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sábado, diciembre 31, 2005

FELIZ AÑO MOZART

El día 27 de enero de 2006, Wolfgang Amadeus Mozart hubiese cumplido 250 años. Por desgracia, no llegó a cumplir ni tan siquiera cuarenta y seis, pero fueron más que suficientes para alcanzar la inmortalidad.

El año que comienza mañana será, pues, año Mozart. Esto de las efemérides suele ser una excusa como otra cualquiera para llenar el calendario cultural pero, qué quieren que les diga, cualquier excusa es buena para acordarse del bueno de Wolfgang Amadeus. Tal como sucedió en el bicentenario de su muerte, allá por 1991, su imagen volverá a aparecérsenos en todas partes. De entrada, se prevé que como excepción al programa netamente straussiano, el Concierto de Año Nuevo, en esta ocasión, incluya la obertura de Las Bodas de Fígaro. Austria entera se volcará con el acontecimiento y, por supuesto, su institución más universal, la Orquesta Filarmónica de Viena, será la primera en hacerlo.

En vida, como cualquier músico de su época, fue considerado un artesano más. Cerca de doscientos cincuenta años más tarde, a la hora de buscar un motivo auténticamente representativo para la cara nacional de sus euros, la hoy República de Austria grabó su efigie. Optó por el que, sin duda, es el hijo más ilustre de aquella nación, y su símbolo más conocido, postergando a emperadores, reyes, políticos, militares y a toda la excelsa nómina de intelectuales y artistas que ha dado ese pequeño gran país alpino –pequeño hoy, se entiende, que no antaño-. Y este detalle, claro, es lo de menos. Incluso gente que jamás ha oído una sola nota de música culta sabe quién fue Wolfgang Amadeus Mozart.

Mozart es el genio en estado absoluto. Una broma que, de cuando en cuando, se complacen los dioses, revoltosos ellos, en gastar a la inmensa cantidad de gente mediocre que poblamos la tierra. Así lo sentía, si se recuerda, aquel Salieri que encarnó, mereciendo un óscar, F. Murray Abraham en aquella “Amadeus” de Milos Forman que tan poca justicia hacía, por otra parte, al propio Mozart. Quizá, sí, reflejaba correctamente la perplejidad que su figura despertaba y sigue despertando.

Todo es sencillez en Mozart. Y, aunque sea tópico, esa es la marca del genio. La elegancia de la sencillez, la simplicidad con la que las mayores dificultades terminan por caer. Sucede a menudo en otros campos de la ciencia y del arte. Cuando el genio acaba su tarea, todo es armonía, todo es equilibrio. Y, por eso, llega al profano. En el caso de Mozart, el resultado es una música deliciosa, increíblemente melódica, emotiva y que, por todo ello, atrae al oído de especialistas y legos.

A los legos, simplemente porque les gusta. A los especialistas porque saben de sobra que hizo falta un talento inmenso para obtener esos resultados, esa simpleza aparente que, en ocasiones, encierra complejidades que no son salvables sólo por la vía del esfuerzo. El trabajo, por sí solo, jamás hará un Mozart, ni un Picasso, ni un Einstein. Hace falta algo más, algo que no es asequible a todo el mundo. Quizá la constatación de ese hecho, ante el que no cabe más remedio que rendirse, resulte inaceptable para muchos.

¿Es esa la razón de que Mozart sea despreciado, ninguneado por la amplia tribu de los semicultos? ¿Es esto por lo que no agrada a quienes gustan de establecer comuniones privadas, exclusivas con “el autor”?¿Disgusta, quizá, que su música sea asequible a todo el mundo? Sí. Disgusta. La música de Mozart presenta, en toda su complejidad, el “problema del arte”.

Según es de sobra conocido, la obra mozartiana es inmensa. Y toda ella es sublime. Porque el genio no tiene altibajos. Nunca, jamás, le abandonó la inspiración. Ni siquiera en las cercanías de la muerte, presagiada, según el tópico –o según la película, yo qué sé- por ese Réquiem inacabado que, llegado un punto, se torna más oscuro... para seguir siendo igualmente bello.

Como increíblemente bellas son sus cuatro obras maestras operísticas. Così fan Tutte, Don Giovanni, Las Bodas de Fígaro y... la Flauta Mágica. Mucha gente es capaz de tararear algunos de sus pasajes. Pertenecen al imaginario universal. Y, al tiempo, son de una complejidad y una calidad musical, sencillamente, inigualables.

El insoportable Giscard pretendía construir la identidad europea obligando a los niños a memorizar el prefacio del ladrillo que redactó so capa de Constitución. Tengo para mí que se haría mucho más, por Europa y por los niños si, dispensándoles de semejante deber –o del de aprenderse el estatuto Maragalliano- se aprovecha este año para introducirles en la música de Mozart.

Ese hombrecillo que nos mira de refilón desde el euro austriaco, a buen seguro, gozaría sobremanera de que su música sirviese para cimentar buenos sentimientos entre la gente. Y, bien pensado, no puede ser de otra manera. ¿Quién puede albergar malos sentimientos mientras escucha música de Mozart?

Feliz 2006. Feliz año Mozart.

viernes, diciembre 30, 2005

UN BALANCE DE 2005

El año que se cierra culmina con el cumplimiento de los peores presagios. El Gobierno de España no sólo no se ha enmendado, corroborando lo que ya se sabía el 1 de enero, o sea que es malo de solemnidad, sino que apunta maneras espantosamente antidemocráticas.

La situación se vuelve más complicada por momentos. No es ya que nos encontremos frente a un Ejecutivo que, de puro patoso, podría tener hasta gracia. Desde luego, es así. Sólo la robustez de la economía alivia la penuria de un cuadro en el que, una vez más, descuella, por lo patética, la acción exterior. Dicen que en los asuntos exteriores brilla el estado en majestad, es la política estatal por excelencia y no en vano en muchos países el ministerio del ramo se llama “de estado”. Pues bien, la capacidad de hacer el ridículo en esta materia también se ve revestida de solemnidad. Es un ridículo de estado.

Pero no, insisto, ya no es que estemos ante una colección de gracietas más o menos extemporáneas o políticas del tres al cuarto. Estamos ante un Gobierno carente de la más elemental sensibilidad para con las libertades. Lo que está sucediendo es gravísimo, y algunos parecen no querer darse cuenta.

Es ahora cuando la mafia paniaguada de los actores, pseudointelectuales y demás ralea –esos que, en la próxima gala de los Goya volverán, chorreando baba, a exigir recursos para premiar su inmenso talento, al tiempo que soslayan que el producto nacional que hace furor es “Torrente III”- debería apreciar un “retroceso en las libertades”. La patulea de payasos que llegaron a apreciar un regreso al franquismo en la etapa aznarista quizá deberían reaccionar ahora que vuelve un genuino producto de la época: la censura administrativa.

Empieza a ser demasiado hasta para el diario El País que, día sí, día también, se ve obligado a lanzar alguna que otra pullita. Con la tibieza marca de la casa, sí, y dando una de cal y otra de arena. Pero ¿es que cabe defender que la administración pretenda arrogarse la posibilidad de calificar de “veraz” una información y pretender al tiempo que se vive en un estado de derecho? Demasiado, incluso, para la legión de demagogos de plantilla.

No saben lo que son las libertades, no lo han sabido nunca y no les interesa nada saberlo. Si, hasta ahora, han ido disimulando ha sido, sencillamente, porque no han tenido quien les hiciera frente, salvo algún que otro juez –y con estos ya ajustarán cuentas algún día.

Porque la buena noticia del año 2005, la mejor noticia para la democracia, es que, esta vez, media España se niega a desaparecer. Hay mucha gente que piensa de otra manera, y se les oye.

De entrada, la oposición parlamentaria, el PP no sólo no se ha hundido sino que, tibiamente, empieza, por primera vez, a cuajar un discurso verdaderamente político, abandonando nociones pseudocentristas (nosotros gestionamos mejor) por ideas sustantivas. El PP no presume ya, sólo, de habilidades administrativas, sino que se reivindica como defensor de la igualdad, de la unidad y la solidaridad entre españoles, de las libertades individuales y del modelo de estado que hoy vivimos. Quien, como César Alonso de los Ríos, se empeñe en que no existe aún una alternativa, o bien espera milagros de los políticos partidarios o se niega a ver lo que hay. Mariano Rajoy quizá no sea el gran líder que España está esperando, pero, sin duda, mañana mismo sería capaz de montar un gobierno digno de tal nombre y, sobre todo, con cuatro o cinco ideas meridianamente claras – lo que en estos tiempos y en este país es todo un capital.

Por supuesto, está la labor de los medios no adictos, que tampoco se resignan al papel marginal de los primeros ochenta. En esos medios, claro, habrá de todo, desde demagogia genuina –y ya es algo que la demagogia no venga siempre del mismo lado- hasta opiniones muy bien fundamentadas, y que hacen mucho daño. Es, por supuesto, falso que todos esos medios sean extremistas. Me atrevería a decir que incluso los más duros en las formas se ventilarían muy bien ante un tribunal de justicia –quizá por eso nadie les denuncia-. Por desgracia para algunos, me temo que son de lo más veraces. Desde aquí hay que reconocer a quien, con multitud de defectos, no ceja en su empeño de hacerle la vida algo menos cómoda al poderoso, sea buscando agujeros en las tesis oficiales sobre el 11M (queremos saber, ¿recuerdan?) o encontrando fragatas... en el Golfo Pérsico (que, por cierto, es su sitio, aunque la imbecilidad y la hipocresía de algunos impidan a los militares españoles proclamar con orgullo las muestras de su competencia, que sólo dejan de reconocerse en España – bien por la Armada y por su solvencia a la hora de cumplir con sus tareas).

Y, por qué no, también están los nuevos medios libres. Los blogs, los periódicos ciudadanos.... Algo impensable hace unos años y que ha dado lugar, en la red, a fuertes corrientes de opinión. Un fenómeno con claroscuros, un fenómeno complejo, pero apasionante en todo caso.

Se entiende porque detestan la libertad. Porque su supervivencia exige sociedades anestesiadas. Fuera de su medio natural, de monopolio basado, entre otras cosas, en la autocensura voluntaria de los discrepantes, se ahogan como un pez fuera del agua.

Esta es la gran noticia del 2005. Es aún pronto, y es aún algo tibio, pero existe un desafío real a la hegemonía de la izquierda, que vive un escenario insólito. Sus reacciones son las reacciones de la perplejidad. Ha empezado a caer la última excepción española. Dejará de haber Pirineos el día en que la izquierda se vea obligada, por fin, a dar explicaciones racionales.

Nada pueden temer más, porque, como sus homólogas en el resto de Europa, nada tienen que explicar, ya que nada tienen, realmente, que decir. Sólo la extraña realidad española permite este modelo de izquierda triunfante y segura de sí. En todos los demás países europeos, han de jugar al contragople, esperar a su Berlusconi. Algo que les dé una oportunidad que las ideas les niegan.

Hay que entenderles, luchan por su supervivencia, aunque muchos de ellos ni siquiera lo sepan.

jueves, diciembre 29, 2005

LOS ESPAÑOLES EN LA HISTORIA

Leo con interés este artículo del amigo Smith, en su bitácora Batiburrillo, que toma como base para su particular homenaje a Julián Marías una de las obras del filósofo, el libro “Ser Español: Ideas y Creencias en el Mundo Hispánico” (Planeta, 1987). Por si cupieran dudas, ahí está el mismo título para dar fe del compromiso orteguiano del autor (“ideas y creencias”, dupla esta que constituye una inmensa aportación de don José al utillaje del análisis político).

La lista de atributos que Smith extrae como definitorios, según Marías, del carácter español (sobriedad, misoneísmo, idealidad, predisposición a la muerte, religiosidad, individualismo, preocupación por la justicia...) me trajeron a la mente otro libro, que leí hace ya unos cuantos años. Se trata de “Los Españoles en la Historia” (mi edición data de 1982, en la colección Austral, pero el original es de 1947), de don Ramón Menéndez Pidal. Bajo los títulos generales de “sobriedad, idealidad e individualismo”, Menéndez Pidal va desgranando un retrato que, poco más o menos, termina coincidiendo con el de Marías. Es verdad, sí, que Menéndez Pidal destila castellanocentrismo, pero me temo que, mutatis mutandi –y es más bien poco lo que hay que cambiar- el mismo cuadro describe bien a los españoles de cualquier otra región, incluida, quizá, la hispanidad americana, aunque aquí, claro, caben muchos más matices.

Resalta Smith, también, la preocupación del maestro por la “pérdida de España”, por la progresiva desaparición de su carácter. Como si el espíritu de la Nación se sostuviera, en cierto modo, sobre un crisol de virtudes, cuya desaparición conllevara, inevitablemente, la crisis de la idea nacional.

