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martes, febrero 28, 2006

EL PP: PASADO Y FUTURO

La tensión pasado-futuro sigue siendo fundamental en los debates internos del Partido Popular. Además de las palabras de Mariano Rajoy, un diputado de la formación se explayaba ayer, en El Mundo, acerca de esta cuestión, abogando por la recuperación de un proyecto ilusionante. El “pasado” quiere decir el Aznarismo, supongo, o la derecha-derecha. El futuro, aún no se sabe muy bien qué es.

Estos debates sobre la reubicación de la derecha, sobre esa derecha de nuevo cuño que, pretendidamente, gustaría a esa clase media ansiosa de alternativa empiezan a parecerse bastante a la eterna discusión sobre la economía española. Ya saben: mucha construcción, pocas exportaciones, turismo barato y déficit de tecnología, pérdida de competitividad y el caos a la vuelta de la esquina en cuanto se pare el ladrillo. Está más que diagnosticado, pero nadie ha dado aún con la fórmula para que un día, de buena mañana, nos despertemos en Finlandia.

Los partidos de masas al estilo del PP o del PSOE no se caracterizan por presentar proyectos excesivamente bien perfilados. Tampoco pueden, en realidad, sin perder su carácter de partidos ómnibus. La moderación en todo, la templanza necesaria para aglutinar los millones de votos que hacen falta para formar una mayoría es una buena vía para gobernar, pero queda algo difusa cuando se pone en un manifiesto. Bien es verdad que, como excepción que confirma la regla, la deriva que toman los acontecimientos en España pone fácil lo de contar con un programa sustantivo: no hay más que coger la Constitución y ponerla en pasquines con membrete del Partido.

Las grandes reubicaciones ideológicas no suelen suceder sino una vez cada generación. No es normal que un partido político tenga que refundarse por el solo hecho de perder unas elecciones. ¿Tan desnortado andaba el PP, en lo fundamental, como para tener que tirar de brújula? Tendrá, claro, que pertrecharse de nuevos proyectos concretos, nuevas cosas para hacer en el marco de una nueva legislatura pero, por lo general, habrá que mantener los mismos hilvanes, los mismos principios que permitan reconocerse al electorado, también en tiempos en los que no se gobierna.

En realidad, pues, lo que piden aquellos que demandan un “cierre del pasado” es un cambio de caras. No se trata de poner fin al Aznarismo sino a su imagen. Ese cambio que los adversarios del partido suelen personalizar en Acebes y en Zaplana. No cabe duda de que los Piqué o los Gallardón son mucho más del gusto de la parroquia prisaica, quizá porque no se fajan todos los días con sus correspondientes rivales en el campo contrario, o lo hacen en sus respectivos territorios, al abrigo de las inclemencias de la política nacional.

En las democracias genuinamente de alternancia –en las que perder significa perder y no hay una segunda vuelta en forma de conchabeo parlamentario en busca de coaliciones-, como la británica, la derrota electoral suele comportar la caída en pleno del equipo concurrente y derrotado. Es una máxima que, de haberse aplicado en nuestro país, no hubiera permitido alcanzar la Moncloa ni a González ni a Aznar, que necesitaron más de un intento. Su no empleo abona la tesis de que las elecciones no las gana, en España, la oposición, sino que las pierde el Gobierno. Se vota, pues, contra alguien, no a favor de otro.

Si esto es cierto, si es verdad que, en España, los gobiernos ceden su lugar por hastío y no por la existencia de proyectos ilusionantes –lo que, por otra parte, está muy relacionado con la escasísima capacidad de maniobra con la que cuenta la oposición en nuestro país- un equipo de gobierno derrotado debería tomar el camino del retiro. Vendría a avalarse, así, la tesis de los que creen que los Acebes, Zaplana y compañía deben dejar paso a savia nueva.

El problema es que eso sería predicable también del propio Mariano Rajoy. En realidad, pues, lo que verdaderamente debería dilucidar el Partido Popular, mediante un análisis sereno y lo más frío posible es en qué medida puede admitirse que las últimas elecciones siguieron el patrón de siempre. La cuestión es sencilla: aquellos que crean que lo sucedido el 14M se debió sólo a condiciones excepcionales no tienen por qué entender que el equipo quedó desacreditado; los que entiendan que hubo algo más, que la reacción popular –muy manipulada- es un factor explicativo insuficiente, sí tienen un buen argumento para pedir una renovación más amplia.

Lo que no sé es en qué medida Rajoy puede desatar su propia suerte de la de otros que, como él, compartían banquillo el día de aquel fatídico partido.

lunes, febrero 27, 2006

PARECE UNA EPIDEMIA

Parece una epidemia. Véase la referencia que nos da Manel Gozalbo en Hispalibertas. Por lo visto, en un periódico digital prosocialista se dice que los que escribimos en Hispalibertas y tenemos el blog en Red Liberal no tenemos nada de liberales y “estamos muy próximos al fascismo”. La respuesta de Manel, el director de Hispalibertas, no tiene desperdicio, amén de ir redactada en el espléndido español marca de la casa.

Mi intención inicial era ignorar por completo esta cuestión –ya ha respondido Manel por todos nosotros- y escribir sobre lo que tenía pensado para hoy pero, según venía para casa, caigo en la cuenta de que tampoco es cosa de que uno dé la callada por respuesta. Al fin y al cabo, me han llamado fascista o, al menos, el autor de esas líneas no ha tenido la delicadeza de excluirme, ni a mí ni a otros. Deduzco que es porque no nos lee, a ninguno. Qué sé yo, por lo menos, algunos podríamos resultarle mucho más fascistas que otros.

No voy a perder el tiempo afirmando que no soy fascista. En primer lugar, porque no me da la gana y en segundo porque, como decía Pemán en una pieza que leí –creo que rescatada en Desde el Exilio- (¡lo veis, lo veis, a Pemán, ha citado a Pemán!) uno no se hace fascista, sino que le hacen. “Fascista” es algo que siempre le espetan a uno desde otro sitio (nota: tengo que acordarme de decirle a mi mujer que me han hecho fascista). Por lo que veo, lo de ser fascista también puede darse en grado de afiliado y de adherente, como con los sindicatos, porque no se nos moteja de fascistas, sino de “próximos al fascismo” (nota: tengo que acordarme de decirle a mi mujer que, en realidad, me han hecho "próximofascista", o sea que no me han dado aún el carné de fascista en condiciones).

Igual sí que soy fascista, porque no pienso como mucha gente que, por lo que se ve, sólo concibe que en el mundo pueda haber dos clases de personas: los que piensan como ellos y los fascistas. La lógica es inapelable.

Dicen que también soy fascista anónimo. He de reconocer que, cuando empecé con el blog, sí firmaba con mis iniciales, más por pudor que otra cosa, pero quien quiera saber quién soy, no tiene más que dirigirse a Hispalibertas –diríase que he perdido la vergüenza aunque, por lo visto, haya quien piense que no la he tenido nunca-. Figuro en su cuadro de columnistas, con nombre y foto, como todos los del periódico fascista.

En fin. Lo que sí me preocupa, y de verdad, es la atención que la blogosfera liberal , digo fascista, está recibiendo en estos días. Esto va in crescendo. Me preocupa porque, si algún día alguien decide que somos relevantes de cara a la creación de opinión, cosa que dudo, por el momento, nos pueden declarar como problema de salud pública, o así.

Es posible que, entonces, alguien decida que hace falta carné de bloguero para tener tu huequito en la red, y se nos obligue a enviar una lista de comentaristas al Ministerio de Industria. O igual nos aplican el estatuto del periodista ese que prepara Izquierda Unida y nos cierran el blog por no ser “veraces”. Me preocupa, en suma, que tras la denuncia, y en nombre de la protección a la ciudadanía, es posible que llegue la regulación.

Y, entonces, los amigos de los que nos llaman fascistas es posible que nos den una lección práctica de fascismo. Es posible que nos tiren el Estado encima. Con esa prepotencia del que, harto de comer mierda, encuentra por fin alguien más débil que él al que machacar, al que aplastar. Es posible que nos hagan una ley retroactiva o con nombres y apellidos, según técnica legislativa muy al uso.

Todo, salvo intentar rebatir el argumento con argumento, salvo el debate valiente con las armas de cada uno. Su tolerancia llega hasta donde llegan sus apriorismos. Si se les pide que demuestren por qué tienen razón, si no se les concede por hipótesis, se cabrean, y se cabrean mucho.

No, señores, no somos fascistas. Simplemente, no creemos en la superioridad moral de la izquierda –en general, en la superioridad moral de nadie- y nos permitimos la osadía de poner en tela de juicio multitud de cosas que ustedes, allá ustedes, dan por hechas sin mayor discusión. No hay nada que temer, de veras. Las filas están prietas, no va a haber desbandada alguna, los periódicos correctos y las radios correctas siguen siendo líderes indiscutibles de audiencia. No merece la pena emplear calificativos tan gruesos para atacar a quienes, modestamente, sólo queremos dejar constancia de nuestra discrepancia, cuando la haya. Ejercer nuestros derechos ciudadanos. Como Otegi, vaya.

domingo, febrero 26, 2006

MANIFIESTO POR OCCIDENTE

El catedrático de filosofía de la Universidad de Pisa y Presidente del Senado de Italia, Marcello Pera, ha liderado, a título personal, la publicación de un manifiesto titulado L’Appello per l’Occidente (la Convocatoria por Occidente) que merece, en todo caso, un saludo y una reflexión. En mi caso personal ha merecido también la adhesión de la que he dejado constancia expresa en el espacio habilitado en el sitio web donde puede encontrarse el texto italiano original. Explicaré por qué. No me consta que haya traducción oficial al español (sí al inglés, disponible en la página), por lo que ofrezco yo la mía, pidiendo disculpas por mi falta de competencia en la lengua de Dante, y recomendando vivamente la lectura del original:

Las razones de nuestro compromiso

Occidente está en crisis. Atacado desde el exterior por el fundamentalismo y el terrorismo islámico, es incapaz de responder al desafío. Minado en el interior por una crisis moral y espiritual, no encuentra el coraje para responder. Nos sentimos culpables por nuestro bienestar, mostramos vergüenza de nuestras tradiciones, consideramos el terrorismo como una reacción a nuestros errores. El terrorismo, sin embargo, es una agresión directa contra la Civilización y contra toda la Humanidad.

Europa está inmóvil. Sigue perdiendo natalidad, competitividad y unidad de acción en la escena internacional. Esconde y niega su propia identidad y por eso fracasó en el intento de dotarse de una Constitución legitimada por los ciudadanos. Determina una ruptura con los Estados Unidos y hace bandera del antiamericanismo.

Nuestras tradiciones son objeto de discusión. El laicismo y el progresismo reniegan de costumbres milenarias en nuestra historia. Se desprecian los valores de la vida, de la persona, del matrimonio, de la familia. Se predica la igualdad de los valores de todas las culturas. Se permite sin guías ni reglas la integración de los inmigrantes.

Como ha dicho Benedicto XVI, hoy “Occidente ya no se quiere a sí mismo”. Para superar esta crisis, necesitamos más compromiso y más coraje por nuestra civilización.

Occidente

Nos comprometemos con la reafirmación de los valores de la Civilización Occidental como fuente de principios universales e irrenunciables, oponiéndonos, en nombre de una tradición cultural e histórica común, a cualquier intento de construir una Europa alternativa y contrapuesta a los Estados Unidos.

Europa

Nos comprometemos con la refundación de un nuevo europeísmo que reencuentre en la inspiración de los padres fundadores de la Unidad Europea su verdadera identidad y la fuerza para hablar al corazón de los ciudadanos.

La seguridad

Nos comprometemos a hacer siempre frente al terrorismo, considerándolo como un crimen contra la Humanidad, a privarle de justificación o apoyo, a aislar a todas las organizaciones que atentan contra la vida de los civiles, a enfrentarnos a los predicadores del odio. Nos comprometemos a dar nuestro pleno apoyo a los soldados y a las fuerzas del orden que tutelan nuestra seguridad, tanto en el interior como en el exterior.

La vida

Nos comprometemos a apoyar el derecho a la vida, de la concepción a la muerte natural, y a considerar al no nacido como “alguien”, titular de derechos que deben ser objeto de equilibrio con otros, nunca como “algo” fácilmente sacrificable con fines diversos.

La subsidiariedad

Nos comprometemos a apoyar el principio de “tanta libertad como sea posible, tanto Estado como sea necesario”, resaltando así la primacía cristiana y liberal de la persona y los cuerpos intermedios de la sociedad civil y la concepción del poder político como una ayuda y un instrumento de la libre iniciativa de los individuos, familias, asociaciones, compañías y voluntariado.

