque, como bien decía ayer otro comentarista, anda muy desenfocado quien piense que esto es una cuestión de talante. Nuestro objetivo no es ser más o menos simpáticos o educados (que creo, sinceramente, que la mayor parte de las veces lo somos o, por lo menos, intentamos no ofender demasiado), sino analizar la realidad de acuerdo con el conjunto de convicciones de cada uno. El “test de liberalismo” no se pasa por comparación con Jiménez Losantos, sino por cómo están presentes una serie de principios que, al final, se resumen en uno: el individuo y sus libertades como medida de todas las cosas. Aspiramos, en suma, a que nuestros argumentos sean contradichos con otros argumentos. A sabiendas de que uno se mete en charcos, y contando siempre con una minoría a la que le gustaría que no existiéramos, directamente, no parece mucho pedir.

Pero no es eso lo que encontramos, o no lo encontramos con la deseable frecuencia. Encontramos un tribunal que, oída nuestra exposición, nos da o quita el carné de liberal, o incluso el de demócrata.

sábado, marzo 25, 2006

SER LIBERAL, SEGÚN F.J. LAPORTA

Un buen amigo me hace llegar un extenso artículo publicado en El País, el 18.03.06, con el llamativo título de “Ser Liberal”. Lo firma Francisco J. Laporta, catedrático de filosofía del derecho en la Universidad Autónoma de Madrid. Pueden consultar el artículo entero en este enlace, por ejemplo (cortesía de la bitácora “El Almendrón”).

La tesis central del artículo es que, so capa de liberal, circula mucho bulto sospechoso, mucho insultón y mucho periodista crispador. Dice el autor que lo del liberalismo marida mal con el Opus y la Conferencia Episcopal y que, además, confundir liberales con “libremercadistas” es un reduccionismo inadmisible.

Para Laporta, liberalismo y temple en la crítica, tolerancia, respeto por el otro y rechazo de la creencia impuesta viajan juntos. Se concluye, en suma, que no son liberales muchos de los que así se proclaman. Cita el autor una nómina de españoles excelsos que él adscribe al liberalismo genuino, de Ayala a Ortega, pasando por Unamuno, Giner de los Ríos o Caro Baroja. Lo hace para concluir que Esperanza Aguirre no forma parte del grupo sino que es punto menos que su antípoda y que esos liberales egregios malamente encontrarían acomodo en una derecha española como la actual, que califica de “zafia”.

Estoy de acuerdo con el autor en muchas cosas. Sí creo que mucho autodenominado liberal de liberal no tiene nada –no porque crispe más o menos, sino porque anda muy lejos de unas convicciones que puedan calificarse auténticamente de liberales- y que, desde luego, el PP no es un partido liberal (otra cosa es que, en su seno, acoja liberales genuinos, que sí podrían formar una corriente). Creo que, en efecto, el liberalismo es la doctrina del respeto por el otro, y del debate de ideas como motor de la vida pública. También convengo, por último, en que reducir el liberalismo político al libre mercado es una simplificación intolerable, sin que eso implique negar que el mercado es una institución central del pensamiento liberal, porque donde el mercado está ausente no hay libertades económicas, pero tampoco políticas.

Ahora bien, el evidente sesgo que impone el autor ya es menos digno de ser compartido.

Me resulta muy poco aceptable la especie de disociación necesaria que establece entre credo cristiano y liberalismo. Hablando de Termes, por ejemplo, afirma que es un tanto contradictorio presentarse como liberal y numerario del Opus Dei. Es cierto que la Iglesia Católica condenó durante siglos al liberalismo –al librepensar, más bien- pero esas cosas quedaron bastante superadas con el Concilio Vaticano II, creo.

No es verdad que el liberal sea, por definición “resistente a toda verdad revelada”. Lo genuino del liberal es resistirse a la imposición a otros de esa revelación. Ha habido siempre, por qué no, liberales creyentes, en la fe católica o en cualquier otra. El liberalismo, como he comentado en otras ocasiones, no es exactamente una ideología ni una cosmovisión sino, más bien, una actitud ante la vida y, en este sentido, es compatible, aunque no con todas, sí con un buen número de cosmovisiones diferentes. La cristiana incluida, por supuesto.

La historia de nuestro siglo XIX nos enseña que la lucha por la aconfesionalidad del Estado –una de las banderas de nuestro liberalismo decimonónico- fue llevada a cabo por creyentes virtuosos (ateos, lo que se dice ateos, pocos). No cuestionaban, en absoluto, el magisterio moral de la Iglesia, ni mucho menos el dogma católico, sino la pretensión de la Institución Eclesial de seguir ocupando un espacio público que, a su juicio, entonces novedoso, no le correspondía.

Más sospechosa es la alineación del autor con las tesis de la izquierda. Los liberales “no crispan”. Y los que crispan no son liberales, se sigue. Si hemos de creer al señor Laporta, a los liberales les corresponde siempre mantener una elegancia florentina, cualquiera que sea el ambiente en el que se desenvuelvan.

Pues si el señor Laporta repasa su nómina de liberales excelsos, concluirá que ellos también crisparon, y mucho. Fueron muy críticos cuando hubo que serlo. Ortega es un ejemplo señero –hasta el punto de que la izquierda española le volvió la espalda para siempre, por “crispador”.

Es verdad que la derecha española tiene gestos zafios. Muy similares a los de la izquierda, por cierto. El nivel de la política española es, en general, subterráneo. Pero existe también gente que hace por salir de ese cenagal y explicar cumplidamente sus puntos de vista, sin que eso implique perder un ápice de severidad.

Porque es muy posible que los Unamuno, Larra, Giner, Ortega, Caro Baroja, etc. no se sintieran muy inclinados a militar en el PP, pero con toda seguridad, no hubieran permanecido callados ante los desmanes de una izquierda descerebrada, que se mueve por el mundo con la sutileza de un elefante en una cacharrería. Repásense, insisto, las palabras de Ortega en situaciones tensas –como las actuales-, que no se encontrarán paños calientes ni, desde luego, la menor cercanía a las tesis sostenidas desde el periódico en el que escribe el señor Laporta, entre otros medios.

El liberal, hoy, puede sentir disgusto ante la grosería y el mal hacer de la derecha, sí, pero, precisamente por su compromiso con las libertades y la tolerancia y por la renuencia a comulgar con ruedas de molino, debe sentirse mucho más amenazado por una izquierda que ha perdido completamente el norte.

Es posible, sí, que Esperanza Aguirre no sea Blanco White, ni una liberal de libro. Pero siempre será preferible al corto –en todos los sentidos de la palabra- rival que la izquierda le planta delante. El que, dicho sea de paso, sólo tiene como rival en zafiedad y mal gusto, a Pepe Blanco.

Apuntarse al PP puede no ser un plato de gusto –por cierto, las limitaciones, la reducción de complejidad que se opera en los partidos políticos, hace difícil que el liberal se encuentre plenamente bien en ninguno (si bien se mira, ¿hay algo menos liberal que apuntarse a un partido político?)-, pero hacerlo al PSOE es un imposible. ¿Cómo acercarse, si quedamos en que el liberalismo es la creencia firme en la razón, a una formación que ha derogado la racionalidad, que ha apostado por la antipolítica?

Ya sabemos que la izquierda quiere liberales caballeros, calladitos y en una esquina. Para que den lustre a los parlamentos. No es eso, no es eso.

viernes, marzo 24, 2006

¿QUÉ LE PASA AL ABC?

Leyendo hoy el ABC me encuentro, en un recuadrito en segunda, un zarpazo a Zaplana. Un sopapo por su “actitud catastrofista” que por sí solo es anecdótico, pero viene a avalar el viraje del diario madrileño.

El ABC está en un proceso agudo de vasquización. Empieza a tomar un gusto poco aceptable por la equidistancia, muy al estilo Neguri. Huir de los extremos, ya se sabe.

Asumiendo un discurso gallardonil, el diario ha iniciado su propio “viaje al centro”. Con lo cual, imagino que a los que no lo leían les seguirá pareciendo igual de casposo y los que sí lo hacían empezarán a encontrarlo poco reconocible. Receta ideal para que termine por suceder lo que está sucediendo: el ABC acompaña a El País en su declive en los quioscos (este último porque ha llevado su compromiso progubernamental a niveles tan insostenibles que se confunde con el BOE – y para eso ya está el BOE, claro).

Han picado. Y pretenden, claro, que el PP pique también. No sé si “el centro” tiene o no algún sentido por el Norte. Me imagino que “el centro” lo representa aquella proporción de la oligarquía de toda la vida que no está enganchada directamente al PNV, pero que no tiene lo que hay que tener para apuntarse al PP –se comprende, claro, se comprende. Por aquí abajo, es un engañabobos.

Alguien va por ahí extendiendo la especie de que existe una masa importante de personas de derecha joven, de clase media urbana, que se siente mal representada por la plana mayor del PP. Es posible que así sea, no lo niego. Pero tampoco creo que esté representada por Gallardón.

No creo, sinceramente, que el problema de esa clase media urbana sea el atuendo de Acebes –Fernández de la Vega dixit- ni el tono que el PP emplea en sus manifestaciones. El problema no está en el tono del discurso, sino en los temas que lo componen. La oposición del PP no es estridente –o puede que sí, que esto es lo de menos- sino, simplemente, es mala.