Es cierto, supongo, que si alguna vez existió algo parecido a un “carácter español” –y la sola idea me pone a la defensiva, he de reconocerlo- habrá ido desdibujándose por el efecto de las fuerzas que, de manera lenta pero irresistible, van homogeneizando a los pueblos que tienen la fortuna de participar del proceso de globalización, entendida ésta última en su sentido más amplio. “Los españoles”, como colectivo, van convirtiéndose –insisto, por fortuna- cada vez menos en una nación en sentido medieval (es decir, conjunto de seres humanos con un mismo origen étnico, lingüístico, etc. ) y más en una nación cívica, en un conjunto de hombres y mujeres unidos por lazos de ciudadanía en una cierta comunidad de creencias, siendo cada vez más importante que se haya o no nacido en el viejo solar patrio. Cualquiera que haya sido el concepto histórico, lo que habrá de definir en el futuro, cada vez más, a los españoles, es la simple voluntad y orgullo de serlo.

Ahora bien, si se quiere paradójicamente, algunas de las mayores amenazas al ser de España, los obstáculos a su consolidación como nación moderna y, por tanto, los riesgos de su pérdida no proceden del desdibujamiento de esos caracteres históricos sino, más bien, de su tozuda pervivencia, e incluso su exacerbación. No deja de ser llamativo, por ejemplo, que la más radical manifestación antiespañola proceda, precisamente, del nacionalismo vasco.

Tómense, uno por uno, los caracteres descritos por Marías respecto al alma española y se observará, sin mayor dificultad, que el vasco no es un tipo particular de español, sino su superlativo. A menudo, quienes simpatizan con las tesis nacionalistas recuerdan que, en el fondo, catalanes y vascos no desean exactamente una España distinta, sino una España vuelta a “su propio ser”. Ellos, y no otros, son los únicos y verdaderos españoles, los auténticamente apegados a “la esencia de las cosas”.

En suma, lo que estamos discutiendo no es exactamente la crisis de la noción de España, sino la crisis de la modernidad. La resistencia del cuerpo hispánico a aceptarla. La terca apelación a la diferencia, la obstinada insistencia en el respeto de la indentidad, la llamada incesante al pluralismo y, en suma, al cada uno a su manera podrán ser muchas cosas, pero en modo alguno nuevas y, sobre todo, para nada antiespañolas, tomando “español” en su sentido más rancio.

Y es que quizá Carod no se da cuenta, pero ese bigotillo denuncia al guardia civil –a la antigua usanza, que hoy hasta la Benemérita ha evolucionado más que algunos- que lleva dentro. Más español, imposible. Como le gustaban a Menéndez Pidal, nada menos.

miércoles, diciembre 28, 2005

BIEN JUGADO

El Gobierno y sus corifeos necesitan desesperadamente un estatuto para Cataluña. Importa menos qué estatuto, con tal de que sea aceptado por los partidos catalanes, cuyo interés, claro, no tiene por qué coincidir con el de los catalanes en su conjunto, y menos con el de los españoles. Con independencia de su calidad técnico-jurídica y de su conveniencia para el interés general, cualquier estatuto, por el mero hecho de ser aprobado y bendecido por el nacionalismo catalán cumple dos condiciones esenciales.

La primera es que deja intacta la imagen de Zapatero como hacedor de milagros. Como se ocupa puntualmente de recordar Carod Rovira –que nos ahorra a los demás el trabajo de especular- su desempeño con el estatuto de Cataluña es su tarjeta de visita para la siguiente tarea hercúlea, que es la pacificación de Euskadi. La segunda es que servirá a los Pepiños Blancos y a los editorialistas de medios afines para lanzar un furibundo contraataque en pos de las trincheras electorales perdidas. Será la prueba palpable de que un estatuto habrá nacido y España continuará existiendo, contra los vaticinios fatalistas de un PP que quedará desacreditado. Es evidente que el Puente Aéreo, cualquiera que sea el resultado, continuará funcionando al día siguiente, así que, de todos modos, esta partida la tenían ganada. Para cuando un mal estatuto empiece a surtir efectos, habrá pasado tiempo suficiente como para actuar igual que con la Logse, que parece que no tuviera padre ni madre.

Lo cierto es que todo lo anterior, en caso de ser cierto -cosa que creo- es independiente de la conducta del PP. El Partido Popular no puede, por sí, impedir que el estatuto se apruebe –puede recurrirlo después, pero esta es otra historia-, así que su margen de maniobra es limitado. Pase lo que pase, se le acusará de catastrofista, porque, de hecho, ya se le está acusando.

Pues bien, en este contexto, creo que Mariano Rajoy y su gente están jugando bastante bien el partido. Y es que un político pésimo como José Luis Rodríguez Zapatero siempre deja algún resquicio. El PP está ganando algo que, en el medio y largo plazo, se revelará como auténticamente trascendente: capital político.

De entrada, el PP ha ocupado un espacio ideológico del que, sin mediar dejación socialista, raramente hubiera podido enseñorearse. Que la derecha se erija en defensora de la unidad nacional y la soberanía del pueblo español es incluso normal, pero que pueda ser defensora en solitario de la igualdad y la solidaridad entre españoles es un regalo muy valioso. Y nadie parece ya capaz de discutir esa inversión de los términos tradicionales. Nadie es capaz ya de cuestionar que el PP emerge como el único partido nacional y constitucionalista digno de tales nombres. En su infinita estulticia, Zapatero le ha hecho a Rajoy un obsequio de gran valor: un modelo de estado perfectamente determinado que tiene la incuestionable ventaja de ser conocido y bien valorado por los españoles en general, el modelo de estado autonómico del 78. Todo el esfuerzo que los socialistas deberán invertir en diseñar uno nuevo, se lo acaban de ahorrar a los populares.

La acusación de extremismo –la primera que podría venir a la boca o a la pluma de las falanges socialpolanquistas- ha de atemperarse, y mucho, toda vez que puede tiznar también a socialistas ilustres que pugnan por no abandonar definitivamente lo que fue su terreno propio o, por lo menos, en disputa. De hecho, algunos señeros representantes del Partido Socialista han ido mucho más lejos que los populares en su defensa de los cuatro principios propuestos por Rajoy, y que ningún socialista con un mínimo de sentido podría permitirse no suscribir. De hecho, la situación es tan paradójica que Arias Cañete se daba el lujo de apuntar que las comunidades autónomas gobernadas por el PP saldrían beneficiadas, comparativamente, de un régimen financiero a la catalana. O sea, que el PP puede, merced al acceso de locura del Presidente del Gobierno, erigirse en defensor... de los españoles que no le votan pero que, por carecer de atributos “nacionales”, no tienen quien les apoye en este trance.

Además, el PP está ejerciendo con habilidad el filibusterismo parlamentario. A fuerza de pretender ignorarle, parece que algunos olvidan que el Partido Popular, él solito, tiene más de un tercio de los escaños de la Cámara, y eso tiene sus consecuencias.

Por último, Rajoy ha hecho que su partido presente enmiendas que, a buen seguro, acercan tentadoramente el proyecto al pensamiento de muchos diputados socialistas, que se las verán y se las desearán para rechazarlas. Hay, pues, texto alternativo, lo que sitúa al PSOE en trance de elegir y, por tanto, de dar muchas explicaciones.

Explicaciones, en primer lugar, si rechaza sin más la oferta de diálogo del PP. Si anteayer todos abogaban por una recuperación de los consensos en temas de estado, ¿por qué el PSOE se empeña en obviar sistemáticamente al único partido que puede, con su concurso, dar sentido a la palabra “consenso”? Recordemos: a fecha de hoy, es el PP el único que ha invitado al PSOE a dialogar, no al revés. Y esto no es más que una reedición de lo que sucedió en Barcelona. El PP de Cataluña sí participo, otra cosa es, claro, que no estuviese en condiciones de suscribir el texto resultante. No es cierto, pues, que sea un partido encastillado y reacio a todo tipo de conversaciones. O, desde luego, no más que el Gobierno, que ni siquiera disimula el hecho de que no tiene ningún interés en contar con los Populares, a los que, hasta el momento, viene ignorando por completo.

Explicaciones, por último, si, siendo las propuestas del PP más convenientes para el interés general, más respetuosas con el orden constitucional y, sobre todo, mucho más próximas al sentir tradicional del electorado socialista y del propio PSOE, se eligen otras que no cumplan ninguna de esas condiciones.

Al final, la aritmética mandará y ZP alcanzará su acuerdo “como sea”. Es de suponer, además, que los socialistas sigan el guión preestablecido. Pero Rajoy está maniobrando bien. Sea cual sea el resultado, y para desdicha de Pepe Blanco, la oposición va a salir muy viva del envite.

martes, diciembre 27, 2005

UNA INCOMPATIBILIDAD PROFUNDA

Lo del llevarse mal con la Constitución y, en general, con las libertades, parece una característica propia del Gobierno Rodríguez. Por sin no bastara con haber pisado la raya –el Tribunal Constitucional dirá si es dentro o fuera- con leyes como la de violencia “de género” (con posible violación del artículo 14 por discriminación al varón) y con la del matrimonio homosexual (dudoso encaje en el artículo 32), se disponen, alegres y confiados, a perpetrar a escala del país entero un engendro como el que se acaba de marcar Cataluña con la dichosa ley audiovisual.

Los diputados nacionales del Partido Popular tendrán doble trabajo porque habrán de elaborar dos recursos de inconstitucionalidad, uno contra la ley catalana y otro contra la ley estatal. Lo mismo puede decirse del defensor del Pueblo, que podría justificar su sueldo ejerciendo su competencia –está legitimado activamente para interponer recursos- en defensa de las libertades fundamentales. Unos y otro quedan emplazados, y ya quisiera yo saber qué van a explicar a la opinión pública en caso de que no actúen como sería de esperar. Es cierto que el legislador siempre previó que, cuando las comunidades autónomas se excedieran, ahí estaría el Gobierno de la Nación, como defensor principal de la legalidad. Lo que no pudo concebir el redactor de la Constitución, o de la Ley Orgánica del TC es, claro, un gobierno no sólo connivente con el desaguisado, sino deseoso de reproducirlo en su propio ámbito competencial.

Esto es novedoso, o más particular de este Gobierno. Sin embargo, lo de las cuitas del socialismo con la Justicia ya tiene un inequívoco aire de déja vu, de mala relación estructural. La rehabilitación del malhadado cuarto turno a través de la figura del “juez de proximidad”, la atomización de competencias gubernativas a través de los dichosos consejos autonómicos de justicia y la reducción de las competencias del Supremo, analizadas en frío, podrían entenderse como intentos sinceros por conseguir una justicia más eficiente... sino fuese porque tienen un tufo de nueva andanada contra la independencia judicial y de cambalache con algún sátrapa local para que permita a un presidente del Gobierno impresentable salir al ruedo con las orejas cortadas a un estatuto que parecía indomable.

Es, decía, un problema estructural. El socialismo no ha tenido nunca vocación de gobierno, sino de constituirse en un régimen, esto es, de controlar una sociedad hasta sus últimos resortes. Ahí estuvo Carmen Caffarel, en su día, para poner las cosas claras: la tele pública debe servir de altavoz para el poder constituido. Por lo mismo, el estado de derecho se concibe como medio y no como marco. Todas las instituciones, sin excepción, deben coadyuvar a los fines del proyecto colectivo. La separación de poderes es, en suma, un invento liberal y burgués que no viene al caso.

Vencidos y desarmados el ejecutivo y el legislativo –que, casi necesariamente, caen al unísono-, ocupada la universidad y otros centros de crítica potencial, firmemente establecida una red de medios leales hasta el fin (aunque se está viendo que, tras ocho años de descuidar la finca, han salido hierbajos que hay que aplicarse diligentemente a escardar)... sólo queda la Justicia. Y ahí hay un problema importante, porque el diseño constitucional del Poder Judicial hace de los jueces los elementos más independientes del sistema.

Es verdad que su órgano gubernativo, el Consejo General, se provee igual que todos los demás órganos constitucionales y, por tanto, el que gana la mano gana todos los triunfos. Pero es sólo eso, un órgano gubernativo. Puede suspender, trasladar, inspeccionar, hacer la vida imposible al juez díscolo, en suma, pero no puede revocar una sentencia, ni inmiscuirse en funciones jurisdiccionales.