La familia

Nos comprometemos a reafirmar los valores de la familia como sociedad natural fundada en el matrimonio, digna de protección y diferente de cualquier otra forma de unión o vínculo.

La libertad

Nos comprometemos a difundir la libertad y la democracia como valores universales válidos en todas partes, tanto en Occidente como en Oriente, en el Norte como en el Sur. No pueden existir los privilegios de pocos al precio de la esclavitud de muchos.

La religión

Nos comprometemos a reafirmar la separación entre Estado e Iglesia, sin caer en la tentación laicista de relegar la dimensión religiosa únicamente a la esfera de lo privado.

La educación

Nos comprometemos a defender y promover la libertad de educación sin negar la función de la enseñanza pública. Entendemos por ello la plena equiparación de la escuela no estatal con la estatal, aplicando también en este terreno el principio general de subsidiariedad.

Italia

Nos comprometemos a hacer nuestra Patria más digna. A exaltar los valores del conservadurismo liberal, a fin de que la mejora de las libertades públicas e individuales se acompase con el mantenimiento de nuestras tradiciones. No puede ser libre ni respetado quien abjura de las propias raíces.

Occidente es vida. Occidente es civilización. Occidente es libertad.

Cámbiese, claro, en mi caso, “Italia” por “España” –en el caso de cualquiera, cualquier otro rincón de Europa-. ¿Debo adherirme? Pienso que sí. Ahora, el porqué.

Comenzaré diciendo por qué no pondría mi firma al pie de este texto. No lo firmaría porque está sesgado hacia un conservadurismo que, probablemente, no comparto. Porque es innegable, y muy propio de la derecha italiana, su componente demócrata cristiano. Y porque campea en él la doctrina de la Iglesia empezando, y aunque esto es lo de menos, por el acogerse a la autoridad de Benedicto XVI –digo que es lo de menos porque, incluso desde el laicismo más extremo pero fundado en la razón y en la historia, la referencia moral al Santo Padre está bien justificada-. No lo firmaría, pues, porque caben muchos matices.

No obstante, no hace falta mucho esfuerzo para comprobar que no es ya que este texto sea fácilmente cohonestable con la Constitución española sino que, en muchos puntos, la reproduce, al igual que ésta reproduce otros textos anteriores. Este manifiesto no sólo es conciliable con el consenso de valores que inspiran la sociedad en la que yo vivo –al menos hasta que alguien tenga por fin la valentía de dejar de apuñalarlo por la espalda y proponga otro- sino que es un recordatorio del mismo.

Creo, en fin, que el texto es un buen punto de encuentro no ya para liberales y demócrata cristianos, sino también para socialdemócratas de buen sentido. Si en 1978 fue nuestro mínimo minimórum, no veo por qué ha de dejar de serlo ahora. Discreparemos en muchas cosas, qué duda cabe, pero ese mínimo no tiene por qué haber cambiado.

Y es ahora cuando la reafirmación de lo mucho que nos une y el soslayar lo que nos separa es oportuno. Porque Occidente nunca ha estado tan amenazado desde 1939. Y es por las mismas razones. No porque haya un enemigo exterior –el nazismo era geográficamente interior, pero ideológicamente exterior, porque se basaba en la negación de toda la tradición liberal y judeocristiana para dar lugar a la más acabada versión del “no-occidente” conocida hasta la fecha-, que siempre lo ha habido en las puertas, sino porque hay un enemigo interior, más poderoso que nunca.

Entonces el enemigo interior fue el liderazgo de los cobardes. Ahora, esos mismos cobardes vuelven, pero pertrechados de una ideología nihilista, de una ideología del “todo vale”, la ideología del “como sea”. Dispuestos a trocar nuestros cuatro pilares tradicionales –ya se sabe, filosofía griega, derecho romano, judeo-cristianismo y ciencia moderna- por media docena de libros de autoayuda y una “fusión de zen e imbecilidad” que sería patética si no fuese tan dañina.

Occidente que, de muy antiguo, ha llevado en sí el germen de la crítica, a veces sana y a veces no, siempre ha salido fortalecido y reafirmado de las sucesivas crisis de identidad. Pero esta vez es distinto, porque esta vez los críticos están animados no por un afán de mejora, sino por un simple afán de destrucción. Lo dice Benedicto XVI, pero lo dice también André Gluksmann: Occidente se odia a sí mismo tanto o más de lo que le odian los ajenos.

Qué decir de esa intelectualidad indecente hasta la náusea que, no contenta con el espectáculo bochornoso, se apresta a darle coartadas. Es la que dice que todo aquello en lo que creemos “ya no vale” –curiosamente, son los mismos que no pierden ocasión de apoyarse en todas esas creaciones “inválidas”, como el derecho internacional, cuando de zaherir se trata-, debe ser “actualizado”. Los Zapatero y compañía no van a demoler la democracia, sino que la van a convertir en “avanzada”. No van a sustituir personas por territorios, sino que van a “profundizar en la descentralización”. Canallas los unos, pero miserables los otros, enterradores de la más acrisolada tradición del pensamiento crítico.

Pues yo afirmo que todo eso que está “superado” no sólo no lo está, sino que vuelve a estar más vigente que nunca. Desde la Constitución Americana a la española de 1978, pasando por los sucesivos textos de declaraciones de derechos que son el precipitado de dos mil años de evolución política.

Lo afirmo, y afirmo que estaré con quien lo proclame, en España, en Italia o en la Cochinchina. Sea Papa, Presidente de los Estados Unidos o ciudadano raso.

sábado, febrero 25, 2006

AEROPUERTOS

El debate en torno a la titularidad del Aeropuerto de El Prat y algunas otras infraestructuras que no son catalanas pese a estar en Barcelona, sino que tienen dimensión nacional es muy llamativo. Los nacionalistas catalanes no ocultan, por ejemplo, que quieren la gestión del aeródromo barcelonés para hacer competencia al aeropuerto de Madrid (ya, ya sé que es para compensar la desleal gestión que, desde la meseta, practican Aena e Iberia).

Desde una perspectiva nacional –y sin negar que las comunicaciones de Barcelona puedan necesitar mejoras, por supuesto-, ese planteamiento es irracional. Un país como España, de pequeñas dimensiones, no puede permitirse tener más de un gran hub, un gran aeropuerto distribuidor de tráfico. Ningún país de nuestro entorno lo tiene, sin perjuicio de que puedan tener aeropuertos secundarios muy importantes. Lo mismo puede decirse de grandes puertos u otras grandes infraestructuras. Y también, si se me apura, de centros de investigación, universidades u otros entes cuya calidad está reñida con la cantidad, admitiendo una nación pequeña, como la nuestra, sólo un número muy limitado.

Por otra parte, las grandes compañías aéreas –que son las que dan vida a los aeropuertos- intentan emplear un solo gran centro (de hecho, una única terminal, cuando ello es posible). Iberia ha elegido Barajas, como Air France París-Charles de Gaulle, British Airways Londres-Heathrow o Lufthansa-Frankfurt. En Estados Unidos, el modelo es diferente pero, aun así, también las compañías tienen un aeropuerto preferente.

En fin, allá ellos. Con todo, interesa recordar que estos planteamientos no suelen presentarse de modo tan indisimuladamente localista, sobre todo cuando los exponen los socialistas. Suelen escamotearse tras teorías sobre “la España en red” o la “España descentralizada”. En realidad, cuando los catalanes hablan de descentralización lo hacen de bicefalia. Hablando de instituciones, si España llegara a ser un estado tan descentralizado –en cuanto a localización geográfica de los entes estatales- como, pongamos, Alemania, la cosa no giraría entre dos. Alemania tiene el Gobierno entre Berlín y Bonn, el banco central en Frankfurt, el Tribunal Constitucional en Karlsruhe, la Policía Federal en Colonia, el Servicio Secreto en Munich... Trasladado a nuestro ámbito, ello podría significar Gobierno y Congreso en Madrid, Senado en Barcelona, Tribunal Constitucional en Sevilla, Tribunal de Cuentas en Santiago, Defensor del Pueblo en Zaragoza,... No necesariamente todo entre la Capital del Reino y la Ciudad Condal. Esto resultaría onerosísimo, pero podría discutirse.

El caso es que ni siquiera en estos, escasos, países (Suráfrica podría ser otro ejemplo, con las Autoridades dispersas entre Pretoria, El Cabo y Johannesburgo) en los que se da una descentralización administrativa suele darse también una descentralización de lo que, en lógica, debe responder a decisiones de mercado. El principal aeropuerto de Alemania está en Frankfurt, y no hay ningún plan del Gobierno Federal, ni de ningún otro, para construir un aeródromo que rivalice con él, aunque ellos signifique sea más fácil llegar a la ciudad de Hesse (por cierto, creo que la capital de Hesse es Wiesbaden, así que a la capital financiera del país y su puerta de entrada al mundo no le cabe ni tan siquiera el honor de encabezar su propio Land) que a la capital federal, Berlín.

Me imagino que no lo hacen porque entienden que sería un verdadero sinsentido. Alemania es un país más pequeño que España, y con muy buenas comunicaciones interiores, incluidos vuelos entre Frankfurt y otras principales ciudades –que también, aunque menos que Barcelona, gozan de conexiones con el resto del mundo-.

En un contexto europeo, además, es cabal que ciertas infraestructuras –a bote pronto, se me ocurre el puerto de Rótterdam- puedan dar servicio a regiones que cubran más de un país -¿alguien pretendería, por ejemplo, que un puerto belga, empezando por el tradicionalmente importante de Amberes, compitiera con el gigantesco puerto holandés?-. Incluso el continente termina por ser pequeño para ciertas cosas. Quizá venga a cuento recordar que tres países escandinavos decidieron un buen día que, siendo países poco poblados, pudiera ser excesivo el lujo de tener tres compañías aéreas de bandera, y por eso nació SAS (que pasa por ser una de las mejores aerolíneas del mundo y cuyos aviones enarbolan sin problemas los pabellones sueco, danés y noruego).

Lo que no entienden los nacionalistas catalanes, como mucha otra gente, es que los mercados tienen una lógica particular, no demasiado afectada por los billones de euros que algunos decidan enterrar. Iríamos mejor servidos todos, madrileños, barceloneses y españoles en general si contáramos, como los alemanes, con buenas infraestructuras de transporte internacional, estén donde estén, y con buenos medios para moverse por el interior del país.

Pero, no. Cuando por fin esté ese AVE que los usuarios del Puente Aéreo esperan como agua de mayo, lo convertirán en el cercanías más caro del mundo –parará en Lérida, Tarragona, Reus, El Prat y vaya usted a saber dónde más-. Y tendrán su aeropuerto, aunque tengan que llenarlo de líneas aéreas subvencionadas para poblarlo. Faltaría más, para eso está el contribuyente.

¿VENDIDOS AL CAPITAL? NO, POR DESGRACIA

Me entero, vía Freelance Corner, de que un tal Antonio Fraguas –de cuya existencia no tenía idea hasta ayer mismo, pese a su famoso apellido-, además de suscribir la extendida idea de que la blogosfera es un nido de fachas (aunque lo que al tipo parece disgustarle es que la acera de enfrente no tenga su propia presencia, más que el fenómeno blog en sí mismo) dice que estamos vendidos al capital. Extiende la sospecha de que los blogueros liberales, o conservadores, o lo que sea que no siga los dictados del universo prosaico, estamos financiados por gente que, librándonos del engorroso esfuerzo de trabajar, nos dejaría tiempo libre para dedicarnos al acoso sistemático al progreso y el buen hacer del Esdrújulo y su banda.

Uniéndome a Emilio Alonso, por si alguien me incluyera en el saco, diré que no me gano la vida con esto. Más bien, me resulta oneroso, y sólo la pasión de escribir y el saber que cierta gente me lee y a veces hasta le gusta lo que escribo me compensa de las muchas horas que le echo, a costa, claro, de renunciar a otras actividades placenteras. Y lo hago también por la misma razón que anima al excelso propietario de Freelance Corner: porque me sale de los cojones.

Las razones genitales son más que suficientes para acometer esta empresa, pero, no obstante lo anterior...

Si cualquier amable patrocinador tuviera la absurda idea de retirarme de mis ocupaciones laborales para poder dedicar mi tiempo en exclusiva a escribir, se lo agradecería infinitamente. Quiero decir que ojalá que la parida del tipo ese sobre la financiación fuese cierta.