El problema de Zarzalejos no es que su periódico tenga más o menos “sentido del estado”, sino que no tiene nada que ofrecer. No se trata de que diga lo mismo cuatro octavas más bajo, sino de que diga otras cosas. Ni investiga el 11M, ni aporta análisis con mordiente, ni nada de nada. Sólo literatura, a veces buena, a veces mala, pero literatura.

Si tanto el PP como el ABC quieren, realmente, conectar con esa derecha joven, presuntamente liberal, tienen que pensar en construir un discurso, los unos, o en aportar un enfoque, los otros, que resulte verdaderamente novedoso. En primer lugar, claro, que sea eso, respectivamente, un discurso y un enfoque.

El “viaje al centro” no lleva a ninguna parte cuando se presenta ayuno de contenidos. En todo caso, si uno carece de imaginación o de valor suficientes para dar los pasos necesarios, siempre puede quedarse donde estaba. Languideces igual, pero mantienes la dignidad, que no es poco.

jueves, marzo 23, 2006

EL PAPEL DEL PP

A veinticuatro horas del comunicado de ETA donde viene a decir lo mismo de siempre, pero de forma algo menos rotunda, buena parte de las miradas se centran en el PP. De hecho, hay quien ya echa las campanas al vuelo, no tanto porque estemos ante el fin de la banda terrorista, como porque, creen, la Oposición está contra las cuerdas. Y es que, aunque cueste creerlo, mucha, mucha gente ve en el Partido Popular el auténtico enemigo a batir, aunque para ello haya que malbaratar la democracia misma.

¿Qué rol le compete al PP a partir de ahora? A mi juicio, uno complejo: el de apoyo leal y, al tiempo, el de garante y recordatorio. No cabe duda de que, si alguien tiene un papel difícil, ése es Rajoy.

Apoyo leal, porque en todo caso hay que partir de una verdad insoslayable: José Luis Rodríguez Zapatero, el legítimo Presidente del Gobierno tiene el derecho y la obligación de gestionar esta situación con plena libertad, al igual que hicieron sus antecesores en el cargo. Nadie tiene derecho a impedírselo y, mientras se conduzca con la lealtad debida, tampoco nadie tendrá nada que reprocharle si fracasa, porque no será culpa suya. El PP sólo puede dar su respaldo pleno a las actuaciones gubernamentales.

Pero, al mismo tiempo, el Partido Popular tiene que seguir ejerciendo su papel como única oposición existente. Ya sabemos que eso conlleva que le llamen aguafiestas y, probablemente, conllevará también tensiones importantes en el seno del propio partido de Génova, 13. Como bien dijo Rajoy, su labor es vigilar que, en este proceso, no se ofrezcan contrapartidas de esas que hoy todo el mundo tilda de “innegociables” –y ya sabemos lo que eso significa, que pueden quedar para los preámbulos, si no algo peor-. Y, si eso sucede, tendrá que denunciarlo. Porque su primera lealtad no es para con el Gobierno, sino para con España, su Constitución y su Pueblo –ningún problema debe haber aquí, porque lo mismo ha de sucederle al Gobierno de la Nación-. Para que no haya “vencedores ni vencidos” ya tenemos a Llamazares y el resto de su ralea (inciso: algunos no pierden ocasión de tocar fondo en su miseria moral, e incluso comenzar a escarbar).

No obstante, sin duda, el papel más molesto que le toca al PP, pero que es imprescindible, es recordar las verdades del barquero.

Bajar un poco el tono ante una euforia que, como mínimo, es impúdica. En el mundillo progre hay quien recuerda a Montgomery dirigiendo elogios a un Rommel rival y caballero, poco menos que concediendo estatus cuasidiplomático a una banda de delincuentes sin escrúpulos, facinerosos con boina. Antes que “esperanzador” o “ilusionante”, el comunicado de la escoria etarra es indignante, miserable, profundamente repulsivo. Es cierto que toda persona bien nacida ha de sentir un cierto alivio ante la perspectiva de que callen las armas, pero no es menos verdad que no es posible dejar de sonrojarse ante tamaña desvergüenza. ¿Acaso no provocan pudor esas apelaciones a la “democracia” y a “la libertad” en boca de encapuchados? ¿Es que hemos de guardar el respetuoso silencio del alumno aplicado mientras el profesor imparte la lección? ¿Hemos de tomar notas mientras se nos dicta la hoja de ruta?

No, no son caballeros ni esto es una justa o torneo honorables. Son la hez de nuestra tierra y tienen una forma bastante desagradable, chulesca, asquerosa, prepotente de dirigirse a todo el mundo, como de costumbre, hasta cuando se supone que dan buenas noticias. Alguno debería hacer un esfuercillo por disimular esa admiración que transpira cada vez que Otegi abre la boca. Vale con no poner carita de arrobo.

Hay que recordar, también, que jueces, fiscales, magistrados, policías... en fin, quienes no tienen más norte en la vida que aplicar el derecho no pueden subvertirlo. Como se ha dicho con afortunada expresión, el estado de derecho no puede estar en tregua. Los jueces, señor Conde Pumpido, no pueden elegir cuándo aplican la ley y cuando no. Esa es la grandeza de su ministerio, y su máxima servidumbre. Y he ahí la dificultad que tiene que enfrentar el político democrático. A diferencia del autócrata, que está por encima de sus leyes, el político democrático no puede ordenar que se deje de cumplir la ley. No puede decretar que los criminales dejen de ser perseguidos, juzgados y encarcelados. No sé cómo se resuelve este dilema, los políticos sabrán. Esa es su ciencia, o su arte, pero no valen las apelaciones groseras a “colaborar”.

Al PP, en suma, le compete que, sea cual sea el curso de las conversaciones –si es que las hay, que para eso, muy juiciosamente, el Presidente ha pedido el tiempo necesario para evaluar la situación- no nos acostemos un día en España para levantarnos en el país de monseñor Uriarte.

Es posible que eso le conduzca a perder las próximas elecciones, pero si sabe desempeñar su papel, algunos le quedaremos muy agradecidos.

miércoles, marzo 22, 2006

¿CONCIENCIA, QUÉ CONCIENCIA?

Jorge de Esteban analizaba hace un par de días, en el diario El Mundo, el porqué de la inconstitucionalidad manifiesta del nuevo estatuto de Cataluña. Vaya por delante, por si alguien se pone tiquismiquis, que estoy seguro de que el profesor de Esteban sabe de sobra que, a fin de cuentas, el estatuto sólo será inconstitucional cuando así lo decrete el TC –cosa que no es de prever-, así pues, matizo que se trata de las razones por las que él, en su autorizada opinión, estima que va contra la Carta Magna.

De Esteban, en un supremo esfuerzo pedagógico, explicaba de nuevo por qué una nación dentro de otra es un contradiós en el campo del derecho constitucional. Sencillamente, porque la nación no es otra cosa que el constituyente, único por definición. La unicidad de la nación es algo así como el principio de tercio excluso del derecho constitucional. La soberanía es indivisible por su propia esencia, sólo puede haber un soberano y, por tanto, jurídicamente hablando, no cabe sino una nación.

Ya digo, se ha repetido hasta la extenuación. Lo sabe todo aquel que quiere saberlo. Toda ignorancia es, pues, culpable. Por eso resulta un tanto cándida la pretensión del profesor de promover una votación secreta en el Congreso para que los diputados puedan votar en conciencia. Habla de los del PSOE, claro.

Iluso, el hombre. Por supuesto, no va a haber ninguna votación secreta, sino a mano alzada y con el culo bien pegado al escaño, como siempre. Y, además, da igual. Ocasión han tenido, y de sobra, para guiarse por los dictados de la conciencia.

Porque, insisto, estamos hablando de un secreto a voces. Que el estatuto de Cataluña es “impecablemente constitucional” no se lo cree ni el pobre López Garrido, que lo ha repetido medio millón de veces. Saben que es plenamente contrario al espíritu de la Constitución, y muy probablemente a su letra.

Más grave aún, saben de sobra que no es positivo para el interés de España, Cataluña incluida, por supuesto. Lo saben tanto los frívolos diputados del PSC que votaron esperando que alguien se cargara el bodrio que acababan de parir como, por supuesto, los diputados en el Parlamento Nacional. Lo saben, lo saben de sobra.

Como lo sabe Bono, lo sabe Ibarra y lo saben todos estos adalides del españolismo de pandereta, tan sueltos de lengua como ayunos de dignidad. ¿Le basta al ministro de defensa un circunloquio más o menos cursi para dar por cumplida la condición de que Cataluña no podía ser nación? ¿El mismo circunloquio que le sirve a Maragall para ufanarse de todo lo contrario?

¿A qué conciencia vamos a apelar, pues? Que la votación sea secreta o con los pies. Nos da igual.

martes, marzo 21, 2006

FRANCIA

No tengo idea de si, en la penúltima disputa entre un gobierno francés y sus ciudadanos, llevan razón los unos o los otros. No sé si el famoso plan de empleo de Villepin es sensato o no lo es. Como mínimo, lo supongo bienintencionado y, con carácter general, los entes asociativos sindicales y asimilados me merecen incluso menos consideración que los gobiernos, así que temo que los estudiantes estén siendo utilizados, una vez más, para defender unos privilegios a los que ellos jamás llegarán a acceder. Ya digo, no tengo ni idea.