Por otra parte, los jueces están, en general, muy orgullosos de su independencia. Además de valorarla como una herramienta imprescindible para su trabajo, creen que es el único cimiento posible de su prestigio social. Por eso los jueces militan masivamente en asociaciones “no progresistas”, no incardinadas en ningún “proyecto colectivo”. Esto significa que, dejadas las cosas a sus propias fuerzas, la parroquia progre no se comería nunca un rosco. A lo largo de toda la historia de la democracia, el socialismo español ha hecho cuanto ha podido porque sus asociaciones afines obtuvieran, como fuera, una sobrerrepresentación.

Y están, por último, las dichosas oposiciones, que tienen como efecto reducir el número de estómagos agradecidos. En países como España, carentes por completo de una ética ciudadana mínimamente aceptable, los exámenes competitivos y los procesos reglados hasta sus últimos detalles son la única manera de lograr que los cuerpos técnicos de la Administración, jueces incluidos, sean independientes –no digo, claro, que el objetivo se consiga, sino sólo que, de otro modo, sería peor-. En particular, los Gobiernos de la izquierda, que son incapaces de distinguir los intereses generales de los suyos propios, no conocerían freno alguno si estas cautelas no existieran. Tengo para mí que, a no mucho tardar, en nombre de la “eficiencia”, se nos propondrá un cambio del sistema de selección de funcionarios, justificándolo por similitudes con “el sector privado” (pero sin mediar cuenta de resultados, claro, ni dinero propio que jugarse). Al tiempo.

Las nuevas reformas del Poder Judicial que, para más inri, se inscriben claramente en el proceso de negociación del estatuto de Cataluña –pudiera suceder, aunque sea poco probable, que al final no haya estatuto pero sí se hagan todas las reformas pactadas por la puerta de atrás en las leyes orgánicas, lo cual sería un delirio- son el último asalto de esta pugna socialismo-jueces. Una pugna que no terminará hasta que los togados estén dispuestos a sumarse, con vivaz alegría, al proceso de construcción de la sociedad perfecta. Una aspiración que va mucho más allá de eso tan rácano de “juzgar y hacer ejecutar lo juzgado”, que es muy decimonónico. Dónde va a parar.

lunes, diciembre 26, 2005

EL MENSAJE REAL

El discurso de Navidad del Rey ha sido bienvenido tanto por el Gobierno como por la única oposición existente. Como también es habitual, la nota discordante, poco relevante en esta ocasión, la ponen los partidos casi o totalmente antisistema que, paradojas de este país nuestro, son aliados del Gobierno, circunstancia que no creo que tenga precedentes en ningún otro país del mundo. Por cerrar el cuadro de habitualidades, no podía faltar la descortesía de ETB, única cadena que no cede los quince minutos de rigor al Monarca, quizá porque en esos quince minutos la palabra “España” podría oírse más veces que en todo el resto del año en todos los medios vascos de comunicación, restando eficacia a la labor de zapa a la que tan diligentemente se aplica la Euskadi oficial. Creo que no consiguieron, de todos modos, imponerse en audiencia, y eso que emitieron “Mr. Bean” –único programa, junto con el fútbol y la Pantera Rosa, que debe dar audiencias líder a la cadena en euskera, más que nada porque Mr. Bean es mudo (el fútbol no, pero si te sabes las reglas, la necesidad de léxico es limitada).

Todos subrayan las llamadas del Rey al consenso y al diálogo. Faltaría más. Pero los medios progubernamentales callan con mucho cuidado otras cosas que don Juan Carlos también dijo. El Rey subrayó que España es una gran nación –ítem más, que es una de las principales naciones del mundo- y, además, que el modelo constitucional sigue vigente y es bueno que así sea. Que el titular de la Corona diga lo que se espera de él nada debería tener de particular, salvo porque si alguien está haciendo cuanto puede por poner en tela de juicio ambas afirmaciones es, sin duda, el jefe del Ejecutivo, o sea el que en Inglaterra y en el país de Anson sería el Primer Ministro de Su Majestad.

Lo que convierte en reseñable el mensaje real no es, por supuesto, su contenido, sino su manifiesto contraste con otras realidades. Nada tiene de paradójico que el Rey de España afirme que el país en el que reina es, de entrada, una nación y, por añadidura, una nación muy importante. Mucho menos lo tiene que renueve su compromiso, e invite a otros a renovarlo, con el sistema constitucional del que la Institución que personifica es el ápice. Lo que convierte en chocante la proclama regia es que, a pocos kilómetros de la Zarzuela habita un chico de León que tiene serias dudas acerca de si el país cuyo ejecutivo encabeza es una nación y, en su caso, de qué tipo, con lo que no digamos ya qué es lo que piensa respecto a la Constitución que se fundamenta en la preexistencia de esa nación dudosa.
El chico de León de marras está haciendo denodados esfuerzos porque encaje de mala manera en ese sistema constitucional con el que el Rey pide compromiso –que habrá que entender extensivo a su espíritu y no solo a su letra- un estatuto de Cataluña que no entra ni a empujones (o eso piensa Leguina, entre otros) y que... ¡él mismo se encargó de presentar! El chico de León parece estar haciendo cuanto puede porque sus colaboradores más cabales no agüen la fiesta a quienes no sólo no tienen compromisos de ningún tipo con el sistema sino que con gusto lo verían saltar en pedazos (véase, si no, su empeño por impedir que los toques de racionalidad que Solbes pretende introducir en la negociación de temas financieros prosperen).

Y es que hay mucha gente que aún parece no haberlo entendido. No es cierto, solamente, que Cataluña haya pedido un estatuto, sino que es el presidente del Gobierno quien está empeñado en dárselo. A estas horas, la negociación no está entablada entre el Gobierno y los partidos catalanes, sino entre la parte del PSOE que antepone el que siga existiendo una realidad gobernable a las ansias de gobernar y esos partidos catalanes, a los que se une el propio Presidente del Gobierno. No es cierto, en general, que la gente vaya buscando problemas y trifulcas por la calle y el pobre muchacho se dé de bruces con ellas. Me temo que es él el que es bastante buscapleitos.

No hay iniciativa, no hay ocurrencia, no hay gracieta dañina para ese sistema constitucional que el Rey quiere preservar que no cuente con la comprensión, si no con el apoyo entusiasta, del chico de León que se sienta en la cabecera de la mesa del Consejo de Ministros.

Majestad, tiene vuestra Majestad un problema, y me apuesto lo que sea a que jamás imaginó que fuese a venirle de León.

En otro orden de cosas, nunca faltan los que, en general, son críticos con cualquier mensaje real que tenga un mínimo de contenido sustantivo. A juicio de esos críticos, ello compromete la imparcialidad de la Corona. Lo que no sé es donde demonios está escrito que la Corona tiene que ser imparcial. Ningún órgano constitucional puede ser imparcial cuando de la Constitución se trata. La imparcialidad es, en todo caso, ad intra, hacia el interior del sistema. Pero nunca desde fuera. La Corona no puede estar nunca contra el sistema, y ser indiferente ante las cosas que lo dañan es una forma de estar contra él. Lo de la indiferencia –cuando no puntito de hostilidad- para con el marco del que uno recibe sus poderes es un genuino invento de ZP, y tampoco tiene precedentes ni ninguna Constitución exigiría jamás semejante cosa a ningún órgano de ella derivado.

Cualquiera que sea la forma de provisión de la jefatura del Estado –independientemente la opinión que nos merezca la monarquía-, una función típica de su titular es, además de la personificación de la Nación, la contribución a la conservación de los equilibrios fundamentales y de la integridad del edificio constitucional. Los medios con los que cuente variarán y, lógicamente, un rey constitucional no podrá, nunca, disponer de prerrogativas como las que puede disfrutar hasta el más simbólico de los presidentes no ejecutivos. La anormalidad que, en democracia, representa el acceso a la más alta magistratura por nacimiento veda al Rey cualquier tipo de intervención que se asemeje a un acto de poder, de gobierno.

Pero eso no significa, ni mucho menos, que el Rey carezca de multitud de medios “blandos” para ejercer sus funciones, que las tiene y son importantes. Al menos en España. El Rey arbitra y modera el funcionamiento de las instituciones. Nuestra Constitución no dispuso una Corona silente, sino una Corona discreta. Pese a que el término pueda estar desprestigiado por su abuso por parte de los babosos de plantilla, el “oficio de Rey” existe. Walter Bagehot se encargó, en su día, de demostrar cómo el ejercicio de ese oficio con cautela puede estar al alcance incluso de hombres y mujeres poco brillantes, y puede asimismo ser un gran activo para la Nación. Ya dijo el genial inglés que un Primer Ministro novato haría bien en buscar el consejo de un rey experimentado.

Que el Presidente del Gobierno no sabe desempeñar su trascendental papel está, por desgracia, fuera de toda duda. No sabe gobernar, y no tiene trazas de aprender algún día. Sirva como premio de consolación que es muy probable que don Juan Carlos sí sepa reinar. Alguna ventaja tendrá esto. Al fin y al cabo, ya dijo Bagehot que la monarquía parlamentaria inglesa era el mejor de los sistemas posibles.

Nuestra monarquía es parlamentaria... quizá podamos ir tirando, aunque no sea inglesa.

sábado, diciembre 24, 2005

FELIZ NAVIDAD A TODOS

Cuenta la tradición -al parecer fijada definitivamente en el siglo IV- que en esta fecha, hace un par de milenios, San José y su familia viajaban por Palestina. Y en un alto en el camino, les nació un niño. Algo menos de 400 años después, concretamente en 380, el emperador Teodosio proclamó erga omnes que ese niño era el Dios único y que, desde entonces, Su culto sería la religión oficial del Imperio... y que tendría por dementes a los que no la profesaran. El resto de la historia occidental podría grosso modo, explicarse como el intento de que el Teodosio de turno dejase en paz a los dementes que en cada momento hubiera.

Cristo nació en el punto culminante de la historia política de Roma -es verdad que la extensión geográfica del Imperio Romano seguiría creciendo hasta Trajano-. Una Roma que, henchida de orgullo y bajo Augusto, era capaz de garantizar, por fin, la paz hasta en el último confín de sus dominios. Una Pax Romana que se fundamentaba, además de en el poder de las legiones, en una marcada tolerancia hacia todo tipo de costumbres, especialmente religiosas, con tal de que no supusiesen un riesgo para la moral pública.

La Palestina contemporánea, dos mil y pico años más tarde, espera a su Augusto y a sus legiones, quizá. Lo mismo ocurre en otras partes del Planeta, incluido el mundo de Teodosio. Seguimos buscando nuestra Pax Romana, de orden y tolerancia al tiempo.

Feliz Navidad a todos.

ME LO TEMÍA

Mi artículo de ayer es, si no me fallan las cuentas, casi el que más comentarios ha recibido de todos los que llevo escritos en esta bitácora, y eso que son más de trescientos (inciso: es verdad que sólo son 11, pero tampoco es que a uno le glosen sin parar). Me lo temía.

Digo que me lo temía porque mucha gente iba a interpretar una crítica “hacia el lado equivocado” (el “nuestro”, dice algún comentarista) como un síntoma de debilidad. Incluso alguno habla de complejo (también es verdad que me llaman “genuflexo”, “cagueta” y cosas por el estilo). Bien es verdad que hay gente que ha acudido en mi defensa. A riesgo de jugarme que alguien promueva mi expulsión de Red Liberal o me retire la palabra para siempre, y precisamente porque aprecio las críticas de la gente que me lee habitualmente, intentaré explicar un poco lo que, a mi juicio, no debería necesitar mayor explicación (incluso, si bien lo pienso, puede que sea hasta malinterpretado... pero, bueno, por esa regla de tres, no escribiría nunca nada). Vaya por delante que no pretendo convencer a nadie de nada, y mucho menos persuadir a quienes piensan que mi artículo es un bodrio de que merece el Cavia.

En primer lugar, no creo que los lectores habituales puedan pensar, precisamente, que esta bitácora es sospechosa de connivencia con el mundillo socialpolanquista –bueno, al menos algún socialplanquista ha pasado por aquí y no le ha gustado nada-. Pero también habrán podido detectar críticas hacia el lado contrario. Si son menos se debe, claro, a que hay mayor coincidencia, aunque en ningún caso plena, con sus postulados ideológicos, pero sobre todo a que entiendo que en ese lado hay menos errores que denunciar, así de sencillo (contribuye a ello, por supuesto, el que no estén en el poder).

No me siento, la verdad, demasiado representado por la cadena COPE, ni por lo que en ella se dice ni por cómo se dice, entre otras cosas porque servidor y la Iglesia no se llevan lo que se dice a partir un piñón. Ni que decir tiene que lo anterior no obsta para que mi compromiso con el respeto a su libertad de expresión sea totalmente pleno.