Puede que haya quienes tengan la suerte de poder dedicarse en exclusiva a darle a la tecla, porque alguien les procure sustento... ¿y? Como de costumbre, cuando no se tiene absolutamente nada que decir, la izquierda vuelve a recurrir al argumento tangencial, a lo que no tiene nada que ver. Una opinión es una opinión, digo yo, sea la de Agamenón o la de su porquero.

La blogosfera está tan a su disposición como a la de los demás. Pero parece que son ellos los que sólo son capaces de expresarse cuando lo hacen a tiempo completo y con el riñón convenientemente forrado.

Chicos, lamentamos que no tengáis nada que decir, o que los mayores de la tribu no os lean.

viernes, febrero 24, 2006

LES VAN A ECHAR LA CULPA, SEGURO

Confieso que cuando leí a Cayetana Álvarez de Toledo, al final de una columna algo así como que (perdón si me falla la memoria y la cita no corresponde exactamente, pero creo que la idea era ésta) “el PSOE empezó la legislatura responsabilizando al PP por los 198 muertos del 11M y puede terminar con el PSOE responsabilizando al PP si ETA vuelve a matar” no me lo quise creer. Aun a sabiendas de que la izquierda española no destaca por su nobleza –y, en efecto, ahí está la infame asociación de ideas que el PSOE y sus terminales mediáticos se dedicaron a promover en aquel fatídico 11M- no creí que fuera posible.

Hoy mismo, una columnista de El País (Soledad Gallego) viene a desmentirme. Por supuesto, las cosas no son directas. La columnista se plantea “la imposibilidad” de que el PP permanezca mucho tiempo fuera del proceso, “por lo que ello supondría”... A buen entendedor pocas palabras bastan.

Es más que probable, pues, que, como denuncian algunos, el objetivo del proceso sea doble: la “pacificación” de Euskadi y neutralizar, esta vez casi definitivamente, a la derecha democrática. Eliminar la alternancia.

Los medios de comunicación afines al PSOE trabajarán con denuedo para lograr que la sociedad española acepte cualquier clase de concesiones al nacionalismo vasco. “Autodeterminación” (esto es, independencia o, incluso mejor, fórmulas al estilo de “lo mío, mío y lo tuyo, de los dos”, de esas que tanto complacen a nuestros nacionalistas) y “territorialidad” (o sea, Navarra) entrarán en el debate, primero, de rondón, en forma de “reflexiones interesantes”, “hipótesis de trabajo” y “que pasaría si” –muy al estilo que caracteriza al PSE últimamente-. Una vez que la intelligentsia haya lanzado el “reto intelectual” o haya tenido “la valentía” de abrir todo esto a “la libertad de expresión”, será cuestión de que la opinión se vaya ahormando, de que el nuevo lenguaje vaya triunfando de que funcione, en fin, aquello del “ser de izquierdas es no ser de derechas”. No hace falta más que un ejercicio de desvergüenza y deshonestidad intelectuales no mayor que aquel a que nos tienen acostumbrados.

No nos engañemos, por supuesto que buena parte de los españoles no aceptarán jamás los términos en los que va a desenvolverse la negociación –porque no puede desenvolverse de otro modo-, pero otra parte significativa, sí. Los menos, por no perder la pose progre, los más, como producto del hastío, las ansias no ya de “paz” sino de que el problema vasco deje de atosigar, de agobiar, de molestar, en suma.

Pues bien, si la iniciativa tiene éxito –quiero decir, si consigue sus fines, que es que ETA lo deje, porque a la vista está que el “éxito” del disparate en que esto puede convertirse es más que relativo- será, en principio, a pesar del PP. Si fracasa, será, seguro, por su culpa. El PP pierde en cualquier escenario, si es que los terminales mediáticos hacen correctamente su trabajo, que lo harán, porque profesionales son un rato.

Con todo, lo que más me preocupa en este escenario no es la táctica socialista –que me temo que puede darse por descontada-, sino si el PP será capaz de aguantar la presión. La perspectiva no es muy halagüeña, es verdad, como bien avisa la columnista de El País (“atente a las consecuencias, muchacho”). El mensaje es muy intimidatorio. Pero es absolutamente necesario que la derecha democrática resista, aun a riesgo de perderse.

Lo único que se interpone en este momento entre nosotros y un abismo es una oposición política firme, que no debe achantarse ante la posibilidad de ser arrasada. Aunque sólo sea porque, si reflexiona un poco, entenderá que las perspectivas tampoco son mucho mejores en cualquier otro escenario. Al ser el único partido nacional y constitucionalista que queda en España, el PP ha ligado su suerte, irremediablemente, al país y su constitución. Va a compartir su destino, sea éste el que sea.

Es verdad que lo cabal es siempre que la oposición apoye las iniciativas antiterroristas del Gobierno. Es verdad, como repiten hasta la saciedad en medios gubernamentales, que así ha sido siempre. Pero en ningún caso el PP –ninguna oposición, en realidad- tiene por qué apoyar estrategias suicidas o incomprensibles (más lo segundo que lo primero). Y es dudoso, incluso, que el Gobierno Zapatero tenga política antiterrorista propiamente dicha. ZP tiene otra cosa, no sabemos qué, pero otra cosa.

Les van a echar la culpa, seguro. Que vayan contando con ello.

martes, febrero 21, 2006

¡OJO!, FUEGO REAL

En un tan extenso como acertado editorial, ayer, el diario El Mundo apuntaba a una aterradora posibilidad, ¿habrá confundido Zapatero los juegos de salón con el fuego real?

Se trata, una vez más, de estar a vueltas con la posibilidad de exportar a Euskadi la “solución catalana”. Dicho sea de paso, la “solución catalana” tiene poco de solución, a la vista de que no sólo no ha traído calma al debate nacional, sino que ha abierto una auténtica fractura en la propia sociedad catalana. El desmadre político que se vive hoy en el Principado tiene pocos parangones, con un Gobierno –un tercio del mismo, al menos- manifestándose contra sí mismo y cien mil personas clamando abiertamente por la independencia ahora que, por fin, habíamos logrado (se supone) el milagro del encaje definitivo en la España plural y demás. Si algo no se puede negar es que vivimos una auténtica fiesta de la libertad de expresión. Ha dejado de haber tabúes y a la independencia se la llama por su nombre. Así nos entenderemos todos mejor.

Ahora bien, sin negar esos ribetes peligrosos –el caos tiene cada vez menos de virtual, es cada día más real- el estatuto de Cataluña pertenece todavía al género de los juegos de salón. Esa especie de esgrima a la que tan aficionados son los políticos, en la que se trocan artículos por preámbulos, ideas por declaraciones solemnes y, en fin, el proceso se justifica a sí mismo, sin que sea preciso llegar a ninguna parte exactamente. El estatuto es un medio más que los políticos emplean como eufemismo de otra lucha más sustancial por la preeminencia dentro de un sistema, sea el catalán, sea el nacional. Ni CiU, ni el PSC, ni, probablemente, la propia ERC pretenden, en el fondo, nada serio. Su mente y su vista están puestas en el siguiente round, en la siguiente legislatura. Dan por hecho que la habrá.

No es que este juego sea inocuo, ni mucho menos, pero aún es posible jugarlo. Los jugadores están, más o menos, cortados por el mismo patrón. Ni siquiera los Carod, Puigcercós y compañía son del todo outsiders. Se calman al pisar moqueta, como todo hijo de vecino, y es la perspectiva de dejar de pisarla lo que verdaderamente les solivianta.

En este contexto, Rubalcaba puede jugar a Fouché –símil de El Mundo- o Zapatero a Richelieu, o Mas a Bismark, si me apuran. Siempre es posible que el asunto se les vaya de las manos, pero, al final, suele tener sentido la pregunta que, dicen, le hizo ZP a Puigcercós: “¿y esto cómo se arregla?” Todo tiene arreglo, Presi.

Ahora bien, este bagaje intelectual es totalmente inválido cuando uno deja de tener enfrente Fouchés de pacotilla o tipos jugando al táctico. Cuando ETA diga “autodeterminación” y “territorialidad” no estará hablando de ningún preámbulo. No se la va a convencer con frases al estilo del “inicio del principio del comienzo de”.

Me pregunto si esto ha sido bien calibrado. A base de sonrisas y preámbulos, a base de meter sólo la puntita de la inconstitucionalidad, no va a valer. Ni siquiera valdrá, probablemente, la oferta de ir dinamitando el Estado poco a poco.

Mucho me temo que quienes piensan que ETA y compañía quieren negociar un final honroso yerran. Más bien, tienen toda la pinta de querer sellar un auténtico tratado. Nada de preámbulos. Navarra y el Ruhr, el Rosellón, y la Cerdaña, si me apuran. Será que son menos cultivados –probablemente- o que están verdaderamente tarados –seguro- pero tiene toda la pinta de que estos tipos no saben de sobreentendidos, medias verdades, sofismas y eufemismos.

En su diccionario, las palabras tienen una única acepción, al menos hasta la fecha. “Autodeterminación” quiere decir “independencia”, “territorialidad” quiere decir “me quedo con Navarra” y “negociación” es que todos cedemos un poco. Ellos dejan de matar, y el Gobierno cede todo lo anterior.

Ya digo, será que no les dan más de sí las entendederas. Pero yo no me arriesgaría a enseñarles eso del “sentimiento identificado por el Parlamento”.

lunes, febrero 20, 2006

DE PAZ, NO

Pues no, señores nacionalistas vascos, señores adláteres dizque de izquierdas, comemierdas y arrastrados de todos los partidos. Mal que le pese a mucho hijo de Satanás con sotana, a mucho aspirante a Nóbel de la estulticia y a mucho, mucho malnacido, traidor no ya a su patria, sino a la sangre de los más cercanos, aquí no va a haber ningún proceso de paz. No lancen ustedes las campanas al vuelo, porque si algún día llegan a mediar en algo, no podrá campear con tan noble nombre en su currículo de colaboracionistas.

No podrá haber un proceso de paz porque es ontológicamente imposible. “Hacer la paz” exige haberse declarado previamente la guerra. Y hace falta estar muy enfermo o muy tarado para pensar que ha habido una guerra. Basta para probarlo la nómina de víctimas, todas del mismo lado. Al menos, en el lado del abuelo de Zapatero –que no sé muy bien cuál era, pero me lo imagino- se defendieron hasta que cayeron. Unos cuantos se llevaron por delante. Así que no es lo mismo, señor presidente.

Y es que, si aquí hubiera habido una guerra, les aseguro que se habrían acabado, hace tiempo, los concursos de pintxos, las tardes de vinos y la vida alegre. Se habría acabado el ir tan tranquilos, los domingos por la tarde, a ver jugar al Athletic. Como en Irlanda, ¿verdad?

Si aquí hubiera habido una guerra, aquellos que hubieran cometido o amparado crímenes, no hubieran tenido derecho que les amparara. Se lo aseguro. No hubiera sido cuestión de media docena indocumentados encabezados por un chulo del tres al cuarto. No. Más de uno no hubiera tenido dónde esconderse.

Si aquí hubiera habido una guerra, más de un degenerado mental hubiera entendido, y bien, qué es eso de la “socialización del sufrimiento”. Ellos, y sus familias.

Si aquí hubiera habido una guerra, no cabría la menor duda de quiénes son los vencidos. Y tampoco duden que hubieran llovido las condenas internacionales. Incluso, quizá, algún cineasta se hubiera interesado por su caso. Pero poco más. Irlanda, sí, Irlanda. Podrían pedirle al dichoso cura ese que pulula por donde no debe que, en justa correspondencia, les lleve a chiquitear por su tierra. A ver si se toman chiquitos igual de bien en todos los países en guerra.

Porque, paradojas de la vida, los muertos, los mutilados, los humillados, los escarnecidos, las viudas, los huérfanos... han estado siempre respaldados por cerca de cien mil hombres armados que, a la voz de “ar”, hubieran dejado aquello hecho un erial.

Orgullo de raza. Seguro que hubiera habido resistencia sí. Seguro que se hubieran emputecido bien las cosas, ¿verdad? Como en Irlanda. A votar, a llevar a los niños al colegio, a ir al trabajo, entre alambradas, entre tanques. Por cada caído, veinte. Pregúntenle al cura, pregúntenle.

Pero no ha sido así. Ustedes han seguido atracándose de pintxos y viendo morir al de al lado sin mover un músculo. Gracias a que no ha habido ninguna guerra. Y es bueno que haya sido así, porque lo contrario nos hubiera envilecido, nos hubiera arrojado a la sima de la miseria moral. Seríamos iguales.