Lo que sí sé es que la situación de Francia es preocupante. Los mecanismos institucionales parecen haber dejado de funcionar. Todo es exageración, salida de tono, desmadre... Desde el segundo septenato de Mitterand, la historia de nuestro gran país vecino puede ser descrita como una sucesión de cambios abortados. A modo de cuento de nunca acabar, todo inquilino de Matignon llega al cargo con una agenda de reformas que, tan pronto intenta poner en práctica, reciben una contestación bestial en la calle por parte de uno o más grupos organizados. El primer ministro se abrasa y, bien dimite, bien es depuesto por un Presidente siempre atento a su popularidad, “por su incapacidad de acometer las reformas dinamizadoras que exige el país”.

El resultado, por supuesto, es el estancamiento. Francia lleva mucho tiempo dormida en los laureles. Sus enfermedades están bien diagnosticadas, entonces, ¿por qué es imposible aplicar los remedios?

La querencia de los franceses por la revuelta es difícil de exagerar. La relativa placidez de la Quinta República puede hacernos olvidar el más de siglo y medio de continuos sobresaltos que han sacudido a la nation par excellence desde que se envió a Napoleón a pudrirse a Santa Elena. Pero las cosas deberían tener un cierto límite. Un gobierno no es un pim-pam-pum contra el que desahogarse y echar bilis.

Es verdad que la clase política francesa no se está destacando por su solvencia y buen hacer. Encabezada por un Presidente que, más bien, ha hecho del Eliseo su refugio frente a la más que probable persecución de los magistrados, está funcionarizada, es muy poco capaz de traer ideas innovadoras. Pero no es menos cierto que la ciudadanía no está dando ejemplo de templanza.

Las últimas elecciones presidenciales, en las que Chirac se convirtió en la única alternativa decente por obra y gracia de la simplificación de la segunda vuelta, fueron una muestra clara de que la ausencia de sensatez no acampa sólo de este lado del Pirineo. ¿Es lógico que los extremos del arco político, que deberían ser marginales, ostenten tal peso? Un conocido francés me comentaba que ese tipo de voto sólo podía interpretarse como un grito de rabia.

Los mecanismos institucionales son los que son, y hay que permitirles funcionar. El gobierno tiene derecho a gobernar, sin que su legitimidad pueda ser cuestionada irresponsablemente. Se puede, claro, protestar, y protestar mucho, aunque sin llegar jamás a la violencia. Si, aún así, el ejecutivo no se aviene a razones, la única salida sensata es esperar y retirarle la confianza en la siguiente elección. La alternativa a este imperfecto mecanismo es el asamblearismo y el gobierno de la calle. El caos, en suma.

La peor de las crisis que pueden anidar en el sistema democrático es la crisis de confianza en los mecanismos institucionales mismos. Salvando todas las distancias, ésa es la situación, por ejemplo, en Argentina. No tanto el desesperar de que tal o cual gobierno vaya a hacerlo mejor o peor cuanto el haber llegado a la convicción de que los mecanismos acordados son del todo incapaces de producir un gobierno que pueda hacer las cosas siquiera decentemente. No es un problema de personas, sino de sistema. Muchos argentinos piensan que su Congreso Nacional, entero, es el patio de Monipodio.

Cuando eso sucede, es el momento de acometer reformas mayores. No creo, ni mucho menos, que sea el caso de Francia. Entonces, si aún se cree que la respuesta puede hallarse en los mecanismos instituidos –y no parece haber razón para pensar lo contrario-, se debe permitir que estos actúen. Incluso admitiendo la posibilidad de que yerren.

Lo contrario es una exhibición de infantilismo político. Impropia de una nación que, quizá con fundamento, se tiene por una de las más maduras del mundo. En todo caso, es de las más viejas y, aunque sólo sea por edad, hay cosas que no proceden.

lunes, marzo 20, 2006

CRISIS A MITAD DEL CAMINO

A medida que nos hemos ido aproximando a la mitad de la legislatura, han ido tomando más cuerpo los rumores sobre una posible crisis de gobierno. Por unas u otras fuentes, nos enteramos de que los nombres de San Segundo, Moratinos, Sevilla, Calvo o Trujillo suenan para posibles salidas. Parece, también, (ABC, 19.03.06) que sería el propio Partido Socialista el interesado en algunos relevos. En realidad, tan sólo parece tener cierta consistencia la noticia de que el Partido estaría intentando convencer a un muy remiso López Aguilar para que deje la calle de San Bernardo y se faje en el avispero canario (inciso: otro buen ejemplo de la inmensa estupidez de aquello de “mejor, cuanto más autogobierno”, al menos cuando significa que el ojo vigilante de la opinión nacional se desinteresa de las cosas locales – algún día tendremos que preguntarnos quién es quién y qué hace cada cual en nuestro entrañable y ultraperiférico archipiélago).

El trasfondo de todo esto es que, según la opinión, al Gobierno le falta empaque. No arropa, no apoya, no se le ve. Los ministros son poco capaces de poner la cara y salir en defensa de sus proyectos departamentales. Eso, cuando no se convierten ellos mismos en fuente inagotable de problemas. Siempre según esta tesis, esta falta de perfil implica una sobreexposición del Presidente, que tiene que hacer de desfacedor de todo tipo de entuertos.

El diagnóstico es, desde luego, digno de ser compartido. Tenemos un gobierno malo de solemnidad –que, por otra parte, es la estrella de una legislatura en la que la política española, en general, parece estar tocando fondo en estulticia, irracionalidad, mal gusto y bajura intelectual en el debate- y, sí, integrado por personajes un tanto anónimos. Las excepciones, que las hay, no lo son tanto por la competencia con la que conducen sus propios departamentos sino como por razones diversas: sea porque actúan como dique contra la insolvencia de sus propios compañeros, con grave desgaste personal (Solbes), sea por una irrefrenable tendencia a ir de “verso suelto”, a "gallardonear" (Bono). En fin, se podrían hacer muchos más matices si fuéramos repasando personaje a personaje, pero el resultado no invalidaría el juicio global.

Ahora bien, ¿no es un tanto natural que el ministerio Zapatero resulte tan menesteroso? A mí sí me parece que hay en ello cierta lógica.

En primer lugar, el gobierno ZP no hace sino seguir la marcada tendencia cesarista -o presidencialista, por usar un término con menos connotaciones- que caracteriza a los ejecutivos españoles. Hay en esto un componente estructural, de arquitectura constitucional. Nuestro sistema, por diseño, bascula hacia el Gobierno como eje de la vida pública –conste que, en principio, la escora se pensó como contrapeso, porque se preveía que los ministerios estilo UCD, débiles, iban a ser la regla- y, dentro del Gobierno, es evidente que el “sistema del canciller” (importado del régimen alemán del 49) hace del Presidente principio y fin de todas las cosas.

Pero es que, además, el rol constitucional, de por sí preeminente, del Presidente del Consejo de Ministros, se ve reforzado por su condición de enlace con la fuente verdadera de todo poder: el partido. En particular, tanto el Presidente en ejercicio como su antecesor han sido, al tiempo, líderes absolutamente indiscutidos en el seno de sus partidos respectivos –sí, en el PSOE actual hay mucho ruido, pero muy pocas nueces- y, por tanto, en la formación de sus Gabinetes no han tenido que hacer concesiones significativas. Aznar y Zapatero –mucho más que González y, desde luego, infinitamente más que Calvo Sotelo o Suárez- son auténticos monarcas electos, a la manera de los visigodos.

Tenemos, pues, los ingredientes para que el Presidente se comporte como un Saturno devorador de sus hijos. Pero es que, además, el estilo de Zapatero hace mucho por exacerbar esas tendencias. Nuestro Presidente es cesarista por vocación.

ZP es, ante todo y sobre todo, un político de imagen, no un político de sustancia. Si el Presidente se encerrara en su despacho, todo el edificio de la legislatura se desmoronaría, como un castillo de naipes. Zapatero no tiene imagen, sino que es imagen. No sonríe, sino que es una sonrisa. No hay absolutamente nada más.

Sus intervenciones son no sólo necesarias, sino imprescindibles por planteamiento. Aun en el supuesto de que hallara un puñado de ministros increíblemente competentes, terminarían, a lo Solbes, ahogados, perdidos en el dadaísmo presidencial. El Zapaterismo es, antes que nada, un movimiento permanente de las cosas, un perpetuum mobile muy poco compatible con una acción de Gobierno típicamente ordenada, basada en la ejecución de un programa, con sus hitos marcados.

El Zapaterismo no puede dejar de ser presidencialista sin dejar, al tiempo, de ser él mismo. El Gabinete no puede ser sino un conjunto de adláteres, con muy poca proyección personal. ¿Conocen ustedes algún diplomático serio y con prestigio que esté dispuesto a ir por el mundo predicando la alianza de civilizaciones? ¿Se imaginan a alguien con cierto pasado y, sobre todo, con un mínimo futuro, anunciando la campaña del kelifinder? ¿Cuánta gente solvente creen que firmaría la orden ministerial del “progenitor A” y el “progenitor B”? En fin, ¿cómo podría, en una acción de gobierno bien encarrilada, aparecerse el Presidente a los mortales para poner paz en el caos que él mismo crea?

Habrá movimiento de banquillo, probablemente, pero no esperemos milagros. La gente en la que todos podemos estar pensando no da el perfil. Son todos del siglo XX.

domingo, marzo 19, 2006

SEGÚN CUENTAN, NOSOTROS SABÍAMOS BEBER

Acabo de leer un delicioso librito publicado por Aguilar, con el sugerente título de “Vaya País. Cómo nos ven los corresponsales de prensa extranjera”. Coordinados por el suizo Werner Herzog, unos cuantos periodistas de nacionalidades muy diversas aportan sus visiones de nuestra –y de su, que no en vano algunos llevan muchos años entre nosotros- España. El resultado es, como siempre que uno se asoma a la mirada ajena, de lo más curioso. Muy recomendables la pieza del propio Herzog y, como dice el prologuista, las páginas, preñadas de toda esa mixtura complejísima de sentimientos que sólo puede cruzarse entre hermanos, del portugués “Nuno” Ribeiro, que escribe para el lisboeta Publico desde ese Madrid a la vez tan cercano y tan desdeñoso.