Si eso me coloca fuera de “los nuestros” o aun con “los otros”, pues lo siento. Sé que suena retórico, pero el único compromiso político de esta bitácora es con las libertades individuales, con la nación española y con el liberalismo más clásico (y más laico). Y ninguno de esos conceptos puede ser monopolizado absolutamente por nadie. Al igual que otros bloggers ilustres, como Luis I. Gómez, pongo esos compromisos por encima de las amistades o enemistades que me puedan granjear.

Un comentario que me ha parecido especialmente llamativo es el que me tilda de iluso. Dicen que mis referencias a Kant y sus imperativos categóricos están absolutamente pasadas de moda. Evidentemente, si el corresponsal se refiere a su popularidad, no puedo estar más de acuerdo, pero si se refiere a su vigencia, siento disentir. Creo firmemente en una ética de imperativos categóricos y de la responsabilidad individual, y creo que en materia moral uno es juez de uno mismo.

Sólo la falta de confianza en las propias convicciones puede llevar a confundir eso con debilidad, falta de firmeza o vana ilusión. Quizá fuese bueno recordar que hubo un Gobierno en España que demostró que se podía hacer frente a la bestia terrorista sin exceder en nada los límites del estado de derecho –agotándolos, eso sí, pero aunando eficacia y moralidad-. Por lo mismo, no creo que sea necesario caer en métodos poco ortodoxos o en palabras gruesas que solo restan fuerza al argumento principal, cuando este existe.

Si la izquierda pretende tener una superioridad moral, bastará negársela y actuar como si tal cosa no existiera. Pero no se exige caer en sus bajezas. Entre otras cosas porque, metidos en el lodo, la experiencia muestra que gana seguro. Los tacticistas harían bien en reflexionar y darse cuenta de que, a fin de cuentas, hacen cuanto esté en su mano para que gente que, quizá, podría algún día cambiar de idea, se consuele con el “todos son iguales”. Asumir que vivimos en un "territorio sin ley" es un camino seguro para que no haya ley jamás. Es verdad -así lo he denunciado unas cuantas docenas de veces- que no vivimos en una democracia consolidada, pero no estoy seguro de que la mejor fórmula para consolidarla sea considerar que se aplica una "ética de guerra" hasta que la cosa se normalice. La mejor garantía de que algún día habrá democracia plena es que empiece a haber demócratas.

No quiero engañar a nadie, y creo que nadie debe llamarse a engaño si sigue este blog con frecuencia. Aunque solo sea porque respeto profundamente a quienes me visitan, tengan la ideología que tengan. Quien dude de mis “compromisos” más allá de los arriba indicados, probablemente hace bien. En esta casa nadie tiene bula, ni Maruja Torres, ni Evo Morales, ni la SER... ni Federico Jiménez Losantos.

viernes, diciembre 23, 2005

UNA SOBERANA TONTERÍA

La bromita de la COPE al presidente electo de Bolivia es completamente inadmisible, de gusto pésimo, indelicada y, por añadidura, inconveniente para los intereses de España en el país andino, que en breve pueden estar necesitados de toda la ayuda posible, humana y divina.

Son inadmisibles, por otra parte, las medio excusas aducidas por Federico Jiménez Losantos en Libertad Digital, que cae en el mismo vicio tantas veces atribuido a los izquierdosos de piñón fijo, que es el de creer que los suyos, invariablemente, llevan razón.

No es excusa el que el Gobierno, habitualmente nada diligente y extremadamente lento a la hora de defender los intereses de nuestro país en asuntos más importantes, haya hecho de éste tema una prioridad absoluta. Esta es, precisamente, su obligación. Su largo historial de inoperancia no justifica las críticas en las pocas ocasiones en las que muestra la diligencia debida, aun cuando esta prontitud a la presentación de excusas venga motivada en buena parte por la inquina hacia la emisora.

No es comparable el caso a las bromas que, desde Miami, le gastan al canalla del Caribe. Hay una diferencia fundamental, por el momento, entre el tirano cubano y Morales. El segundo es un presidente elegido por su pueblo y, por tanto, su legitimidad es infinitamente superior.

Tampoco es excusa que en el PSOE y su órbita haya mucho aficionado a la broma pesada y el chascarrillo de mal gusto. Si algo no se debe hacer en esta vida es asumir los patrones morales del adversario cuando éste no destaca por una moralidad acrisolada, precisamente. Uno de los peores escenarios que se nos pueden plantear es terminar teniendo un PSOE a derecha y a izquierda. Es verdad que esta actitud puede colocar a quienes se atienen a ciertos principios en desventaja, pero algunos aún creemos en la máxima kantiana de que se debe obrar de manera que el propio comportamiento pudiera ser elevado al rango de máxima universal. Además, las justificaciones del “y tú más” o “y tú también” resultan patéticas e infantiles, y ahí está Montilla para acreditarlo.

No es excusa, por último, que el Gobierno haya acusado en falso otras veces, atribuyendo a la COPE comportamientos execrables que luego resultaron ser falsos. La acusación de un mentiroso compulsivo puede ser puesta en tela de juicio, pero solo hasta que se demuestra.

No es excusa, en fin, que alguna gente no tenga sentido del humor. Uno puede errar al tomarle el pelo al prójimo, pero si resulta que el prójimo se molesta, lo suyo es excusarse y no ponerle, encima, de tiquismiquis.

Cuestiones morales al margen, hay que reconocer que la bromita de marras no ha podido ser menos oportuna. Porque es verdad que la COPE está sufriendo un vendaval de acoso desde instancias progubernamentales, con actitudes rayanas en el fascismo y serio riesgo para los derechos fundamentales. Pero no es menos cierto que esa misma ofensiva, repugnante y liberticida, está levantando olas de solidaridad –ahí están los cientos de miles de firmas que Luis Herrero ha recogido para llevarlas al Parlamento Europeo-, incluso por parte de gente que en nada comparte la línea ideológica de la casa, pero que sabe poner, por encima de las diferencias de opinión, los principios y las libertades.

Toda esa gente se moviliza para proteger el derecho a la libertad de opinión, y alguna asume hasta cierto riesgo personal, especialmente quienes se atreven a poner de manifiesto ese apoyo en medios caracterizados por el sectarismo. Esa gente merece un respeto y que no se haga el bobo innecesariamente.

Así pues, si se ha metido la pata, se saca y santas pascuas. El sostenella y no enmendalla no conduce a nada bueno.

jueves, diciembre 22, 2005

EXCRECENCIAS DE UNA ÉTICA PERVERSA

Si espeluznante es el relato del crimen cometido por tres muchachos contra una pobre mujer a la que terminaron por quemar viva, mucho más espeluznante es, en definitiva, el relato de los móviles. Hicieron eso... porque les apetecía.

Parece que la policía intentó recurrir, infructuosamente, a todo el manual explicativo de la ortodoxia progre. Nada. No se daba ni una sola de las eximentes habituales. Ni familias desestructuradas, ni emigración. Sólo maldad infinita. Normalmente, el manual del progre no tiene un apartado para dar cuenta de situaciones en las que, simplemente porque sí, unos niñatos, por lo demás en sus cabales, deciden que van a machacar los huesos de un pobre diablo que pasaba por allí. Afortunadamente para la progresía, ese tipo de crimen suelen cometerlo elementos próximos a grupos fascistas y racistas –en los que, naturalmente, cuenta poco que concurra eximente alguna. Pero esta vez, ni eso.

Uno de los más estúpidos lugares comunes de nuestra sociedad y nuestro tiempo es la loa continua, la divinización absurda de la juventud. No voy a ser tan cínico como para decir aquello de que la juventud es una enfermedad que se pasa con el tiempo, pero de ahí a la paidocracia que vivimos media un abismo. Seguro que entre los jóvenes, como entre los adultos, hay gente excelente. Pero hay también motivos para la más honda preocupación, a poco que se mire.

Una vez más, nos hallamos ante la herencia de una sobrevaloración de los derechos o, si se prefiere, de una hiperprotección. En suma, ante unos jóvenes criados en la firme convicción de que nada debe interponerse entre ellos y sus deseos. El pensamiento fofo, la mercancía averiada de los que van por el mundo vendiendo que los conflictos no existen degenera en esto. ¿Te apetece algo? Lo coges, y punto. Así sea un rato de diversión que exige hacer daño, cuando no infligir horribles sufrimientos, a otra persona. Cual si la realidad estuviera hecha de píxeles y se pudiera reconstruir sin más que apagar y volver a encender cualquier máquina.

La juventud vive inmersa en una banalización de todo cuanto la rodea. Incluso de la violencia. No hay límites. No existen las transgresiones. Todo es lícito, porque por encima de cualquier barrera está su soberano derecho a recibir, a ser cuidados y bien tratados. Al fin y al cabo, ellos son la sal de la tierra. El futuro del país y del mundo. El resultado de todo esto tiene, forzosamente, que ser una trivialización de las cosas.

Porque nada vale lo que nada cuesta. Desde los títulos académicos al dinero que van a gastar el fin de semana. Todo ello les es dado. Pero, además, no les es simplemente entregado, sino que se les da junto con la convicción de su derecho a recibirlo. Paradójica sociedad ésta en la que hemos llegado todos a la convicción de que los jóvenes –no digo los niños- han de ser protegidos, mimados. Paradójica porque no deja de ser extraño que una sociedad entienda que ha de proteger, precisamente, a sus miembros más capaces, a aquellos que se hallan en plenitud de facultades. A diferencia de los niños o los ancianos, los jóvenes rebosan fuerza y, por contraste con la gente madura, gozan del precioso bien del tiempo, de las oportunidades. ¿Quién, si no ellos, está en posición de luchar por abrirse paso en la vida?

Pues no. Nuestro sistema ha logrado que, quizá en unión de la generación de jóvenes más preparada de la historia, coexista una auténtica marea de impotentes mentales. No querían hacer “tanto” daño. Y lo más grave es que puede que sea cierto. Puede que, en su imbecilidad infinita, en ese ensimismamiento absoluto que nubla toda posibilidad de compasión, que impide la más mínima empatía, no quisieran, realmente, ir “tan” lejos.

Para terminar de arreglar las cosas, el absurdo de los límites arbitrarios se nos presenta en plenitud. Dos son apenas mayores de dieciocho. Otro es menor. Mientras los primeros se enfrentan, con toda probabilidad, a la ruina de su vida en forma de muchos años de cárcel otro estará libre enseguida, tras algún esfuerzo por corregirle. Me pregunto cómo se corrige este tipo de mentes, ¿puede el psicólogo forense compensar años de contraeducación? ¿cómo enseña a entender y apreciar el sufrimiento de los otros? Tarea titánica, seguro.

Tildarlos de niños puede parecer un sarcasmo, porque lo que son es alimañas. Pero no debe ignorarse ese punto de alarmante infantilismo. Los jóvenes de antaño solían rebelarse contra la etiqueta de “joven”, precisamente porque lo que querían era ser adultos. La plenitud de la vida, la plenitud de la determinación personal. Ahora, es al contrario. Mejor cuanto más tiempo se permanezca rodeado por ese halo que, en suma, prolonga una niñez que termina volviéndose monstruosa.

Antes se decía que quien a los veinte años no era comunista, no tenía corazón. Me pregunto qué puede decirse de quien, con veinte años, sólo desea jugar a la Playstation mientras espera, por riguroso turno, su piso de protección oficial.

miércoles, diciembre 21, 2005

LA ENFERMEDAD DE LA INDIFERENCIA

Parece que ya está ultimada la ley del Consejo Audiovisual de Cataluña, y parece también que ofrece la posibilidad de sancionar, incluso con el cierre, a aquellos medios que difundan información “no veraz”, a juicio del propio Consejo, se entiende.

Imagino que los juristas de los partidos políticos catalanes habrán afinado la redacción –con mejor fortuna que en el proyecto de estatuto, a poder ser- pero es inevitable detectar un penetrante tufo a inconstitucionalidad.

La Constitución Española dice que los derechos fundamentales –y la libertad de expresión lo es- sólo podrán ser objeto de regulación por ley orgánica, esto es, la cuestión queda ya por sí vedada a ningún parlamento autonómico que, en todo caso, ha de respetar su “contenido esencial”. El contenido esencial es un concepto jurídico indeterminado que el Tribunal Constitucional se ha ocupado de precisar como el haz de facultades que hacen que el derecho siga siendo reconocible.

En realidad, los derechos fundamentales no se regulan, en un sentido positivo, sino que se limitan, y ello solo cuando es imprescindible para evitar conflictos con otros derechos fundamentales. Así, por ejemplo, no existe ninguna ley que diga que podemos manifestarnos –ese derecho, simplemente, “se reconoce”-; la ley se limita a fijar las condiciones de ejercicio del derecho en aquellas situaciones en las que puede derivar en conflictos o interferir con otros derechos –caso prototípico, el de las manifestaciones que invaden la vía pública y, por eso mismo, debe darse aviso a la autoridad gubernativa competente.