No se me olvidará nunca. Cuando la Guardia Civil rescató a Ortega Lara, uno de sus captores, al ver al agente que entraba, aquel gudari... se meó encima. Bajo una tapadera, en un inmundo agujero, tenía retenido a un hombre al que, ya reducido a la condición de espectro, pretendía dejar morir de hambre. Aquel despojo humano, cobarde hasta la náusea ¡se meó de miedo! Pero aquel guardia civil se sobrepuso al asco y, me imagino, le llevó ante un Tribunal para que aquel ser despreciable, supongo también, ya recuperado del susto, cantara el Eusko Gudariak.

Ese guardia civil, su templanza, como la de tantos otros, como la dignidad de las víctimas, nos ennobleció. Dignificó nuestra democracia con su actitud, como la dignifican todos los días policías, guardias civiles y jueces que combaten sin desmayo, incluso cuando son mandados por gente indigna.

Que nos respeten, al menos, en el lenguaje. Llámenlo como quieran -recurran a Egíbar, que es muy imaginativo para esto de los eufemismos-: proceso de rendición, de claudicación, de negociación... como les salga de las narices.

De paz, no.

domingo, febrero 19, 2006

DELENDA EST MARAGALL

Si el gran Forges saliera un rato del pozo de sectarismo en el que está instalado y pusiera su talento al servicio de la observación de toda la realidad, no sólo una parte, quizá encontraría motivos para dibujar unos cuantos militantes y votantes socialistas haciendo cola frente a una máquina que pusiera algo así como “desahogadódromo: dé su patada verbal a Maragall por 5 céntimos”.

Parece indudable que el pacto Zapatero-Mas (¿o deberíamos decir el segundo pacto?) abrió la veda del Muy Honorable, le convirtió, a decir de muchos, en un cadáver político.

En medios y ambientes prosocialistas parece que se agradece este pim-pam-pum. Parece que se agradece este remedio contra el estrés. Él tiene la culpa de todo cuanto nos sucede. Por él, por sus personalismos, nos encontramos desquiciados y fuera de todos los cánones.

Que la política es injusta y muchas veces cruel está fuera de toda duda. También lo está que, en su corta estancia en el Palacio de San Jaime, don Pasqual ha acumulado deméritos más que suficientes para no repetir. Pero todos sabemos que esos deméritos no son de los que, habitualmente, hacen que el partido te borre de la lista. A mi juicio, se está intentando que Maragall asuma responsabilidades propias y ajenas. Bien está que el ex alcalde tome el camino de su casa, pero no que eso permita que otros se vayan de rositas.

Se dice que fue cosa suya la creación del dichoso tripartito (el tripartito por excelencia) y que ha sido incapaz de atar corto a ese incómodo socio que es ERC. Ambas cosas son sólo parcialmente ciertas.

El tripartito, hoy experiencia fallida, fue saludado como el heraldo de una nueva era. Cataluña como el gran experimento, ¿recuerdan? Al menos yo no detecté atisbo de la menor incomodidad en las visitas de Zapatero a Barcelona. Más bien todo lo contrario, más bien la sensación de los primeros balbuceos de la “política del siglo XXI”. Quizá hubo quienes pensaron que CiU hubiese sido mejor opción. Es verdad que Maragall se erigía, entonces, en obstáculo insalvable, porque él no hubiera podido presidir un gobierno con los convergentes. Cabe la objeción, claro, de que, a menos que se estén cayendo las columnas de Santa María del Mar, un gobierno PSC-CiU, en Cataluña, es la tumba del sistema democrático, pero esto no le importa nadie, sobre todo habida cuenta de que ya parecen maquinar una gran coalición para el futuro próximo. En fin, que Maragall puso de su parte, pero contó con parabienes de su entonces patrocinado en Madrid.

Que ERC es un socio que uno no querría ver ni en pintura va de suyo. Pero, de entrada, es lo que hay, eran imprescindibles para lograr el objetivo. Y no ha sido Maragall quien les ha llevado al auténtico estrellato político. De nuevo, ha sido ZP. Ha sido nuestro Esdrújulo, no Maragall, quien ha llevado a Esquerra a las portadas de todos los diarios, quien ha dado a su medio millón de votos un peso fuera de lo común. Y podemos matizar aún que lo que Pasqual hizo por necesidad –las cuentas no cuadran, si no- lo hizo José Luis por devoción, porque él si tenía, y tiene, alternativa. Reprodujo a escala nacional el experimento catalán, lo cual viene a avalar la tesis de que no lo encontraba –a diferencia, por lo que se ve, de muchos de sus compañeros de partido- nada descabellado.

Y, por fin, el estatuto. El gran pecado de Pasqual, su torpedo contra la línea de flotación del Estado y contra la cohesión del partido y los diferentes territorios. Iba en su programa electoral, e iba no ya bendecido por Zapatero, sino estimulado en la famosa arenga del Sant Jordi. Un estatuto diseñado contra Mariano Rajoy y su posible mayoría. Un torpedo contra el Estado, sí, pero contra un Estado diferente.

Puede reprocharse a Pasqual que continuara a piñón fijo con la estrategia, cual si nada hubiera ocurrido en marzo de 2004. Pero es que, amigos, la política es un fluido, uno no controla tan fácilmente sus evoluciones dentro de ella. Es posible, sí, que la andanada estatutaria se le fuera a Maragall de las manos. Pero el yerro pudo ser enmendado a tiempo, si se hubiera querido.

Que el estatuto saliera vivo de Barcelona no es responsabilidad de Maragall. Antes al contrario, la posición electoral de don Pasqual y sus socios hubiera ido mejor servida con un cortocircuito en el Parlamento Catalán. Por unos instantes, fue posible matar dos pájaros de un tiro: desembarazarse de un estatuto que ya no quería nadie y poner a CiU contra las cuerdas, obligarla al pecado de lesa patria de votar no. Pero entonces vino el primer pacto Zapatero-Mas, y el resto es conocido.

¿Ha de pagar Maragall por un asunto ventilado, fundamentalmente, en dos reuniones en las que él ni siquiera estuvo presente? Me temo que eso es tanto como castigar la complicidad dejando impune la autoría. Quienes claman contra Maragall y, al tiempo, se sientan en la misma mesa que el Presidente del Gobierno cometen una injusticia flagrante. O ambos, o ninguno. Y, en todo caso, sólo el que más manda, nunca el que menos.

El votante socialista puede, si quiere, hacerle el vudú a un monigote representando al Presidente de la Generalidad, pero creo que debería ser consciente de que es una forma algo supersticiosa de ahuyentar sus males, que vienen de otro lado y tienen un diagnóstico bien preciso. No es que el cielo haya hecho ninguna ventura a los catalanes ni al resto de los españoles poniendo a Maragall en San Jaime. Y es cierto que España es una Nación algo achacosa... pero no tanto como para que Pasqual la tumbe él solito.

sábado, febrero 18, 2006

SOBRE LA PEDAGOGÍA DE LA VIOLENCIA

Javier Gómez de Liaño se preguntaba hace unos días en una tribuna de un periódico por las causas que pueda haber tras la epidemia de violencia que parece haberse instalado entre nuestros jóvenes. A buen seguro, tras el hecho de que chicos a edades cada vez más tempranas cometan crímenes cada vez más execrables, subyace un fenómeno complejo, que no puede ser despachado con recursos fáciles. Seguro, también, que no todo puede ser achacado a simples conductas sociopáticas, habrá explicaciones racionales.

Una de ellas, a mi juicio clara, es que estamos enseñándoles, por vía de evidencia, a nuestros jóvenes algo que no dejamos de negar, en frases cada vez más huecas. A poco que se fijen en lo que pasa a su alrededor, concluirán que la violencia es poder, la violencia trae resultados y, a menudo, sus costes, si es que los tiene, no son en absoluto proporcionados. Piénsenlo, ¿si el precio es un suave correctivo, sin mayores consecuencias, por qué negarse el gusto de ser el rey del colegio por unos días? Todos sabemos que esta es una dinámica peligrosa, convertirse en agresores para no ser víctimas, sí... pero esta es una verdad en todo caso teórica y a plazo, mientras que los réditos de la violencia son bien prácticos al contado.

Si nuestros chicos leen la prensa o siguen los debates políticos, me temo que la dosis de realpolitik que pueden percibir es de todo menos pedagógica.

Verán cómo nadie se para a pensar si determinadas caricaturas son ofensivas para judíos, budistas o cristianos. Como nadie se reprime a la hora de motejar de “asesinos” y “torturadores” a gobiernos democráticos. Esa misma gente para la que todo son matices a la hora de tratar a según qué minorías étnicas o religiosas –merecedoras, sí, de todo el respeto, pero no más que otros- o a la hora de llamar por su nombre a las más repugnantes y criminales dictaduras, pierde mucho interés en afinar el discurso en otras ocasiones. La razón, claro, es que hace ya siglos que algunas confesiones religiosas dejaron de emitir sentencias de muerte, que sus feligreses no degüellan a los críticos y, en fin, que los gobiernos democráticos no suelen perseguir y encarcelar a los que se despachan a gusto contra ellos, en tanto que los dictatoriales lo hacen por norma.

Ya que aunque no se admite que nadie esté asistido del derecho a quemar embajadas o insultar impunemente, todo es apaciguamiento y peticiones de perdón, sólo cabe desear estar siempre en el lado de los que queman, no de los que son quemados, y en el lado de los que insultan, no de los que son insultados. A los agredidos y ofendidos no les queda más que la solidaridad de quienes nada más pueden hacer por ellos.

Verán también cómo quienes ejercen la violencia contra los estados y sus ciudadanos, quienes practican el terrorismo o sus equivalentes políticos, quienes van contra la razón y el derecho terminan por ver sus esfuerzos coronados por el éxito. Sea porque, simplemente, ganan la apuesta, sea porque terminan provocando tal hastío que las víctimas del castigo terminan perdiendo toda referencia moral y de principios. Sólo quieren que eso pare.

Cualesquiera que sean, por ejemplo, las concesiones que obtenga el mundo nacionalista vasco con ocasión de una posible entrega de las armas de ETA, ¿vamos a enseñarles a nuestros estudiantes que las obtuvieron a través de la convicción y del proceso racional que, se supone, es la única herramienta válida en una sociedad democrática? ¿Cómo les explicaremos que –en la mejor de las hipótesis posibles, en la de que no haya otras concesiones- algunos presos no tendrán por qué cumplir la pena que en justicia se les impuso y otros sí?

El Estado que impide llevar armas a los ciudadanos de bien, y que trata de incivilizadas a las sociedades en las que ese derecho está reconocido, les obliga, cada día, a participar en una lotería siniestra en la que pueden ser víctimas de quienes, sencillamente, decidan que no están por la labor de respetar las reglas de juego, de perturbados o de quienes, a las claras, hayan llegado a la conclusión, en un análisis coste-beneficio, de que es mucho más fácil tirar por otro camino. Ese Estado no sólo falla a menudo en la razón que aduce para arrogarse el monopolio de la fuerza –que es él quien otorga la protección- sino que permite que se mofen de ella, cuando no colabora activa o pasivamente en su escarnio y, en última instancia, le reclama mayores sacrificios, que se convierta en ejemplo de valores. Le pide, en suma, que no exija su incuestionable derecho de reparación, que perdone y, en el colmo de la desvergüenza, que se avenga a vivir conforme a unas reglas dictadas, en todo o en parte, por los propios criminales.

A veces, quizá no se calibra del todo bien cuánto daño puede llegar a hacer, en una sociedad, el virus de la injusticia. La evidencia, palmaria, de que algunos no sólo no son castigados por su comportamiento antisocial, sino que obtienen réditos de él. Es verdad, aquí también, que la escuela es una reproducción a escala del mundo en el que se incardina. Se dice –decimos- que la escuela no prepara adecuadamente para la vida adulta. ¿Estamos seguros de eso? Dígase, mejor, que la escuela no prepara para una vida adulta como quisiéramos que fuese.

viernes, febrero 17, 2006

¿ADIÓS AL ANGLOCENTRISMO?

En el British Council andan, por lo visto, muy preocupados por lo que parecen entender como el inicio del principio del fin del anglocentrismo en la enseñanza del inglés. Quizá no haya caído en la cuenta pero, si tiene usted más de veinte años, y ha estudiado inglés en España es harto probable que tenga muy arraigada la idea de que el mejor inglés se habla en Inglaterra, su concepto del buen inglés estará muy asociado al estándar de la BBC y casi seguro que sus materiales de estudio fueron producidos por editoriales de las Islas.