El caso es que no traigo a colación el libro sólo para recomendar su lectura, que también, sino porque hay en él un artículo de particular actualidad. Cuenta Elizabeth Nash que, un buen día, sus jefes de The Independent le encomendaron averiguar el porqué de la civilizada relación que los españoles parecían mostrar con el alcohol. Al parecer, en pleno debate sobre el consumo de bebidas espirituosas, los horarios de apertura de los bebederos y demás temas relacionados allá en el Reino Unido, los británicos tenían auténtico interés en saber cómo era posible que, en el Sur –en España, desde luego, pero también en cualquier otro rincón del Mediterráneo- el alcohol fuese accesible durante todo el día, a todas horas, a precios moderados –comparados con los nórdicos, al menos- y, aún así, la gente no anduviese dando tumbos o bebiendo hasta desplomarse como –sin el más mínimo sentido figurado- parece ocurrir entre los británicos, de lo que dan fe sus incursiones en nuestras costas y su lamentable comportamiento.

Nash concluyó que la base de ese buen beber, muy relacionado con un buen vivir, estaba, de un lado, en la ausencia de prohibiciones –los españoles, decía la corresponsal, no están bebiendo todo el santo día, precisamente porque, si quisieran, podrían hacerlo- y, de otro, en el carácter eminentemente social que reviste el consumo de alcohol en nuestro país. Se sale y se bebe, sí, pero no se sale a beber. Es más, en un país en el que no se considera de excesiva mala educación hablar a gritos o alfombrar el suelo de los bares con palillos y crujientes cabezas de gamba, solía ser de muy mal tono perder el oremus y, fuera de toda dignidad, exhibirse ante propios y extraños completamente borracho. Estar achispado, un punto gracioso, puede, pero la ebriedad estilo inglés siempre se había considerado incompatible con la dignidad del español bien nacido. Para los peores casos, nuestro idioma tiene acuñado aquello de “tiene muy mal vino” –dícese del borracho que, cuando se propasa con la bebida, se vuelve especialmente indeseable- pero, en general, esa mala reputación de las melopeas no es de extrañar si tenemos en cuenta que –y en esto parecen coincidir buena parte de los corresponsales extranjeros- somos un pueblo con un acusado, a veces hasta excesivamente acusado, sentido del ridículo. Alguien que no es dueño de sí puede volverse, fácilmente, blanco de la mofa ajena.

Esta larga historia viene a cuento porque el fenómeno del botellón, ahora tan de moda, parece apuntar a que en nuestro país se están perdiendo ciertas virtudes. A la vista de que, ahora, coger una trompa descomunal no sólo no parece algo indeseable sino el objetivo de toda noche juerguera que merezca tal nombre –es curioso, antaño, lo que distinguía a una noche verdaderamente memorable era haberla acabado en horizontal, y no por sobredosis de valores etílicos (eso, lo justito para perder la timidez, porque en exceso ya se sabe...), precisamente- diríase que nuestros jóvenes se europeízan a marchas forzadas, y no en el buen sentido.

Estamos ante una de las mayores exhibiciones de estupidez que ha debido conocer la historia del ocio en España. A mí me lo parece, por lo menos. No veo mucho que salvar en semejante muestra de impotencia social, de incultura galopante y, desde luego, de pérdida de habilidades de todo tipo. Es tristísimo, por otra parte, que, como consecuencia de que nadie se haya ocupado de educar mínimamente a nuestros jóvenes –parece que nadie les ha transmitido esa cultura del buen beber (inserta, ya digo, en una cultura del buen vivir inequívocamente mediterránea) de la que antes hablábamos- debamos aplicar la receta británica: prohibiciones y policías que, en nuestro caso, tienen mucho de antinatural.

El editorial de El País de hace un par de días rozaba lo patético y era un buen ejemplo del “sobre todo que no me llamen facha” que, probablemente, nos ha conducido hasta donde estamos. En el habitual ejercicio de “comprensión” –análisis superficial, vamos- de todo fenómeno antisocial e indeseable marca de la casa, se recordaba, cómo no, el derecho al ocio de los jóvenes y, por supuesto, que el problema está relacionado con el elevado precio de acceso a los locales pertinentes. Sólo sentadas estas premisas, se concluía que esto no está bien... porque hace ruido y molesta.

Pues no. El botellón en pleno centro de las ciudades es una versión agravada, pero no se volvería mucho más deseable si se practicara sólo en descampados o polígonos industriales. Entonces, simplemente, no se vería. Claro que nuestros jóvenes tienen “derecho al ocio”, pero eso no exime del deber de enseñarles a usarlo.

Nadie pretende abogar por soluciones mojigatas del tipo “ofertas de ocio alternativo” –léase sanos partidos de baloncesto a medianoche-, por lo menos con carácter general. No se trata de acojonarles con los siete males del alcohol, el tabaco y las drogas –sobre todo porque ya no se acojonan ante casi nada, sobre todo desde que, apenas cumplidos los siete, parece que es todo el resto del mundo el que se acojona ante ellos y les reverencia cual si fueran la sal de la tierra por el mero hecho de no tener canas, así sean tontos de baba- sino de enseñarles cómo se usa todo eso.

No, no saben divertirse como, en general, no saben casi nada. Ahí están, si no, las preguntas que hacen cuando se acercan por los centros de planificación familiar, según dicen los responsables, y que ponen los pelos como escarpias. Y, además tienen tendencia a trivializarlo, a banalizarlo todo, sean las borracheras, sean las píldoras del día después, que no parecen distinguir muy bien de las aspirinas. Y todo esto, si me apuran, es bastante normal. No es, en última instancia, responsabilidad suya, sino de una sociedad que, simplemente, ha renunciado a educar en general y a enseñar nada en particular. ¿Por qué debemos suponer que tienen un “sexto sentido” para ciertas cosas, cuando es evidente –e, insisto, de lo más normal- que no lo tienen para nada más?

Elizabeth Nash puede reportar a sus lectores, para su tranquilidad, que la imbecilidad no es privativa del norte. Aunque supongo que eso ya lo sabían.

Y, por favor, que nos ahorren las consabidas menciones a la “rebeldía” juvenil. Esto de que los jóvenes son “rebeldes” viene a ser algo así como lo de que nuestros cineastas son “provocadores” y “transgresores”. O sea, una estupidez. Ni los unos se rebelan contra nada que no sea su propia salud, ni los otros transgreden nada ni provocan a nadie que tenga interés o capacidad de responder (y cuando se provoca con cierto riesgo, casi nunca son ellos los provocadores, sino algún caricaturista despistado).

Más bien al contrario, a la hora de la verdad, son un ejemplo de mansedumbre sin límites. Sé que suena paradójico... pero no hay nada que monte más escándalo que un rebaño de ovejas o de cabras. Balan, menean los cencerros, obligan a ladrar al perro sin parar, lo llenan todo de cagarrutas y dejan la hierba al ras. Pero nadie las ha llamado, jamás, “rebeldes”.

jueves, marzo 16, 2006

LOS YUGOSLAVOS ERAN NORMALES... COMO NOSOTROS

Alfonso Rojo pone hoy el dedo en la llaga en una columna en ABC. Muerto Milosevic, cosa que no hay excesiva razón para lamentar, los merecidos calificativos que se le dedican, su demonización, pueden llevarnos, una vez más, a no entender nada. A terminar concluyendo que, un buen día de primeros de los noventa, un líder de frenopático llegó al poder en Serbia y, sin que se sepa muy bien por qué, un estado bien establecido, que nos habíamos acostumbrado a ver en el mapa, se diluyó en una auténtica orgía de sangre.

Que, evidentemente, Milosevic y su jauría no han sido inocentes es una verdad como un templo. Pero es insuficiente para explicar las cosas. Es más, estas simplificaciones inaceptables tienen como efecto inmediato convertir en inocente a quien no lo merece –hubo otros errores- y, sobre todo, exculpar a las ideologías.

Julián Marías escribió que, en general, las mayores desgracias de la humanidad han iniciado su andadura como colosales errores intelectuales. Las monstruosidades totalitarias del siglo XX pueden ser rastreadas corriente arriba por la historia del pensamiento hasta hallar sus fuentes. Una idea pervertida genera el desastre, convenientemente catalizada por personajes abyectos de los que, al contrario de lo que sucede con las buenas personas y las gentes inteligentes, jamás hay escasez.

Yugoslavia no sólo era un país normal. Era un país que cierta izquierda encontraba hasta atractivo, como una especie de “tercera vía” entre el único socialismo realmente existente y la única democracia realmente existente (la liberal). Aún recuerdo, en las mismas vísperas de la tragedia, a profesores universitarios pretendidamente leídos que intentaban enseñarnos vías de superación de nuestra realidad y las encontraban en la patria de Tito.

Lo que no nos decían, quizá por no establecer comparaciones odiosas o porque, como de tantas otras cosas, no tenían ni puta idea, es que el país del Mariscal estaba infectado por el virus del nacionalismo. Es verdad que los yugoslavos eran la síntesis compleja de diferentes nacionalidades divididas por la religión, por el alfabeto y por la historia, pero no es menos cierto que nadie hizo nada porque eso fuese apartado a favor de los nexos comunes.