En el caso de la libertad de expresión, los límites se encuentran fijados por la legislación orgánica relativa al derecho al honor –que es el derecho que, fundamentalmente, puede lesionarse por un uso irresponsable de dicha libertad- y, por supuesto, por la Ley Orgánica 10/1995, comúnmente conocida como Código Penal. Por añadidura, el Tribunal Constitucional ha analizado repetidas veces la tensión entre libertad de expresión y derechos personales a la intimidad o al honor, determinando cuándo han de prevalecer uno u otros, según casos.

Por supuesto, en ningún texto, absolutamente en ninguno, se prevé que ninguna autoridad administrativa juzgue cuando una información es veraz, y mucho menos que sancione en caso contrario. Si una autoridad entiende que se está haciendo un uso abusivo de los derechos fundamentales, ha de procurarse, o procurar a terceros, la tutela judicial pertinente. No hay otro camino. No, al menos, compatible con la Constitución que, en esta materia, no es sino un trasunto de todas las declaraciones de Derechos Humanos suscritas por España –y que, me imagino, una eventual Cataluña independiente se apresuraría a ratificar-.

Lo que acabo de relatar es una colección de obviedades que no ignora nadie con un mínimo de sentido, y menos los avezados políticos catalanes. Espero que, si la técnica de redacción no ha sido suficientemente respetuosa, haya quien promueva el oportuno recurso de inconstitucionalidad, aunque eso suponga quedar extraparlamentario. Entre otras cosas porque, en determinadas situaciones, un parlamento pinta tan poco que no tiene un sentido excesivo ufanarse por formar parte de él. Si una sociedad no protege los derechos fundamentales, bien puede tener un parlamento tricameral y una judicatura experta, que eso no será nunca un estado de derecho, sino una apisonadora.

Lo verdaderamente preocupante, a mi juicio, es el grado de vasquización que parece estar viviéndose en la política y la sociedad catalanas. Lo más llamativo que se advierte en la sociedad vasca no son los dolorosos padecimientos a que se encuentra sometida, sino la pérdida absoluta de la capacidad de escándalo o, si se prefiere, el haberse acostumbrado a convivir con ellos. Los visitantes de la San Sebastián de otros tiempos mostraban su asombro al ver como, mientras en una acera del bulevar paseaban parejas con cochecitos –en escena muy de época y muy del norte- en la otra se desarrollaba una auténtica batalla campal. Hoy, la pérdida de intensidad aparente de la violencia puede esconder algo esta situación, pero las cosas siguen igual, incluso peor, si se me apura, ya que algunos que sí parecían conservar intacta su capacidad de indignarse parecen haber iniciado una deriva acomodaticia.

Que un parlamento o un gobierno pierdan la chaveta y decidan implantar, qué sé yo, una policía lingüística, es algo que, incluso, hasta podría entenderse, siquiera como un signo de enajenación mental transitoria. Pero que una sociedad acepte mansamente estas cosas es una enfermedad. Una cosa es, por ejemplo, que el político estimule que se denuncie al vecino que rotula en castellano su tienda de ultramarinos, y otra bien distinta que, en efecto, la población se entregue con fruición a la delación. Entre ambas cosas, media un mundo. El mundo que separa una sociedad acosada por una clase política desnortada y una sociedad verdaderamente enferma.

martes, diciembre 20, 2005

Y MÁS MEMORIA HISTÓRICA...

Interesante este artículo (¿Adiós al Franquismo?) aparecido hoy en El País Digital, y que firma Julián Casanova, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza. Al menos, el señor Casanova se molesta en hablar a las claras y con cierta intención de explicarse, lo que es de agradecer.

La tesis central del artículo es que el arrinconamiento definitivo del Franquismo pasa inexcusablemente, no por una exigencia de responsabilidades anacrónica y fuera de lugar, pero sí por un reconocimiento de las víctimas. Nos vemos, de nuevo, frente a la famosa “memoria histórica”. Esta tesis es perfectamente respetable, por supuesto, y el artículo sería aún mejor si estuviera exento de ciertas descalificaciones que no cuadran con el resto.

Habla el catedrático de “apologistas del Franquismo” que, a su juicio, pueblan los medios de comunicación. No dudo que algunos habrá, pero yo, desde luego, no detecto una potente corriente revisionista, negacionista o similar. Tampoco, en general, apología. Cita como ejemplo, el caso de Fraga que, al parecer, habría declarado al Corriere della Sera que el Franquismo no fue “ni fascista ni totalitario”.

Es muy curioso que la gente que se rasga las vestiduras con esta cuestión reclame por ejemplo, y con toda justicia, su derecho a analizar fenómenos como el terrorismo internacional sin que la intención de comprender se confunda con la justificación y la defensa. Estudiar el Franquismo no es justificarlo –hasta donde yo conozco, casi nadie niega que el régimen español durante esa época fue una dictadura, pero es que eso, per se, informa poco-. Como tampoco creo que sea un pecado intentar explorar las concausas que concurrieron con la sublevación militar –causa eficiente incuestionable- y contribuyeron, no poco, al desastre del 36. No deja de ser llamativo, por ejemplo, que la apología de la República esté, por el contrario, plenamente legitimada.

Me atrevería a decir que es esto último lo que está cambiando. Muchos autores serios nunca han dejado de reconocer la naturaleza del Franquismo, pero han comenzado, al tiempo, a cuestionarse muchas más cosas. No existe, o no debería existir, compensación de culpas en la historia. Cada palo ha de aguantar su vela. Sobre todo ahora que, por tirios y troyanos, se nos repite una y otra vez que el mundo es multi- todo o, en suma, que la condena de unos no suele implicar, a poco complejo que sea un fenómeno histórico, la plena exculpación de otros. En un país donde se acepta casi sin rechistar que las víctimas presentes lo son de supuestos conflictos del que, en última instancia, formaban parte, ¿por qué esa renuencia a aceptar cuando menos un análisis con igual amplitud de miras en situaciones donde sí hubo un conflicto real (extremo este que una parte proclama pero que la otra jamás ha negado)?

Comprendo que el autor encuentre poco grato que se niegue el carácter fascista o totalitario al régimen español del estado del 37. Pero su espíritu científico debería llevarle a no confundir los términos. Es posible que, en la calle, “totalitario” sea el superlativo político de “abyecto” y “fascista” sea sinónimo de “execrable”. Pero todos sabemos que en términos histórico-políticos –mejor, politológicos-, ambos vocablos designan regímenes y situaciones muy precisos. Y, no, mal que pese a alguno, el régimen de Franco no fue totalitario. Anna Harendt ya nos ilustró sobre el tema. Y espero que sólo quien crea que lo que no es totalitario es, por omisión, beatífico pueda entender que estoy haciendo apología del Franquismo.

E.H. Carr ya nos explicó que hacer historia con objetividad es, de por sí, imposible. El mero hecho de la selección de los hechos historiables, antes de entrar en la valoración que implica, necesariamente, su relato cabal, conlleva de por sí grandes dosis de sesgo. Nadie puede pedir al historiador, pues, que sea neutral. Pero sí le es exigible, por el contrario –mientras quiera seguir llamándose historiador y no propagandista- que lo intente. Que, al menos, no ceda a los sesgos de los que es plenamente consciente. Así, no es lícito pretender la revisión de un período histórico cual si el mundo se hubiese fundado ese día o pretender etiquetar con simpleza. No.

Si lo anterior es así, en general, mucho más exigible es ese cuidado cuando hablamos de un período que, sobre todo por su proyección en el presente, pero también por su incardinación en un siglo complejo, y aun por su mera entidad cronológica, está necesitado de un estudio especialmente meticuloso –aunque solo sea por ver si somos capaces de no repetirlo jamás-. Y, en todo caso, lo menos que puede esperarse es que la discrepancia sobre hechos con hechos se desmienta. Los denominados “apologistas” se quejan, con frecuencia, de que sólo reciben insultos. Con independencia de la opinión que se pueda tener sobre la labor de cada uno, parece que el material fáctico merecería ser oportunamente atendido.

Quien pretenda, pues, hacer una revisión de parte no terminará la historia, sino que, todo lo más, escribirá otro capítulo. Y no deja de ser llamativo que todo esto que digo sea moneda de curso corriente y una verdadera colección de obviedades cuando nos referimos a otros temas, sea en éste o en otro lugar.

Por otra parte, y esto ya es pura política, me permito dudar que, como el catedrático apunta, un acto de reivindicación y reconocimiento fuera suficiente para echar, definitivamente, el cierre al Franquismo. El Franquismo estaba razonablemente cerrado. No es un tema abierto, sino reabierto. Y, en general, quienes lo han reabierto carecen del más mínimo interés en que se cierre. Hay, en esta cuestión de las víctimas, en esta petición de catarsis definitiva, similar engaño al de otras falacias comunes en la vida española, como la de que puede haber un marco aceptable de integración para los nacionalismos.

El Franquismo no puede morir porque es un leit motiv de la izquierda, como la “falta de acomodo en España” jamás podrá dejar de existir porque es consustancial al nacionalismo. El recuerdo de esa supuesta legitimidad de origen –porque parece que la sangre de las víctimas hubiera expiado las culpas, no ya del bando por el que cayeron, sino de los hijos de estos, y de los hijos de sus hijos, y de los hijos de alguno que nada tuvo que ver con el bando original, también- es tanto más recurrente cuanto más falta la legitimidad de ejercicio. Felipe González se mostró cauto, prudente y dispuesto al olvido... quizá porque no tuvo necesidad alguna de recordar nada. En la cresta de la ola, no tuvo adversario alguno al que hacer frente –y, cuando lo tuvo, ya era tarde, ni agarrado al caballo de Espartero podía salir del lodazal-. Sus herederos políticos (bueno, herederos al modo visigodo, quizá) no tienen tanta suerte. Tienen quien les contradiga.

Ojalá fuese cierto que el nombre de las víctimas tuviera el mágico poder de conjurar todos nuestros demonios. Me temo que no es cierto, porque no es verdad que nuestros demonios sean históricos. Nuestros demonios son muy, pero que muy presentes.

domingo, diciembre 18, 2005

JULIÁN MARÍAS

Los lectores habituales de esta bitácora saben que la actualidad no la marca rabiosamente, pero tampoco anda del todo desconectada –podría decir, como excusa, que intento seguir aquella línea atribuida en su día Frankfurter Allgemeine Zeitung, que se comentaba que da las noticias con dos días de retraso, para estar más seguros y tenerlas más actualizadas (amén de darlas en alemán, lo que no es fácil), pero no sería del todo cierto-. No podía, pues, concluir la semana sin dedicar algunas líneas a la desaparición de Julián Marías.

He de reconocer que no estoy muy familiarizado con la obra de Marías. Mis lecturas se limitan a su “España Inteligible” y, sobre todo, a su extensa obra periodística a través de ese escaparate que es la Tercera de ABC. Su vitola de albacea de Ortega le convertía, por sí, en un autor interesante, pero no le hacía justicia. Marías era un hombre con sustancia propia, no una prolongación del maestro – aunque, dicho sea de paso, bastante hubiese sido desempeñar ese papel con dignidad.

Liberal y católico, la conciliación de ambas sensibilidades –sin mayores problemas, en su caso- era digna de tener en cuenta. Orteguiano hasta la médula, y como el propio Ortega, no pudo dejar, en ningún momento, de ocuparse de temas españoles. Su pérdida es lamentable, sin duda.

A mi juicio, de entrada, Marías pertenecía a una generación más digna en cuanto al pensamiento. No hace mucho, Alfonso Guerra se lamentaba del escaso nivel de la clase política actual con respecto a la de la Transición. Lo mismo, pero corregido y aumentado, podría predicarse de la intelectualidad contemporánea. De izquierdas o de derechas, cualquiera que fuese su materia, los pensadores de la época de Marías eran notablemente más rigurosos, más sólidos en la argumentación y, en suma, mucho más exigentes consigo mismos. A medida que estos hombres y mujeres se van extinguiendo, el pensamiento español y europeo se van empobreciendo, de modo irremediable en tanto no cambien los vientos sociales.

Por otra parte, Marías era, creo, adscribible con nitidez a ese grupo que se ha dado en llamar –al menos, creo estar seguro de que no sólo yo lo llamo así- “la tercera España”. Se me perdonará el totum revolutum, pero su figura me evoca directamente las efigies de los Ortega, Marañón, Madariaga, Besteiro, Aranguren, Laín, Buero, Delibes... Gentes de diferente perfil y con diverso trasfondo pero que tuvieron en común una honda preocupación por España, más allá de las facciones. Es cierto que, en la hora de la gran ruptura que supuso el 36, cada uno escogió bando, y la falta de matices con que se suele juzgar esa época y a esas personas impide ver que ni unos ni otros llevaron su compromiso más allá de lo que hubiera debido permitir la honradez intelectual y personal. Besteiro estuvo con la izquierda, pero no con el caos revolucionario, del mismo modo que Ortega y Laín pudieron estar con la sublevación, pero jamás con el franquismo.