Nada hay de malo en ello, claro, salvo que, en realidad, esas concepciones dan una idea muy parcial de lo que es el inglés hoy en día. Me atrevería a decir, casi, que ni siquiera representan la realidad del inglés-inglés, aunque sólo sea porque pueden hallarse más variedades dialectales siguiendo el curso del Támesis que en todos los Estados Unidos (y el Támesis no es tan largo como el Misisipí).

Al cabo, los técnicos del instituto encargado de expandir la cultura británica por el mundo –y de custodiar la gigantesca industria de la enseñanza del idioma- se asustan al comprobar cosas como que el inglés se sigue valorando, sí, pero muchos empleadores por el mundo darían por bueno un inglés un poquito peor si viene acompañado de conocimientos de mandarín o de español, que son las dos grandes lenguas en expansión. Más aún, el pasmo es absoluto cuando, en ciertos países, empieza a preferirse a profesores no nativos –por ejemplo, se prefiere un belga a un galés para enseñar inglés en Polonia- y cuando se constata que, en reuniones internacionales, la gente está mucho más a sus anchas cuando no hay nativos de por medio; es decir, los hablantes de inglés como segunda lengua se entienden mejor entre ellos.

En realidad, asistimos a un fenómeno natural. La internacionalización del inglés como neoesperanto está dando lugar, progresivamente, a un idioma de nuevo cuño, un inglés fuertemente latinizado –el inglés internacional- y limado de muchas de sus asperezas gramaticales. Un inglés en los huesos. La riqueza de la lengua nativa –que, ya digo, tampoco es algo plano y uniforme, sino la suma de infinidad de variantes- es inaccesible, por tanto, a los hablantes que, por otro lado, no tienen mayor interés en ella. El nativo se convierte, pues, en hablante de una especie de dialecto trufado de modismos, formas, giros... que no aportan nada a la lengua como simple herramienta de comunicación. Se acabó el anglocentrismo. Adiós a la asociación mental entre inglés, lluvia, Big Ben, señor con bombín y el mundialmente famoso Francis Mathews. Inglés ya no va a ser sinónimo de fish and chips. Inglés ya no será, de por sí, sinónimo de nada.

Útil, sin duda, pero triste. Triste para los que amamos las lenguas al natural. Una lengua es un trabajo para toda la vida. Un organismo pleno de riquezas, que cada día muestra un camino nuevo. El inglés no merece ser reducido a mil palabras y despojado de sus atributos más característicos. Pobre inglés. A mí me da pena, la verdad. Supongo que cientos de miles de estudiantes obligados a pasar por las horcas caudinas del “imprescindible buen nivel” estarán pensando todo lo contrario.

Ahora bien, ahí tienen ustedes la prueba de que no siempre con una lengua viaja una cultura. Es posible que ambas cosas vayan separadas. Es posible disponer de un correcto vehículo de comunicación para tratar con clientes, en el que no se pueda contar chistes, ni hacer juegos de palabras, ni declaraciones amorosas. Se podrán leer folletos y carteles, mas no periódicos ni libros. En suma, se puede reducir una lengua a un código mínimo, apto para las necesidades propias de una segunda lengua en la que, al fin y al cabo, tampoco se pretende seducir a la vecina de enfrente.

En la arcadia soñada de algunos, ése es el papel que le corresponde al español. Cuando algún consejero autonómico dice que los estudiantes de su comunidad, al terminar la secundaria “dominarán las dos lenguas” (el español y la regional) quiere decir que serán capaces, en ambas, de pedir un vaso de agua. Puede, incluso, que puedan despacharse con una perorata en una presentación de dos horas, con vocabulario preciso y finura gramatical. Pero da mucha tristeza oír a esos estudiantes inmersos en sus lenguas vehiculares (se llama así, ¿no?, “inmersión lingüística” y “lengua vehicular”) hablar un español hueco, carente de alma.

No, no me refiero a un español con acento particular, o cuajado de regionalismos. No al español de México, ni al de Barcelona, ni al de Sevilla ni al de Puerto Rico... sino al español de ninguna parte. A la simple traducción –más o menos elegante- de la construcción equivalente en otra lengua diferente. Adiós al doble sentido, adiós a las cabriolas semánticas, adiós a las frases hechas que sólo son comprensibles si se conoce un determinado trasfondo cultural.

En fin, supongo que, en el currículo, los conocimientos de inglés ya no se pondrán en el apartado “idiomas”. Un idioma es otra cosa. Puesto que de códigos hablamos, “inglés internacional y conocimiento de aplicaciones informáticas” iría mejor.

miércoles, febrero 15, 2006

SUBCONSCIENTE TRAIDOR

No sé, igual es que tengo el alma emponzoñada por el sectarismo y la malquerencia. A lo mejor es que, como no se cansan de denunciar los voceros de la izquierda, mi visión del mundo y de la vida están totalmente deformadas por esa especie de callejón del Gato en que, según algunos, se ha convertido la blogosfera (inciso: nueva pedrada, hoy de Antonio Burgos en ABC contra el fenómeno blog, aunque me imagino que el no cargará contra esto “por ser un nido de fachas” – ya dijo hace mucho Carmen Rigalt que detectaba un penetrante tufo neocon en el mundo blogger hispano). Pero, qué quieren que les diga, a mí éste párrafo me ha resultado muy llamativo:

Peces-Barba no ha sido un transmisor de las consignas del Gobierno que le nombró. Reclamó la intervención de la Justicia para impedir el Congreso de Batasuna en Barakaldo, ha respaldado iniciativas como la del embargo de la cristalería del asesino de Baglietto, enviado un representante al pleno de Azkoitia en que se trató ese asunto, y tomado distancias con el optimismo de Zapatero respecto al fin de ETA

Lo entresaco de un editorial de hoy de El País, a propósito del Alto Comisionado, sus desventuras y, de paso, las de todos nosotros. No puedo evitar pensar que, en la premura del cierre, el redactor se dejó llevar por el subconsciente. De ahí esa sorprendente yuxtaposición. Si se atiende a lo justo de sus reclamaciones –intentar que no se humille a las víctimas, que se cumpla la ley...- y se coordina esto con la primera frase, se puede concluir –insisto, quizá no sin cierta mala leche- que El País sostiene que Peces es decente, precisamente, porque “no ha sido un transmisor de las consignas del Gobierno que lo nombró”.

Es también posible que la concatenación de ideas sea simplemente accidental. Idea, punto y seguido, idea. Pero no necesariamente cuestiones conexas. O también puede ser que, en el fondo, España y su opinión pública se dividan en dos grandes grupos: los que, constatando que Zapatero ha entrado en un juego peligroso le dan un margen de confianza y los que, constatando lo mismo, no lo hacen.

Pero el juego del Gobierno es evidente a propios y extraños. Y es hasta tal punto raro que se afirma, para sostener la buena voluntad de otros, que no participan de él. ¿A qué, pues, esas maneras de doncella ofendida cuando son otros los que apuntan con el dedo a esos comportamientos extraños, esa indisimulada pasividad, ese soslayar situaciones incómodas (como un congreso de víctimas, pongamos por caso)?

Dígase, si se quiere, que todo eso puede estar justificado y bien empleado si conduce al objetivo apetecido –que, eso no lo duda nadie, no es otro que obtener el silencio definitivo de las armas etarras, aunque para decir eso mismo otros prefieran emplear el eufemismo peneuvero del “cese de la violencia” (miento, falta ese matiz, jesuítico y cabrón, del “toda” violencia, pero es que hacen falta muchos años de práctica para llegar a ser tan malnacido)-, constrúyanse, si se prefiere, teorías de la “oportunidad reglada”, o acójanse quienes estén por la labor al amparo doctrinal del propio Peces, o de monseñor Uriarte, por citar sólo dos próceres que, en el pasado reciente, han reflexionado sobre la conveniencia de una aplicación “flexible” del derecho.

Pero no conviene negar lo obvio, y menos insultar a los demás por tener ojos en la cara. Vale acusarles de cortos de miras, que no es lo mismo. Hasta puede, con saña, decirse que lo que pasa es que hay quien, en su fuero interno, no desea el “fin de la violencia” y la “paz”. Será una infamia, pero al menos es una infamia opinable.

Si uno se empeña en negar la evidencia, debe tener en cuenta que ha de andarse con buen cuidado, por que enseguida podemos cometer deslices. De entrada, cualquier Otegi puede dejarle a uno en ridículo (pero, ¿esto lo sabe el fiscal general?). O, directamente, es posible que el subconsciente nos juegue una mala pasada y se mezclen ideas que no deberían aparecer nunca en el mismo renglón.

Vamos, que, a poco que se le saque punta, uno podría entender hasta que Peces ha sido muy bueno porque iba con las víctimas... no con el Gobierno.

lunes, febrero 13, 2006

VIVA LA COHERENCIA

Que la coherencia no cotiza al alza por estos lares es cosa sabida, pero no sabía que habíamos llegado a tal punto de esperpento. Leo en Hispalibertas que Unió amenaza con romper el pacto Zapatero-Mas si no se modifican algunos de los artículos del proyecto de estatuto catalán menos compatibles con la moral católica.

Dirán ustedes que nada más corriente. Al fin y al cabo, si en un texto legal uno se topa con un artículo que despide un tufillo sospechoso de no mirar mal la eutanasia, por ejemplo, lo lógico es que un partido demócrata-cristiano vote en contra. Ya. Pero es que ese partido se encuentra coaligado con otro, y todos al alimón fueron parte del noventa por ciento de diputados que, en la Cámara catalana, dieron vía libre al estatuto. Vamos, que son coautores del dichoso artículo que, por otro lado... ¡está bendecido por monseñor Martínez-Sistach (y es que, cuando de nacionalismo se trata, los prelados españoles son como Richelieu y empeñan todos el alma, cuya salvación puede ser en la vida eterna, por la patria, cuya salvación es ahora o nunca)!

Juro que no lo comprendo. Serán, quizá, las salidas de tono que tiene que darse, como lujo, quien por lo demás parece condenado al papel de eterna comparsa.

A este paso, el amigo Durán y sus huestes van a hacer buenos a los Bono, Ibarra y compañía, siempre prestos a criticar las iniciativas de su propio partido y a tacharlas de antipatrióticas.

Lo que más me aterra, sinceramente, y perdón por la expresión, es comprobar como toma cuerpo la sospecha de que buena parte de los diputados catalanes no tienen ni puta idea de lo que han votado. Al igual que sus colegas de la Carrera de San Jerónimo, al que la peor desgracia que les puede suceder es tener un manco por jefe de filas, porque está visto que sin deditos no son capaces de encontrar ni la puerta del baño. El día que mucha gente en Cataluña lea el proyecto de estatuto le va a dar algo. Máxime si, al tiempo, lo van confrontando con la Constitución.

Y es que esto ya no le importa a nadie. Ahora estamos en el fragor de sacarlo “como sea” y que los roces con la Constitución no sean tan evidentes que fuercen a encontrarlos hasta al Tribunal Constitucional –que hay quien dice que no tiene ninguna gana de ver gazapillos menores, otra cosa es que, al abrir el texto, le salte un canguro-. Lo de que el texto es un espanto vendrá en una fase posterior. Es posible, ya digo, que a la hora de empezara a aplicarlo, haya quien se lo lea. Y, entonces, monseñor Martínez igual tiene que anatematizar a alguno de sus otrora bendecidos.

No me digan que no tiene su lado cómico. Para celebrar que hemos aprobado un estatuto “progresista”, intervencionista hasta la náusea, a gusto de republicanos y republicanas... ¡entonemos un solemne Te Deum en la catedral y, después, vayámonos todos a comer a Via Véneto, con la plana mayor del Círculo de Empresarios!

Sería cómico, de puro grotesco si, por desgracia, no fuera la realidad tal cual. Si, en suma, no supiéramos todos que ni el político es político, ni el empresario, empresario ni el arzobispo, si me apuran, arzobispo. Forman todos un cuerpo único, una inmensa sociedad de socorros mutuos con una ciudadanía que sirve de pagana, y saben de sobra que las leyes nacen para no ser cumplidas.

Lo que diga el estatuto, en suma, les importa poco menos que una higa. No es más que una raya en el suelo. Una delimitación que separa el “tuyo” del “mío”. El deslinde y amojonamiento de mi cortijo. De lo que se haga luego en familia, ya hablaremos.