Optaron por la exaltación de la diferencia, por echarse en cara unos a otros todo el memorial de agravios que, como es corriente entre pueblos que siempre habían vivido juntos, resultaba y resulta infinito. Y el resultado fue el que fue.

Hablamos, insisto, de un país civilizado, de un país como el nuestro o como cualquier otro en Europa. Un país que participaba plenamente de la vida internacional –por cierto, con cierta tendencia a cruzarse con España en cualquier campeonato de cualquier cosa- y que se deshizo como un castillo de naipes. Ante la mirada atónita, sí, pero desdeñosa de todo el resto de la comunidad internacional, que sólo intervino cuando ya era muy tarde y con carácter meramente paliativo.

Un proceso que ha dado su pleno sentido al término “balcanización” del que los demás huimos como de la peste, pero que nos persigue. El bacilo nacionalista no es otra cosa que el bacilo de la estupidez revestido de teoría pseudopolítica. Algo ideal para que la bestia apenas civilizada que llevamos dentro se encuentre a sus anchas.

Está ahí y esos son sus efectos. No ha muerto con Milosevic y nunca será verdaderamente juzgado por el Tribunal de la Haya. Mientras sigamos buscando explicaciones simplistas de accesos colectivos de locura, mientras sigamos considerando ciertos fenómenos como simples patologías, el fenómeno se repetirá una y otra vez.

El nacionalismo no es de este mundo, si “este mundo” es el mundo de las ideas políticas pretendidamente racionales. Es no racional y antihistórico. Es el anacronismo elevado a regla de actuación. Pertenece a las cosas que se sienten, no a las que se piensan. Y por eso produce monstruos.

Milosevic es la criatura, no el padre.

miércoles, marzo 15, 2006

LENGUAS, INTEGRACIÓN, NACIONALISTAS...

La colaboradora de Hispalibertas en los Países Bajos, Amelia González, nos trae los ecos de la última polémica lingüística en aquel pequeño gran país. Por lo que Amelia nos cuenta, alguien pretende implantar en las escuelas de Rotterdam la obligación de que los estudiantes se comuniquen entre sí en holandés. Y se ha armado el cisco, claro.

Un cisco entre los que detectan un tufillo inequívocamente totalitario en eso de reglamentar el idioma en el que el prójimo se entiende con sus coleguillas en el patio y los que creen que ya está bien de exageraciones, que sólo habrá posibilidades reales de que los inmigrantes dominen el holandés –y, por consiguiente, comiencen de manera real su integración en la sociedad neerlandesa- cuando se vean obligados a usarlo. Amelia concluye, con buen juicio, que algún punto medio habrá entre las intolerables intromisiones de las políticas lingüísticas en la vida de la gente y el que el Ayuntamiento de Rotterdam tenga que publicar sus folletos en turco si es que aspira a que sean comprensibles para buena parte de la población.

Amelia no lo dice, pero es inevitable que la mente vuele, como Johann Cruyff, de Holanda a la orilla del Mediterráneo catalán, donde se vive también, como todo el mundo sabe, una fuerte polémica a cuenta de los idiomas –bueno, pese a que más de uno piense que no hay polémica ninguna y que todo va sin novedad en el frente-. De hecho, algunos de los argumentos empleados por los hastiados holandeses son similares a los que se oyen en boca de los nacionalistas catalanes, a saber, que no va a haber manera de que se produzca una integración si no media una adecuada inmersión en “el idioma” local.

Y aquí comienzan las diferencias, claro. En Holanda sí existe “un” idioma local que, hoy por hoy, sigue siendo abrumadoramente mayoritario, y ese idioma es el holandés. En Cataluña, como en otras regiones o países bilingües, no existe “un” idioma, sino varios, concretamente dos –independientemente de que, además, uno de ellos sea la lengua de relación con el resto del país, como el inglés es la lengua de relación de los quebequeses con el resto del Canadá-.

Al final, como casi todo, la cuestión de las lenguas termina por ser un problema creado... por los que pretendidamente van a resolverlos, es decir, los poderes públicos. Las lenguas empezaron a ser un problema cuando fueron asumidas por los estados como algo “oficial”. Hasta entonces, se habían desenvuelto con mayor o menor fortuna. El español, por ejemplo, era la lengua de relación corriente entre los diferentes pueblos de España mucho antes de que existiera en nuestro país un estado que fuera capaz –por medios y por evolución de las mentalidades- de tener algo parecido a una política en la materia. Otro tanto ocurrió en Italia, donde el dialecto toscano, hoy italiano por antonomasia, preexistió como lengua nacional al propio estado, y coexiste todavía con una miríada de variantes locales. En Francia, el estado revolucionario se apañó muy bien para eliminar cualquier vestigio de localismo lingüístico pero, hasta principios del XIX, el francés no era la lengua absolutamente dominante del país –sí su lengua corriente de relación interna.

Por lo común, dejados a sus propias fuerzas, los grupos sociales suelen convenir en un punto medio como el que apuntaba Amelia, esto es, sin necesidad de imponer gran cosa, de manera natural, el número de lenguas de uso generalizado tiende a reducirse a límites razonables, a una cantidad sensata –en el óptimo, una, pero pueden ser más- que hagan posible el máximo de comunicación con el mínimo de coste. En nuestro país, por ejemplo, sería relativamente sencillo alcanzar ese consenso, máxime en lugares como Cataluña, en los que las lenguas en concurrencia son muy próximas entre sí y la población lleva siglos acostumbrada a la coexistencia de ambas.

Pero entonces entra el político con su “ideal”. Y se apresta a transformar nuestro pedestre pero aceptable mundo en una democracia “avanzada”. Y según la sueñe el fulano, así nos irá. Puede que el demente que nos toque padecer sea una partidario de una patria monolingüe –esta es la versión más peligrosa, porque es la más totalitaria- y se aplique a fabricársela, removiendo cuantos obstáculos se interpongan entre él y su Paraíso. O puede, por el contrario, que el tipo esté más por la versión “patriotismo social” y convierta la Administración Pública en una oficina de traducciones, llena de funcionarios incompetentes en veintitrés idiomas.

¿Ha pensado alguna vez alguien cómo manejan su política lingüística las grandes cadenas hoteleras internacionales? Están presentes en decenas de países... ¿cómo se las apañan para imprimir sus folletos, rotular sus letreros y demás? Pues por una cuestión de oferta y demanda, claro. Intentan que el máximo posible de sus clientes, dentro de unos costes razonables, vea satisfecha su necesidad. El viajero internacional, a su vez, asume como lógico que existe un máximo de esfuerzo que es legítimamente exigible, ni más ni menos. Es poco razonable enfadarse porque el Hilton de Bombay no nos proporcione una factura en coreano, pero sí cabe esperar que pueda hacerlo en inglés.

Los Estados Unidos no han tenido, jamás, una lengua oficial. Y los estados federados, tampoco. Y no parece necesario recordar que han logrado integrar auténticas avalanchas de inmigrantes, hablantes de todas las lenguas, entre ellas muchas no minoritarias. No se les enseñó inglés para integrarlos, sino que aprendieron inglés porque querían integrarse y, sobre todo, se empeñaron en que lo aprendieran sus hijos.

Quizá no sea solo cosa del idioma. Hay muchos otros factores que impiden o potencian la integración. No todos son siempre imputables al recién llegado, aunque también se lleve su parte. Es verdad, claro, que hay inmigrantes que muestran un claro desdén por la lengua y la cultura de su lugar de acogida. Otras veces, por el contrario, simplemente rechazan lo que se les intenta imponer sin razón aparente. Es posible, quizá, que la cultura propia –el rechazo a la nueva- se constituya en un refugio frente a quienes no pierden excusa de decirle al recién llegado que no es bienvenido.

Perdónenme, pero cuando oigo que un nacionalista pretende enseñar obligatoriamente la lengua, o cualquier otra cosa que vaya más allá de lo razonable, “para facilitar la integración” me invade una sensación de mosqueo. Un nacionalista integrador es una auténtica contradictio in terminis. En realidad, sólo Sabino Arana se atrevió a formularlo con la crudeza habitual en la casa. El conocimiento, los rasgos culturales locales distintivos diferencian al “nacional” del “otro” y, por tanto, son demasiado valiosos como para malbaratarlos. Si, realmente, todas las personas que quieren instalarse en Cataluña –es un ejemplo- se avinieran a aprender el catalán, la utilidad básica de éste como herramienta para conseguidotes desaparecería. Y es ridículo fer patria para otro. Si, al final, hablamos todos catalán, volvemos a las oposiciones de toda la vida. ¿Lo han pensado bien?

lunes, marzo 13, 2006

NO ESTAMOS LOCOS... SABEMOS LO QUE QUEREMOS

Veamos. El señor Rajoy afirma que, si resultara que la mochila de Vallecas nunca estuvo en los trenes, el sumario del 11M tendría que ser declarado nulo. Y el señor López Garrido dice que eso es un “delirio”. Me imagino que lo que el señor López Garrido califica de “delirio” es el supuesto de hecho, la hipótesis, la condición, el “si resultara...” porque, desde luego, la consecuencia jurídica es inobjetable.