Igual exagero, pero si el pactismo, el espíritu de consenso o, si se prefiere, la valoración de lo que nos une y el soslayo de lo que nos separa que caracterizaron a la transición tuvieron algún pedigree intelectual, es atribuible a estos personajes. En ellos se encuentra, recurrentemente, el material necesario para plantear sensatamente la España contemporánea. La España de estos españoles es la única posible, pero la buena noticia es que es, al tiempo, la España realmente existente, no es necesario construirla. Basta no ignorarla.

Se dolía Javier Marías en estos días de que España hubiera sido tan cicatera con su padre. Y es que, en esto, también el destino de Julián Marías ha corrido parejo al de otros. No es grato a los que hacen los cánones –normalmente, adscritos al mundo mediático del que también forma parte el buen novelista-, como tantos otros. Prefieren marginar la mejor cultura española del último medio siglo porque la encuentran “poco comprometida”. Evidentemente, esto sucede con los que nunca estuvieron en su órbita política -¿quién se acuerda, hoy, de ese grandísimo español y verdadero liberal que fue Salvador de Madariaga?- pero también con los que, de su propio lado, no dieron grados suficientes de militancia, se conoce, -¿por qué Largo y Besteiro parecen estar en un mismo plano?-.

Como Ortega, Marías nos enseñó que el verdadero misterio insondable, el verdadero “problema de España” es que no hay ningún “problema de España”. Basta levantar el velo de las ideologías para darse cuenta.

sábado, diciembre 17, 2005

EL ESTRENO DE MERKEL

Que las mujeres no han conseguido aún compensar su histórica preterición es algo difícilmente cuestionable. Es una verdad insoslayable incluso en la muy civilizada Europa, donde todos los obstáculos legales han sido nominalmente eliminados –no digamos ya cómo son las cosas en esos países en los que, merced a esas civilizaciones con las que algún líder europeo suspira por aliarse, ni siquiera se han dado esos pasos. Pero, incluso en el dudoso supuesto de que ley y realidad fueran completamente de la mano, la plena equiparación requiere tiempo, mucho tiempo.

Por eso mismo, cuando uno se topa con una mujer que ha llegado por sí misma, sin el auxilio de discriminaciones positivas, sistemas “cremallera” o cualquier otro método que garantice iguales oportunidades a mediocres de ambos sexos, a un puesto de relevancia, es harto probable que estemos frente a un ser notablemente más dotado que sus pares masculinos.

Podríamos aducir el caso de Esperanza Aguirre, en clave nacional, pero, sin duda, visto lo visto en el último Consejo Europeo, el ejemplo más claro de lo que digo es la “perdedora” Merkel. En su primer cónclave comunitario, la recién estrenada Bundeskanzlerin, como si hubiera estado toda la vida en estos enredos, se puso al frente de la máquina alemana y actuó de muñidora del acuerdo final, desbloqueando la negociación. Quienes tienden a exculpar “pecados de bisoñez” harán bien en constatar la evidencia de que hay líderes que se las apañan muy bien incluso recién llegados. Es cuestión de elegir al apropiado.

No es lady Thatcher, pero apunta maneras. Y es bueno que así sea. Cuando se habla de cualquier cosa, y especialmente de dineros, Alemania no puede estar ausente. El acuerdo, al final, como era de esperar, se ventiló entre la propia Alemania, Francia y el Reino Unido. Es decir, el peso de la Unión sigue estando donde está y donde, con toda probabilidad, debe seguir estando. Merkel se codeó, pues, con dos animales políticos de pura raza, muy distintos entre sí pero ambos con espolones en todas partes. Y contribuyó decisivamente a llevar la cosa a puerto (no me atrevo a decir a “buen” puerto, porque desde el punto de vista del contribuyente, acuerden lo que acuerden, somos los paganos).

El contraste con el primer ministro de España no puede ser mayor. Una está a la altura de las circunstancias, el otro es, como siempre, la nada más absoluta, la antipolítica, un ser ausente. Parece ser que, esta vez, sus colaboradores –que alguno tiene espabilado- pusieron todo el empeño en que luciera como que trabajaba algo más, que hablaba con unos y con otros. Vamos, que no estaba silente y aburrido. La táctica negociadora, de ir al rebufo de Francia, puede tildarse de cualquier cosa, excepto de original, la verdad.

Es cierto que las posiciones de Alemania y España se parecen poco. En cuestiones presupuestarias, la posición española es –si bien se mira, por fortuna- cada vez más insostenible. Hemos de terminar siendo contribuyentes netos más pronto que tarde. Y, no cabe duda, ese día tendremos algo más de voz, porque no puede ser igualmente protagonista el invitado que quien paga la fiesta.

Pero hay más, mucho más. Tengo para mí que un grado de inutilidad tan manifiesto como el de ZP jamás le sería consentido a Angela Merkel. La vida es más cruel con las mujeres, es verdad. ¿Emplearía, acaso, el mínimo –en el más amplio sentido de la palabra- Simancas el tono chusquero que usa con Aguirre de ser ésta un hombre –incluso en el supuesto de que fuera aristócrata consorte-?, ¿por qué no producen el mismo cachondeíto las animaladas de Moratinos que los trastabilleos de Ana de Palacio? De hecho, ¿puede imaginarse la que habría caído sobre la ministra si se le ocurre ausentarse de una cumbre como la presupuestaria para ir de gira por África?

Merkel es mujer, del este, inexperta y con vitola de ganadora por la mínima, o de cuasiperdedora. Tenía y tiene todos los papeles para que se le echen encima a las primeras de cambio. De momento, va librando con soltura. Creo que podrá desempeñar el cargo con dignidad, sobre todo si el listón lo colocan algunos de sus colegas europeos.

Los alemanes tienen canciller, que ya es algo. Los españoles, en realidad, no tenemos presidente del Gobierno.

viernes, diciembre 16, 2005

POLÍTICA AGRARIA COMÚN

Como sucede habitualmente, también en esta ocasión, en la negociación de los aspectos financieros en la Unión Europea, la Política Agraria Común (PAC) está en el ojo del huracán. De hecho, el meollo del llamado “cheque británico” que Blair intenta defender a capa y espada no es otro que la circunstancia de que el Reino Unido no obtiene prestaciones por políticas agrarias comparables a las de otros socios de parecida potencia financiera, por lo que, en ausencia de esa compensación, su contribución neta sería mayor.

Desde un punto de vista liberal, la PAC es doblemente odiosa. Es odiosa porque es un conjunto de subsidios y, por tanto, un elemento distorsionador del mecanismo de los precios –única forma de entenderse cabalmente en una economía compleja y desarrollada- pero, además, lo es especialmente porque la clase de de productos que se subvenciona son, precisamente, aquellos que los países menos desarrollados producen con ventaja, esto es, los productos agroalimentarios. Y parece que algunas ONG empiezan a caerse del guindo y a darse cuenta de que esto es así.

Anoche mismo, en el telediario de Germán Yanke (inciso: bello elogio el que le dedica hoy, en El Mundo, al periodista de Bilbao, su colega Raúl del Pozo, tan bello como merecido), en el marco de unas conversaciones más generales sobre la negociación presupuestaria, el ex ministro de agricultura y hoy portavoz del PP en materia económica, Miguel Arias Cañete, repasaba cuáles son las razones tras ese engendro.

La primera, según es tradición, es el intento de fijar población en el medio rural, esto es, que el territorio de la Unión no se urbanice por completo. Según reflexión de algunos –sobre todo de los poderosos lobbies agrarios franceses- ello pasa necesariamente por garantizar rentas dignas a los agricultores. Lo cierto es que el argumento tiene cierta guasa y, lógicamente, abre el camino a multitud de reclamaciones similares. El porcentaje de población que hoy reside en el “campo” es muy bajo. La mayor parte de la gente tiende, al menos en España, a aglomerarse en núcleos urbanos de cierta importancia, yendo a sus tierras de labor –que, a veces, quedan yermas por mandato de la subvención- en la jornada, como quien va a la oficina.

A esto lo llaman los políticos “vertebrar” el territorio o, lo que es lo mismo, buscar una distribución espacial de la población que ellos entienden como correcta. Como si la gente, dejada a su libre albedrío, no se distribuyera sola.

La segunda de las razones es la contribución al mantenimiento del paisaje. Es un argumento de cierto peso en regiones como las Islas Canarias, en las que las plataneras, además de producir el preciado fruto –que disfrutamos a precios absolutamente desleales para con los productores de banano de otros países menos afortunados que las islas- mantienen el imprescindible tono de verdor. Deducen nuestros planificadores que los canarios, por ejemplo, aun siendo conscientes de que el turismo es, con mucho, su principal fuente de ingresos, en ausencia de tomates y plátanos subsidiados dejarían que sus hermosas islas se convirtieran en eriales feochones, incapaces de atraer a nadie con un mínimo de gusto.

Por supuesto, nuestros planificadores olvidan que las Canarias eran mucho más verdes antes de ponerse en roturación. Para que entraran plataneras y tomateras hubo de salir el pino canario y otras mil especies antaño más abundantes en el Archipiélago. Es decir, que el paisaje puede cuidarse sin necesidad de subsidiar nada. Antes al contrario, sería de esperar que, ahora que todos tenemos una conciencia ecológica de la que antes carecíamos, intentaríamos recuperar la belleza originaria de algunas tierras asoladas por plantaciones indebidas.

Hasta aquí todo normal. Lo que me extrañó es que el amigo Cañete diera el paso de citar, en un alarde de incorrección política, la tercera de las razones, la que nunca se cita y, por desgracia, quizá la única plausible. Esa razón no es otra que la estrategia.

La Unión Europea (o los Estados Unidos, que en esto son tal para cual) produce alimentos por la sencilla razón de que no quiere depender, para el sustento de su población, de países de reputación dudosa. Y es cierto que si la garantía de nuestro sustento de mañana han de ser los dictadores del ancho mundo, es para que se le pongan a uno los pelos como escarpias. Pero, por una parte, es innegable que hay aquí un dilema moral: normalmente, los defensores más firmes de la PAC suelen ser gente que, al tiempo, se tranquiliza afirmando que la democracia sólo es posible llegado cierto nivel de desarrollo económico –lo cual, claro, descarga mucho la conciencia, como total es imposible que lleguen a nada bueno...-.

No deja de ser paradójico que, mediante nuestro indecente proteccionismo induzcamos dificultades a la estabilización política de esas sociedades –al acogotarlas económicamente e impedirles competir- y luego nos justifiquemos diciendo que su coyuntura política hace completamente indeseable la dependencia de gente tan poco de fiar.

Probablemente, hay que hacer ambas cosas a la vez, es decir, promover activamente regímenes democráticos y respetuosos con los derechos humanos –lo que, desde luego, es impensable desde ninguna “alianza de civilizaciones” que consiste, básicamente, en dejar a cada cual a su aire y llevarnos todos bien (hagas lo que hagas en tu casa)- y desmontar obstáculos que, como mínimo, permiten hacer dudar de nuestra buena fe.

Es curioso cómo, a fin de cuentas, la humanidad, sea en países desarrollados o no, termina compartiendo unos mismos problemas... José Bové es uno de ellos, por ejemplo.

jueves, diciembre 15, 2005

UN POCO DE PESIMISMO ANTROPOLÓGICO

Lean esta cínica pieza de Juan Carlos Girauta en Libertad Digital, lean. Comienza nuestro autor:

"Con el talento y la elocuencia de Curro se puede encabezar la diplomacia de una nación que fue dueña del mundo. Confundiendo a San Dimas con Barrabás se puede suceder a don Marcelino Menéndez Pelayo en la dirección de la Biblioteca Nacional. Con una etiqueta de Anís del Mono ocupando el lugar del título universitario se puede conseguir que la entidad más cicatera de Occidente te regale mil quilos y aun regir los destinos de la industria, el turismo, el comercio, la tecnología. Con un bagaje de dibujos animados se puede ascender al ático de la cultura. Con un maniquí de El Corte Inglés dotado de rudimentarios dispositivos para agitar el antebrazo, y una cinta escondida que repite una docena de palabras vacuas, se pueden abrir las puertas de la Moncloa...."