No te inquietes tanto, Durán, y no toques las narices. Paciencia, que ya se hará lo tuyo.

domingo, febrero 12, 2006

CULTURA ESPAÑOLA E IDEA DE ESPAÑA

En la Tercera del ABC de ayer, sábado, José Jiménez Lozano planteaba un inquietante nexo entre dos fenómenos, evidentes considerados por separado, pero cuya hilazón requiere de la perspicacia del maestro para ser traída a la luz. Banalización de la cultura y crisis de la idea de España. La una y la otra están ligadas y se retroalimentan. Interesante tesis, quizá no novedosa, pero raras veces formulada en forma clara y directa.

Digo, de entrada, que ambas cosas me parecen evidentes, consideradas por separado.

Que la cultura –y soy consciente de que el término en sí es muy problemático- está en un proceso de banalización galopante, a mi juicio, no admite demasiada discusión. Es una consecuencia directa de la pérdida o el malbaratamiento de todos los cánones. De ese proceso de deconstrucción de la cultura occidental en el que cierta intelligentsia se instaló hace ya bastante tiempo y frente al que no se ha producido aún reacción alguna. Quizá porque, a causa de la masificación, la cultura abandonó hace mucho, por vez primera, los cenáculos de la alta intelectualidad para hacerse universal y, por ello, menos controlable.

Es posible que muchos estén escandalizados ante el proceso de degeneración que aqueja a nuestra cultura gracias a ese “todo vale” proclamado con orgullo iconoclasta por parte de quienes, en suma, sólo pretendían dedicarse a los juegos de salón. Pero es muy difícil de parar.

Si, como hace Jiménez Lozano, particularizamos el proceso general para el caso español, hay aún algunos otros ribetes más inquietantes, si cabe. El odio de Occidente por sí mismo –el odio de la intelectualidad occidental por ella misma, siempre presente en el sistema desde sus mismos albores, pero nunca triunfante hasta los sesenta- alcanza en España su exacerbo. Al fenómeno deconstructor presente en toda gran cultura occidental se añade en España el poso de la rabia. A veces, el puro desconocimiento.

Nuestra Alta Cultura, nuestro arte, nuestro pensamiento, a veces cimero en el contexto general del Occidente, cuando es conocido, es ninguneado, pisoteado o, simplemente, privado de sentido por la falta de medios para hacerlo accesible –no me refiero, claro, a medios materiales, sino a los medios de que proporciona una educación digna de tal nombre, de la que se priva dolosamente a los españoles desde hace ya años. Jiménez dice que el Quijote es hoy un sinsentido ajeno a la mayoría. Qué decir, entonces, del resto de nuestra gran literatura, nuestro arte... en fin, nuestra aportación, como pueblo, a la historia universal, que quizá sea menos lucida que la de otras naciones, pero no es pequeña, sin duda.

Que la idea de España está en crisis tampoco admite muchos matices. Baste, como botón, que el mismo Presidente del Gobierno, puesto que no lo tiene muy claro, invita a cada cual a construir su propia noción. La Directora de la Biblioteca Nacional –eximia escritora, mujer de amplia cultura y, por qué no, representante válida de toda una, cierta, intelectualidad- le niega, directamente, a España la condición de nación, la reduce a Estado, a resultante de una agregación de pueblos, estos sí, supongo –so pena de que haya que entender que los españoles son los únicos seres humanos no adscribibles a nación alguna- naciones genuinas.

Este fenómeno, por supuesto, no tiene parangón en ninguno de los pueblos vecinos. Ninguno pasa, quizá, por su mejor momento, pero las cosas no han llegado nunca al extremo de provocarles una crisis de identidad.

Y llegamos, pues, al nexo común. Se dirá, sobre todo por algunos, que si a fecha de hoy estamos dudando de esa identidad, bien puede ser porque esa pretendida identidad no existiera jamás. Aun admitiendo la tesis de que Europa entera se encuentre en decadencia, eso explicaría por qué a otros esa decadencia no les coloca en el borde mismo de la extinción como nación y a nosotros parece que sí.

Podemos objetar que a lo mejor las cosas son exactamente al revés. Nuestra identidad está en crisis porque lo está nuestra cultura. He ahí la tesis de Jiménez Lozano, que encuentro muy digna de ser compartida. La alta cultura y el desempeño de la nación –mejor, el precipitado de todos sus logros- son una misma cosa, y por eso al ignorarse la primera se desdibuja por completo la segunda, hasta el punto de que nada hay más razonable que preguntarse si un pueblo que jamás haya producido nada existe como tal.

Los nacionalistas, a los que ya me he referido muchas veces como los grandes manipuladores de símbolos, saben bien todo esto, y ponen todo su esfuerzo, precisamente, en avalar la tesis de la nacionalidad mediante la reconstrucción de un pasado, la exageración de ciertos hitos... de forma que, al final del proceso, se cree la imagen de una cultura que se desenvuelve en el tiempo con continuidad. Como consecuencia, la cultura española, considerada como tal, no existiría. Tras las convenientes operaciones, se descubriría que, en realidad, lo que durante siglos se ha denominado “cultura española” es, todo lo más, “cultura en español” pero, en rigor no un cuerpo único, ni siquiera un cuerpo.

He ahí la espantosa falacia, que sólo puede desenmascararse, precisamente, mediante un profundo conocimiento de esa cultura española que ha existido, que tiene unicidad, que se reconoce a sí misma en la historia y que, por supuesto, es reconocida por los ajenos como tal, venga expresada en español, venga en cualquier otra lengua.

La masificación y el proceso deconstructor al que antes me refería han hecho esto poco menos que imposible. La falta de cánones, de control de calidad, hace posible que circule mucha mercancía de medio pelo. Cualquier imbecilidad es cine, cualquier chorrada es teatro, cuatro piedras mal tiradas son arquitectura... Nihilismo absoluto en el que todo vale y, por tanto, cualquier cosa es historia. Los artistas e intelectuales españoles contemporáneos no tienen ningún empacho en proclamarse huérfanos, ajenos a toda tradición, descubridores del mediterráneo. Nadie afirma haber aprendido nada de otros y, como consecuencia, una grandísima cultura duerme el sueño de los justos.

Y esto tiene una evidente trascendencia política porque, en el desván donde se apilan los libros viejos, se llena de polvo también el espíritu de una gran nación. No se arrumba cualquier cosa al desdeñar la cultura española como tal, sino nada menos que una de las más grandes tradiciones occidentales. Cuando se la saca, es fuera de contexto, para hacerla aparecer como las tristes armas de Don Quijote que, llenas de moho y orín, sobre el cuerpo huesudo del hidalgo demente, forman un cuadro bizarro y esperpéntico. Como si, en suma, la españolidad en sí misma no dejara de ser una inmensa quijotada, algo vergonzante para los cuerdos que miran para otro lado.

Pero el desván guarda muchas otras cosas. Lo sabríamos si no hubiéramos tirado las llaves.

sábado, febrero 11, 2006

HABLANDO DE CONFIANZA

El Presidente del Gobierno habló ayer del posible fin de la banda criminal ETA con cautela, mas con un indisimulado fondo de optimismo. Dijo también que él dispone de información que los demás no conocen, que hay que ser prudentes y que no se la cuenta a Rajoy porque no se fía de él.

En cuanto a lo primero, cabe decir que los demás también esperamos que así sea. Sólo nos faltaba, para colmo de males, encontrarnos con que el Presidente del Ejecutivo goza de la misma información que usted y yo. Lo alarmante sería que, como alguno de sus antecesores en el cargo, afirmara estar enterándose de los acontecimientos por la prensa. Nada que objetar, claro, en cuanto a lo de la prudencia. Y, por último, no creo que esté en lo cierto acerca de Rajoy pero, en última instancia, la confianza no deja de ser algo personal y subjetivo. Es muy grave que el Gobierno y la Oposición no se tengan confianza mutua pero, desde luego, si no la hay, no la hay. No es esto lo peor.

Pero lo que el Presidente no puede pretender, admitido todo lo anterior, es que el personal esté calmado. Y es que, si un visitante, conocedor de nuestra reciente historia, es decir, al cabo de la calle de los últimos cuarenta años, pero sin contaminación por nuestro día a día político, se encarara con el tema, se encontraría, a mi juicio, con un escenario poco halagüeño.

En primer lugar, con un velo de secretismo impropio de una democracia avanzada y, desde luego, no justificable por la prudencia. El Gobierno, tras haber forzado una declaración en el Congreso que resultó todo un trágala para parte de la sociedad, ni confirma ni desmiente que esté negociando. Y parece indignarse con aquellos que, sin otro remedio que orientarse por signos externos, pretenden sacar conclusiones con indicios y otra información imperfecta. Es verdad que un proceso de negociación -el asqueroso eufemismo del “proceso de paz” debería estar desterrado del léxico y reservado a los euskonazis, pese a que parece cada día más popular- no puede caracterizarse por luz y taquígrafos a ultranza, pero no es menos cierto que, en ocasiones anteriores, sí hemos sabido que se hablaba, aunque no supiéramos de qué. No hubo engaño, los representantes ministeriales fueron a Argel o a Zúrich a hablar con ETA. Qué pudieran decirse es algo que no sabemos a ciencia cierta pero se cumplió con los mínimos exigibles de transparencia.

Por el contrario, el horizonte político aparece absolutamente plagado de signos indicativos que, si no acompañan una negociación, sí parecen el aperitivo. A la absoluta impunidad, por inacción culposa de los poderes públicos –bien es verdad que buena parte de esa inacción corresponde a un gobierno, el vasco, instalado desde hace años en una costumbre de incumplir la legalidad-, incluso comodidad, con la que se mueven sujetos considerados terroristas por numerosas instancias internacionales, tras largo y penoso esfuerzo de los sucesivos gobiernos de nuestro país para lograrlo, hay que añadir la sorprendente conveniencia con la que acaecen remociones en la fiscalía, relajamientos jurisprudenciales y otros elementos. Por último, claro, está la citada, absolutamente increíble, declaración Parlamentaria.

Lo más chocante de todo este asunto, y lo que le da ese carácter que tantos encuentran humillante, es que se produce sin contrapartidas. Es verdad que ETA no mata, pero no pierde ocasión de demostrar –incluso mofándose- que no lo hace porque no quiere, se permite el lujo de conceder perdones selectivos a territorios o personas y, sobre todo, no da ningún paso real que permita intuir que nos acercamos a un final. Más bien, nos encontramos todo lo lejos o todo lo cerca que nos han llevado la Policía Nacional y la Guardia Civil.

Que la apuesta del gobierno es por un final “dialogado” parece, pues, evidente. Dicen algunos, y no puede reprochárseles a tenor de los signos, que Zapatero no quiere derrotar a ETA. Ha asumido la tesis peneuvista de que el “final”, exige que ETA no sea vencida. Exige las tablas. Eso es lo que el Gobierno de España parece ofrecer en esta hora, unas tablas. Tablas que, como es lógico, se fundan en la posición de dominio, puesto que no tiene sentido que ofrezca tablas el que va en desventaja. Tablas, ahora que podía ser mate en cuatro.

Admitido esto, abrimos el libro de historia y repasamos todo lo que ha sucedido en los últimos cuarenta años. Caeremos enseguida en la cuenta de que lo único que no ha cambiado en nuestro país desde entonces es la banda terrorista, que sigue encastillada en los mismos presupuestos que fundamentan su supuesta coartada, en lo que envuelve lo que no es más que una repugnante actividad criminal: territorialidad, autodeterminación... Así, cual mantra, desde finales de los sesenta.

Pues bien, la pregunta que flota en el aire, la que Zapatero se niega a responder es, ¿cabe en cabeza humana que ETA vaya a desaparecer del panorama sólo a cambio de beneficios penitenciarios para sus presos? Parece claro que no. Todos sabemos, incluso los que lo niegan, que habrá precio político. La “teoría de la doble mesa” está ahí para avalarlo. Es posible que, en un sucio ejercicio de cinismo, no se converse sobre esto con la propia ETA, sino con los interlocutores que ésta haya designado. No vale, porque terroristas son todos. El mero hecho de dirigirle la palabra al señor Otegi, en su calidad de líder de Batasuna, es una concesión política al terrorismo. No lo digo yo, lo dicen las listas de la Unión Europea.

Es posible que haya razones para no fiarse de Rajoy, yo no lo sé. Pero que las hay para no confiar en Zapatero sí lo sé. Porque lo único que no es público de todo lo que hemos repasado es lo que él piensa del asunto.

viernes, febrero 10, 2006

JIMÉNEZ DE PARGA Y LOS TIBIOS

Jiménez de Parga nos despereza hoy, desde la Tercera de ABC, con una diatriba contra los tibios que resulta de lo más pertinente en los tiempos que vivimos.