Si no hay mochila no hay caso, y si no hay caso, en un estado de derecho, y éste todavía se precia de serlo, nadie puede ir a la cárcel. Es posible que ello nos conduzca a que haya que aceptar que la mayor masacre terrorista de nuestra historia no sea jamás esclarecida, pero no hay más cáscaras. No se puede dejar a nadie en prisión sólo porque alguien no esté dispuesto a reconocer que, tras dos años, no tiene nada con lo que seguir adelante.

Entonces, la pregunta es ¿estuvo la dichosa mochila –más bien bolsa de generosas dimensiones- en los trenes o no? Y no estamos para tonterías, por favor. Ni para talantes, ni para crispaciones ni para gilipolleces al uso. Estamos hablando de cosas serias.

Un diario nacional afirma, hoy, que no, que la mochila no estuvo allí. Esto es una afirmación de hecho que, por tanto, puede ser adverada o falsada. Los que califican de “dementes” a quienes sostienen esa tesis, puesto que consideran evidente la contraria, no tendrán problema alguno en probar, más allá de la duda –recordemos que se trata de enchiquelar por muchos años a unos cuantos tipos que no por ser traficantes de poca monta, incluso terroristas, tienen menos derechos que Henri Parot- que, en efecto, a Casimiro Garcia Abadillo y a su equipo se les han aflojado todos los tornillos.

Yo vi a García Abadillo hace menos de una semana en la televisión, y me pareció que estaba perfectamente en sus cabales, la verdad. No me pareció que delirara. Y me imagino que es más que consciente de que, si las cosas que dice resultaran insostenibles, su prestigio profesional iba a quedar por los suelos. Que yo sepa, Garcia Abadillo no es Lydia Lozano ni trabaja en ese gremio. Es un periodista con suficiente experiencia para saber cómo las gastan los que más se van a irritar con sus afirmaciones, y también para saber que donde no lleguen otros, llegará la lealtad perruna de algunos compañeros de profesión, encantados de hacer méritos.

Porque –ya está aquí otra vez la maldita lógica- las versiones oficial y oficiosa resultan mutuamente incompatibles. No pueden coexistir. Si una es verdadera, la otra es falsa. Así de simple. Cabe decir que por fortuna, ¿no? Es bueno que los problemas se planteen con esta sencillez.

Una de las partes afirma que la otra miente. Y aduce lo que, dice, son pruebas concluyentes o, mejor dicho, denuncia que las pretendidas evidencias que sostienen la versión inicial no son tales, con lo que, cualquiera que sea la realidad –cosa que parecemos cada vez más lejos de saber- lo seguro es que no encaja con ese relato. Es decir, los reconvenidos –los que sostienen esa versión inicial- no lo son con la simple negación de sus afirmaciones.

Así pues, en lugar de dar un diagnóstico más propio de psiquiatras, en lugar de centrarse en la salud mental de los que señalan las debilidades de la versión oficial, sus defensores deberían, quizá, esforzarse en reforzarla. Mostrar, a las claras, que los pretendidos argumentos en contra no son sino especulaciones sin ningún tipo de fundamento.

Porque no se trata de encontrar una teoría más o menos verosímil, sino de dar razón de los hechos. No sólo porque están en juego derechos constitucionales de seres humanos que no deben ser penados a no ser que quede probado que fueron responsables, sino porque no es posible que esta sociedad descanse hasta que no se sepa a ciencia cierta quién asesinó a casi doscientas personas esa infausta mañana, quién ordenó hacerlo y por qué.

No, no es suficiente con un relato bien construido. No basta con unos razonamientos que encajen con determinados prejuicios. Es muy posible que haya una explicación fácil, pero no por parecer fácil una explicación se convierte en aceptable.

Lo siento por los promotores de la versión oficial, pero el relato establecido como tal dista mucho de estar bien armado. Tiene significativas debilidades, apuntadas por muchas fuentes diferentes en momentos distintos. La duda al respecto es muy compatible con una salud mental quizá no perfecta, pero tampoco enajenada.

Quienes denuncian en los demás una enfermiza querencia por las teorías de la conspiración y la novela negra, a veces, muestran un entusiasmo, un deseo de ser convencidos poco compatible con el escepticismo que, por sistema, debería presidir el examen de un suceso semejante. Aunque solo sea porque todas las partes, absolutamente todas, están interesadas. Todas prefieren una determinada versión. A nadie le es indiferente. Los crédulos, o los sectarios, tenderán a echarse en brazos de quien les proporcione la explicación que les permita sostener sus apriorismos. Los demás, debemos extremar la cautela.

Este es el drama del 11M. Lo que diferencia nuestra tragedia de todas las tragedias similares. Que los asesinos, esa mañana, envenenaron nuestra vida colectiva. Porque mientras unos se negaron y se niegan aún a aceptar que cometieron errores gravísimos –quizá ese mismo día, quizá antes (sí, la versión alternativa tampoco les exculpa ¿puede un gobierno tras ocho años en el poder decir “me engañaron” sin asumir, al tiempo, una tremenda responsabilidad política?), quizá en todo momento- otros tuvieron una conducta indigna hasta la náusea, importándoles poco que la pregunta infamante del qui prodest pudiera emputecer no sólo su legítima victoria, sino su misma existencia, cada día, en esta desdichada legislatura.

No estamos locos... sabemos lo que queremos. Queremos saber.

domingo, marzo 12, 2006

ESQUEMAS SECUNDARIOS

Hace ya algún tiempo me hice eco de unas palabras del profesor italiano Luca Ricolfi, a propósito de las notas características del discurso de la izquierda italiana, análisis que, personalmente, consideraba extensible sin matices a la española. Ricolfi apuntaba que es ya un hábito firmemente arraigado en ese discurso el recurso a lo que él denomina “esquemas secundarios”, esto es, la continua desviación de la cuestión hacia aspectos que, con independencia de que puedan tener su importancia a diferentes efectos, impiden entrar en el fondo del asunto.

Un ejemplo claro de empleo de estos esquemas secundarios, es la repetitiva concentración de la atención en quién dice algo o en por qué lo dice, pero eludiendo siempre entrar a discutir qué dice. Como si se hubiera perdido todo interés por la verdad material a favor de aspectos tangenciales en los que, a menudo porque dichos aspectos sustantivos de la materia resultarían embarazosos, se intenta centrar la discusión.

En los últimos días, hemos asistido a dos muestras muy indicativas de este fenómeno, sin que tengan los asuntos entre sí nada que ver –de ahí, por cierto, su interés, ya que apuntan a una conducta sistemática-. Me refiero a las inquietantes preguntas planteadas por El Mundo respecto a los sucesos del 11M y a las simplemente desvergonzadas prácticas que desvelaría la investigación de la COPE sobre el funcionamiento del EGM.

El diario de Pedro Jota lleva mucho tiempo dándole vueltas –en lo que, a mi juicio, es uno más de los impagables servicios a la democracia con los que ese periódico y su director, que podrán ser muy criticables por otras razones y de los que se puede muy bien discrepar, se están ganando un lugar muy destacado entre nuestros medios de comunicación- al oscuro asunto de los atentados del 11M, que sólo están meridianamente claros para la vicepresidenta del Gobierno, pero temo que para casi ningún otro español de buena fe. Hasta el momento, los periodistas de El Mundo no pretenden disponer de una verdad alternativa, no presumen de saber qué ocurrió, pero sí ponen en tela de juicio la versión oficial.

Esto, en sí mismo, es muy valioso y, como mínimo, debería dar lugar a un debate. Si lo que se va publicando en el El Mundo es cierto, aun cuando no sepamos quién estuvo detrás de la masacre, sí podemos estar casi en condiciones de decir quién no estuvo. Sí sabemos que no hay, en el material sumarial que maneja Del Olmo, un relato suficientemente coherente.

Hasta ahora, el periódico no ha acusado a nadie de nada, que yo sepa –más bien todo lo contrario, los indicios apuntarían hacia una exculpación, siquiera parcial, de quienes, al cabo, pueden terminar siendo cabezas de turco-, así pues no puede haber lugar a calumnias ni a reacciones indignadas. Tan sólo preguntas que han de ser respondidas.

En determinados medios, por el contrario, se recurre una y otra vez a aventar las sospechas sobre las intenciones del equipo de Pedro Jota y sobre los intereses a los que serviría. Cuando no se dice que las afirmaciones del periódico –quizá no concluyentemente probadas, pero sí sustentadas y nada temerarias- son mendaces, sin aportar, claro, prueba alguna que las dé por falsas. No tengo ni la menor idea cuáles puedan ser los intereses de Pedro Jota, si son nobles o no lo son –y no hay por qué maliciarse que puedan ser más innobles que los de otros, al menos-, lo que importa es que hace unas afirmaciones que no son absurdas, ni injuriosas ni, en principio, ofensivas para nadie, y son afirmaciones tan preocupantes como para que alguien con dos gramos de decencia ordenara parar las máquinas de este país hasta tanto se esclarezcan.

Quienes decían buscar con ahínco la verdad la eluden ahora por todos los medios, obviando toda clase de discusión sobre la médula de la cuestión.

En otro orden de cosas, lo mismo sucede con la denuncia de la COPE sobre las posibles manipulaciones del EGM. Por paradójico que parezca, la denuncia –que, de nuevo, no parece temeraria y se basa, creo, en material obtenido por medios que son muy corrientes en el periodismo de investigación- no ha puesto en un brete al EGM, sino al denunciante, a la COPE, que es la que se encuentra ahora en trance de tener que defenderse.

Se discuten los métodos empleados por Abellán o, lisa y llanamente, se vuelve a señalar a la cadena de los obispos con el dedo, como representante del mal absoluto, acusándola de emponzoñar la vida española.