A partir de ahí, se cuestiona, entre bromas y veras, si esto merece la pena o es que los peores han triunfado ya, definitivamente. La referencia de Girauta a ciertos políticos muy reconocibles podría, en honor a la verdad, extenderse a algunos de la facción contraria. Y aun más, generalizando el argumento, al conjunto de la sociedad. ¿Existe relación entre la afición del personal a Gran Hermano y la telebasura y el hecho de que tengamos a un tipo que representa la nada intelectual más absoluta al frente del país?

Pues sí, existe.

Existe porque ambas cosas no son sino manifestaciones de la muerte del ansia de excelencia como motor de la vida social. Gobiernan los peores porque hemos dejado, como personas y, por extensión, como nación, de querer ser cada día mejores, así de sencillo.

Ese vacío cósmico que representan los Zapatero o los Carod, ese despojar a la discusión política de la poca dignidad que le quedaba y, en suma, esa sustitución de la racionalidad por el voluntarismo son tristes pero, ¿cabe, en serio, esperar otra cosa? ¿Puede creerse que la generación Logse –con vocabularios de setecientas palabras- estará para florentinismos y razonamientos sutiles?

Me viene a la cabeza aquella imagen ilustrativa de los procesos caóticos: una mariposa mueve sus delicadas alas en Borneo y la dinámica inducida en el aire, a través de múltiples e imprevisibles vericuetos, termina generando un huracán en el Golfo de México. Por lo mismo, las pequeñas muestras de lo que algunos llaman tolerancia y otros dejadez –el desdén ortográfico, pongamos por caso- terminan induciendo dinámicas sociales que, a la postre, pueden llevar a la Moncloa a un auténtico indigente intelectual.

Los microeconomistas, si mal no recuerdo, emplean una noción que también viene al caso, y que es la de “umbral de percepción”. Es posible que, entre A y B exista una variación tan inapreciable que puede hacer las alternativas indiferentes. Otro tanto puede ocurrir entre B y C, y entre C y D, y así sucesivamente. Ello no empece para que, entre A y Z, a través de sucesivas indiferencias, se establezca una distancia claramente perceptible.

Es posible, de hecho, que salvadas ciertas excepciones rupturistas, la mayoría de las dinámicas sociales sean así. A través de cambios poco perceptibles, aparentemente intrascendentes, se producen mutaciones que profundas y que, precisamente por haber sido asimiladas con plena naturalidad, son muy difícilmente reversibles.

La clase política española de hoy ancla su nadería en muchas de esas mutaciones. Si hoy, por poner un ejemplo, introdujéramos en nuestro sistema un político como los de hace veinte años, sin ir más lejos, parecería un alienígena. Compárese, pongamos por caso, la discusión parlamentaria de la admisión a trámite del estatuto de Cataluña con su equivalente de 1932. Ciertamente, el lenguaje podría ser diferente –no se trata de que nadie emplee los inimitables estilos de Ortega y Azaña- pero el trance era similar y, sobre todo, el bagaje conceptual, prácticamente el mismo.

Pues bien, la comparación es pavorosa. No es tanto, insisto, que las cosas estuvieran mejor o peor dichas como el contraste entre la profundidad de unas argumentaciones y la descarnada elementalidad de otras. Ni tan siquiera Rajoy –de lejos, el mejor parlamentario de esta legislatura- empleó un arsenal intelectual con una mínima altura.

Y es que, sencillamente, lo contrario resultaría incomprensible. Cuando uno se hace a escuchar a los incalificables sujetos que pululan por los programas de televisión –sean presentadores, grandes hermanos, famosillos o, directamente, gente sin oficio ni beneficio- acaba por perder por completo la capacidad de comprensión de una afirmación orteguiana como la de que “Cataluña y España han de conllevarse”. De hecho, termina uno por olvidar como se conjuga el verbo “conllevar” y aún qué significa “conjugar” un verbo. Los despojos humanos que se pasean ante nuestros ojos por exhibir sus miserias son un mensaje demoledor a la ciudadanía... no se entiende a Ortega, y maldita la falta que hace, tan fácil como eso.

Y como, eso sí, demócratas e igualitaristas somos un rato, no exigimos de nadie lo que no nos exigimos a nosotros mismos. Zapatero tiene un nivel mejor o peor, según con quien se le compare. Y comparado con algunos de los creadores de opinión de nuestros días, no cabe duda de que resulta bastante aseadito.

Es lo que hay.

martes, diciembre 13, 2005

EL PP, ¿POR FIN UN DISCURSO FIRME?

Este fin de semana leí algún artículo esperanzado en torno al “espíritu de la Puerta del Sol”. ¿Habrá encontrado, al fin, el Partido Popular un anclaje en un discurso liberal, moderado y a un tiempo basado en principios? No lo sé, pero lo cierto es que las palabras de Mariano Rajoy colocaron al gran partido de la derecha española mucho más cerca del liberalismo de lo que lo ha estado nunca, quizá, incluso, más cerca de lo que él quería decir.

Es posible que con su apelación a una “nación de ciudadanos y no de territorios”, el pontevedrés no buscara más que un recurso retórico. Pero esa frase, tan sencilla, encierra, hoy por hoy, la clave de la esperanza para España como país. Quizá se piense que exagero, pero estoy convencido de ello. Sé que es un tanto paradójico argumentar que el futuro de un país pueda encontrarse en un valor dieciochesco, pero la paradoja desaparece cuando cae uno en la cuenta de que ciertos discursos parecen querer retrotraernos al siglo dieciséis. Así, anacronismo por anacronismo, la cosa se nivela.

Se dice que los países nórdicos dieron con la clave para mantener altos niveles de protección social y una sociedad, al tiempo, dinámica cuando cayeron en la cuenta de que era mejor proteger personas que roles. Es decir, se trataba de proteger a Juan Pérez en tanto que Juan Pérez, no en tanto que trabajador por cuenta ajena, en tanto que padre de familia o que habitante de Laponia. Por supuesto que la protección a Juan Pérez, al operar sobre una persona concreta, afecta a todos los roles que Juan Pérez desempeña en la sociedad, pero comprenderán ustedes que no es exactamente lo mismo impedir que Juan Pérez sea despedido que garantizarle una renta mientras encuentra otro trabajo. He aquí, pues, una idea interesante.

Pues bien, en un país en lo que lo importante son los ciudadanos, los adalides de la identidad no tienen nada que temer, porque la identidad, al ir incorporada a las personas, es objeto de protección con ellas. Parece enrevesado, pero no lo es. En otras palabras, la noción de “nación de ciudadanos” es una noción positiva, en la medida en que no es contra nadie. Salvo, claro, para los que creen que para proteger el catalán hay que cuidar “de Cataluña”, como si Cataluña fuera un ente animado. El catalán va mejor servido cuando se garantizan los derechos de los catalanes, en tanto que individuos –entre ellos, claro, el derecho a expresarse en la lengua que les plazca (porque ellos sí tienen lengua propia o materna, no el territorio en el que viven).

Esta noción, pues, merece ser firmemente apoyada como clave de bóveda de un discurso positivo y, al menos a fecha de hoy, permite que la parroquia liberal se halle mucho más identificada con la banda de estribor.

Es cierto que, para hacerse acreedor a la confianza de cierto liberalismo (por sí a alguien se le ocurre la objeción, quizá no es ocioso aclarar que se trata del liberalismo en el que yo creo), Rajoy debería, además, mostrar una serie de compromisos:

El primero es su compromiso con el mercado como forma más racional de ordenación de los recursos económicos, lo cual exige una adhesión inquebrantable a la neutralidad del poder político. La regulación, en el sentido más amplio, debe reducirse al mínimo imprescindible y, por supuesto, aplicarse desde la más estricta imparcialidad. No excusa comportamientos contrarios a este principio el que no sea esperable que la banda contraria se conduzca del mismo modo, porque se trata de principios morales innegociables.
Lo mismo cabe decir del respeto al producto del trabajo de los españoles –los bien llamados impuestos-. La experiencia demuestra que, una vez en el poder, no hay diferencias sustanciales entre su partido y la izquierda a la hora de cuantificar y ordenar el gasto público, que se dispendia con desvergüenza. Es posible que una gestión respetuosa y considerada para con las privaciones que se imponen a los ciudadanos suponga enfrentamientos con las minorías organizadas y grupos de presión. Puede, incluso, que implique coste en votos, pero esto es también un principio moral.

Sin que ello suponga, por supuesto, confrontaciones gratuitas con la Iglesia Católica u otras confesiones, la moral pública ha de estar inspirada en una ética laica, en su condición de mínimo común denominador de creencias.

España debe ubicarse firme y definitivamente en el eje atlántico y en una posición flexible en el seno de la Unión Europea. Nuestro país carece de aliados europeos naturales –o, si se prefiere, todos lo son-, exactamente igual que otras naciones del continente.

Es verdad que no puede decirse que el equilibrio de sensibilidades en el PP garantice, hoy por hoy, todos los puntos anteriores. Pero se dan pasos. Quizá pueda sostenerse que la valiosa referencia a la “nación de ciudadanos” implica, de hecho, muchos de ellos. Sería bueno, pues, que Rajoy fuera extrayendo las conclusiones implícitas en su propio discurso.

lunes, diciembre 12, 2005

AL RESCATE DEL PECIO

Qué oportuna la salida a flote del pecio del Prestige, unos cuantos años ya yacente sobre el lecho del mar, donde da la vuelta el viento y a tres mil y pico metros. Al parecer, la cadena SER, adalid del periodismo de investigación, ha sacado a la luz pruebas irrefutables de que el Director de la Marina Mercante entonces en el machito resultó ser un cenutrio. Apasionante.

Según cuenta Jesús Cacho, el andoba aplicó la misma táctica –mandar el barco a hacer puñetas para que se hundiera lo más lejos posible de la costa española- en una ocasión anterior con cierto éxito, de lo que se ufanaba. Así pues, cuando se vio en análogo trance con el petrolero, optó por la misma táctica que en el rugby se denomina “patada a seguir” y en cuestiones náuticas se debe llamar “a tomar por c...”, digo yo.

Qué quieren que les diga, a mí, me dan un petrolero a medio partirse y, a diferencia de mis conciudadanos, que siempre supieron, todos, sin excepción que lo mejor era remolcarlo al puerto de La Coruña, no se me ocurriría muy bien qué hacer. Es más, creo que es del todo probable que, con más o menos seguridad en mí mismo, de haber ensayado con éxito algún procedimiento anteriormente, hubiese intentado repetir la jugada. Lo confieso, sí, con más o menos chulería, me temo que yo hubiese hecho lo mismo que el tipo de la Marina Mercante. Lo mando al Canadá, vamos.

Me imagino que, hoy, todo el país andaría poniéndome a parir. Pero lo cierto es que la elección era, supongo, que reventara lo más lejos posible, y se mancharía más o menos toda la costa desde Bretaña al Estrecho de Gibraltar –y, bueno, a la vista está que mal, ahora, no parece estar- o bien asumir el riesgo de que crujiera en la bocana del puerto de La Coruña y... hoy la bella ciudad gallega sería inhabitable, me imagino. ¿Alguien puede imaginarse qué hubiera sucedido si las toneladas de crudo derramadas a lo largo de kilómetros y kilómetros de costa se hubieran concentrado en un solo punto? Bien es verdad que a lo largo de la costa se cría el marisco, y en las ciudades sólo hay personas, pero eso solo resuelve la elección para ecologistas de plantilla.

Se podrá reprochar al gobierno de entonces muchas cosas. La bobaliconada de los “hilillos de plastilina”, las chulescas actitudes de ciertos cazadores -¿igual de impertinentes que las de quien, sabiendo que arde medio Guadalajara, no puede mover el culo en la ópera, quizá?-, la insoportable tardanza del presidente del Gobierno que, cuando aparece, aparece como Napoleón en la batalla de Austerlitz... Pero, a Dios gracias, no hubo muertos, se pagaron prontamente las ayudas – a diferencia de lo sucedido con el Mar Egeo- y hoy la costa está limpia. El gobierno pudo gestionar mal la crisis –insisto en que la decisión crítica de qué hacer con el barco a mí me sigue pareciendo en extremo controvertida-, pero quizá sea oportuno recordar que el responsable de todo esto es el armador. Él es quien mantenía circulando una chatarra infecta.

No se entiende muy bien, entonces, a qué viene todo esto ahora. Es verdad que hay mucha gente que ha hecho del odio visceral no ya al Partido Popular, sino a la persona de José María Aznar el norte de su opinión. Me imagino que se trata de proporcionar a toda esa gente material comparativo para poder fundamentar la pregunta. Y Aznar, ¿qué?... No sé cuánta de esa gente hay, y supongo que habrá grados. Hay quien le compara directamente con Franco, por las buenas. Esa gente no necesita recordatorios, así que me imagino que estas pseudonoticias irán destinadas al personal que necesita bases racionales para sus manías. “Y yo, a este, ¿por qué le odiaba?”, se preguntarán. “Por esto, por esto”, contestará diligentemente la SER.