Dice el profesor que no comparte el juicio de algunos teóricos de la política que encuentran en cierto grado, al menos, de tibieza, un buen fundamento del orden social. Todo depende, claro, de qué entendamos por “tibio”. Si, libre de connotaciones peyorativas, asimilamos “tibieza” a moderación, creo que la opinión merece ser compartida.

Cierto grado de tibieza es imprescindible para el normal funcionamiento de las sociedades abiertas y democráticas. Si perjuicio de la radicalidad de las ideas, es condición necesaria que unos y otros renuncien a la imposición de programas máximos y se avengan a la negociación permanente. Lo contrario destruiría los equilibrios sobre los que se articula el sistema.

Ahora bien, hay que convenir en que esta tibieza –llamémosla “en el curso ordinario de los acontecimientos”- no puede mantenerse en circunstancias extraordinarias o, si se prefiere, cuando se trata de defender el sistema de ataques que provienen de fuera de él. En símil privatista, no es lo mismo administrar una cosa, o usarla, que disponer de ella. Es obvio que lo segundo es bastante más serio.

Y es cierto que, en este segundo plano, los tibios, los que se conforman con todo, los que, al callar, otorgan –aunque no pueda decirse, en rigor, que ese asentimiento tácito se corresponda con un asentimiento real- gozan de una muy bien ganada mala reputación. Su aquiescencia silenciosa ha sido condición absolutamente imprescindible para la pervivencia de los regímenes más odiosos.

Es completamente cierto que ningún régimen sobre la faz de la tierra podría resistir, a largo plazo, a una población puesta en pie. Y tampoco es fácil obtener la adhesión plena de todo el mundo, sobre todo cuando hablamos de gobiernos y regímenes cuyas prácticas resultan repulsivas a casi toda persona bien nacida. Es imprescindible, pues, la colaboración pasiva, una renuncia a condenar, pero también a combatir, que puede lograrse directamente por el terror –convirtiendo la disidencia en heroísmo- o por medios más sutiles –induciendo en el tibio un análisis coste-beneficio que le lleve a concluir que el estado presente no es el peor de los posibles, que así fue como funcionó, por ejemplo, el franquismo sociológico, caracterizado por una superabundancia de tibios.

Aunque las circunstancias sean menos dramáticas, en coyunturas democráticas también puede llegar a requerirse –y a este cuento viene la tesis de Jiménez- el abandono de las posiciones de tibieza. En realidad, se trata del mismo fenómeno, pero en fase de “alerta temprana”. Será mucho más fácil alzarse a tiempo contra las desviaciones poco apreciables que tener que afrontar, luego, el riesgo de hacer frente a un sistema que ya ha cruzado claramente las barreras del autoritarismo.

En suma, se trata de que pongamos pasión en defensa de lo que consideramos fundamental. Seguro que no estamos tan lejos, al menos entre nosotros, en la definición de qué es fundamental y qué no lo es.

En estos días, a propósito del desdichado asunto de las caricaturas, algunos gobiernos europeos están dando, de nuevo, muestras claras de tibieza. En suma, están intentando templar gaitas, pero lo están haciendo en torno a lo fundamental. Es muy delgada la línea que separa la diplomacia de la inmoralidad, conviene no olvidarlo.

Tolerancia, moderación... tibieza. Son conceptos próximos, pero que conviene no confundir en absoluto. Por paradójico que parezca, no podemos ser tibios si deseamos seguir siendo moderados.

jueves, febrero 09, 2006

A PESAR DEL GOBIERNO...

De vez en cuando –casi siempre- una mirada a la España real reconforta. A lo largo del día de ayer, nos enterábamos de un nuevo episodio que acredita que nuestras empresas van superando complejos. Ferrovial podría adquirir BAA, la empresa gestora de los dos aeropuertos principales de Londres.

Y lo importante es que no se trata de una excepción. Hoy recuerda otro periódico que no hay día del año en el que nuestras empresas gestoras de servicios e infraestructuras no se presenten a un nuevo concurso en algún lugar del mundo. El mercado está pendiente de las posibles reacciones de Telefónica ante maniobras corporativas en Portugal, lo que implica que se la considera un actor relevante. Lo mismo puede decirse de los bancos, que aparecen siempre en las quinielas de posibles adquirentes, no ya sólo en el mundo Latinoamericano, sino en otros países de Europa o en los Estados Unidos.

Pero lo que más llama la atención, si se viaja con cierta frecuencia, es el asombroso cambio de perfil del español que puebla las salas de espera de los aeropuertos –algunos de ellos, por cierto, como el de Varsovia, en plena ampliación a cargo de una empresa española-. De entrada, por supuesto, debe resaltarse el hecho mismo de que hay españoles hasta en la Cochinchina, sea como turistas, sea como viajeros de negocios. Y estos españoles parecen mucho más integrados en la sociedad internacional. Aún estamos lejos, claro, del dominio de idiomas y la desenvoltura de otras sociedades pequeñas pero muy abiertas, como la holandesa, por ejemplo, pero vamos progresando.

Poco a poco, España se va acomodando a su rol de potencia media en el mundo. Es evidente que no somos, ni seremos –aunque sólo sea por población- uno de los grandes países de Europa, ni tendremos el empaque de otras grandes potencias extraeuropeas. También es cierto que aún padecemos significativas carencias y algunos aspectos de nuestro desarrollo no van al ritmo necesario. De esas carencias, sin duda, la más grave es la relativa a nuestro atraso tecnológico y la escasa potencia investigadora de nuestra universidad. Es también clamorosa la necesidad que tenemos de adecuar el clima ético de nuestros negocios, el nivel de transparencia de nuestros mercados y, en fin, de lograr una verdadera liberalización en un ambiente de seguridad jurídica plena. Pero las cosas marchan, mal que bien.

Quiere esto decir que, quizá por primera vez en siglos, hay un proyecto colectivo al que merece la pena arrimar el hombro. Cuando digo que merece la pena no me refiero, únicamente, a motivos sentimentales, sino a que esa concurrencia, ese interés por avanzar, produce evidentes réditos de bienestar para todos.

Quizá porque el país real está a años luz de lo que era es aún más llamativo este proceso de italianización que está experimentando España. Por “italianización” entiendo el divorcio entre la clase política y todo lo demás. Siempre se dijo que la genial nación transalpina progresaba a pesar de su gobierno. Llegó a ser un tópico, incluso, que la administración no era del todo ineficiente dado que, al fin y al cabo, sólo ella gozaba de un mínimo de continuidad.

El mundo político, y especialmente el Gobierno, de entrada, no acompañan al desarrollo del país todo lo que deberían. Son clamorosos los retrasos en la introducción de infraestructuras necesarias, los costes impuestos a la sociedad por un sistema de múltiples niveles de decisión que, por otra parte, dista de tener plenamente probada su utilidad en otros terrenos y, cómo no, las notables carencias de la acción exterior. Hoy lo apunta el ABC, a propósito de la internacionalización de nuestras empresas, y viene denunciándose de antiguo. ¿Dónde está nuestro ministerio de Exteriores? ¿Es consciente de que las empresas españolas invierten en territorios de alto crecimiento donde ni tan siquiera tenemos embajadas? Es posible que, en el colmo del esperpento, Abertis, por ejemplo, pueda acogerse a la protección diplomática española o catalana en Bruselas –donde, a Dios gracias, maldita la falta que hace-, pero no tenga ninguna puerta a la que llamar en Hong Kong.

En fin, un no acompañar del todo podría ser hasta soportable –al fin y al cabo, es casi la naturaleza del Gobierno-. Se entiende menos este empeño de transformarse en un obstáculo.

De entrada, por supuesto, el virus del nacionalismo que hace cuanto puede porque los vínculos de solidaridad se desaten, impidiendo sumar esfuerzos plenamente y, por consiguiente, menoscabando las rentabilidades. Cuando algunas empresas catalanas, pongamos por caso, están empeñadas en conquistar mercados exteriores, su cuenta de resultados nacional empieza a flaquear merced, entre otras cosas, a la eficacísima acción de salvapatrias oligofrénicos a los que no se les ocurre otra manera más ingeniosa de contribuir al desarrollo de su región que tirar su imagen por los suelos.

Y, sobre todo, los debates artificiosos y gratuitos en los que el gobierno Zapatero se ha especializado, pero en los que toda la clase política participa con tesón. La palma se la lleva, cómo no, la cuestión territorial. Por si no había bastantes problemas a la hora de gestionar el desmadre existente, y sin que nadie lo haya pedido, se marcha con decisión por una senda de profundización en la insensatez. Desde luego, Zapatero es el campeón nacional indiscutible de la estulticia a este respecto, pero los demás no tienen ningún motivo para sacar pecho. Salvo en lugares como la Comunidad de Madrid, donde propios y ajenos parecen haber entendido cuál es su sitio (quizá porque las aventuras identitarias en esta región pueden, directamente, provocar un ataque de risa al personal que ni siquiera gente tan impúdica como nuestros próceres puede soportar sin desdoro), aquí nadie se priva.

Algún día, el mundo reconocerá nuestros méritos. Y es que, con políticos normales, es todo mucho más fácil. Así no vale.

miércoles, febrero 08, 2006

¿DEMOCRACIA ISLÁMICA?

Este fin de semana leí, en no recuerdo qué periódico o cuál de los múltiples suplementos dominicales –o sabatinos, que ahora también los sábados vuelve uno con el brazo dormido de cargar kilos de papel- una entrevista con Shlomo Ben Ami. Como ustedes recordarán, Ben Ami no sólo fue el embajador de Israel en nuestro país durante unos cuantos años, sino también el último ministro de exteriores israelí que participó en unas conversaciones de paz dignas de tal nombre. Fueron las que se mantuvieron bajo el gobierno de Ehud Barak, y que Arafat, siguiendo su máxima de jamás perder la oportunidad de perder una oportunidad, se permitió el lujo de torpedear, en uno de los últimos “servicios” rendidos a ese pueblo que le soportó cual maldición divina, para gozo de legiones de progres europeos.

Ben Ami decidió poner salir de la política, de momento, por discrepancias con Simon Peres sobre la táctica política que había de seguir el Laborismo. A la vista está que Peres desdibujó la izquierda israelí hasta el punto de convertirla en un convidado de piedra durante toda la era Sharon, y seguramente por muchos años.

Pero es que, además de político, diplomático y gran amigo de España, Ben Ami es historiador riguroso, humanista y observador atento de lo que sucede en su país y en la región en la que está enclavado. Por eso sus opiniones han de ser siempre tenidas en cuenta.

No parece Ben Ami extrañarse del triunfo de Hamas en las elecciones palestinas. En realidad, no se extraña casi nadie, a poco que se piense que, al pueblo palestino no se le ha dado a elegir entre un grupo terrorista y un grupo que no lo es, sino entre unos terroristas que, al tiempo, son extremadamente corruptos y otros que no parecen serlo. La elección de Hamas no puede echar por la borda ningún proceso de paz, sencillamente, porque no hay ningún proceso de paz en marcha. Sólo hay una serie de actos unilaterales por parte israelí. La Autoridad Palestina es un engendro informe, regado por la generosidad y la estulticia de unos fondos europeos de cuyo destino nadie parece haber querido enterarse. La parte que no haya ido a Suiza directamente debe haber engordado las cuentas de la mitad de los traficantes de armas de este mundo.

Ben Ami plantea inquietantes cuestiones a propósito de una región en la que nada es lo que parece, y en la que conviene no fiarse de aparentes evidencias. Pero es de sumo interés, a mi juicio, la noción de “democracia islámica” que, si bien no llegó a desarrollar, sí apuntó en la entrevista.

El historiador israelí parece partir de un pesimismo claro con respecto al futuro de la democracia –no la avanzada zapateril, sino la corriente- en el mundo árabe. No es el único observador informado que apunta a esa incompatibilidad. Algunos, incluso, la consideran de orden profundo, una incompatibilidad de raíz. Ello significaría, ni más ni menos, que los planes de imposición de regímenes de estilo occidental, cualquiera que sea la vía, están abocados al fracaso. ¿Cuál es, pues, la alternativa a unos regímenes repugnantemente corruptos? ¿cuál es la alternativa a las asquerosas dictaduras teocráticas –o pseudolaicas- que subyugan el Oriente Medio, con las que nuestro presidente quiere establecer sus alianzas?