Bien, supongamos que así fuere. Supongamos que la COPE fuese una tapadera del Partido Republicano para hundir el floreciente experimento español de democracia chapista-avanzada. Y supongamos que Abellán hubiese obtenido sus evidencias en la misma raya de lo moralmente aceptable. ¿Hay algo que decir respecto al fondo de la afirmación, o sea que el EGM es una filfa? No digo que el otro debate no sea muy interesante pero es que es eso, otro debate.

Abellán plantea, como hipótesis, que el EGM es fácilmente manipulable –hipótesis inquietante, claro- y, de acuerdo con un plan, efectivamente, lo prueba, sin hacer uso de técnicas propias de la NASA, precisamente. El EGM es una castaña quod erat demonstrantur. Sin perjuicio de darle al señor Abellán su merecido, si es que hay lugar a ello, lo normal sería que los que sufragan el invento –o sea, los anunciantes- pidieran explicaciones.

Ni el cierre de la COPE ni el destierro de Abellán serán remedio al problema, eso seguro.

Una guerra no es más o menos injusta en función de qué presidente de según qué país la promueva y un ladrón no es más o menos ladrón en función de quién le señale con el dedo. En suma, según el viejo adagio, la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero.

El recurso al esquema secundario se ha vuelto tan habitual que, por lo común, el mundo de la izquierda político-mediática no se molesta ya ni siquiera en intentar abordar la mayor. Se da tanto por hecho que la realidad no importa que no se malgasta una gota de saliva en discutirla. Se toma, directamente, el atajo alternativo, tome este la forma de una descalificación ad hominem o, simplemente, la introducción de un nuevo asunto que, relacionado o no con el principal, en nada contribuya al esclarecimiento de éste.

Es posible que este sea el único recurso de quienes ya no tienen la más mínima confianza en las propias ideas o de quienes han descubierto hace ya tiempo que, en el fondo, éstas no son del todo necesarias. Y es que la izquierda ha descubierto, hace ya bastante, que el que dijo aquello de que no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo hace muchos años que está criando malvas. Pero sobre esto volveremos otro día.

viernes, marzo 10, 2006

ALEMANIA, AÑO CERO

Cada vez más gente se hace eco de lo que está pasando en Alemania, con sana envidia. Ayer era Francesc de Carreras en la Vanguardia, y hoy, en las noticias de Onda Cero, lo comentaban también. Son muchas las cosas dignas de mención, que convertirían lo que se cuece entre los teutones en noticia en cualquier caso.

Primero, porque se empiezan a andar el camino de la reforma constitucional más importante desde que se promulgara la Ley Fundamental de Bonn, allá por 1949 y porque la reforma no tiene como objetivo profundizar en el federalismo, sino racionalizarlo. A menudo, la palabra “federalismo” está siempre unida a procesos de disgregación, y es muy raro que la tendencia sea reversible. He aquí un ejemplo de lo contrario.

Tanto más raro en un país que, como Alemania, lleva el federalismo en los genes. Porque, conviene no olvidarlo, Alemania no es sólo un estado joven, sino que la República del 49 es la amalgama de una serie de regiones que la preexistían y que en muchos casos fueron, ellas mismas, potencias europeas durante siglos, como Prusia o Baviera o, como mínimo, prósperos estados soberanos, como Sajonia. Los lazos políticos entre estos estados fueron siempre lábiles.

Llama la atención, por supuesto, por la coyuntura política en la que se realiza. El sistema alemán de reforma requiere mayorías amplísimas en las dos cámaras del Parlamento. Sólo una gran coalición o un acuerdo sincero entre derecha e izquierda podían proporcionar esas dos mayorías de manera simultánea. Pero ha sucedido, quedando en evidencia que la gran coalición no responde a un simple arreglo de circunstancias, destinado a morir en cuanto sea posible. Puede que sea así pero, entre tanto, se harán cosas importantes. Quizá la legislatura sea corta, pero no tiene por qué ser una legislatura perdida.

Es verdad que, fundamentalmente, la reforma se plantea como una centralización del poder, no tanto a través de nuevas competencias para el estado federal como a través de la remoción de obstáculos para su ejercicio. Pero, a cambio, los länder obtienen competencias nuevas, precisamente las más cercanas al ciudadano, como la educación. En suma, se trata de una reordenación presidida por los principios de eficiencia y subsidiariedad, como aconseja el sentido común.

Si la operación es interesante desde cualquier punto de vista, en España no puede sino verse con envidia por las gentes de buen sentido.

Envidia, en primer lugar, por ver cómo en otras latitudes los políticos, aunque sea tarde y mal, son capaces de remangarse y acometer los problemas pensando, por una vez, en el conjunto del país. Son capaces de entender que el que hoy es gobierno mañana será oposición y al revés (claro, es que ninguno de ellos tiene previsto cargarse la alternancia, como programa político) y, por tanto, todos ganan si se acometen reformas que serán necesarias gobierne quien gobierne.

Envidia por ver cómo los ciudadanos, los alemanes, obtienen prioridad incluso sobre sus muy añejos y venerables länder. El debate sobre competencias no es gratuito, sino que se busca la distribución más eficaz. No se trata de ninguna ocurrencia extemporánea de ningún iluminado, sino de atender a la evidencia de que el sistema constitucional del país, en algunos aspectos, se ha erigido en un auténtico obstáculo para adoptar las políticas necesarias. Se ha vuelto antieconómico y, por tanto, irracional. La arquitectura constitucional del país no tiene otra razón de ser, absolutamente ninguna otra, que el mejor servicio a los ciudadanos. No es nunca un fin en sí misma.

Envidia, en fin, al ver como los debates pueden desarrollarse con lealtad. A buen seguro, estados y Federación pugnarán por obtener más competencias, más fondos, más capacidad de decisión. Se llegará, o no, a un diseño razonable. Pero nadie oculta cartas, nadie tiene propósitos inconfesables y nadie pretende llevar a Alemania al suicidio poco a poco. Se puede dejar, con más o menos gusto pero con confianza ciertos asuntos en manos del otro, en la tranquilidad de que nunca será usado contra el conjunto.

Acertarán o se equivocarán. Pero eso es todo.

jueves, marzo 09, 2006

REGÁS Y LA ESTATUA

Leo con cierta sorpresa en la prensa de hoy que Rosa Regás, la eximia escritora y directora de nuestra Biblioteca Nacional –la de España, digo- ha ordenado quitar de su sitio la estatua de Menéndez Pelayo que, desde 1912, recibe a los visitantes. La directora manda que se traslade al jardín donde, según dice, se verá más. Por lo visto, en su plan de modernización, el espacio que ocupa el mármol es necesario para no sé qué cosas.

El caso es que el asunto ha mosqueado a parte del respetable, entre ellos el antecesor de Regás en el cargo, Jon Juaristi, que entrevé en la decisión una especie de vendetta contra uno de los iconos de la cultura española más rancia y facha.

No sé, igual lo de Regás es razonable pero también deberá entender doña Rosa que el corazón tiene razones que la razón no entiende, y andan los ánimos bastante caldeaditos. También puede ser que doña Rosa sea juzgada por sus antecedentes.

Y es que Rosa Regás es una representante muy destacada de esa intelectualidad abonada a la cola del Alphaville, que diría David Gistau. De esos intelectuales progresistas que se hacen carne mortal entre nosotros para desasnarnos y librarnos de nuestra casposería hispánica. La directora de la Biblioteca Nacional afirma sin dudarlo que España no es una nación, con lo que no sé muy bien cómo explica el cargo que luce en su tarjeta de visita. Ya es mala suerte lo de doña Rosa, terminar trabajando en un fastuoso palacio neoclásico que, en Madrid, destaca por su elegancia –uno de los edificios más bellos de la capital- frente a un banderón de no sé cuantos kilómetros cuadrados. Ambas cosas vistas en conjunto no parecen indicar que se halla uno en mitad de un país inculto que, además, se odia a sí mismo.

Doña Rosa y otros como ella son dignísimos herederos de toda una estirpe que se ha caracterizado por no soportarnos. A los españoles, digo. En esto tienen mucho en común con gentes de otros lares a la que los españoles no le gustan nada por múltiples razones. El drama está, claro, en que ellos son españoles también.

Menos mal que esta gente tiene por patria el mundo y habla idiomas porque, si no, se encontrarían apátridas y presos de un español que les resulta tan odioso como a los columnistas del Avui. La verdad es que, si Freud hubiera podido conocer al intelectual progre hispano hubiera caído enseguida en la cuenta de lo que es, de verdad, el malestar en la cultura.

Comprendo a doña Rosa. Tiene que llegar a casa reventada, psicológicamente rota todos los días. Ella, que debe pensar en francés, pasando todos los días junto a la dichosa estatua del filólogo más ilustre de la lengua esa tan horrenda que hablamos los que no tenemos otra y topándose, aquí y allá, con cantares de gesta, esos que sustentaron luego la épica del franquismo. ¿Hay algo más facha que el Mío Cid? Incluso hoy, que, capitidisminuido, hay quien habla del Cid como el héroe nacional “castellano”, se conoce que para hacerlo aceptable.

Triste país este. País de pandereta. Qué vanos resultan los esfuerzos de Rosa Regás y otros como ella, que se desviven por quitarnos el pelo de la dehesa. Pero no tenemos remedio. Una y otra vez a las andadas. Debe ser esa “j” que, ya saben, Sostres dixit, suena tan hortera. No terminamos de entender que somos un inmenso error.