O puede que el Gobierno necesite con urgencia que se vuelva a sacar la vara de medir que se le aplicó el 14M. Con la corriente de medir gobiernos, sale corto de talla. Pero no estoy yo muy seguro de que las circunstancias de aquel día sean tan fácilmente reproducibles. Quizá una idea... el ingenioso reportero que encontró suicidas en los trenes podría buscar, y hallar, evidencias de que, en realidad, el casco lo perforó una bala perdida disparada por Álvarez Cascos. La hipótesis de que fue un submarino yanqui es mejor reservarla para otra ocasión, cuando haga más falta.

domingo, diciembre 11, 2005

HACERSE TRAMPAS EN EL SOLITARIO

Que el Gobierno ande empeñado en una campaña para rehabilitar su imagen es un mal síntoma para los incondicionales. Se dice, con razón, que las encuestas deben ser verdaderamente desfavorables para que el Ejecutivo, que ya dispone del BOE como medio de publicidad de eficacia inigualable, se vea obligado a tomar tan singulares medidas.

Pero no son solo las encuestas. Existen otros signos evidentes de que pintan bastos, signos que son mucho más de temer para la parte más avezada de la parroquia socialista. Los apoyos mediáticos flaquean. No son ya todo loores y cantos de alabanzas. De momento, claro, se trata sólo de un cierto enfriamiento. Un aviso a navegantes de que, por ahora, bastaría con un reajuste, pero existe la posibilidad de que don Jesús declare a este gobierno delenda, y se acabo lo que se daba.

Dicen las malas lenguas que el amo está muy cabreado. Y no es para menos. En primer lugar, hay que recordar que este país es algo así como su finca y ya se sabe que cuando un bosque se quema, algo suyo se quema... señor Polanco. Los eventuales daños a la unidad de mercado, a la solidaridad entre los españoles, etc., a pocas cuentas que se echen, terminan siendo daños a las cuentas de resultados de la clase empresarial, el Jesús del Gran Poder incluido. Pero es que, además, el de Valdemorillo se empeñó hasta las cachas en el “ahora o nunca” de los socialistas en el 11M. Hizo cuanto estuvo en su mano, y todos sabemos que no fue poco, para convertir aquella oleada de indignación en una andanada contra el gobierno de entonces. La cosa está demasiado reciente como para que la perspectiva de un pronto retorno de los populares a la Moncloa no preocupe. Son bastante ingenuos y tienen poca memoria, pero no hasta ese punto. Tengo para mí que lo que más indigna a Polanco de la estulticia de ZP es su poca habilidad para conservar el regalo que se le hizo en su momento. Un simple canal de televisión no es compensación suficiente, hace falta que el agraciado muestre, cuando menos, la diligencia debida.

Me imagino que las líneas de la campaña gubernamental abundarán en dos ideas. La primera es que todo va mucho mejor de lo que se dice, pero el Partido Popular crispa tanto el ambiente que no permite que los ciudadanos caigan en la cuenta. La segunda es que, con independencia de sus posibles fallos aquí y allá, el Gobierno sigue atesorando la virtud fundamental de no ser de derechas.

Lamentablemente, las cosas no son tan simples, ni mucho menos. La mala imagen del Gobierno de ZP tiene un sustrato muy real. Ha sido sentenciado ya por muchos, propios y ajenos, como el peor Ministerio de la democracia. A la falta de competencia natural –por carencias evidentes- de muchos de los miembros del gabinete por falta de preparación (conste que hay excepciones notables, y no solo la de Solbes), descollando el propio presidente que es, seguramente, el más ayuno de todos, hay que sumar la falta de un programa real para gobernar el que, según una suma de indicadores, es el octavo país del mundo.

El Gobierno no sólo parece patético. El Gobierno es patético. No se trata, sin más, de un gobierno poco eficaz, sino de un gobierno dañino porque, más que no invertir energías en los problemas reales del país, hace cuanto puede por desviarlas hacia debates que, interesantes o no, pocos efectos tienen para la mayoría.

En dieciocho meses deberían haberse sentado las bases, cuando menos, o deberían ir conociéndose iniciativas en muy diversas materias. Tenemos un Gobierno silente en materia de reformas fiscales, política energética, inmigración, infraestructuras, pensiones, función pública, ordenación del gasto público, acción exterior... Tan solo tenemos “más derechos de ciudadanía” que, hasta la fecha disfrutan, básicamente, los homosexuales, porque la inmensa mayoría sigue teniendo los mismos no ya que hace dos años, sino que hace veinte.

El Gobierno ZP es la anécdota elevada a categoría. Un verdadero accidente, algo que nunca debió suceder. Y me temo que este pensamiento es compartido a derecha y a izquierda, por mucha gente que, en sus análisis, va más allá de las cuestiones que cada día estén en el candelero. El problema del Gobierno es que gobierna muy poco. Se limita a potenciar debates enconados, en su mayoría estériles – no estaría mal que, puestos a estimular la discusión, lo hiciera sobre asuntos de mayor interés.

El despeñamiento electoral tiene arreglo, creo. Dicen los optimistas que ya se ven algunos signos de vuelta, de predisposición del Presidente a recomponer sus alianzas y a enderezar algo el rumbo de la legislatura. Aún le queda tiempo, sí. Más de la mitad del mandato. A fecha de hoy, no creo probable que el socialismo vaya a perder la Moncloa. Es posible, sí, que el empate técnico que podrían arrojar unas elecciones se resolviera en algunos escaños de ventaja para el PP pero, en su caso, se nivelarán a la gallega, pactando con quien sea menester –asunto para el que los socialistas se dan mucha más maña que los otros, a la vista está-. Puede ser, claro, que si ZP persevera en su deriva y si Otegi sigue entregado a su pasión literaria termine dándole una mayoría muy amplia a la oposición pero, insisto no es probable.

Seguramente, antes o después, ETA declarará una tregua –en el momento en el que les salga de los mismísimos, claro-. Es posible que sea in extremis, pero la declarará con seguridad si tiene motivos reales para pensar que la pera en dulce que les ha caído puede tomar el camino de León. Y Cataluña tendrá nuevo estatuto, que será el equivalente legislativo de Frankenstein, pero lo tendrá. Cuando las conversaciones con ETA fracasen –o cuando veinte mil navarros bajen a quemar la Moncloa-, o el Constitucional declare que el estatuto es contrario a la Carta Magna hará ya tiempo que ZP habrá renovado su mandato, y ya se llamará a Rubalcaba para que lo solucione.

Pero lo que ya es imposible es que esta legislatura se vuelva mínimamente productiva. En el mejor de los casos, los españoles habremos perdido cuatro años. Es verdad que un mandato legislativo es un suspiro, pero no es menos cierto que la gobernación de un país ha de llevarse a cabo cada día. Todos los días cuentan. Un curso más de aplicación de la Logse significa un grupo enorme de niños condenados a una educación muy deficiente, una obra no adjudicada tardará otros cuatro años más en empezar a hacerse (¿cuánta gente puede morir en cuatro años en un punto negro en una carretera?)... y luego, claro, están las oportunidades perdidas para siempre. La negociación europea mal hecha no se repite, por ejemplo. Y así una larga ristra.

Lamentablemente, la omnipresencia del estado en nuestras vidas hace que difícilmente podamos permitirnos un gobierno de adorno. Un gobierno inútil es un lastre, porque a lo que no hace se añade lo que impide hacer.

Esta es la realidad. Que el PP chille más o menos no la altera en absoluto. Cada uno es libre de consolarse como quiera, pero siendo conscientes de que no hay nada más tonto que hacerse trampas en el solitario.

sábado, diciembre 10, 2005

IMAGINE

Como todo el mundo sabe, esta semana se han cumplido veinticinco años del asesinato de John Lennon, que ocurrió justo enfrente del famoso edificio de Nueva York en el que vivía en aquella época –famoso no sólo por haber acogido a Lennon, sino porque en él, en el Dakota, se rodó “La Semilla del Diablo” y porque el edificio es, en sí, altamente valioso-.

Cientos de seguidores del músico han peregrinado hasta Strawberry Fields, el lugar de Central Park donde cayó, para honrar su memoria. Es curioso que estas manifestaciones pseudorreligiosas referidas al ex Beatle merecen todo el respeto de todo el mundo, en tanto que las recurrentes visitas a la tumba de Elvis o, lisa y llanamente, ciertas muestras de religiosidad genuina como los rezos ante reliquias de santos son, para la progresía bienpensante o una horterada descomunal o bien, simplemente, una muestra de fanatismo e histeria.

Que Lennon fue uno de los más geniales músicos contemporáneos está fuera de toda duda, que fuera una especie de santo, permítaseme cuestionarlo. Hay, desde luego, una tendencia general a confundir genio con virtud o rectitud moral. Quizá el contraejemplo más evidente sea Picasso, al tiempo genial pintor y hombre bastante cabroncete. Pero no es esto lo que me interesa destacar. Allá cada cual con sus manías.

Lo que sí me ha llamado la atención es que, como se ha puesto de manifiesto en algunos reportajes, el asesino de Lennon está... entre rejas. Mark Chapman lleva cerca de veinticinco años en la cárcel. Al parecer, dijo que “oía voces”, y el juez resolvió, con buen criterio –creo que le sentenciaron a una cadena perpetua conmutable- que mientras siguiera “oyendo voces” debería seguir siendo huésped del Estado de Nueva York. A buen seguro, el contribuyente neoyorquino no tendría inconveniente en mantener a todo fulano que hable con Dios por medios no habituales en instituciones apropiadas.

Mark Chapman, en España, estaría en la calle hace mucho tiempo, sobre todo porque hubiera sido juzgado por el antiguo Código Penal y hubiera redimido pena. Su sentencia hubiera sido, con el Código del 95 que, a la postre, resulta más severo, por asesinato, probablemente con atenuantes –el de “oír voces”- y, entre unas cosas y otras, no hubiese tardado más de quince años en obtener una libertad condicional. Con independencia, ya digo, de que siguiera “oyendo voces”.

¿Es Chapman peligroso? Pues dependerá de lo que le indiquen las voces. Lo cierto es que ya ha expiado su pena, si atendemos a criterios de proporcionalidad. Otra cosa es que haya dejado de ser un peligro.

Mucha gente opina que, en ocasiones, el régimen penitenciario debería complementarse, cuando menos, con algunas otras medidas de seguridad, variables en función de la peligrosidad demostrada. Hay, ciertamente, serias dudas, no ya en torno a las capacidades reeducativas o de reinserción del sistema carcelario –hoy por hoy, la mejor garantía de que un delincuente inhabitual se transforme en un profesional del asunto-, sino en torno a la posibilidad real de reinserción de ciertos tipos criminales.

Y, en estas, llega Mercedes Gallizo, diciendo que el destino de los criminales no tiene por qué ser, necesariamente, la cárcel. La policía la etiquetó de “roja de salón”. Para variar, no solo no tiene dudas sobre la validez de una línea que se demuestra poco eficaz –la confianza en medidas alternativas tan poco intimidantes como la localización permanente- sino que propone perseverar. Es decir, mientras medio mundo se pregunta cómo remediar casos en los que la cárcel es insuficiente, nuestra mandamás de las penitenciarías insiste en argumentos más propios de cuando Lennon andaba por el mundo.

A menudo se dice que la izquierda ha cambiado mucho y ha aprendido mucho. Y es cierto, pero no del todo. Lo que ha aprendido la izquierda es a no sacar la patita en aquellos lugares en los que el ciudadano es capaz de relacionar directamente las ideologías con su malestar. El instinto de supervivencia les ha enseñado, por ejemplo, que ciertas ideas traen paro, y el paro quita votos, y sin votos hay que volver a los cuarteles de invierno de las universidades, a seguir teorizando pero sin rascar bola.

Eso no ocurre en los aspectos en los que la relación entre la acción del ideólogo y la consecuencia desastrosa es mediata. Allí donde se encuentra protegido por fenómenos complejos, que obedecen a una auténtica constelación de causas posibles –si se prefiere, allí donde hay siempre un maestro armero al que echar la culpa- es donde nuestro “rojo de salón” se encuentra a sus anchas.

Hablamos, claro, de educación, cultura, universidades o penitenciarías. Ahí puede encontrar acomodo gente que, digamos en Economía, duraría dos ruedas de prensa.

Imagine que no hubiera progres de salón. Imagine que el tiempo pasara para todos. Imagine que cierta gente fuera sensible a la realidad. Imagine que el pensamiento volviera a ser riguroso. Podéis pensar que soy un soñador, pero no soy el único...