Pues no sé si he entendido bien a Shlomo, pero deduzco que él cree que es un tertium genus, la democracia islámica, que terminaría por ser una especie de estación intermedia entre la democracia de corte occidental y el régimen no democrático. Puede que esta sea, sí, la alternativa más realista. Regímenes algo menos autoritarios que los que hoy tenemos por moderados –Egipto, por ejemplo-, pero en los que una aplicación de la sharia se haría inevitable. ¿Es esto, quizá?

En realidad, nuestra necesidad de paz podría ir bien servida, simplemente, por estados no fallidos. Estamos a años luz de que las tiranías árabes lleguen a ese nivel. Es imprescindible que, en algún momento, devengan países de verdad, capaces de ofrecer algo a sus ciudadanos, en lugar de expoliarles y dejarlos a su suerte o dependiendo de la caridad europea. La malversación de las rentas del petróleo acabará algún día, y será evidente la masa de pobreza. Ese día, es posible que muchos estados árabes se vuelvan trasuntos de autoridades palestinas.

Se dice que las democracias no se hacen la guerra entre sí. Cabe decir que ni tan siquiera es necesario que se trate de democracias. Basta que sean regímenes no criminales. Sí, quizá en esa “democracia islámica” se encuentre la respuesta.

Pero no me negarán que esa respuesta es agridulce. ¿Significa eso, por ejemplo, que hay que renunciar, por imposible, a la igualdad entre hombres y mujeres en una inmensa región del mundo?, ¿significa eso que las religiones cristiana, judía y las demás, no estarán allí nunca en pie de igualdad?, ¿significa eso que la separación iglesia-Estado no será allí jamás completa?

Cuando uno no es como Zapatero, la renuncia a conceptos tales como la universalidad de los derechos humanos se convierte en algo muy duro de tragar. Algo así como admitir que aquello en lo que se ha creído toda la vida, en realidad, sólo vale en ciertas tierras, pero no en todas. Si Shlomo Ben Ami está en lo cierto, quizá el precio de la paz sea, una vez más, la inaceptable preterición de muchísimos seres humanos. Aceptar que jamás conocerán plenamente los derechos con los que –si hemos de creernos a nosotros mismos- han nacido. Los europeos estamos muy acostumbrados a estas cosas, y no en vano aceptamos sin empacho, durante cuarenta años, que nuestra seguridad, nuestro redondo mundo, dependiera de la esclavización de la mitad del continente. Algunos hasta lamentan el “desequilibrio de poder” causado por la desaparición de las cadenas de los rehenes.

De modo que, seguro, esto de la “democracia islámica” llegaría a gustarnos.

lunes, febrero 06, 2006

NO ES EL CENTRO, ES LA DEMOCRACIA

En la tercera del ABC de hoy, leo con desagrado que el ilustre profesor Salustiano del Campo afirma que la desdicha de la República fue "el abandono de posiciones de centro", en favor de la radicalidad izquierda-derecha. Insinúa el sociólogo que hoy estaría sucediendo otro tanto.

Supongo que Del Campo emplea el manido término "centro" como un valor entendido, esto es, como sinónimo de "moderación". Ya he dicho otras veces que, a mi juicio, el empleo de este equívoco nombre no hace sino disimular la raíz del problema.

Basten ya las metáforas posicionales. No necesitamos "centro" ni "giro al centro". Lo que necesitamos es democracia real. Cualquiera que sea la posición política que uno defienda, en democracia está obligado a sustentarla desde el respeto por los demás. El otro existe y es esencial, vital para que pueda construirse un sistema que funciona sobre la dialéctica mayoría-minoría. Por tanto, si la imposición de las propias ideas exige la preterición absoluta del otro, su sometimiento, su desaparición o su muerte civil, esas ideas son radicalmente incompatibles con la democracia, y han de ser abandonadas de raíz.

De hecho, no otro es el canon que determina cuál es el límite de lo aceptable en el sistema. El límite se encuentra en aquellas decisiones de la mayoría que permitan a la minoría seguir disfrutando del régimen de libertades, seguir viviendo en un entorno que, obviamente, no será del todo de su agrado, pero que les tolera. ¿Tolera? Digo mal. Integra como parte imprescindible.

No necesitamos, insisto, ningún giro al centro ni ninguna centralidad. Necesitamos, simplemente, que se empiecen a cumplir de manera razonable las reglas más elementales del juego. Necesitamos que -en palabras del profesor Jiménez de Parga- nuestra democracia deje de ser meramente procedimiental (y aun esto, a veces, con muchos reparos) y se torne auténticamente militante.

No hay centro que valga. Tamícense las opiniones, los juicios, las ideas, los apriorismos, los deseos, por el filtro indispensable de la democracia, y la moderación supuestamente atruibida a la operación de "centrarse" se obrará como por ensalmo.

En la desdichada República española no se abandonaron posiciones "de centro". Explicar la cuestión en esos términos nos aboca necesariamente a la incomprensión. No entenderemos nunca qué fue realmente lo que sucedió mientras sigamos empleando semejantes paños calientes. La República fracasó, como democracia, porque carecía del número mínimo indispensable de demócratas que hacían falta para sustentarla. Partidos ambidiestros (de centro) los había, y ahí estaba Lerroux, inventor de la versión española de la bisagra.

No, me temo que no. Afrontemos la realidad. No hubo ningún tipo de cultura democrática y, claro, el resultado fue un experimento fallido. Tomemos nota y dejémonos de centros.

domingo, febrero 05, 2006

¿EXISTE UN PROBLEMA LINGÜÍSTICO EN CATALUÑA?

¿Existe un problema lingüístico en Cataluña? No viviendo allí, es difícil saberlo, pero por lo que a uno le cuentan, lo que lee, lo que oye y lo que ve de cuando en cuando, parece claro que la respuesta depende del plano en que nos situemos.

Si nos ubicamos en la Cataluña real, la respuesta debería ser “no”. No parece que los catalanes tengan ningún problema para afrontar la realidad diaria del bilingüismo como, por otra parte, vienen haciendo desde el siglo XV, si no antes. Ciertamente, en función de donde nos encontremos, una u otra lengua será la dominante o la corriente en la calle, pero, salvo gente de muy escaso nivel cultural, casi todo el mundo tiene una aptitud suficiente –cuando menos, conocimiento pasivo- en ambos idiomas. Facilita las cosas, por supuesto, que el castellano y el catalán son lenguas muy próximas, con lo que, incluso recién aterrizado, el forastero castellanohablante se encuentra con que el idioma local le resulta muy comprensible.

Es en este terreno en el que los problemas son verdaderamente anecdóticos, como dijo un exageradamente optimista ZP. Es tópico el cuento del que, de visita por Cataluña, se encuentra con el catalán que, aun a sabiendas de que su interlocutor no le entiende y siendo conocedor del castellano, se niega a cambiar. Oligofrénicos hay en todas partes y, desde luego, la experiencia común es más bien la contraria. Visitar Cataluña sigue siendo –y por muchos años, si de los catalanes de a pie dependiera- una experiencia muy agradable y altamente recomendable.

Y se apaña uno con el castellano perfectamente. Lo cual no quiere decir que no sea exigible del visitante, y no digamos ya del residente, un cierto esfuerzo o, como mínimo, el respeto profundo de la cultura local, de la que la lengua catalana forma parte indisociable. Es más, imagino que, si uno pretende hacerse una idea cabal de Cataluña y sus habitantes, ello es imposible si, al tiempo, se renuncia a penetrar en la parte de ese conjunto que se expresa en catalán. El hecho de que al trasladarnos a Cataluña desde otras partes de España nos movamos dentro de nuestro propio país tiene, por supuesto, consecuencias; no es lo mismo mudarse a Barcelona que a Estocolmo, pero ello tampoco significa que uno pueda ignorar olímpicamente los usos y costumbres de los demás.

En resumen, el personal se apaña bastante bien, como casi siempre que se le deja.

El problema no es, pues, lingüístico, sino político. El pacífico panorama lingüístico de Cataluña tiene un grave defecto, y es que no es coincidente con el que debería ser conforme al imaginario nacionalista. A juicio de estos señores, el castellano debería desempeñar, en relación con Cataluña, un papel similar al que el inglés u otras lenguas representan en relación con España. Un simple instrumento de comunicación, en sí mismo ajeno al sentir local, pero necesario como herramienta de relación con el resto de los españoles.

La realidad, lamentablemente, es que esa lengua “ajena” es la lengua materna del cincuenta por ciento de la población, es comprendida y hablada mejor o peor por la totalidad y, sobre todo, lleva en Cataluña siglos. Es, pues, tan catalana como el propio catalán, salvo porque no es estrictamente autóctona en su origen. No hace falta aclarar, por supuesto, que buena parte de la cultura catalana de mayor nivel la ha empleado como vehículo normal de expresión. Quienquiera que encuentre al castellano extranjero habrá de encontrar extranjera a una auténtica legión de autores, de Feliu de la Penya a Jaime Gil de Biedma, cuyo súbito extrañamiento supondría, probablemente, una verdadera crisis de identidad intelectual para muchos catalanes.

Pero todos sabemos que cuando un nacionalista descubre una realidad que le desagrada, no suele conformarse con ella, sino que se aplica a cambiarla. Normalmente, en un proceder racional, las hipótesis o los preconceptos suelen contrastarse con los datos. Cuando los datos falsan la hipótesis... se abandona la hipótesis. En el caso nacionalista, se cambian los datos... hasta que la hipótesis de partida resulte verificada.

Por consiguiente, si hemos partido de que el castellano es ajeno y la calle lo desmiente, es preciso enajenarlo, es preciso cambiar el uso de la calle que, sin duda, será tenido por desviado. Es preciso cohonestarlo con la hipótesis de partida. Al final, lo mejor de esto es que uno nunca termina por estar equivocado. Por supuesto, no se trata de hacer posible “vivir en catalán” porque eso ya es posible. Otra cosa es que sea posible vivir “sólo” en catalán. Eso no depende solo de la iniciativa del ciudadano, sino de otros factores. Por otra parte, no es posible, por ejemplo, en España, vivir “sólo” en español, a poco que se pretenda que nuestra existencia nos ponga en relación con seres humanos que, sin tener nada de alienígenas, son de otros lares.

Insisto, se trata de adverar una construcción mental apriorística, que la realidad se empeña tozudamente en desmentir.

La herramienta imprescindible para lograrlo es el sistema educativo. En buena lógica, y me temo que también en recta interpretación de la propia ley catana de normalización lingüística, los niños habrían de recibir sus primeras letras en la lengua materna y continuar el decurso de la enseñanza oficial en la lengua que prefieran, sin dejar por ello de aprender la otra. Al llegar a la universidad, el debate lingüístico resulta simplemente absurdo. El profesor explicará en la lengua que tenga por conveniente, y los alumnos interesados en la materia deberán procurarse los medios apropiados para seguirle, si es que creen que ello merece la pena (el idioma podrá ser castellano o catalán, o inglés, o francés, si es que se tiene la fortuna de que un buen profesor visitante llega de otros lugares a impartir un seminario, por ejemplo).

Pero no es esto lo que se busca, insisto. La escuela es percibida, antes que nada, como una herramienta de adoctrinamiento –por supuesto, de acuerdo con las reglas que establecen quienes llevan a sus hijos a colegios internacionales o privados que les aseguren que los idiomas jamás serán una traba en sus prometedoras carreras-, de formación de ciudadanos. Es verdad, claro, que la escuela debe formar ciudadanos, pero no necesariamente ciudadanos que piensen todos igual, que es de lo que se trata, sobre todo cuando el ideario básico es discutido por la mitad de la población, habitante arriba, habitante abajo.

Es posible que los centenares de padres que están exigiendo educación para sus hijos en español sean “una anécdota” o “casos aislados” –no obstante, habrá que multiplicar la cifra por un número no insignificante porque, en rigor, no conocemos los casos de los que han tenido problemas sino de los que, teniéndolos, se han atrevido a denunciarlos. Pero, a diferencia de nuestro encontronazo con el maleducado, cuando quien niega los derechos a los demás es una Administración Pública no se trata de una falta de cortesía, sino de un intolerable caso de desviación y abuso de poder, cuando no de algo más grave.

Pero no es un problema de lenguas. Las lenguas llevan juntas desde que existe memoria, y la experiencia enseña, en Cataluña y en otros sitios, que se conllevan bien. El problema es el espíritu totalitario que, según la ley del péndulo, parece inspirar a unos y a otros, según toque. Y ya lleva casi treinta años tocándoles a los mismos.