Probemos a cambiar la estatua de sitio, sí. Igual así se arregla.

miércoles, marzo 08, 2006

NO, NO ES EL FIN DEL MUNDO... SÓLO UN PASITO MÁS

Por fin, la palabra nación, referida a Cataluña, campea en un texto legal. Bien es cierto que todavía no de pleno derecho –por más que los preámbulos sean partes vitales de la ley y eje de su recta interpretación futura- y a través de una retorcida expresión, de sintaxis imposible, que dé pie a unos y a otros para sostener, a la vez, visiones opuestas pretendiendo tener razón al tiempo.

No es verdad que, como dicen los más extremistas o los aficionados a la hipérbole, España haya dejado de existir ayer. La nación española sigue existiendo, y sigue siendo la única nación jurídicamente relevante, al menos sobre el papel. El estatuto de Cataluña no cambiará, de la noche a la mañana, la vida de casi nadie. Ni porque “nación” esté en el preámbulo ni por las mil y una trampas que contiene el articulado.

Pero tampoco, ni mucho menos, son aceptables los argumentos del “aquí no ha pasado nada” o del “no era para tanto”. Desde luego porque lo que es absolutamente cierto es que la redacción de ese preámbulo si para algo no sirve es para cohesionar más a los españoles entre sí ni para el bien común. Esa sola razón convierte la pieza en cuestionable como ley del Parlamento Nacional. No sé si la articulación del preámbulo es constitucional o no –intuyo que habrá ocasión de saberlo, mediando el oportuno recurso-, pero sí sé que contradice el espíritu de la Carta Magna como, por otra parte, nadie se ha preocupado de ocultar en estos meses, pero esto tampoco es lo más importante.

Dejemos aparte los costes que ha supuesto, y continuará suponiendo, el procedimiento. El estatuto de Cataluña, que será aprobado contra la opinión del principal, y único, partido de la oposición –lo de Esquerra no es más que una pose táctica- supone la más olímpica ignorancia de una verdadera costumbre, de una fuente de nuestro derecho constitucional cual es el hábito de aprobar por consenso las normas más básicas del entramado del Estado. Espero que cierta gente sepa lo que hace.

Ni el cataclismo, ni el business as usual. Estamos, simplemente, ante un paso más en esa paciente y, si hemos de creer a Boadella, inexorable labor de corrosión de todos los lazos que ligan a Cataluña con el conjunto del que es parte desde hace siglos. Así de fácil. Estamos ante otra disposición transitoria más. Lo que ocurre, claro, es que es probable que el proceso gane ímpetu y que esta disposición tenga una vida aún más corta que la anterior.

El nacionalismo sabe, de sobra, que no puede tumbar de un empellón la vetusta estructura, la maraña de relaciones que une entre sí a los diferentes pueblos de España. Es posible que el armazón esté oxidado, pero es que ya se sabe que los tornillos, cuando se oxidan, se vuelven más complicados de sacar. Por tanto, es más segura la táctica de la termita. Ir royendo poco a poco.

Hoy es el preámbulo. El nacionalista paciente, el listo, sabe que mañana será el texto. Paso a paso, se puede siempre jugar con la miseria moral de nuestra vergonzante clase política nacional. Simplemente por miedo –que no por convicción- no se atreverán a dar dos pasos a la vez, pero los darán gustosos de uno en uno. Tal es el nivel de su estupidez y de su deslealtad.

Una clase política sin valores no tiene pasado, ni tampoco futuro a medio y largo plazo. Tan sólo es capaz de entrever qué puede pasar hasta las siguientes elecciones. Cada paso, pues, está mentalmente aislado de los demás. A nadie le importa de dónde se parte ni hacia dónde se va. De este modo, la reivindicación está siempre fresca, porque el político estulto borra su memoria cada día. Todos los días se puede ofrecer, cada vez a un tonto distinto, la oportunidad de ser, ahora sí, “el salvador de España”, el que, por fin, va a resolver el problema territorial –problema que, dicho sea de paso, les importa en sí un carajo, como cualquier otro, pero piensan que les puede catapultar a una magistratura cuasivitalicia-.

Un buen día, claro, a base de pequeños pasos más o menos imperceptibles, se llegará a un último. Y el imbécil o el traidor –categorías no excluyentes, por cierto- que ese día ocupe la poltrona nos contará que “es inevitable”. Y los sesudos analistas y editorialistas nos explicarán oportunamente por qué. El caso, claro, es que, sí, será inevitable. Tan inevitable el desenlace como estúpidamente voluntarios habrán sido todos los pasos.

Bien pensado, esto es de lo más español, por surrealista. Creo que a Buñuel le hubiera encantado. Una comparsa de tontos de capirote que van dando pasos hacia un precipicio y, a cada paso, se paran, cantan, ríen, bailan y se felicitan por su prudencia y buen hacer... con el abismo un paso más cerca.

Al día siguiente, el sol salió, como todos los días, y el Puente Aéreo también, como todos los días. Y el tonto se fue a su casa, satisfecho, por haber conjurado el peligro... no sin haberle dado las gracias al redactor de preámbulos.

Patético.

martes, marzo 07, 2006

PARQUÍMETROS

La penúltima polémica en Madrid se llama estacionamiento regulado. Bueno, se trata, más bien, de la extensión de la regulación a áreas en las que todavía no funcionaba. Tras esta ampliación, hay que pagar por aparcar en toda la “almendra central” de la ciudad –todos los barrios que quedan dentro de la primera autovía de circunvalación- y en los denominados “cascos históricos” de algunos distritos incorporados tardíamente a la ciudad, que en su día fueron municipios autónomos con antiguos centros formados por un dédalo de callejas trazadas con poca o ninguna planificación. En realidad, la cosa no para en que hay que pagar la tasa correspondiente por estacionar sino que, gracias a los avances de la técnica, y merced a un sistema de registro de matrículas, ya no es posible renovar el tique de aparcamiento transcurrido el plazo. Hay que mover el auto no ya a otra plaza, sino a otro barrio.

Los vecinos han reaccionado de manera airada, oponiéndose, incluso con una inaceptable violencia –que les quita cuanta razón pudieran llevar-, tenazmente a la ampliación. Se emplea una multitud de argumentos, no todos, creo, muy bien fundados.

Que a nadie le gusta pagar por aparcar va de suyo. Y menos aún, supongo, le agrada a nadie tener que bajar cada par de horas a dar una vueltecita con el coche. No en vano, de lo que se trata es de disuadir al personal, de ponerle cada vez más barreras para que tenga que emplear el transporte público, sí o sí.

Se dice que el Ayuntamiento actúa guiado por su voracidad recaudatoria. Que, en el fondo, esto es otro sacacuartos.

Pues bien, por una vez y sin que sirva de precedente, voy a romper una lanza a favor del Consistorio. Sin que esto implique, claro, negar que el Ayuntamiento de Madrid es un depredador fiscal de primer orden, aunque el argumento no esté, creo, bien traído al caso. Argumentaré mi postura...

Creo, para empezar, que el método de los parquímetros es probadamente eficaz. A diferencia de la extinta ORA –un sistema que presentaba el claro inconveniente de que era necesario adquirir los tiques no en el momento de aparcar, sino antes, en los estancos- parece que los madrileños se habían hecho a lo de poner su papelito y, por una vez, cumplir con la ordenanza –esto, en nuestra capital, tiene un cierto aire novedoso, aunque a personas de latitudes más civilizadas pueda chocarles- y, sobre todo, el sistema provee una cierta rotación de plazas y, por tanto, más probabilidades de encontrar hueco. Ni que decir tiene que aparcar en la Villa sigue siendo una tarea titánica pero, en fin, algo menos.

Por otra parte, los vecinos, residentes y gente que trabaja en las nuevas zonas no protestaron cuando fueron los distritos del centro los afectados. Al contrario, les pareció muy bien, porque así es posible ir al centro a hacer gestiones. Tampoco quienes vivimos y trabajamos en el centro fuimos muy protestotes. Pues bien, aparcar en ciertas zonas “periféricas” –quizá no en todas, cierto- no es mucho más sencillo que hacerlo en las calles céntricas. De hecho, la disponibilidad o no de aparcamiento depende de muchos factores, entre ellos la antigüedad de las construcciones y la disponibilidad de garajes, inexistentes en el casco histórico, pero tampoco muy abundantes en barrios urbanizados hasta los años 70 del siglo XX. La noción de “centro urbano” de Madrid –entendiendo por tal la zona en la que se desarrolla la mayor parte de la vida de la ciudad- no coincide, ni mucho menos, con los barrios históricos o con el propio distrito centro. El resumen de mi tesis sería que, si se concluye que el parquímetro es necesario en los distritos más céntricos, no debería haber problema en extenderlos a los adyacentes, porque la situación no es muy distinta.

El argumento económico abona la necesidad de algún mecanismo de asignación y, como siempre, los precios son los mejores –otra cosa es que se discuta quién y cómo fija este precio. Cuando un bien, como los metros de acera, es escaso, como ocurre en Madrid, debe buscarse un mecanismo de asignación. No existe ningún bien gratuito, y nada mejor que explicitar el coste. Otras ciudades han optado por mecanismos alternativos, como los peajes. Es mejor esto, desde luego, que la simple prohibición de acceso, que sería la solución socialista –como el aparcamiento es escaso, no aparca nadie-.

También puede ser, simplemente, que las ciudades, más allá de ciertos límites, sean una muy mala idea.